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El reciente libro de Manuel Álvarez Tardío, aparecido a finales de 2005 —El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (Editorial Gota a gota)—, es un libro de historia, pero, indisolublemente, es también un libro de filosofía política. No en vano se abre con unas palabras de Popper que recuerdan a Berlín: existen valores que siempre estarán en conflicto y no será fácil encontrar una solución perfecta. Se trata, por tanto, de grados de perfección o de imperfección y, sobre el lienzo de cincuenta años de la España reciente, este libro es una apología de la democracia, una filosofía contada con ejemplos, una lección que deberíamos aprender.

Una tradición chapucera confunde frecuentemente entre nosotros la imprescindible libertad para leer la historia desde el presente, esto es, partiendo de una interpretación que descansa en un determinado proyecto de acción cultural, intelectual y política, con la pura arbitrariedad, con el ninguneo de las evidencias más apabullantes. Hemos tenido un caso reciente en la declaración del Congreso de los Diputados con motivo del vigésimo quinto aniversario del intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981: si hiciéramos caso de lo que esa proclama afirma, el Rey se habría limitado a acompañar los esfuerzos de innumerables y anónimos héroes que hicieron imposible el éxito de la o las intentonas de aquella fecha. Cualquiera que recuerde lo que efectivamente pasó, reconocerá que hasta la aparición del Rey en Televisión española, a altas horas de la madrugada, muchos de esos supuestos protagonistas estaban básicamente preocupados, tal vez con algún motivo, en ponerse a salvo de lo que pudiera pasar. Cinco lustros después ese prudente esconderse se ha convertido en una meritoria resistencia.

En esa misma línea, los indisimulados intentos del actual presidente del Gobierno para enlazar directamente con la legitimidad de la Segunda República, olvidando absolutamente una transición que, a su alto entender, se hizo bajo el temor a las bayonetas, son consecuencia de un olvido intencionado, de una completa mixtificación: presentar aquella República como una operación política violentamente impedida por la derecha y presentar la Transición como un trampantojo de los vencedores de la guerra para impedir la memoria correcta de la verdadera legitimidad democrática y, en consecuencia, su plena recuperación.

El estudio de Álvarez Tardío pone claramente de manifiesto lo rotundamente arbitraria que resulta esa maniobra. Su análisis de los dos procesos, el de 1931 y el de 1978, constituye un magnífico estudio comparativo llevado a cabo mediante un análisis meticuloso y brillante del conjunto de factores y de circunstancias que los diferencia. Álvarez Tardío analiza detenidamente la trayectoria de ambos procesos constituyentes para acabar llevando al lector al convencimiento de la neta superioridad política del que ha conducido a la Constitución de 1978.

Quienes buscan recuperar una legitimidad más antigua y más radical en la República parten de que el miedo de la sociedad española a verse envuelta en otra guerra civil, y las inercias del franquismo han limitado la validez del proceso que se inició a la muerte de Franco, de manera que, lejos de suponer un éxito, ese proceso nos habría entregado una democracia «demediada» que estaría muy lejos de alcanzar el nivel de calidad democrática que, según esa opinión, tuvo la democracia de los años treinta. Álvarez Tardío desmiente ese supuesto tanto desde el punto de vista histórico, como desde el punto de vista conceptual. Ese doble punto de vista está perfectamente articulado a lo largo de todo el libro, no se trata de un artificio para alargar el texto, muy por el contrario, es su viga maestra, pues como bien reconoce el autor, «existe, como es sabido, una poderosa y complicada relación entre la construcción y la configuración de un orden político democrático y el modo en que los protagonistas de ese proceso deciden referirse al pasado y hacer uso de la memoria histórica».

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La gran diferencia entre ambos procesos es que en 1931, cercana todavía la Revolución de Octubre y sin apenas noticias fiables del desastre que acabaría por traer, quienes se presentaban a sí mismos como la encarnación de la joven República, para espanto de Ortega, no tenían ningún interés en aunar voluntades. Esa voluntad de exclusión eliminó en buena medida la capacidad de autocrítica y catalizó las peores posibilidades de un proceso que había advenido de manera pacífica y en un clima de esperanza colectiva bastante amplio. La República se agotó mediante la mutua exclusión de las fuerzas en movimiento, la izquierda empujando, la derecha a la defensiva, que no se pararon nunca para dejar al otro un espacio cómodo y vividero. En 1978, por el contrario, existía un convencimiento general de que no se podía repetir ni la guerra que siguió a la República ni los errores de aquélla, que ni se debía ni se podía excluir a nadie. La Constitución «de todos» se escribió tratando de arracimar la participación de todos, hasta de quienes, más o menos aparentemente, no querían hacerlo.

No puede decirse, por tanto, que la transición se basó en una supuesta ocultación de la historia. La verdad es precisamente lo contrario: fue el amplio acuerdo en un recuerdo muy preciso de los errores políticos de unos y otros, errores que era necesario no repetir, lo que hizo posible no volver a incurrir en ellos.

Álvarez Tardío ha sometido a análisis los dos momentos constitucionales para tratar de hallar cuáles son las diferencias que dan razón tanto del fracaso de la República como del ya largo éxito de la Constitución de 1978. No se trata de procesos que puedan diferenciarse, únicamente, en virtud de circunstancias cronológicas: en ellos se pone en práctica una diferente idea de la democracia, más doctrinaria y radical en 1931, más pausada y pragmática la de 1978. En el caso de la República parece, en ocasiones, como si fuera necesario destruir para que reinen los principios, en el de la Constitución de 1978 se parte de que ha de haber una coherencia entre la teoría y la práctica que impida que la construcción del ideal acabe en catástrofe.

Es evidente que las circunstancias históricas han sido distintas, desde las realidades socioeconómicas hasta el clima político mundial. El ascenso del totalitarismo, de izquierda o de derecha, fue fruto de la muy extendida convicción de que las democracias ya habían dado todo lo que podían dar de sí, y eso no era suficiente. En 1978, por el contrario, aunque todavía no había caído el muro de Berlín, ya estaba suficientemente claro que las democracias liberales eran mucho más prósperas y justas que los ejemplos del paraíso soviético. En 1931 la izquierda interpretaba que tanto el pasado como el futuro de España indicaban que era innecesario e imposible el establecimiento de un régimen liberal y democrático, que la oportunidad histórica consistía en que podíamos saltarnos una etapa meramente formal en el largo camino hacia el socialismo. En 1978, tanto la izquierda como la derecha pudieron tomar la historia como un aviso, como una invitación a lograr ahora el espíritu de libertad y de prudencia que no había sabido madurar cincuenta años antes.

La transición a la democracia pudo apoyarse en la radical transformación experimentada por la sociedad española y en el convencimiento de buena parte de los políticos que gestionaban el último franquismo de que, muerto el general y con el Rey en el trono, la democracia iba poder construirse con calma y con eficacia para dar satisfacción a las demandas de libertad política de los españoles. El trabajo de esos «tecnócratas», unos hijos de la «revolución pendiente» otros más propensos a la libertad económica, hizo posible la llegada de un régimen constitucional. El posibilismo de Suárez acabó incluyendo a la izquierda en el camino hacia el régimen constitucional al legalizar el PCE y garantizar la presencia de los dos grandes partidos de izquierda en unas elecciones absolutamente libres.

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En 1978 la izquierda supo renunciar a la «ruptura» porque los que lideraban la transición supieron ganarse su confianza, porque los líderes del PSOE y del PCE comprendieron que se les estaba haciendo un lugar en el sistema, que algún día podrían ellos gobernar, como así ha sido, en efecto. Menos éxito tuvo idéntica actitud con los nacionalistas, en especial con el PNV. La nueva democracia fue generosa con sus pretensiones, confiando en su lealtad. Cada cual tiene a la vista el caso para poder opinar con fundamento sobre el éxito de esa política.

El examen de esas dos historias nos enfrenta con un presente desagradable al asistir a algo que, si no supone la voladura completa del pacto constitucional de 1978, se le parece grandemente. En España buena parte de la izquierda no acaba de encontrar su propio camino reformista y ha cedido a la tentación «antifranquista» de equiparar a los nacionalismos con esa clase de nuevas opresiones en las que siempre ha de fundarse la izquierda para sobrevivir. La clave de ese abrazo político, enteramente inconcebible, sin ir más lejos, en la atmósfera de la República, tal vez resida en lo siguiente: el nacionalismo se formula en unos términos absolutamente antiliberales con los que ciertas personas de la izquierda tienen una fuerte tendencia a identificarse. Esa tendencia a mimetizarse con el nacionalismo se complementa con la proclividad de unos y otros (nacionalistas e izquierdistas) a dar por bueno un radicalismo que tiene bastante que ver con las ensoñaciones revolucionarias de los sesenta y con lo que se llamó la «contracultura». Sea por razones de interés, sea por motivos supuestamente más nobles, esa alianza plantea objeciones de fondo al actual sistema político porque excluye como detritus de la historia al conjunto del electorado conservador y pacíficamente español.

La limitación de poder que es esencial a un entendimiento liberal de la democracia salta por los aires tanto en nombre de las aspiraciones nacionalistas (véase el Estatuto de Cataluña, como ejemplo) como en nombre de una política que se legitima desmontando las estructuras sociales tradicionales y alumbrando «nuevos derechos» a la primera de cambio. La mayor amenaza está en que ese ejercicio conjunto del poder por parte de fuerzas que no quieren respetar las reglas de juego constitucionales (véase el Pacto del Tinell) que permiten y reclaman la posibilidad de una alternancia pacífica en el poder. Que eso quiera hacerse en nombre de un supuesto déficit democrático del proceso constituyente de 1978 explica la gravedad de la situación.

Hay que esperar que la meditación de la historia que nos propone Álvarez Tardío ayude a no incurrir de nuevo en viejos y peligrosos errores. Está claro, en cualquier caso, que el escenario que se abre tras dos años de gobierno de Rodríguez Zapatero (un presidente provisto de una idea muy revisionista del pasado de nuestra democracia) es muy distinto al que ha estado vigente durante casi tres décadas.

Si el Partido Popular vuelve a ganar las elecciones, tendrá que plantearse seriamente el cambio de la ley electoral para evitar que los nacionalistas obtengan el plus de poder que les otorga el equilibrio inestable de las dos grandes fuerzas centrales del sistema. Cosa distinta es que la izquierda esté dispuesta a aceptar esa reforma si sigue creyendo que con la clase de pactos que ahora está desarrollando se garantizará la perpetuidad, aunque si pierde las elecciones, sabrá que había hecho un cálculo equivocado. Eso sólo se sabrá un poco más adelante, pero hay motivos para temer lo peor, para sospechar que se pueda seguir consolidando un esquema con el que el centro derecha quedaría fuera de las posibilidades de alcanzar el poder por los caminos ordinarios de la democracia.

La gran paradoja de esta situación reside en que una inmensa mayoría de los electores españoles (sumados todos los votos nacionalistas de cualquier región, no llegan al diez por ciento) desearía acabar con esa clase de hipotecas. Tal vez alguien debiera presentarse a los electores reclamando la mayoría necesaria para hacer únicamente esa reforma de la ley electoral con la promesa de, tras ello, convocar inmediatamente nuevas elecciones.

Lo que el libro de Álvarez Tardío nos recuerda es que el empeño en la exclusión que presidía el proceso de 1931 acabó de manera trágica. Lo que ahora está empezando a suceder, tampoco tiene trazas de terminar bien. Como subraya el autor, sólo una democracia a lo Madison, sin animadversión partidista y con posibilidades para todos, puede hacer que un país de viejas querellas entre definitivamente por el camino de la normalidad democrática. Hoy, aunque nos resulten muy lejanos los agravios y carencias que llevaron a los españoles a la guerra, y aunque estén muy atenuadas las razones políticas que la hicieron casi inevitable, algunos están empezando a hacer mal lo que todos supieron hacer bien hace treinta años. No es como para alegrarse.

Filósofo. Profesor de la Universidad Rey Juan Carlos