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Jorge Castañeda es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Nueva York.


AVANCE

A un año de la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina permanecen en una especie de limbo. El tono y las formas han cambiado radicalmente desde la época de Trump, desde luego. Algunos casos específicos han recibido un tratamiento especial: la migración procedente de México y Centroamérica, la Cumbre de las Américas de junio 2022 en Los Ángeles, un breve intento de acercamiento con Venezuela. Pero más allá de estos detalles, la continuidad de fondo con el gobierno de Trump ha sido la regla, con independencia del cambio de formas.


ARTÍCULO

Podemos revisar los temas particulares que han concentrado la atención de Biden, con cambios y más bien sin ellos. En lo tocante a México y Centroamérica, la similitud con la postura de Trump es notable, exceptuando las patanerías y las amenazas del predecesor de Biden. El tema central es la migración; el instrumento principal para detenerla es obligar a los países emisores a controlar los flujos, y la deportación para aquellos que logran llegar a Estados Unidos. En teoría, Biden iba a acompañar esta continuidad con una reforma migratoria integral y un programa de inversión en el sur-sureste mexicano y en el Triángulo del Norte. Pero debido a la exigüidad de sus mayorías en ambas cámaras del Congreso, ninguno de estos complementos se materializó. Queda que México, Guatemala, El Salvador y Honduras sigan haciendo el trabajo sucio de los norteamericanos. Se esperaba un cambio en esta materia; a más de un año de la llegada de Biden a la Casa Blanca, no ha tenido lugar.

Lo mismo sucede en referencia a otro tema cercano a los Demócratas y a Biden, a saber, el cambio climático. Ciertamente, Estados Unidos volvió a los Acuerdos de París, y el Congreso ha aprobado algunas medidas verdes de gran trascendencia. Pero frente a América Latina, se nota una gran pasividad en dos frentes cruciales: la Amazonía y la política energética mexicana. En el primer caso, la depredación del gobierno de Jair Bolsonaro se prolongó durante todo su cuatrienio, llegando al extremo de aprovechar la guerra de Ucrania para aprobar leyes que permitan la explotación de supuestos yacimientos de potasio (para sustituir las importaciones de fertilizantes rusos) en tierras amazónicas de pueblos originarios. No obstante, las intenciones iniciales de Biden de aplicar incluso sanciones contra Brasil, o contra empresas agroindustriales brasileñas que incurren en daños a la selva amazónica, se han vuelto letra muerta. Es cierto que Washington se ha visto distraído por otras preocupaciones -internas o externas- pero la indiferencia es manifiesta.

La idea del no alineamiento activo es seductora y oportuna. Enfrenta serios desafíos, pero podría prosperar

Lo mismo ha acontecido con las posturas ambientales de López Obrador en México. Sin entrar en los detalles de los méritos y defectos de la reforma energética del gobierno en cuanto a prácticas monopólicas, violaciones a tratados suscritos, insinuaciones retroactivas y las consecuencias para el abastecimiento de electricidad en los años venideros, la reforma de AMLO contiene un innegable sesgo anti-energías renovables. Las eólicas y solares se ven penalizadas y desincentivadas, a favor del combustóleo y las energías fósiles en general. Pero la administración Biden ha sido sumamente cuidadosa, por lo menos en público, en sus críticas o preocupaciones. Se entiende la precaución, tratándose de un vecino cuya cooperación en materia migratoria es vista como indispensable, pero la discreción de Biden sorprende a la luz de la importancia del tema para su propio gobierno.

Los dilemas de Cuba y Venezuela 

Algo parecido sucedió durante el primer año y medio de la nueva administración en lo tocante a dos asuntos críticos para Estados Unidos, uno por histórico y  debido a la política interna, otro por el antagonismo de los últimos veinte años. Se trata de los frustrantes e infranqueables dilemas de Cuba y de Venezuela.

Después de la normalización parcial de las relaciones entre Estados Unidos y La Habana realizada por Barack Obama en 2016, Trump revirtió mucho de lo avanzado. Reimpuso diversas sanciones; para todos fines prácticos cerró la embajada norteamericana en Cuba; dificultó el turismo, el envío de remesas y   el comercio entre ambos países. Se esperaba que Biden -un partidario de y partícipe en el acercamiento de Obama- revertiría lo revertido y profundizaría el deshielo. No ha sido así.

Por razones electorales en el estado de Florida -clave para cualquier candidato presidencial Demócrata, y donde Biden perdió en 2020- el gobierno actual decidió congelar la política hacia Cuba. Ninguna de las principales medidas puestas en práctica por Trump fue suspendida. Ni mucho menos buscó Biden ir más allá de la normalización de Obama.

La represión masiva desatada por el gobierno cubano después de las protestas del 11 de julio dificultó, sin duda, cualquier ablandamiento de Washington. Y la exigüidad de la mayoría Demócrata en el Senado le brindó a legisladores cubano-americanos como Bob Menéndez de Nueva Jersey un poder desproporcionado. Pero, de cualquier manera, la inacción de Biden en el siempre presente frente cubano ha decepcionado a muchos, empezando por las propias autoridades cubanas, que han debido lidiar con una de las peores crisis económicas del país desde el llamado período especial en los años noventa.

En el caso de Venezuela, las dificultades intrínsecas del dilema justifican en parte la continuidad de facto de la nueva administración. Fracasaron todos los esfuerzos de los gobiernos anteriores por un cambio de régimen o lograr elecciones plenamente democráticas que permitirían poner fin a la dictadura de Nicolás Maduro por una vía institucional . Tanto la prudencia de Obama como la estridencia de Trump produjeron magros resultados. El reconocimiento internacional de Juan Guaidó como presidente no trajo aparejado un fortalecimiento interno de la oposición: si acaso, lo contrario. Por lo tanto, es preciso reconocer que Biden la tenía difícil. La conducta anterior no prosperó, pero no se vislumbraba fácilmente alguna alternativa.

También es innegable que todos los esfuerzos de mediación de los años recientes no han prosperado, y han dañado a sus proponentes y partícipes. Negociar con Maduro, en lugar de procurar su derrocamiento, enfrentaría serias objeciones en el Congreso de Estados Unidos y con la oposición venezolana. Ir más allá en el enfrentamiento, endureciendo las sanciones y alentando más intentos de insurrecciones o golpes tampoco se antoja muy factible ni susceptible de tener éxito. Quizás la pasividad fue la mejor opción. La guerra de Ucrania y el disparo de los precios mundiales del petróleo, sin embargo, suscitaron un extraño esfuerzo de acercamiento en marzo de 2022 entre Caracas y Washington.

Funcionarios estadounidenses de política exterior viajaron a la capital venezolana para reunirse con Maduro. En la reunión, según informes de prensa, la parte norteamericana planteó la necesidad de celebrar a la brevedad elecciones libres y transparentes, así como un distanciamiento entre Venezuela y Rusia. A cambio, podrían levantarse las sanciones impuestas a las ventas de petróleo venezolano y lograrse un reconocimiento de Maduro como presidente del país. Este último exigió el fin de las sanciones y del reconocimiento a Guaidó, así como la eliminación de las acusaciones contra el mismo y otros jerarcas chavistas de corrupción y de narcotráfico, pero ofreció aumentar la producción de crudo y su venta a Estados Unidos. Parece difícil que este intercambio, estrechamente vinculado a la coyuntura ucraniana, pueda sustituir un nuevo enfoque de Washington hacia la crisis venezolana en el sentido más amplio de la palabra: humanitaria, de democracia y derechos humanos, geopolítica.

Por último, si bien la administración Biden se comprometió a colocar nuevos temas en la agenda con América Latina, el más interesante entre ellos ha avanzado poco. Se trata del combate a la corrupción, cuya inclusión constituye una bienvenida novedad. No obstante, sus múltiples aristas arrastran también una serie de dificultades y de contradicciones o de enfrentamientos con otros objetivos norteamericanos. En el Triángulo del Norte, por ejemplo, Estados Unidos se enfrenta a un reto complejo. Por una parte, sabe que la corrupción gubernamental representa un obstáculo casi insuperable para cualquier esfuerzo tendiente a financiar el crecimiento económico en esos países, único antídoto a la migración irregular hacia el norte. Pero al mismo tiempo, los gobiernos con los que cuenta Washington para detener los flujos migratorios son justamente los gobiernos corruptos que han azotado a la región desde tiempos inmemoriales.

El caso de México es igualmente paradigmático. La vicepresidente Harris ha ofrecido una mala broma al referirse a la cooperación mexicana contra la corrupción en Centroamérica; en cualquier caso, México le podría dar lecciones de prácticas corruptas a sus vecinos. El actual gobierno de México no parece ser ni más ni menos corrupto que sus predecesores, y combatir la corrupción en México, especialmente vinculada al narcotráfico, debiera ser una prioridad en el país. Pero simultáneamente, el régimen de Andrés Manuel López Obrador se ha convertido en un aliado privilegiado de Biden en su esfuerzo para contener la migración. ¿Cómo compatibilizar ambos objetivos? La Cumbre de la Américas, celebrada en Los Ángeles a principios de junio de 2022, intentó enfrentar esta contradicción, sin gran éxito.

La parálisis en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina proviene de un reto más profundo. Hoy América Latina pesa menos que antes en el escenario mundial -tanto económico como político.  Al mismo tiempo, dicho escenario se caracteriza por una inestabilidad creciente, comprobada no solo por la crisis en Ucrania, sino sobre todo por las tensiones en aumento entre Estados Unidos y China, y por fuerzas centrífugas en varios continentes. Para América Latina, ser pasivos en la arena internacional no es una alternativa atractiva, y tomar un franco partido por Washington o por Beijín, tampoco lo es. La tesis de un no alineamiento activo, propuesta por varios autores chilenos, entre otros, encierra la ventaja de responder a estas inquietudes que muchos internacionalistas latinoamericanos han detectado desde hace algunos años.

Equidistancia hacia las superpotencias

Ahora bien, el no alineamiento activo también encierra algunos retos. Veo tres desafíos iniciales. El primero es la división geopolítica y económica de América Latina en dos partes distintas, en buena medida determinadas por su relación con Estados Unidos y con China. En segundo lugar, se trata de la dificultad de ser simétricos o equidistantes en el acercamiento o alejamiento y crítica de ambas superpotencias. No son iguales en muchos sentidos. En tercer lugar, es evidente que para que América Latina pueda desarrollar una postura internacional no alineada y activa, tendría que abrazar causas que para muchos países son todavía ajenas, o que para muchos gobernantes hoy en América Latina resultan incluso anatema.

La división en dos subregiones de América Latina se da fundamentalmente a través de la manera de los distintos países de insertarse en la economía global. Sin embargo, por razones históricas y geográficas, esa división también se sobrepone a otras. Por un lado, existe la Cuenca del Caribe: México, Centroamérica, las islas del Caribe y en su caso tal vez Colombia y Venezuela, aunque más bien pertenecen a América del Sur. Dichos países se relacionan más estrechamente con Estados Unidos que los países de América del Sur. Su principal forma de inserción en la economía mundial es con Estados Unidos a través de la exportación de manufacturas, de servicios -turismo, migración- y de otras ventas ilícitas como las drogas. Para ellos, en muchos casos carentes de commodities  que podrían exportar a Estados Unidos, las remesas son mucho más importantes que las ventas de materias primas; el turismo es una fuente de ingreso mucho más importante que la exportación de alimentos o minerales; y la exportación de manufacturas se ha convertido a lo largo de los años en la principal fuente de divisas. Es el caso notablemente de México. La inversión extranjera en estos países suele ser principalmente norteamericana y dirigirse a los sectores mencionados: manufacturas, turismo, otros servicios. Existen desde luego excepciones. México le vende algo de petróleo -cada vez menos- a Estados Unidos. Algunos países centroamericanos aún exportan café o algodón o banano. Pero en términos generales, la relación económica privilegiada es con Estados Unidos, y no se basa en commodities.

La relación con China de estos países es limitada, principalmente por la falta de commodities  para satisfacer la insaciable demanda china. Como esos países no poseen commodities  para exportar, las empresas chinas estatales o privadas no invierten en ellos, justamente porque gran parte de la inversión extranjera china en general y en particular en lo que era antes el “tercer mundo”, se dirige a commodities  y a las obras de infraestructura que las acompañan: ferrocarriles, carreteras, puentes, puertos, almacenes, etc.

El factor chino

México es un país que ha buscado activamente la inversión extranjera china desde hace un par de decenios; en los últimos 20 años apenas ha recibido 500 millones de dólares de inversión de esa nación. Algunos de los países de Centroamérica o el Caribe, establecieron relaciones diplomáticas con Beijing y rompieron con Taiwán apenas en los últimos años. La República Popular China los compensó con algunas obras de infraestructura -estadios de futbol, centros de convenciones, mejoras en un puerto o un canal – pero nada sustantivo. Para estos países, ser equidistantes de China y de Estados Unidos representa un reto complejo.

Tan complejo que especialistas o investigadores periodísticos sospechan, desde unos diez años para acá, que, en diversas ocasiones, las autoridades de Washington han intervenido ante gobiernos de la Cuenca del Caribe para pedirles que se desistan de otorgar contratos a grandes empresas chinas. De ahí que el primer reto para un no alineamiento activo de América Latina es que toda la parte norte de la región vive relaciones mucho más estrechas con Estados Unidos que con China y que esto durará un buen tiempo.

En cambio, los países de América del Sur se encuentran en una situación distinta. Debido a una diversificación preexistente en muchos casos y a la interminable demanda china de materias primas, la gran mayoría de las naciones sudamericanas han reorientado buena parte de su comercio exterior y por lo tanto también de la inversión extranjera directa procedente de China. En algunos casos se trata de exportaciones tradicionales, antes dirigidas a otros países. Ahí está el ejemplo del cobre chileno y peruano. Para ambos países, China ya es hoy el principal destino de sus exportaciones. Otros casos son el petróleo, desde luego de Venezuela, en menor medida de Colombia, o el mineral de hierro brasileño.

Pero también se ha producido una diversificación de commodities, no solo de destinos. El ejemplo más conocido es desde luego la soja brasileña, argentina, uruguaya, boliviana y paraguaya. Debido a este conjunto de exportaciones de materia primas, muchos de los países de América del Sur tienen ya a China como primer o segundo socio comercial. Gracias a sus propios incentivos, pero también al interés del gobierno y de las empresas chinas, la inversión extranjera directa de ese país ha llegado a muchas de estas naciones.

Existe una gran semejanza en la sustancia de los nexos hemisféricos entre los gobiernos de Trump y de Biden: el trato es amable, en lugar de majadero, pero el fondo es el mismo

Es cierto que en algunos casos se trata de compras directas de tierras o minas productoras de los commodities  ya citados. Así ha sucedido en la Argentina, en Chile, en Perú y en menor medida en Brasil. Pero también han fluido las inversiones chinas hacia objetivos de infraestructura para acelerar o volver más eficiente la entrega de los commodities  en los puertos para embarcarse hacia China. De ahí los proyectos chinos de carreteras, ferrocarriles, puentes, puertos, almacenes, etc. La inversión en manufacturas, al igual que en los países de la Cuenca del Caribe, sigue siendo minúscula; incluso es pequeña la inversión en el procesamiento de las materias primas que China importa. Pero, de cualquier manera, todo esto, aunado a la distancia, y a grados de integración menor con Estados Unidos, hace que muchos de los países de América del Sur se encuentren o más cerca de China que de Estados Unidos o no tan lejos de China como de Estados Unidos.

La segunda reflexión involucra condiciones distintas de acercamiento, integración o no alineamiento frente a ambas potencias: Estados Unidos y China. De la misma manera que existen diferencias importantes entre los dos bloques de América Latina, existen diferencias importantes entre China y Estados Unidos. En lo que se refiere a la relación económica con China, a pesar de la persistente “desideologización” y despolitización insistente de Beijing en cualquier vínculo con América Latina, los temas “no económicos” inevitablemente se filtran a la relación global entre países. Aunque muchos gobiernos de América del Sur prefieren obtener préstamos de China o inversiones chinas o créditos a la exportación de China que del Banco Mundial o del Fondo Monetario o incluso de bancos gubernamentales de Estados Unidos o de Europa, este tipo de relación económica no carece de inconvenientes. En muchos casos se trata de una forma de esquivar una condicionalidad positiva procedente de Occidente e inexistente en Oriente.

Las consideraciones no estrictamente económicas penetran en la relación comercial o de inversión y adquieren connotaciones económicas. Muchos gobiernos de América Latina prefieren tratar con bancos o inversionistas o terratenientes o mineras chinas que norteamericanas, canadienses, europeas o con las instituciones financieras internacionales. Los chinos, en efecto, no imponen el mismo tipo de condicionalidad que de manera cada vez más frecuente establecen las empresas y los bancos de los países ricos o los organismos multilaterales.

Ámbitos ambientales y laborales 

Los dos temas más conocidos son desde luego el ambiental y el laboral. El Banco de Inversión en Infraestructura asiático puede prestar a países latinoamericanos, muchos de los cuales son miembros del mismo, sin la misma condicionalidad ambiental o laboral que el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo. Los créditos chinos a países como Venezuela, Argentina, y Ecuador, entre otros, no entrañan los mismos requisitos de política macroeconómica que existen por parte del Banco Mundial o del Fondo Monetario o del BID. Los estudios de impacto ambiental o de consulta social que exigen muchos organismos multilaterales de los países ricos y Estados Unidos en particular, no figuran en las condiciones impuestas por las instituciones chinas.

Más aún, en muchos casos, las empresas, las mineras, y productores de soja chinos, son justamente los principales depredadores del medio ambiente de las selvas y de las comunidades, en muchos de los países de América del Sur. Pero además, resulta prácticamente imposible movilizar a la opinión pública china contra una empresa estatal que pudiera o no estar violando normas laborales o ambientales en otro país. Por definición, el sistema político chino es todo menos que transparente, poroso, abierto a la sociedad civil.

Ciertamente, las empresas y los bancos norteamericanos también imponen otro tipo de condiciones, y en ocasiones, mucho más severas, intrusivas y agresivas, que las chinas. Estas pueden encubrir afanes proteccionistas o contrarios a otros países, por ejemplo, en temas como trabajo infantil, o la utilización de ciertos químicos, o la utilización de determinados productos en la minería. Pronto surgirán exigencias en materia de energía renovable. La diferencia es que  si existen grupos en algún país latinoamericano que se oponen al comportamiento de una minera norteamericana o canadiense, o de una constructora japonesa, o de una empresa automotriz alemana, dichos grupos, de una manera u otra, directa o indirecta, tienen la posibilidad -en algunas casos remota- de influir en la opinión pública del país, en el parlamento o Congreso respectivo, en la sociedad civil organizada, entre grupos ambientalistas o sindicatos, para corregir los daños que las empresas de estos países puedan estar generando en diversas naciones sudamericanas. Simplemente eso no es posible con la empresas estatales o incluso realmente privadas de la República Popular China.

Entonces, la simetría entre las dos fuentes de financiamiento, o los dos destinos de exportación, o las dos fuentes de importaciones, desaparecen. En el caso de China, se puede negociar muchas cosas con el gobierno, pero no se puede entrar en conflicto con él. En el caso de Estados Unidos, todo es negociable y se puede influir dentro de Estados Unidos y en distintas instituciones norteamericanas. Pero en cambio, sigue siendo extraordinariamente difícil logar que Estados Unidos despolitice o desideologice sus relaciones económicas con naciones que puedan ser gobernadas por regímenes poco afines a Washington. En ese sentido, puede ser más atractiva la relación con China que con Estados Unidos; en el otro sentido que ya mencionamos, lo es menos. De tal suerte que la asimetría vigente durante la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos y que le complicó la vida al Movimiento de los Países No Alineados desde la Conferencia de Bandung, persiste. Y he aquí un segundo desafío de gran complejidad para la tesis del no alineamiento activo.

Poco peso en la economía mundial 

El tercer reto es el siguiente. América Latina pesa cada día menos en la economía mundial y así va a seguir. No existe razón alguna para suponer que en el comercio internacional,  en las manufacturas,  en los servicios,  en otros ámbitos nuevos o antiguos del que hacer económico, los países de la región puedan todos juntos o en lo individual, adquirir un mayor peso. Lo mismo es obvia y afortunadamente cierto en lo que se refiere al poder militar o de seguridad. Por fortuna, ningún país latinoamericano posee un ejército o armamento que ´pueda ser realmente significativo en la arena mundial, ni tampoco existen serias posibilidades de ocupar un espacio en la ciencia y tecnología o la innovación en las décadas que vienen. Por lo tanto, para que Latinoamérica pueda figurar o pesar en el ámbito mundial, tendría que hacerlo apoyando unida a ciertas causas que por distintas razones otras regiones del mundo no pueden fácilmente abrazar. La región tendría que convertirse en una Suecia o un Canadá grandotes -en términos de habitantes y de superficie- más que en una Unión Europea (inconcebible) o incluso en una América del Norte integrada comercial y financieramente. ¿Cuáles podrían ser algunas de esas causas, y que posibilidades hay realmente de que un número pertinente de países latinoamericanos pudieran respaldarlas? ¿Qué implicaciones tendría este apoyo en lo que se refiere a la rivalidad entre Estados Unidos y China?

El agravamiento de las tensiones y de la rivalidad entre Washington y China coloca a la región frente a un gran desafío, pero también ante una gran oportunidad

Una primera bandera evidente al día de hoy, incluso por razones geográficas, es el combate al cambio climático. Aunque América Latina ha tenido un papel relevante en algunas de las negociaciones de la COP, del Acuerdo de París o incluso de las anteriores conferencias de la ONU sobre medio ambiente -recuérdese Río 1991- no ha sido una causa fácil para la región. Los grandes países, sobre todo Brasil y México, más bien han sido depredadores del medio ambiente, dependiendo de cada gobierno, y también de los actores de la sociedad civil que limitan o en algunos casos alientan la depredación. Sin Brasil, cualquier respaldo al combate al cambio climático es absurdo. No obstante, ni gobiernos de izquierda ni de extrema derecha de ese país aceptarían fácilmente un requisito inevitable: aprobar algún tipo de universalización ambiental de la Amazonía. En el caso de los otros países importantes como México, por su tamaño, Perú y Colombia y Venezuela, por sus recursos naturales y dimensiones, o incluso la Argentina, los compromisos en materia minera, de pesca, de utilización de químicos para combatir las drogas, etc., no se ve fácil que pueda producirse un compromiso vigoroso con esta agenda.

No es imposible sin embargo que suceda con paso del tiempo. Todo parece indicar que la inercia a favor de posiciones pos-Acuerdo de París es cada vez más poderosa, no solo en Estados Unidos ahora con el nuevo gobierno, sino también en Europa Occidental y en Japón. El problema desde el punto de vista del no alineamiento activo yace en que por lo menos en las condiciones actuales y quizás en el futuro mediano, este tipo de posiciones acercaría mucho más a América Latina a Estados Unidos que a China.

Ciertamente China se mantuvo dentro de los Acuerdos de París durante el tiempo que Estados Unidos permaneció afuera. Aunque el gobierno chino esté haciendo lo posible para cumplir con los compromisos asumidos, sigue siendo un hecho que existe una gran disparidad entre Estados Unidos y China en esta materia: histórica, social y cultural. Una de las razones desde luego es la que ya mencionábamos: en Estados Unidos existe una activa y potente sociedad civil, organizada precisamente en torno a estos temas, que presiona al gobierno federal, a los gobiernos estatales, y a las empresas norteamericanas en sus actividades dentro o fuera de Estados Unidos. Nada de esto realmente rige para China. El gobierno de Beijing puede ser más o menos sensible a presiones internacionales, a las necesidades de su población, a ciertos reclamos de la sociedad china en torno a la contaminación del aire, del agua, etc., pero lo es como único actor. No sería sencillo para América Latina adquirir una voz única y protagónica en esta materia y ser equidistante de Estados Unidos y de China.

Una segunda causa para la América Latina activamente no alineada consiste en la defensa de los derechos humanos y la democracia representativa. Hoy en día, con la excepción de Cuba, Nicaragua, Venezuela y cada día más El Salvador, todos los países de América Latina caben en la definición jurídica-política de ser democracias funcionales, dónde se respetan los derechos humanos, o cuando se violan, dónde existen recursos, denuncias, castigos por hacerlo. Es evidente que nada de todo esto es perfecto ni constante; hay retrocesos y crisis lamentables. En ocasiones los desenlaces no son los que se quisieran. Pero en términos generales, la región cuenta con esa ventaja frente a otras en el mundo. Además, es un hecho que las luchas a lo largo de los últimos 40 años por consolidar democracias representativas y perfeccionarlas, así como contra las violaciones a derechos humanos y evitarlas en el futuro, han generado una consciencia extendida en la mayor parte de los países sobre la importancia de estos temas.

En el ámbito internacional, es evidente que América Latina tiene antecedentes para ello. Ha habido dos latinoamericanos que ocupan el cargo de Alto Comisionado para Derechos Humanos en Naciones Unidas. La Carta democrática Interamericana de 2001 es un documento sólido y duradero, aunque no siempre aplicado como debiera; y las instancias de derechos humanos como la Comisión y la Corte Interamericanas le otorgan cierto peso a la región en esta materia. No sería aberrante que hiciera de esta causa una de sus banderas en la arena internacional.

Sin embargo, al igual que con el cambio climático, existen obstáculos significativos. En primer lugar, la tradición latinoamericana de  no intervención es un problema. Es difícil ser activistas en materia de derechos humanos o de respaldo a los regímenes de democracias representativas, y al mismo tiempo mantener con vigor el principio de no intervención. Existen fórmulas de derecho internacional para hacer compatibles estás tesis, pero para muchos países latinoamericanos, la idea misma podría parecer una herejía. Esto es especialmente cierto para naciones como México y Brasil, aunque México en algunos momentos pudo alejarse de posiciones retrógradas al respecto.

Para que Latinoamérica pueda pesar en el ámbito mundial, tendría que hacerlo apoyando unida ciertas causas que por distintas razones otras regiones del mundo no pueden fácilmente abrazar

El otro reto consiste evidentemente, y de nuevo, en la asimetría entre Estados Unidos y China en este ámbito. Sin aceptar a ciegas las declaraciones en ocasiones histriónicas de muchos norteamericanos sobre su manera de defender los derechos humanos y la democracia representativa a lo largo del último siglo en América Latina y en el mundo, es un hecho que la situación en Estados Unidos es muy diferente a la que impera en China hoy en día. De manera inevitable, una postura pro activa, enérgica, de América Latina al abordar estos temas, llevaría a enfrentamientos ideológicos y políticos con China y a encontrarse más seguido que no, en cercanía a Estados Unidos. Esto es especialmente cierto ahora, con el gobierno de Biden.

La tesis de no alineamiento

Una última causa que podría permitirle a América Latina poner en práctica la tesis del no alineamiento activo en la actual agenda internacional sería la de la jurisdicción universal o la construcción de un régimen jurídico internacional más robusto y que abarcara más temas que en el pasado. Este proyecto podría concordar más con la tradición latinoamericana de derecho internacional, y como construcción de regímenes jurídicos importantes: el derecho del mar y el desarme, por ejemplo.  Tal vez la construcción de un régimen jurídico universal en materia de corrupción podría ser uno de los enfoques posibles de América Latina en esta materia. No porque la región tenga una tradición de anticorrupción (más bien lo contrario) pero porque, en primer lugar, en tiempos recientes, sí se han dado casos importantes de avances en la lucha contra la corrupción secular en América Latina con gran resonancia internacional. Y también porque América Latina, como pocas regiones del mundo, ha padecido en carne propia el carácter internacional de la corrupción. Los países latinoamericanos saben a ciencia cierta que es prácticamente imposible combatir la corrupción si no se libra la lucha en un contexto regional o internacional. Es una de las conclusiones desde luego del caso de Odebrecht, y de varios otros escándalos que han estallado en la región a lo largo de los últimos 10 o 15 años.

Otro ejemplo podría ser el de tratar de construir un régimen jurídico para el intercambio de información fiscal entre los países, un poco siguiendo los lineamientos del GAFE, de la OCDE y el General Reporting Standards, o de los acuerdos de FATCA firmados por varios países y Estados Unidos y Suiza. Esto está vinculado al tema de la corrupción, pero no se limita a eso. Al contrario: es bien sabido que uno de los obstáculos principales ante cualquier reforma fiscal ambiciosa en América Latina -indispensable en todos los países salvo tal vez Brasil- consiste en poder limitar la evasión fiscal a través de la internacionalización. Y uno de los instrumentos para ello justamente han sido estos acuerdos FATCA, o los esquemas del General Reporting Standards de la OCDE. Esto también podría aplicarse a temas como el lavado de dinero, los impuestos sobre transacciones financieras internacionales, y otros flujos ilícitos.

En resumen, la idea del no alineamiento activo es, repito, seductora y oportuna. Enfrenta serios desafíos, pero podría prosperar en la medida en que los gobiernos, los sectores de la sociedad civil y de la clase política latinoamericanas que quisieran promoverla, tomaran en cuenta esos retos, las diferencias importantes dentro de la región, y también la necesidad de ir dejando atrás ciertas visiones del área y del mundo que por definición son difícilmente compatibles con esta idea.

Como se ve, las relaciones entre América Latina y Estados Unidos conviven hoy en un contexto de continuidad y de cambio. Por un lado, existe una gran semejanza en la sustancia de los nexos hemisféricos entre los gobiernos de Trump y de Biden: el trato es amable, en lugar de majadero, pero el fondo es el mismo. Por otro lado, el agravamiento de las tensiones y de la rivalidad entre Washington y China coloca a la región frente a un gran desafío, pero también ante una gran oportunidad. Como lidiar con una administración norteamericana carente de iniciativa en Latinoamérica -por buenas y malas razones- y con el advenimiento de algo que se parece mucho a una nueva guerra fría es la gran tarea que se le presenta a regímenes regionales en su gran mayoría democráticos, sin duda, pero también carentes de imaginación y de visión del mundo.

Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Nueva York.