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La Historia de la literatura española de Editorial Crítica ha logrado con su última entrega (el volumen 2, La conquista del clasicismo, 1500-1598) rematar la serie de nueve que se inició en la primavera de 2010 con la aparición simultánea del volumen 3, El siglo del arte nuevo, 1598-1691 y del 6, Modernidad y nacionalismo, 1900-1939. Ha roto, pues, el maleficio que parecía cernerse sobre la continuidad de los proyectos de historia literaria en varios tomos y, sobre todo, en pleno apogeo de la edición electrónica, me gustaría creer que todo ha sido un rotundo voto a favor de las obras de consulta impresas en buen papel y cómodas de lectura, por la claridad de su tipografía, la espaciosa configuración de la página y la solidez de la encuadernación. Debo agradecer a la generosidad intelectual de Miguel Ángel Garrido Gallardo que me brinde las páginas de Nueva Revista no para suplantar el lugar de una reseña por una autoapología, lo que no seria decoroso, sino para ejercer una suerte de «autocrítica», que era género usual cuando había frecuentes y esperados estrenos teatrales. O si se prefiere, para usar del recurso a la puntualización y al subrayado que otorgan los prólogos o epílogos (*).

Al final de un camino

El empeño ideal de la Historia de la literatura española, que han compartido conmigo sus autores, ha sido aunar una presentación atractiva y un diseño intelectual donde se ha privilegiado la línea narrativa sobre la seca enumeración de datos. Y donde se han buscado las mayores libertades del ensayo personal sobre el tono escolar y la excesiva dependencia de la bibliografía ajena. A menudo, las palabras «ensayo» y «ensayismo» se han esgrimido como términos descalificatorios en los medios académicos tradicionales, como si el uso algo más que funcional de la expresividad de la prosa y la presentación de un argumento a cuerpo limpio (sin la escolta habitual de confert a pie de página) fueran una declaración de frivolidad. El lector de estos volúmenes advertirá enseguida la renuncia explícita a varios signos que la tradición vincula a las síntesis escolares. La división interna del texto no es exhaustiva y funcional, ni ha sido subrayada por la numeración de los párrafos o salpicada por las palabras en negrita y los cuadros sinópticos. Se han preferido los apartados de cierta amplitud y tono unitario, al pie de un intertítulo atractivo y explícito a la par. A la presencia sistemática de opiniones ajenas en el texto o en los pies de página, se ha contrapuesto una elaboración más personal y desenvuelta donde se hicieran presentes las hipótesis y las contrahipótesis, o se diferenciara —de la mano del autor del volumen— lo seguro, lo probable o lo discutido, sin necesidad de representarlo en listas presuntamente didácticas y, a menudo, demasiado dogmáticas.

Seguramente, tras estas decisiones ha habido también una percepción del lector potencial en un tiempo marcado por la información deglutida por internet y por una orientación de la enseñanza académica que desconfía —con no poca razón— de todo lo que suene a manual. Sin dejar de tener en cuenta al profesional de la filología o de la historia cultural, se ha pensado también en un lector generalista, con cierta preparación previa, que busca una razonable información puntual pero, sobre todo, una relectura crítica de los datos que previamente puede conocer: unos textos, en suma, que compartieran la condición de libro de consulta y de síntesis. Para ese objetivo, «ensayo» era una palabra idónea: estos volúmenes la reivindican como un modo de hacer, que es inseparable de la síntesis razonada, y también como la forma de comunicación más estimulante con nuestros lectores.

La historia de una historia…

Que esto se pueda sostener —sin más jactancia de la imprescindible— obedece a varias decisiones previas, que fueron maduradas en bastantes reuniones de los redactores y sustanciadas en las largas instrucciones escritas de su director. Desde un comienzo se buscó que los tomos fueran obra de un solo autor o, donde era preciso, de dos o tres, e incluso de un pequeño equipo (como es el caso del volumen 8, Historia de las ideas literarias en España), pero siempre con experiencia anterior de trabajo en común. Asegurar la unidad interna y la fidelidad al proyecto previo eran cosas tan fundamentales como lograr que la Historia fuera una digna expresión del alto nivel que había alcanzado la historia de la literatura española como disciplina universitaria.

Se habla mucho de los conflictos inherentes a la vida de la universidad y se extiende sobre ella una sospecha general de ineficacia, a menudo muy injusta. Porque también se olvida que, al lado de un panorama institucional poco halagüeño, la producción científica de los tres o cuatro últimos decenios ha sido mucho más que notable en el campo de las humanidades (y no solo, por supuesto…). Y a las pruebas nos remitimos: entre ellas están, por supuesto, los numerosos libros que con este mismo marbete de Historia de la literatura española han aparecido después de 1970 y la activa presencia de trabajos de origen académico que han ocupado, y ocupan, un plano relevante en la dieta lectora del país y en las mejores colecciones de ensayismo universitario.

En este esfuerzo reciente nos insertamos. en nuestra genética están las expectativas que surgieron de la reforma de la enseñanza de 1970 (la Ley General de educación), lastrada por las inercias del franquismo pero también abierta a la modernización de las estructuras; está el azaroso y fecundo periodo de movilizaciones profesionales y políticas que escoltaron la aplicación (y sus contradicciones) de la ley del 70, hasta más allá de 1975; está el lamentable desfile legislativo que ha presidido la vida escolar entre 1986 y los inicios del siglo, e incluso la precariedad rampante de hogaño, tras el crac económico que abrió el decenio y la llegada del tiempo inclemente de los «recortes». Es patente también que en las páginas de esta obra —que se empezó a gestar en 2007 y ha visto su conclusión a finales de 2013— han coincidido los esfuerzos de varias promociones de filólogos, testigos de todas las fases intelectuales de ese periodo histórico. Los hay que comenzaron su trabajo en los primeros años setenta, cuando parecían marcar la pauta las metodologías estructuralistas pero también comenzaba una sólida tarea de edición y anotación de colecciones de textos clásicos. Una promoción intermedia, que se inició diez años después, fue partícipe de la renovación de conceptos de la historiografía literaria, cada vez más enriquecida por las concepciones de una historia cultural de mayor vuelo y por un saludable orden internacional de los conceptos dominantes (y demasiado particularistas, a menudo) en la visión de lo español. Los más jóvenes colaboradores se han formado en el culto a la ecdótica y el cuidado de los textos (a veces injustamente tildado de neopositivismo), sin perder de vista las nuevas concepciones de la cultura derivadas del llamado giro lingüístico de las ciencias humanas, o de la presencia de los Cultural Studies, cuyas consecuencias se percibieron entre nosotros ya a finales de los años ochenta.

Esta presencia equilibrada de varias sensibilidades confiere a la presente Historia de la literatura española una notable representatividad. Pero sus autores, su director y su coordinador saben que nada es garantía de perdurabilidad indefinida. las obras generales son síntesis necesarias y deseables… para que, en un futuro más o menos cercano, se puedan escribir otras nuevas; los responsables de estos volúmenes lo han tenido muy en cuenta y de ahí que hayan evitado dogmatismos y preferido, a menudo, adoptar la modestia eficaz de la hipótesis abierta sobre la afirmación cerrada. El propósito de esta obra es ser un estado de la cuestión que mira hacia las tramas interpretativas que nos han llegado del pasado cercano y que desearía contener ya las bases de las que se lanzan hacia el futuro.

La Historia de la literatura, lugar de encuentro

Por todo esto, el lector de esta obra verá que, desde las primeras líneas de la introducción general (que reproducen todos los volúmenes), se sustenta un cierto escepticismo sobre los significados consuetudinarios de las mismas palabras «historia», «literatura» y «española». Son, como cualesquiera otros, conceptos a la vez sólidos y variables. Y que resultan operativos precisamente cuando se exploran sus límites, o cuando se consideran a partir de su fértil evolución semántica. Tras volver del revés las palabras «historia», «literatura» y «española», ha resultado que el sintagma que forman es el mejor lugar de encuentro de las exploraciones de la crítica literaria, las consideraciones de sociología de la cultura, la indagación de las biografías particulares y los vuelos que nos proponen la teoría de la literatura y la literatura comparada.

De ese modo, la estructura interna de nuestros siete volúmenes propiamente «históricos» ha atendido explícitamente a tres niveles de atención: en primer lugar, al papel y la función que la «literatura» ha tenido en la vida colectiva (lo que incluye los cánones vigentes en cada época, la aparente confusión de los géneros literarios, las delgadas fronteras entre lo popular y lo culto); en segundo término, a la variable configuración de la figura del profesional de las letras y, por último, al significado de las obras literarias concretas, como cristalizaciones felices de tendencias estéticas, pero también como reflejos de los conflictos de la vida social.

Se ha querido que los títulos de cada volumen hicieran visible una intención autoral de caracterización de los periodos asignados a cada uno. En el volumen de obertura, los términos de «oralidad» y «escritura» marcan mucho más que los límites de la expresión literaria: son un escenario (pero también la propuesta de un canon) que ilumina una lectura y organización de «lo medieval», alejada de fáciles estereotipos «nacionales» y cauta entre las concepciones tradicionalistas y las «cultas». Otros volúmenes han usado, como se advertirá, referencias cronológicas más precisas que la de «Edad Media». La fecha de 1598 marca la divisoria de La conquista del clasicismo y El siglo del arte nuevo, porque es el año de la muerte de Felipe ii, pero también porque en 1597 muere Fernando de Herrera y en 1599 se publica el Guzmán de Alfarache: nada podía reflejar mejor el relevo de una «conquista» estética del humanismo, reemplazado por la incertidumbre de un género naciente, también humanista pero de otro modo, convertido en una actitud moral de desengaño y una purga de su tiempo: la vida del pícaro.

El año de 1691, que remata el tiempo de El siglo del arte nuevo, fue la fecha de la carta-respuesta de sor Filotea de la Cruz (sor Juana Inés de la Cruz) a su obispo, donde la monja mexicana defendía los derechos modernos de la escritura personal en términos inequívocos. Pero la elección de una fecha anterior a 1700 ha sido también un modo de indicar que —tras un siglo de desastres políticos y económicos— empezaba una era diferente, donde se iba a sustanciar lo que el famoso libro de Paul Hazard llamó «la crisis de la conciencia europea». Por eso, el volumen 3 de nuestra Historia, Razón y sentimiento, usa como referencia temporal la consagrada expresión El Siglo de las Luces y comienza con la inquietud científica de los novatores y los esfuerzos de clarificación historiográfica de Nicolás Antonio. Después de 1720, estas nuevas actitudes fueron continuadas por críticos, libertinos e ilustrados a lo largo de una centuria que tampoco acaba abruptamente en 1800. Y, por esto, la materia del volumen se extiende hasta los alrededores de 1830, cuando muchas ideas de la ilustración se combinaban con las del naciente romanticismo.

Tampoco es casual que el nombre de «nación» esté presente en el título del volumen 4, Hacia una literatura nacional. Era un concepto que Larra no fue el único en invocar (lo hizo también Manuel José Quintana, por ejemplo), ni Galdós fue el único en llevarlo a un título imprescindible, Episodios nacionales. La construcción de «lo nacional» es una línea de continuidad que no cesa, aunque adquiere —ya en los amenes del siglo— una orientación nueva. El siguiente volumen, bajo el título Modernidad y nacionalismo, explora desde 1900 hasta 1939 la identidad predominantemente estética de un nuevo concepto del país, advirtiendo los cambios que algunos textos capitales del fin de siglo proponen (entre los que están En torno al casticismo y las llamadas «novelas de 1902», pero también los artículos en castellano de Joan Maragall). Esa dimensión intuitiva y plástica de lo colectivo se inscribe, sin duda, en las premisas de la epistemología moderna que también invoca el título. Y precisamente esta dimensión de modernidad es recogida en el título del siguiente y último volumen de la serie histórica: allí se habla de su «derrota y restitución», lo que es un modo de integrar en una explicación coherente los tres elementos del periodo 1939-2010: la situación de las letras bajo el franquismo, los cambios que se producen en torno a 1960-1970 (donde los tempranos signos de destitución moral del Régimen son tan elocuentes) y los de 1970-1980, bajo el emblema de la «restitución», que, entre otras cosas, significó el rescate de un bloque cultural tan fascinante como fue el creado por los exiliados republicanos de 1939.

Toda periodización —que es operación necesaria— entraña simplificaciones insatisfactorias. Y esta Historia, que ha sido bastante parca en el uso de términos taxonómicos consagrados por la rutina escolar, ha asumido de forma decidida insistir precisamente en los nexos de las transiciones históricas, en los rasgos caracterizadores de las novedades (que siempre se mezclan con las inercias del pasado) y, sobre todo, en el reflejo de las lecturas privilegiadas de los textos: autores que leen a otros autores, innovadores que hacen balance del pasado o autosatisfechos que se expresan con inquietud ante el futuro. De hecho, el último apartado de cada uno de los volúmenes de la secuencia «histórica» ha dedicado sus últimos párrafos a una justificación de las razones del corte histórico practicado y a una prospectiva de lo que espera al lector de esta serie en el volumen siguiente.

Una literatura en sus documentos

Para mayor utilidad del lector (y reflejo fiel de nuestros propósitos), cada volumen ha sido rematado por una amplia selección de «Textos de apoyo». No se trata de una antología de «fragmentos escogidos», por más que —en más de una ocasión— se reproduzcan plasmaciones creativas de ideas o sentimientos que son muy conocidas, sino que se ha preferido espigar entre los documentos de trabajo, las confesiones profesionales, los proyectos menos definidos, incluso los textos de naturaleza administrativa o formularia…, para sorprender mejor —y en líneas menos comunes— el testimonio de la vida interior de la literatura.

El interesado por las ideas literarias activas en el mundo de las letras del siglo XIII peninsular podrá repasar así la definición del «amor» que dio el tratado de Andrea Capellanus, referencia de la estética «cortés» que estuvo vigente hasta principios del siglo xvi. o entenderá mejor, y de una vez, el sentido del «anacronismo» medieval y las pautas de la educación palaciega de la época al leer la descripción de la enseñanza en las escuelas de la Atenas clásica, tal como viene en la General Estoria, producida por el taller literario alfonsí. En La conquista del clasicismo, el prólogo de la Propalladia, de Torres Naharro, o las reflexiones sobre la lírica que desarrollan las numerosas Poéticas dialogadas, contrastarán el entusiasmo de los catecúmenos del humanismo con la prosa rahez del edicto toledano sobre los alumbrados, dado en 1525, o con la sombría nota sobre la sentencia de 1532 que condenó por hereje a francisco ortiz: luz y sombra de un siglo. Sin necesidad de recurrir con mucha frecuencia al manido tópico de «lo barroco», las reflexiones sobre la oscuridad del Discurso poético, de Juan de Jáuregui, o las sutiles formas de cortar un pelo en cuatro a que se entregan con denuedo defensores y enemigos de las Soledades, nos darán una imagen muy precisa de la autonomía de la lírica en el siglo xvii y de su arraigo en un universo de academias refinadas, manuscritos circulantes y cancioneros rivales. al igual que la conocida y colorista descripción que El viaje entretenido, de Agustín de Rojas Villandrado, hizo de las compañías ambulantes nos traerá a colación la realidad práctica de aquel sueño teatral que fascinó a tantos mosqueteros e hidalgos.

El lector de Razón y sentimiento hallará, por ejemplo, un ramillete de poemas dieciochescos elegidos para suministrar una suerte de vocabulario fundamental de ideas de un siglo: el goce de la amistad, el deísmo, la contemplación de la naturaleza, la rebeldía ante la injusticia o los placeres de la reflexión cultivada. Pero, a la vez, una carta del joven Cadalso, dirigida quizá a León de Arroyal, le mostrará la madurez y la seguridad del criterio poético que hizo grande a la lírica desde 1770. Y otra carta de Jovellanos al obispo de Lugo, reprochándole sus injerencias pastorales y el desdén por la obra del instituto asturiano, nos ofrecerá muestras de la dignidad que revestían unas convicciones y de las dificultades de afirmar una moral y una política pudorosamente laicistas. Del mismo modo, en el volumen siguiente, los tardíos pero perspicaces Recuerdos de un anciano, de Alcalá Galiano, nos recordarán las peleas literarias de 1806 entre las facciones de Quintana y Moratín, inmediatamente antes de que una nota que acompañó a la Oda al 2 de mayo, de Juan Nicasio Gallego, nos haga presente —dos años después— la importancia de la politización del ambiente en los inicios de la era liberal. En la que todo fue complejo y, a menudo, tan estimulante como arduo: lo verá quien lea, en Hacia una literatura nacional, la carta de Leopoldo Alas a su editor Manuel Fernández Lasanta sobre las previsiones de publicación de sus ensayos y los estipendios que pretende, pero también el que repase las ideas del mismo clarín sobre las limitaciones de la vida poética de su tiempo, o las de Galdós sobre la potestad de la novela.

La modernidad igualó literatura y crítica, inseparables desde que el último término se convirtió en un menester necesario para autores y lectores. La selección de críticas teatrales de Pérez de ayala (en los «Textos de apoyo» de Modernidad y nacionalismo) subraya el altísimo valor del libro Las máscaras y lo certero de sus lecturas de un averiado prestigio «culto», Benavente, y dos emergentes valores «populares», la «tragedia grotesca» de Carlos Arniches y los bailes flamencos de Pastora Imperio. Y la fulgurante síntesis de Giménez caballero, «Literatura española, 1918-1930», como los fuegos de artificio del Manifest Antiartístic Català (de Dalí, Gasch y Montanyà, en 1928), indicarán lo que la provocación tuvo de estrategia de la vanguardia. Derrota y restitución de la modernidad justifica su título ofreciendo algunos impagables testimonios censoriales (como el de Pedro Rocamora acerca de sus reacciones fisiológicas ante La familia de Pascual Duarte), pero también recordando la preciosa reseña que Rafael Sánchez Ferlosio hizo, para Correo literario, de la novela de su amigo Jesús Fernández Santos, Los bravos, hermana por tantos conceptos de El Jarama. La complicidad es siempre el resultado de un hostigamiento, como la ambición o la prevención pueden ser el síntoma de la aceleración de los cambios: léanse la ambiciosa (casi bulímica…) poética de luis Antonio de Villena en una antología colectiva de 1982 o las previsoras reflexiones de Javier cercas en 1997 sobre «los inconvenientes de escribir en libertad».

Los dos volúmenes finales de esta Historia han querido dar constancia de dos elementos, en cierto modo, transversales a lo largo de todo el recorrido y, por ende, han estado presentes en cada uno. Convenía, sin embargo, enfatizar su presencia en forma de desarrollos independientes. El volumen 8 (Historia de las ideas literarias en España) recuerda inevitablemente aquella autoobjeción de Menéndez Pelayo que, ante el consejo de escribir una hipotética Historia de la literatura española, afirmaba que la habrían de preceder sendas Historias de las ideas filosóficas y de las ideas estéticas (y es sabido que este último lo hizo, y más que satisfactoriamente). El volumen de Pozuelo Yvancos y sus colaboradores se ha hecho cargo de la evolución de las pautas estéticas (y de las fuentes de estas), pero también del progresivo afianzamiento de la literatura como profesión y de la constitución de lo que hoy llamamos, con Pierre Bourdieu, el campo literario, que incluye el ejercicio de la crítica libre y de los estudios académicos. Son ejemplos de su atractivo los apartados que se dedican a la poesía como ciencia o la teoría de los estilos (en el mundo medieval); a «la formación de un sistema», a «la hora del endecasílabo» y las polémicas sobre las novedades de lope y Góngora (en los siglos XVI y XVII); al «buen gusto» y a lo «sublime», en el XVIII; a la recepción de August Schlegel en España y al Romanticismo como «literatura moderna» (por lo que hace al XIX), y el demorado seguimiento de las ideas críticas de los escritores, al lado de la construcción de la historia literaria de los profesionales, en la época más cercana.

El volumen 9 (El lugar de la literatura española) ha debatido la constitución del concepto de «literatura nacional» (que ya había ocupado algunas páginas en el volumen anterior). Pero ahora se hace en función de su dimensión internacional y de su autopercepción local, dando razón de lo que ha recibido de fuera y de lo que ha dado a los demás. Epígrafes de títulos tan expresivos como «Europa, o no» y «El oriente, en casa» abordan objetos de ardoroso debate en la caracterización de las letras nacionales por propios y extraños. Otros marbetes («América desde la literatura española» o «Regionalismos filológicos e identidad española» o «Discutiendo la capital») expresan los conflictos de primogenitura en los que participan lenguas diferentes o, bajo una misma lengua, conciencias territoriales distintas. Como en todos los volúmenes de la serie, una selección de «Textos de apoyo» nos invita a ocupar puntos de vista nuevos: lo mismo cuando repasamos el lugar del teatro español en la Dramaturgia de Hamburgo, de Gottfried Lessing, que cuando el crítico catalán Josep Yxart explica al hispanista Albert Savine el desarrollo de las letras catalanas de 1880, o cuando el gran pope Harold Bloom pontifica sobre la situación de Lorca en la literatura posnacional de finales del siglo pasado.

Por toda reflexión de Fernando cabo planea la necesidad de ir más allá de la visión —entre convencional y admirativa— de tres siglos de hispanismo romántico. Un artículo del británico Aubrey Fitz-Gerald Bell, cabal estudioso del Renacimiento hispánico, acertó a expresarlo muy bien en un artículo precioso, aparecido en 1946 en las páginas del Bulletin of Spanish Studies, y que figura entre los «Textos de apoyo» del volumen 9. El lector encontrará ese repaso donde se habla, a la vez, de Garcilaso y de los garbanzos de Fuentesaúco, de la novela picaresca y del paisaje de Castilla, todo bajo el signo de una «tawny Spain, lost in the debat of world». «Tawny» (que vale por color intenso, atezado) es el término que los bodegueros británicos de oporto aplicaron a sus caldos más envejecidos y densos. Pero quizá, como quiere sugerir nuestra Historia de la literatura española, ha llegado el momento de no discutir el sincero entusiasmo de nuestros amigos, salir de la bodega y de ocupar el lugar que nos corresponde en «el debate del mundo».

* He aquí las referencias bibliográficas de los volúmenes de la Historia de la literatura española, dirigida por José-Carlos Mainer y coordinada por Gonzalo Pontón Gijón para la Editorial Crítica:

1.María Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho, Entre la oralidad y la escritura: La Edad Media, Barcelona, 2012, 792 pp.

2.Eugenia Fosalba, Jorge García López y Gonzalo Pontón Gijón, La conquista del clasicismo, 1500-1598, 2013, 804 pp.

3.Pedro Ruiz Pérez, El siglo del arte nuevo, 1598-1691, 2010, 604 pp.

4.María-Dolores Albiac Blanco, Razón y sentimiento. El Siglo de las Luces, 2011, 822 pp.

5.Cecilio Alonso, Hacia una literatura nacional, 1800-1900, 2011, 839 pp.

6.José-Carlos Mainer, Modernidad y nacionalismo, 1900-1939, 2010, 828 pp.

7.Jordi Gracia y Domingo Ródenas De Moya, Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010, 2011, 1.180 pp.

8.José María Pozuelo Yvancos, Dir. (con Fernando Gómez Redondo, Gonzalo Pontón, Rosa María Aradra y Celia Fernández Prieto), Las ideas literarias, 1214-2010, 2011, 915 pp.

9.Fernando Cabo Aseguinolaza, El lugar de la literatura española, 2012, 809 pp.

Catedrático de Literatura Española. Emérito de la Universidad de Zaragoza.