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POCAS BIOGRAFÍAS se ciñen más ajustadamente al auge y declive de la Monarquía Hispánica como la del polígrafo Francisco de Quevedo (1580-1645). Normal es que dejara una estela de obras desde las que contemplar los avatares del llamado Siglo de Oro, desde el momento de su mayor pujanza (1580) hasta el año del mayor declive (1645).

Criado en el seno de una familia de servidores cortesanos, al servicio de los monarcas, en el Alcázar Real, Quevedo termina por ser el único descendiente varón del clan (1600), al que se educa con cuidado y pretensiones, en Ocaña, Alcalá y Valladolid, probablemente encarrilando su futuro hacia el prestigioso mundo de las humanidades. Pero el joven Francisco no sólo se deleita con los viejos versos de la tradición clásica, no sólo parafrasea a oscuros escritores estoicos (Epicteto, Focílides…) o cristianiza a otros (Anacreonte), sino que da rienda suelta a su inspiración mundana cultivando la sátira cortesana y el papel volandero, lo que pronto le confiere aureola de «escritor satírico» cuyos papeles se copian gozosamente para diversión. Tributo necesario para medrar en la exquisita sociedad cortesana.

Así circularon desde muy pronto multitud de opúsculos de tipo satírico, de los que se nos han conservado una veintena (Cartas del Caballero de la Tenaza, Premáticas y aranceles generales, Gracias y desgracias del ojo del culo…). Así cobran cierta dignidad los Sueños, que, comenzados ahora (1604), se alargan hasta cinco, los dos últimos, el de la muerte (1621) y el Infierno enmendado (1627). La visión satírica de los grandes mitos de la sociedad católica y cortesana —infierno, eternidad, muerte…— cobra cuerpo e intención hasta alcanzar el aliento de gran obra, una de las más admiradas por sus contemporáneos, y de las que mayor favor han gozado en la posteridad.

Mayor éxito iba a alcanzar, si cabe, El Buscón, que redacta hacia 1604, al tiempo que el primer sueño: un relato picaresco, justo cuando la moda literaria había popularizado el género. Frente a los modelos (Lazarillo, Guzmán, etc.) el Buscón es obra mucho más desencajada, con muy pocos resquicios morales, de estilo refinado, al borde siempre de lo grotesco.

La biografía de Quevedo, luego, da para mucho. Los largos periodos cortesanos (1606-12; 1618-27; 1628-35), interrumpidos por destierros, jornadas reales (1625, 1627) y otros azares, se jalonan con un interesantísimo y breve periodo (1613-18) diplomático, cuando ejerce como secretario y confidente del Duque de Osuna, primero en Sicilia e inmediatamente en Nápoles. El escritor, que había desviado su vocación filológica para seguir el curso de la política española, quedó para siempre obsesionado por la cosa pública. Muchos de sus escritos llevan a páginas de acuciante actualidad temas que hoy calificaríamos como políticos, pero que, según la tradición literaria de la época, versan sobre filosofía moral. De esta manera redacta, pero no acaba, España defendida (1609); se embarca en un reportaje de los hechos que se sucedieron a la muerte de Felipe III (Grandes anales de quince días, 1621); difunde numerosos opúsculos sobre todo tipo de temas de actualidad (Carta a Luis XIII, Execración contra judíos, etc.) y termina por redactar una densa obra, muy original por su estilo, de gran éxito: Política de Dios (1626). La inspiración quedaba abierta para continuar en esa línea. Las obras graves de Quevedo son más y más importantes según avanzamos en el tiempo (Virtud militante, La cuna y la sepultura, Marco Bruto…), lo que no quiere decir que su veta festiva se hubiera agotado con la madurez, pues la más genial de sus obras festivas, La hora de todos y la fortuna con seso, se está redactando hacia 1633.

El abanico anterior de sus obras literarias, sin estar completo, es bastante rico: Quevedo cultivó la literatura religiosa, lo que hoy llamaríamos el ensayo filosófico, escribió cartas públicas y semipúblicas, voceó opiniones sobre todo tipo de polémicas, entretuvo con deliciosos entremeses, empalagó con comedias cortesanas, dejó un apasionante epistolario, ayudó a redactar sermones… Por ejemplo, hacia 1627, cuando en todo el reino se disputaba sobre la oportunidad de que Santa Teresa compartiera el patronazgo de España con Santiago, el escritor, caballero del hábito del
apóstol, publicó un Memorial en defensa del Patronazgo de Santiago, y envió inmediatamente a Felipe IV otro escrito, Su espada por Santiago, que bien pueden servir para ejemplificar esa actividad del escritor, siempre presto a intervenir con su pluma en todo lo que le rodeaba. A la postre, esa actitud extravertida, crítica, le llevó a recibir el durísimo ataque de un extenso libelo anónimo, El Tribunal de la justa venganza (1635). Mucho más grave fue el encarcelamiento que sufrió en 1639, por orden expresa de Felipe IV, a instancias de toda la cúpula del poder, que recelaba —y no sin razón— de la oposición de los Grandes y de la intervención de Quevedo en asuntos de Estado. Conducido a San Marcos de León, estuvo preso casi cuatro años, «como fiera» al comienzo, luego en prisión atenuada, lo que le permitió volver a redactar un puñado de
obras neoestoicas (Providencia divina, Vida y paciencia del santo Job, La caída para levantarse de San Pablo…), pero también proseguir con su actividad política, con sus versos, etc. Salió, a la caída del Conde Duque, en 1643, enfermo, cansado y viejo, para, después de pasar un año en la corte, retirarse nuevamente a su señorío manchego en la Torre de Juan Abad y poder contemplar su inexorable camino final hacia la muerte, que le llegó en el convento de dominicos de Villanueva de los Infantes, en septiembre de 1645. Preparaba entonces una edición de sus obras y pulía sus poemas para publicarlos en una colección, El Parnaso español, que apareció años más tarde.

Aunque muchos de sus poemas se habían difundido y hasta popularizado
desde mucho antes (ya Espinosa incluyó 18 poemas suyos en Las Flores de poetas ilustres, de 1605), Quevedo celó a sus contemporáneos su inspiración más íntima y dejó, para que se cantaran, romances, letrillas, jácaras… Su riquísima obra poética permanece, desde entonces, como una de las cimas de nuestra historia literaria.