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Es un acierto que una realidad de presente y de futuro, como es -con sus diversas facetas- la relación con Grecia, se acompañe de un Erecordatorio de las raíces que la alimentan, evocadas en una hermosa exposición que -más allá de su mera oportunidad, ciertamente indiscutible- proporciona un excepcional vehículo con el que recorrer el proceso de acercamiento de los dos ambientes culturales en la Antigüedad.

BAJO LA MIRADA DE HERACLES

Es bien sabido cómo Heracles llegó hasta este extremo del Mediterráneo para llevar a cabo sus últimos y más peligrosos «trabajos»: robar sus hermosos toros al rey tartésico Gerión, obtener las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, ninfas de Poniente, y puede que su entrada a los infiernos para capturar al terrible perro Cerbero la hiciera también por estas tierras extremas. Antes, Perseo había llegado hasta aquí para enfrentarse a la monstruosa Medusa, de cuyo cuello, al serle cercenada la cabeza, nacieron Pegaso y Crisaor, padre de Gerión.

Esta densa tradición mítica prologa y cubre -con las luces y sombras de su particular carácter- un primer y dilatado capítulo de un proceso de expansión del mundo griego al extremo occidental del Mediterráneo que fue decisivo para la evolución de las culturas ibéricas. El gran desarrollo de la investigación arqueológica en los últimos años y sus espléndidos resultados, permiten ver en la tradición mítica el filtro y el recuerdo de una espectacular etapa de ampliación del horizonte histórico y geográfico de las culturas que, asomadas al Mediterráeo desde su cuenca oriental, lograron convertirlo en un mar interior, dominado primero por una asombrosa concatenación de audacia y de capacidad técnica, domesticado al fin hasta el punto de que la potencia que se haría con esa prodigiosa herencia, Roma, podía llamarlo, con casi insultante familiaridad, more nostrum. El que empezó por ser un ambiente desconocido y hostil, lleno de los mil peligros que, atenuados ya, reunía la fábula de Homero en torno al atribulado Ulises en su accidentado periplo, se había transmutado en un mar interiorizado y propio, el eje, y no el límite, de un mundo cohesionado alrededor del Mediterráneo, con las virtualidades que ello le otorgaba y que tan acertadamente subrayaría después el historiador Fernand Braudel.

INFLUENCIAS MICÉNICAS

Los estudios arqueológicos y lingüísticos han demostrado que a esa trascendental empresa dió un inicial y decisivo impulso la primera civilización helénica, la de los griegos micénicos. La búsqueda de nuevos mercados y, sobre todo, de los metales más demandados entonces -el codiciado estaño, aleación clave del mejor bronce, la plata, el hermoso oro para los fastos de los poderosos- llevó a los micénicos a tener una importante presencia en Italia, en Sicilia, en la más lejana Cerdeña, y aún a establecer contactos con la Península Ibérica, directos o indirectos, como demuestra el hallazgo de cerámicas micénicas en Andalucía. Además de poseer magníficas tierras, de ser la Península una plataforma abierta al inmeso Océano -enseguida contemplado por aquellos intrépidos pioneros como un ámbito a dominar lleno de posibilidades, asombroso por una flora y una fauna que se incorporaron pronto al imaginario mítico y real de los griegos-, abundaban aquí los metales que todos entonces ambicionaban, y era la plataforma adecuada para aprovechar las novedades metalúrgicas desarrolladas por las activas culturas del Bronce Atlántico y para acercarse a las míticas islas que los griegos lamaron Kassiterídes, productoras del codiciado estaño (kassíteros). Estas son las condiciones que dieron lugar a la aparición aquí de una civilización real y legendaria, Tartessos, cuya consolidación -tan sobresaliente que mereció los honores del mito- fue el apeo de un puente de comunicación entre el oriente y el occidente mediterráneos que habría de ser definitivo.

El vigoroso impulso de su construcción primera por obra de los micénicos o sus herederos más o menos directos es el que encarna con propiedad el esforzado Heracles y simbolizan sus hazañas sobrehumanas. Con él, la oikouméne, lo que con término muy expresivo -derivado de oikos (casa, habitación)- era para los griegos el mundo conocido y habitable, alcanzaba este extremo del Mediterráneo, que aquí tenía un punto final, señalado por las rocas de Calpe y Ábila que flanquean el Estrecho de Gibraltar, desde entonces asociadas a las hazañas del semidiós y fijadas en el ideario de los pueblos mediterráneos como las Columnas de Heracles.

DESPUÉS DE LA GUERRA DE TROYA

El resquebrajamiento del frágil equilibrio internacional en el que bulleron los emprendedores navegantes micénicos dejó paso a un período oscuro, en el que se barruntan movimientos de muchas gentes por el ya declaradamente abierto Mar Mediterráneo. En medio de la oscuridad, los estudios arqueológicos van abriendo luces cada vez más potentes, que acompañan a los flashes, iluminadores y cegadores a un tiempo, de relatos de viajes tan polémicos y atractivos como los agrupados en las sagas de los nostoi, los «retornos» de los participantes en la guerra de Troya, que alcanzaron las costas de nuestra Península.

De lo uno y de lo otro se obtiene la conclusión de que los contactos, aunque irregulares, esporádicos y difíciles de determinar, no quedaron completamente interrumpidos, y todo viene a configurar una importante época caracterizada modernamente como propia de la «precolonización», en la que, en relación con lo que ocurriera en la Península, no es descartable la llegada de gentes insertas en la tradición griega o submicénica, con consecuencias y alcance, sobre todo en relación con la mitificada Tartessos, que la investigación trata de aclarar con interés y éxito crecientes.

LOS FENICIOS

Pasada la etapa de crisis, según avanzaba el siglo IX a.C., retomaban las potentes ciudades del oriente Mediterráneo sus empresas decididamente colonizadoras, amparadas ahora por nuevos logros técnicos, tanto en la fabricación de los barcos -con una punta de lanza en bajeles tan ágiles y marineros como la pentekóntera griega– como en el dominio de sistemas de orientación de base astronómica, un amarradero revolucionario para asegurar las rutas y hacer frente a la peligrosa penetración en la mar. En lo que hace a la Península, tomaron ventaja en la nueva época los fenicios, bien asidos con sus colonias a la costa africana, que se apresuraron a fundar una base principal en Gadir (Cádiz), activa ya, al menos, desde muy a comienzos del siglo VIII a.C. Desde ella, arropada con una tupida red de establecimientos cada vez mejor conocidos y más asombrosos por su envergadura urbana, llegaron los fenicios a monopolizar casi el flujo de mercancías y bienes que eran capaces de poner en circulación los tartesios. Alcanzaban éstos, a cambio, su etapa de mayor esplendor, directos beneficiarios de una acción civilizadora que ha oscurecido la propagación de una imagen de los fenicios teñida sesgadamente por el señalamiento de virtudes nacidas apenas de la astucia y del afán de lucro de sus comerciantes.

GRIEGOS Y TARTESIOS

Los griegos, en relación con el floreciente mercado tartésico, hicieron presencia más tarde y en situación de desventaja. Pero del éxito de algunas empresas comerciales que buscaban explotar sus afamadas riquezas da cuenta un episodio tan singular y significativo como el viaje narrado por Heródoto de Coleo de Samos, quien, en la segunda mitad del siglo VII a.C., llegó hasta Tartessos y obtuvo tales beneficios que pudo a su vuelta dedicar a Hera, en su santuario de Samos, un extraordinario y monumental caldero de bronce, adornado con cabezas de animales fantásticos y sostenido por tres gigantes que, arrodillados, medían siete codos de alto (unos tres metros).

Algo después, ya en el siglo VI a.C., arribaban a Tartessos griegos focenses, muy bien recibidos por el rey Argantonio, que aparece en el relato que de ello hace de nuevo Heródoto como un poderoso soberano, decidamente filoheleno, que llegó a ofrecer a los focenses tierras donde establecerse y, declinada la oferta, bienes con que reforzar su muralla ante el acoso creciente de los persas, que acabarían por destruirla en el 540 a.C. De la relación de los griegos con Tartessos, aparte de las solventes narraciones de Heródoto, se han hallado últimamente importantes evidencias en ciudades portuarias tan representativas como Onuba (Huelva), sobre todo cerámicas de calidad que revelan el afán de los aristócratas tartésicos de rodearse de los prestigiosos productos de lujo que los griegos podían proporcionarles para hacer patente su rango social, y una limitada incidencia en las costumbres y formas de vida, porque mucho había en la oferta griega de acercamiento a las específicas demandas tartésicas, de acomodo a sus propios gustos y tradiciones, muy influidas, por lo demás, por los fenicios, sólidamente asentados en la región desde hacía tiempo.

GRIEGOS EN IBERIA SEPTENTRIONAL

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La presencia y la influencia griegas se haría sentir, sobre todo, fuera del ámbito estrictamente tartésico y de la época de su mayor esplendor, que acabó con una crisis o cambio de coyuntura en el siglo VI a.C. Por entonces los griegos, de nuevo los focenses, habían fijado sus propias bases comerciales en las costas septentrionales de este extremo del Mediterráneo; primero en Massalia (Marsella), hacia el 600 a.C., y algo después en Emporion (Ampurias), en la costa gerundense, y desde éstas y otras bases ejercerán una notable influencia en la entonces naciente cultura ibérica, heredera de la tartésica y extendida desde los dominios nucleares de aquélla en la actual Andalucía, hasta Cataluña y el sur de Francia, y con una fuerte penetración en el interior peninsular, bien atestiguada por la moderna investigación.

Llega ésta también a la conclusión de que la acción colonizadora griega fue bastante limitada, hasta el punto de preferirse el concepto más ambiguo o menos comprometido de «presencia». Su único apoyo peninsular sería el citado de Emporion, un punto de mercado como su propio nombre indica, de escasa envergadura urbanística y muy poca proyección territorial. Pero sería un desacertado reduccionismo medir los efectos de esa presencia en función de la escasa implantación colonial y de su constreñida proyección territorial. En principio bastaría decir que por pequeña que fuera Emporion, bastaba como punto de apoyo al cauce por el que podía desaguar en este extremo del Mediterráneo el inmenso caudal de la civilización griega. Y su impacto, pese a lo reducido del asentamiento, podía ser enorme, para lo que bastaría traer a colación otro resultado de las modernas excavaciones en el lugar: fuera de las murallas se erigió avanzado el siglo V a.C. un extraordinario templo, constrmyrdlgei2.jpguido en piedra, del que se han recuperado unos pocos fragmentos de arte magnífico. Con ello basta para saber de la existencia de la que era, seguramente, la más notable construcción de este extremo del Mediterráneo, particularmente brillante en medio de una cultura ibérica de bastante pobre arquitectura; y no es difícil imaginar que la fama de su noble arte debió de correr de boca en boca, y seguro que de puerto en puerto, alentada por la notoria predisposición de las gentes del mar a relatar sus conocimentos y experiencias.

Los textos citan otras posibles colonias griegas en la costas hispanas –Hemeroskopeion, Alonis, Mainake…-, pero la investigación viene desde hace tiempo a concluir que no existieron como tales colonias. Según progresan los resultados de aquélla se incrementa esta percepción ya antigua, aunque también se ha ido haciendo firme la impresión de que la «presencia» griega fue más amplia y con más consecuencias que la mera instalación del emporio fócense de la bahía de Rosas. Hay que pensar en grupos de griegos asentados en centros ibéricos, como parece demostrar una carta comercial escrita en lámina de plomo y aparecida en Ampurias, de fines del siglo VI a.C., que menciona a unos emporitanos establecidos en Saiganthe, que debe de ser la ibérica Sagunto.

ACULTURACIÓN HELÉNICA

En realidad, sólo una importante presencia griega en los ámbitos ibéricos explicaría la fuerte influencia de los modelos helénicos en la configuración del mejor arte ibérico a partir del siglo VI a.C., como se comprueba en célebres esculturas, como la esfinge de Agost (Alicante), el toro androcéfalo -la «bicha»- de Balazote (Albacete), el excepcional conjunto escultórico de Obulco (Porcuna, Jaén), la misma Dama de Elche, y tantos otros ejemplos. El impacto en las fórmulas urbanísticas -bien patente en ciudades ibéricas como la monumental del Puig de Sant Andreu, en Ullastret (Gerona), muy próxima a Ampurias- se ha comprobado últimamente en un asentamiento excavado en La Picola, junto a Santa Pola (Alicante). Es un pequeño poblado fortificado de trazado perfectamente regular, proyectado con patrones metrológicos griegos, y con sistemas defensivos que repiten en pequeño los de ciudades helenas como la propia Atenas. Es la influencia que igualmente se detecta en los prototipos arquitectónicos, algunos tan ligados a la idiosincrasia de cada pueblo como los monumentos funerarios, y que alcanza a la ritualidad misma en torno a la muerte, para la que gozaban de extraordinaria preferencia los hermosos vasos griegos, usados como urnas funerarias o en los ágapes y libaciones rituales que acompañaban el sepelio de los poderosos.

La convivencia de griegos e iberos tuvo otra consecuencia principal, y también una prueba destacada de lo mismo, en un fenómeno tan particular como la adopción por algunos iberos de la escritura jonia para notar la propia lengua, algo que ocurrió en la zona de Alicante y Murcia -en la Contestania ibérica- entre los siglos V y III a.C., y que obliga a suponer una amplia convivencia entre griegos e ibéricos, generadora de individuos bilingües, los únicos capaces de llevar a cabo la compleja adaptación. La influencia griega en el mundo ibérico se percibe, en suma, en un amplio abanico de manifestaciones, fruto de un proceso de aculturación favorecido por la conocida capacidad de sugestión de la cultura griega, que impregnó la de todas las culturas mediterráneas.

Desde los siglos VI y VI a.C. quedaron éstas envueltas en una creciente koiné o sintonía cultural de matrices helénicas que se subrayaría con la poderosa e internacionalizada corriente helenística, aupada al rango de expresión oficial de civilización por el abrazo de Roma, que alcanzaría su sueño de Imperio universal precisamente por una sabia asunción y aplicación de las propuestas helenísticas. El mundo ibérico, entendido en su sentido más genérico, caminaba en la dirección que habría de ratificar el triunfo de Roma, incorporándose a una corriente helenística que en buena parte empezó a discurrir por estas tierras encauzadas por los caudillos cartagineses de la familia de los Barca, verdaderos príncipes helenísticos, que como tales proyectaron su imperio y su pulso imperialista con Roma. Ellos dominaron el mediodía de Iberia y dieron lugar, con su desafio a Roma, al precoz inicio de la conquista por parte de esta última. Con unos o con otros, el hecho es que sobre todos se imponía el triunfo de las sólidas fórmulas de organización económica y de acción política de inspiración helenística, así como sus prestigiosos modelos culturales y artísticos.

NOTA
Para mayor información, puede consultarse el catálogo de la Exposición con el mismo título, Los griegos en España. Tras las huellas de Heracles, Ministerio de Educación y Cultura, Madrid, 2000, editado por P. Cabrera y C. Sánchez, con numersos artículos de acreditados especialistas. Para una visión de la acción griega, sus mitos y realidades, en el marco de las culturas protohistóricas hispanas, puede consultarse el libro: M. Bendala, Tartesios, iberos y celtas. Pueblos, culturas y colonizadores de la Hispania antigua, Temas de Hoy, Madrid, 2000.

Catedrático de Arqueología. Universidad Autónoma de Madrid