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Memorias de Adriano es, sin duda alguna, una de las mejores muestras de la novela histórica escrita en el siglo XX, y precursora en gran medida del prestigio que este género ha gozado en las últimas décadas. La forma que le confiere Marguerite Yourcenar, la de una larga epístola dividida en capítulos y dirigida a Marco, permite que la voz del emperador Adriano fluya sin intermediarios y nos revele los acontecimientos de su vida pasada y su interioridad.

En sus cuadernos de notas a las Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar recupera una frase inolvidable de Flaubert: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre». Y añade: «Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo».

Solo con su interioridad, vinculado con todo gracias a la posición privilegiada de quien puede abarcar en una mirada las fronteras de su imperio y la civilización, clásica y amada, que Roma extiende por el mundo, Adriano no se detiene en la narración de los hechos que se suceden en su vida: el yo examina su reinado y las campañas militares, reflexiona sobre las artes, recupera sus viajes, revive la pasión por el joven Antínoo y se enfrenta a la muerte. Y si uno de los aciertos de Yourcenar consiste en «elegir el momento en el que el hombre que vivió esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de juzgarla», no cabe duda de que en el juicio que Adriano hace de su existencia a las puertas de la muerte afloran las distintas visiones del pensamiento antiguo, inflamadas, a su vez, de un amor exaltado por el ser humano y por el mundo.

«Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…». Puede que, en el fondo, no sea Marco el destinatario de la epístola; puede que lo sea esa alma que es parte de uno mismo, tierna, flotante, huésped y compañera; ese espíritu con el que dialogamos con cierta nostalgia, deseosos de perpetuar las cosas amadas. La memoria, de alguna manera, contribuye a hacer de este anhelo una realidad; pero es la escritura, esta vez la de Yourcenar, la que garantiza a la última visión de Adriano la perpetuidad ansiada.

Profesor de Literatura Hispanoamericana