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El periodista Luis de León Barga escribe Los durmientes (Fórcola), una novela que, inscribiéndose en la tradición de la narrativa de espías, retrata –a través del personaje de Jaime Monasterio– la España de los primeros años de la Transición, una España de traiciones ideológicas, de ausencia de lealtades y de reacomodación al nuevo escenario democrático. A través de la mirada de una joven historiadora, contratada para investigar a Monasterio, antiguo espía de la URSS, León Barga se acerca a la Transición, al tiempo que desmitifica los ideales políticos e indaga en las relaciones extra oficiales entre los servicios secretos y la alta diplomacia.

Uno de los temas principales de Los durmientes es la falta de lealtad, que se hace particularmente evidente en el campo político en el cambio de “bando” de algunos de los protagonistas de la política de la Transición. ¿esta falta de lealtad puede leerse también como una relativización de las filiaciones ideológicas o de las propias ideologías?

En cierto modo sí porque la traición, si nos retrotraemos al arquetipo arcaico, tiene que ver con el concepto del honor, en el sentido de que la persona posee un referente claro que le invita a no quebrantar la palabra dada o el juramento de fidelidad hecho a un vasallaje, creencia o ideología. Cuando esto se ha extinguido, la traición no es vista como tal porque el vínculo se ha disuelto. Ya no hay un arquetipo, solo un individuo y éste se convierte, al ser uno consigo mismo, en el referente de sí mismo, por lo que cabe cambiar de lealtades según las oportunidades del momento, algo que él no ve como traición sino como una readaptación a una nueva situación.

Las motivaciones para convertirse en traidor, se lee en la novela, “son el dinero, la ideología, la conciencia, el sexo, el ego y el resentimiento”. Excluyendo la ideología y la conciencia, los otros motivos nada tienen que ver con ideales políticos, que son los que, al final, terminan por ser menos determinantes en las trayectorias de los personajes.

Efectivamente, los personajes de la novela son en cierto modo “víctimas” de los hechos históricos que les toca vivir, y en los que se ven obligados a desenvolverse.

La figura del traidor y del espía se inscriben en parte, a partir del protagonista, Jaime Monasterio, en la Transición, que usted desmitifica. ¿Debemos hablar de la Transición más que como un proceso admirable como una remodelación de cargos y representantes provenientes, en gran parte, del régimen franquista?

Resulta evidente que la correlación de fuerzas fue determinante para el desarrollo de la Transición, y también que los principales actores de la Transición procedían de los sectores más jóvenes del régimen, que eran conscientes de que Franco no era inmortal. Pero no hay que negar que fue un proceso admirable porque se impuso a las fuertes resistencias de los sectores inmovilistas del franquismo y el deseo de ruptura de una mayoría de la oposición antifranquista.

En este sentido, ¿la Transición fue, para muchos, una continuidad política solo que bajo un orden democrático?

Más bien fue un intento de continuidad política bajo un orden democrático que no llegó a fructificar del todo, y por eso se intentó revertir su rumbo con el fracasado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.

Hay una frase de Jaime Monasterio absolutamente demoledora: “Nosotros, la gente de mi generación, nos vimos obligados a actuar contra nuestra propia palabra, pero el traidor siempre es el hombre del cambio. De no ser así seguiríamos bajo una dictadura, pues los que mandaban eran partidarios de que las cosas siguieran como estaban. Si conseguimos acabar con ellos fue gracias a la traición”

Es innegable que los impulsores de la Transición traicionaron sus principios y juramentos con el fin de traer la democracia, tanto en el lado del régimen como de la oposición antifranquista, pero también es cierto que no tenían otra forma de hacerlo, como dice el personaje de la novela.

“Nunca sabes quién te va a pegar un tiro en la nuca, por eso deberíamos tener un espejo retrovisor sujeto en nuestras cabezas” dice un agente del KGB en la Roma de 1970. La Roma que usted describe, ¿no es metáfora de la confluencia y de los intercambios entre los dos lados del muro y el Estado Vaticano?

No se puede entender Roma sin el Vaticano, cuya política de cara a los países del este de Europa que se encontraron bajo regímenes comunistas después de la Segunda Guerra Mundial fue llevada a cabo con mucha inteligencia, y en este sentido sí cabe hablar del Vaticano como un centro de confluencias.

A partir del diálogo que se instaura en Los durmientes entre España e Italia ¿podemos hablar de Roma como contrapunto y, a la vez, punto correlativo de España, sea durante la Segunda Guerra Mundial sea durante los años setenta?

Sí, Roma tuvo una importancia vital para el franquismo, primero por el fascismo que fue un modelo a seguir y le ayudó a ganar la Guerra Civil y, tras su caída, por el Vaticano, que le sirvió junto a Estados Unidos para ir saliendo del ostracismo internacional en el que se encontraba sumido desde 1945.

El protagonista es detenido, a finales de los noventa, por ser espía ruso; sin embargo, sus supuestos diarios revelan que el Estado Español conocía sus contactos con la URSS y utilizaba dichos contactos. ¿La detención es un acto de hipocresía política o un intento de reescribir la historia?

En el mundo del espionaje no rigen las mismas reglas jurídicas que para el resto de los mortales y, por otro lado, es un acto de hipocresía como también pudo serlo que el régimen franquista hacía del anticomunismo una de sus banderas y negociaba comercialmente con dichos países a través de otros o incluso directamente.

Uno de los papeles más importantes jugados por Monasterio es el poner en contacto la diplomacia de la URSS con el Vaticano, así como con el estado Español de la Transición.

El Vaticano jugó un papel muy importante en la política internacional y, en especial, respecto los países comunistas, con los que mantuvo contactos secretos a partir de los años sesenta del siglo pasado y de los que no se ha  hablado mucho.

El diario del protagonista, ¿un acto de exculpación o el intento de una hija por salvar la reputación de su padre?

Es el intento de una hija por salvar la reputación de su padre.

En este sentido, Los durmientes podría definirse, parafraseando la película sobre Paesa, como una novela sobre hombres de mil caras. Y, retomando a Paesa y llegando hasta la hija de Monasterio, sobre la cual cae la sospecha de ser espía, ¿ha cambiado mucho el espía desde el Monasterio de los años cuarenta hasta la actualidad?

Me imagino que las nuevas tecnologías son muy útiles hoy día, pero como lo demuestran los fracasos de la guerra en Irak o en ciertos casos de terrorismo islamista, es evidente que todavía hay mucho sitio para el espía infiltrado en una organización o viviendo en territorio enemigo.

Los durmientes alude a la red de contraespionaje, en la que, teóricamente, está la hija de Monasterio. En estas redes invisibles, ¿es donde se maneja, actualmente, el poder político y económico internacional?

Los servicios de espionaje tienen poder, pero no es tan extenso como para manejar todos los hilos del planeta.

En cierta medida, Rosa ocupa el lugar del lector y, al mismo tiempo, representa la generación más joven, aquella que ahora pone en cuestión el mito de la Transición.

Rosa es la mirada distante en el tiempo sobre la Transición y por eso puede verlo con más amplitud y profundidad.

Rosa es una mujer en un mundo de hombres. ¿El espionaje y, podríamos añadir, los servicios secretos están dominados todavía por los hombres?

Sí, pero las mujeres ocupan cada día mayores parcelas de poder y, en el Reino Unido, una mujer dirigió los servicios de espionaje y en España, actualmente, la número dos del Centro Nacional de Inteligencia es una mujer.

Por último, si le digo que su novela, Los durmientes, puede definirse como una novela de espías, pero una novela en la que usted vacía el mito de los espías para llenarlo de contenido político-histórico, ¿estaría de acuerdo?

Es cierto que es una novela disfrazada de novela de espías para entablar un diálogo con el lector sobre otros asuntos. Pero éstos no solo son históricos. La amistad, el sentimiento y la lealtad tienen una importancia mayor.

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad de Barcelona. Es colaboradora habitual de El Asombrario, El Confidencial, Letras Libres, The Objective, Llanuras o Altair.