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El volumen Letras y poder en Roma (2001) es, tras su Humanismo romano (1974), el segundo que Fontán dedica a la recopilación de algunos artículos suyos. Se editan en esta ocasión un total de veintitrés textos, hasta ahora dispersos en revistas y misceláneas varias y no siempre obvias, agrupados en cinco capítulos temáticos que facilitan su accesibilidad. Es ésta una primera virtud del nuevo libro, muy de agradecer cuando se trata de trabajos, como los que aquí comentamos, de un maestro.

Los textos abordan un amplio abanico de temas, desde la más erudita investigación filológica hasta la amena divulgación. Como algunos de ellos han sido ya analizados en colaboraciones precedentes, voy a centrar la mía en el comentario de los estudios de Fontán consagrados principalmente a la Retórica — el arte que en la Antigüedad vinculaba las letras con el poder político—.

RETÓRICA Y POÉTICA

En la cuarta sección del libro que aquí comentamos , se reparten a partes más o menos iguales los estudios sobre retórica y los textos sobre poética. En materia de retórica antigua tiene acreditado Fontán un sólido currículo investigador, y en él ocupa un lugar importante el primero de los estudios reeditados en este capítulo — «La retórica en la literatura latina»—, presentado como ponencia en el V Congreso Español de Estudios Clásicos (1976).

No hará falta recordar al común de los lectores que la moderna rehabilitación de la antigua ars dicendi fue una empresa a contrapelo. Durante al menos siglo y medio —desde el triunfo de las estéticas románticas frente a la vieja tradición clásica—, el adjetivo «retórico» arrastró una carga de connotaciones negativas que lo hicieron sinónimo de «artificioso», «vano» o simplemente «falso». Pero entretanto, de puertas adentró de la Filología, se había producido lo que Fontán llama «el recurso a la estilística» como instrumento de análisis de la obra literaria. Y fue mérito de Ch. Bally el de haber proporcionado a esa disciplina el respaldo que podía recabarse de la concepción teórica, entonces incipiente, llamada a renovar por entero los estudios lingüísticos: el estructuralismo de Saussure.

Tuvieron que llegar los años sesenta del ya pasado siglo para que, en todos los frentes de la cultura humanística, se empezara a hacer justicia a la vieja disciplina del ars rhetorica, y entendida no sólo como arte de la palabra convincente, sino también como lo que ya llegó a ser en la propia Antigüedad: «ciencia del estilo» y «técnica literaria», en palabras de E. R. Curtius.

Fontán distingue cuatro corrientes dentro del moderno movimiento de rehabilitación de los estudios retóricos. Una de ellas es de estirpe lingüística, y arranca del famoso esquema de las funciones del lenguaje de K. Bühler, enriquecido luego por R. Jakobson con, entre otras, su función poética. Una segunda línea, encabezada por H. Lausberg, con su Manual de Retórica Literaria, se afanó en codificar y depurar las enseñanzas de los tratadistas antiguos. Dentro de un terreno estrictamente filológico, y en estrecha conexión con la exégesis de los textos, se ha movido la tercera corriente de investigación, iniciada por el gran maestro holandés K. Leeman gracias a su Orationis ratio. Fontán señala, en fin, una cuarta corriente «de tipo histórico», en la que agrupa los estudios debidos, entre otros, a filólogos clásicos estadounidenses como G. Kennedy y J. Murphy.

Nos ofrece luego Fontán una síntesis de los principios fundamentales de la retórica antigua, subrayando los más característicos de la romana frente a la griega. Nos habla también de su enseñanza en las escuelas y de su expansión hasta dominar por entero el ámbito de la creación literaria, incluida la poesía y con efectos, a decir verdad, nada beneficiosos. Concluye su denso estudio con una confrontación de la antigua disciplina con la moderna «retórica general». En resumidas cuentas, nos hallamos ante un trabajo de imprescindible lectura, especialmente para los colegas de disciplinas fronterizas con las nuestras.

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Cicerón consideraba la gravedad como virtud congénitamente romana; sin embargo, los términos grauis y grauitas sólo tienen en la literatura latina arcaica sus más literales sentidos de «pesado» y «pesadez» (o «peso»), Y aquí no cabe recurrir, como en otros casos, a un calco semántico del griego, lengua en la que los términos equivalentes nunca desarrollaron el sentido moral que grauis y grauitas llegaron a tener en latín. Tal es el planteamiento del documentado trabajo «Grauitas Romana», en el que Fontán lleva a cabo un detallado rastreo de los caminos por los que «la gravedad» llega a ser en latín clásico lo que como valor moral sigue siendo para nosotros. Los textos arcaicos, como decíamos, no ofrecen indicios del «ennoblecimiento» de grauis, aunque sí el empleo de su antónimo leuis para referirse a cosas, e incluso personas, «de poco peso» o «poco precio», loque equivale a decir «de poco fiar». Y cabe suponer que una cierta «polarización» provocó una metáfora semejante en el término opuesto.

Pero Fontán explora también, y con notable originalidad, una vía complementaria a tener en cuenta en el proceso metafórico que trata de reconstruir; la de la lengua técnica del ars rhetorica. Para ello acota como campo de investigación la anónima Rhetoricaaá Herenniiim (RH), el más antiguo tratado latino conservado de la materia, escrito en la década de tos años 80 a.C.; y nos hace ver la novedad que supone el que en la RH el término grauis ya aparezca incorporado a la terminología técnica de la oratoria, en el seno de la «teoría de los tres estilos» tradicionales. Y así, frente a la communis doctrina que, tácita o expresamente, acepta «el postulado de que los usos de grauis en la Retórica dependen —de una u otra manera— de su previa transferencia al lenguaje éticopolítico», Fontán demuestra que el camino del proceso fue exactamente el contrario.

El trabajo «Marco Fabio Quintiliano, uir bonus doctor dicendi», procede de la intervención de Fontán en la clausura de la conmemoración del XIX centenario de la publicación de la Institutio oratoria (Madrid-Calahorra, 1995). Empieza por recordar que la Institutio fue el manual en el que durante cuatro siglos aprendieron los romanos el arte del bien decir. Su autor era un hispano, nacido en Calagurris en los años treinta de nuestra era, que sentó cátedra de elocuencia en el centro de la latinidad. Domiciano (81-96 d.C.), mal príncipe y peor persona, pero buen catador en materia de letras, le confió la educación de sus dos sobrinos-nietos a los que tenía in pectore con vistas a la sucesión. Con el sangriento final que le ganó al tirano su hybris, paró en nada aquel proyecto; pero Quintiliano y su reputación de uir bonus dicendi peritus —«hombre honrado diestro en hablar», como él concebía al orador según la vieja definición de C a t ó n — salieron indemnes de la catástrofe.

Decíamos que la Institutio fue durante varios siglos el manual retórico de referencia. En realidad es el único tratado sistemático de la materia en lengua latina que nos ha dejado la Antigüedad. Su doctrina es ciceroniana; e incluso se habla de una «reacción quintilianea» frente al «nuevo estilo» de Séneca, que reivindica a Cicerón como modelo oratorio. Pero Cicerón no había expuesto su doctrina en un manual, sino, sobre todo, en diálogos literarios como el De oratore, en los que evitaba los tecnicismos, dando la espalda al ideal de univocidad propio de toda lengua técnica. Quintiliano, hombre práctico y verdadero maestro, condujo al orden debido las enseñanzas necesarias para llevar a su perfección «la facultad de hablar»; la que, como él nos dice —y Fontán nos recuerda al final de su ensayo— «es la mejor propiedad de que los dioses dotaron al hombre».

De la retórica a la poética, pero de manera gradual, nos lleva el artículo «Tenuis Musa? La teoría de los characteres en la poesía augústea». Es un trabajo filológico en el más estricto y mejor de los sentidos, en el que Fontán descubre un nuevo testimonio, precoz y muy relevante, del proceso por el que la Retórica llegó a convertirse en un arte general de la literatura, invadiendo incluso el ámbito de la Poética.

La intuición de la que parte este trabajo concierne a dos famosos versos de las Bucólicas de Virgilio (112; VI 8), en los que el pastor-poeta habla de «ejercitar la musa silvestre / agreste» —de «entonar un rústico canto», traduce F o n t á n — «con delgada (tenui) flauta / caña». No es de extrañar que un experto en retórica vea en el adjetivo tenui, presente en uno y otro verso, un empleo traslaticio de la denominación técnica del más humilde de los tres estilos o characteres del discurso oratorio. Cierto que Virgilio aplica el adjetivo a la caña / flauta del pastor, a la cual le cuadra por derecho propio; pero en uno y otro verso aparece también la Musa —ya «silvestre», ya «agreste»— con unos adjetivos que tampoco le sientan mal al bucólico instrumento. Por ello opina Fontán —y creo que acierta— que en uno y otro caso el poeta ha aplicado una enálage, la figura retórica, de copiosa aplicación en poesía, que atribuye a un nombre un adjetivo que lógicamente correspondería a otro del contexto. Pues bien, en los dos versos analizados tendríamos una enálage doble (o cruzada): las «silvestres / agrestes» serían la «caña/flauta», y la que resultaría, ya no «delgada», sino «ligera» (tenui) sería la Musa, personificación del stilus tenuis retórico, convertido ya en categoría poética.

De las teorías antiguas pasamos a las modernas —y de la teoría a la práctica sobre los textos— en el artículo «Análisis estructural de la poesía: un comentario a Horacio, C. III 30». Fontán lo publicó en 1966, cuando aún no era tan obvio, como luego llegó a ser, el recurso a los varios métodos que pretendían aplicar al análisis de los textos literarios, y en particular de los poéticos, los principios estructuralistas. En aquel momento, también Fontán «echó su cuarto a espadas» y, por decirlo con palabras del propio Horacio, non sine gloria. Tomando pie en los entonces recientes trabajos de Levin (1962) y de Ruwet (1963, 1964), que a su vez desarrollaban principios generales formulados por Román Jakobson, Fontán sometió a examen una pieza bien conocida: la que Horacio escribió como colofón del corpus editorial de sus tres primeros libros de Odas.

Tras una cuidada traducción del texto, Fontán analiza en él los aspectos que cabría llamar «esotéricos», por estar ligados al sistema métrico empleado (en este caso, el logaédico, que tiene en su rigidez su servidumbre y su grandeza). Pasa luego Fontán a la aplicación de algunos de los modelos estructurales de Levin y Ruwet y, concretamente, del de los couplings / couplages, «emparejamientos» o «correspondencias», al parecer estructuras básicas de toda composición poética. En el caso del texto propuesto, parece claro que esos patrones compositivos se reflejan en fenómenos como la reserva de los lugares privilegiados que eran el final de hemistiquio y el final de verso para los nombres y adjetivos, o en el de inicio de verso para los verbos.

Cierra esta sección de «Retórica y poética» otra intervención de Fontán en una conmemoración de un escritor hispano, y también de los tiempos de Domiciano. Aquí se trata del simposio dedicado en 1986 al poeta bilbilitano Marco Valerio Marcial. Fontán articula su contribución, siguiendo una práctica habitual en la Antigüedad, a modo de synkrisis o juicio comparativo; en este caso con el otro gran talento literario y poético de la época, el napolitano Papinio Estacio. Naturalmente, Fontán prescinde aquí del Estacio épico, para quedarse con el de las Silvas, su miscelánea de «poesía de ocasión» que suele pasar por «lírica». No tiene menos motivos para ser calificada de tal una buena parte de la poesía epigramática de Marcial, y en ese aspecto acierta Fontán al considerar a uno y otro poetas como cultivadores de la tennis Musa de la que antes hablábamos.

Marcial y Estacio compartieron época y también poderosos protectores, empezando por el propio Domiciano. A los amigos y mecenas comunes dedicaron uno y otro piezas más o menos circunstanciales; y en ese corpus es, lógicamente, donde Fontán centra su synkrisis, que concluye proponiendo un ingenioso y acertado paralelismo: «Estacio es culterano y Marcial conceptista: Góngora y Quevedo, salvadas las distancias de las lenguas, las personas y los siglos»

Catedrático de Filología Latina