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Las referencias a una identidad panhispánica, definida por el idioma, son constantes en el discurso público español, que, de manera general, tiende a sobrevalorar la lengua como base de las definiciones identitarias colectivas. Tanto locales –los únicos nacionalismos periféricos legítimos serían los de los territorios que cuentan con idiomas distintos del castellano, el idioma define a la nación–, como globales –el conjunto de los países de habla española constituiría una comunidad histórico-étnico-cultural supranacional, el idioma define la identidad al margen de eventuales divisiones político-administrativas– y obviando, en un caso y en otro, que las identidades colectivas son ficciones de pertenencia. Estas utilizan elementos objetivos (lengua, raza, historia, religión, cultura, costumbres, etc.), pero sin que ninguno de ellos sea determinante. No son, sino que se cree en ellas.

Incluso en los aparentemente más objetivos, caso de la lengua, su importancia como rasgo de definición identitaria varía de unos momentos a otros como los siguientes dos ejemplos, referidos al caso del idioma español y sus variaciones como aglutinante de identidad, reflejan de manera casi perfecta.

En 1917 el poeta mexicano Luis G. Urbina dice en una conferencia en Madrid que «la literatura mexicana, y en general todas las hispanoamericanas, no son otra cosa que un reflejo de la peninsular […] hay una verdad incontrovertible: estamos en la América española atados para siempre […] por el vínculo inquebrantable del idioma. Y por ser así, por estar vinculados a perpetuidad a una de las lenguas romances tenemos derecho a creernos, a sentirnos, a ser una difusión, más o menos remota, pero de virginales augurios, del alma latina»[i].

Un poco más de un siglo después, 2022, el novelista colombiano Santiago Gamboa declara, en una entrevista al periódico madrileño El País, que «desde los 14 a los 18 años me leí a los escritores latinoamericanos: García Márquez, claro, pero también Cortázar, Borges, Puig, Fuentes y Vargas Llosa. Y descubrí una cosa, yo quería ser eso: escritor latinoamericano, no colombiano […]. Y pocos años después me di cuenta de otra cosa: de que tenía el privilegio de que los clásicos estaban vivos. Aún hoy Vargas Llosa está vivo. Es como si un francés pudiera conocer a Balzac, a Stendhal o un español a Galdós»[ii].

¿ATADOS PARA SIEMPRE?

Las literaturas hispanoamericanas atadas para siempre a la española de Urbina se han convertido para Gamboa en algo tan diferente que ni siquiera tienen los mismos clásicos. Galdós le resulta a Gamboa tan ajeno como Balzac o Stendhal y hasta el adjetivo «latino», que en Urbina se entiende como la unificadora raíz común, tiene en Gamboa un claro matiz de oposición a lo español. Gamboa no se siente parte de los escritores que escriben en español, sino de los latinoamericanos, suponemos que incluidos los brasileños que escriben en portugués.

La existencia de una comunidad panhispánica tiene, en un campo tan vinculado al idioma como el de la literatura, dos versiones radicalmente distintas. Y no es un problema de tiempo, o no solo: casi en el mismo momento en que Gamboa hacía estas declaraciones veía la luz un libro de Vargas Llosa dedicado a Pérez Galdós[iii], a quien el peruano, a diferencia del colombiano, parece que sí considera parte de sus clásicos.

La existencia de una comunidad panhispánica tiene, en un campo tan vinculado al idioma como el de la literatura, dos versiones muy distintas

Los idiomas pueden ser claves de identidad, o no, depende de las circunstancias. No son ellos quienes definen las identidades colectivas, sino la forma como son integrados en los relatos de pertenencia. Pueden ser su eje, en el caso de los nacionalismos periféricos españoles, que los han convertido en rasgo de identidad innegociable, incluso para quienes no es su idioma materno y/o de uso habitual: el idioma del País Vasco es el euskera, independientemente de que no sea el de la mayoría de los vascos; o pueden ser algo por completo irrelevante, caso de muchos de los grandes idiomas de comunicación contemporáneos, como el español o el inglés, en los que compartirlos puede no constituir ningún lazo de identidad: los emigrantes ecuatorianos en Madrid comparten idioma con los españoles pero se definen frente a ellos, y cabría preguntarse si en muchos casos sobre todo contra ellos, como «latinos».

LAS IDENTIDADES COMO NARRACIÓN

Toda identidad descansa en una narración, somos aquello que nos contamos que somos, y la ubicación de España, lo español y los españoles en los relatos identitarios de la América hispánica resulta, además de central, compleja, contradictoria y llena de matices. Casi desde el mismo momento de las independencias se enfrentaron dos relatos sobre el ser de las nuevas naciones en los que España y la herencia española eran protagonistas indiscutibles, pero con papeles antagónicos. La parte más íntima, aquello que las nuevas naciones debían de cuidar y proteger para seguir siendo ellas mismas, desde la lengua a la religión, en el uno; lo ajeno y extraño, aquello de lo que las nuevas naciones debían de desprenderse para volver a ser ellas mismas, en el otro.

Es el origen de los que, para simplificar, denominaré relatos de nación liberales o de izquierdas y conservadores o de derechas, con dos precisiones, una terminológica, estamos hablando de conflictos identitarios, sobre qué somos, y los términos liberal/conservadores e izquierdas/ derechas hacen referencia a conflictos ideológico-económicos, derechos y reparto de recursos, por lo que las líneas de fractura no siempre son coincidentes: puede haber, y ha habido, quienes en el conflicto ideológico y/o económico se sitúen en el campo liberal y/o de izquierdas y en el identitario defiendan el relato de nación conservador, y viceversa; y otra conceptual, se trata de modelos ideales, cuya plasmación real varía enormemente de unos países a otros, para cuya definición y características voy a utilizar sobre todo el ejemplo mexicano, no de manera aleatoria, sino porque se trata del Estado-nación hispanoamericano en el que estos dos relatos han tenido una articulación más precisa y con una mayor presencia en el debate público.

Toda identidad descansa en una narración, somos aquello que nos contamos que somos

DOS RELATOS, DOS IMÁGENES, DOS METÁFORAS

El relato de nación liberal, que en el caso mexicano se prolonga sin solución de continuidad en el de la revolución-posrevolución y los indigenismos actuales, narra la historia de México como un ciclo de nacimiento, muerte y resurrección, los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos del rosario cristiano. Un México nacido en la época prehispánica (misterios gozosos), muerto con la conquista (misterios dolorosos) y resucitado por la independencia (misterios gloriosos), con los tres siglos virreinales convertidos en el no México, la edad obscura en la que la nación dejó de existir. El relato de nación conservador, que se prolonga también sin solución de continuidad en las derechas contemporáneas, narra la historia de México a partir de otra metáfora, la del hijo que crece y se desarrolla bajo la tutela paterna y que llegado a la edad adulta se emancipa para seguir su propio camino. Un México nacido con la conquista, crecido durante el dominio español y llegado a la edad adulta en la independencia, con los tres siglos virreinales como el tiempo feliz de la infancia en el que se había forjado la nueva nación.

FRACTURAS IDEOLÓGICAS E IDENTITARIAS

El papel de España, lo español y los españoles es en ambos relatos central pero antitético, en el liberal representa al otro enemigo de México, su negación, aquello de lo que la nación debe de liberarse para ser ella misma: la desespañolización como política de Estado, que Ignacio Ramírez el Nigromante, uno de los ideólogos del liberalismo mexicano, defenderá en su polémica con el español Emilio Castelar[iv]; en el conservador, por el contrario, la parte más íntima, aquello que la nación debe de conservar y cuidar para seguir siendo ella misma: la frontera cultural de las catedrales barrocas que para Vasconcelos marcaba los límites del verdadero México. Y el caso de este último, con su –más que declarada, proclamada–, hispanofilia, es un excelente ejemplo de la no coincidencia de las fracturas ideológicas e identitarias a las que se hacía referencia más arriba. Aunque es uno de los ideólogos del régimen nacido de la Revolución, en el conflicto identitario se ubicó claramente en el lado de los defensores del relato de nación conservador, con México y el conjunto de los países de habla y raza española formando parte de una sola comunidad histórico-étnico-cultural: el «Por mi raza hablará el espíritu» que por iniciativa suya todavía hoy campea en el escudo de la Universidad Nacional Autónoma de México. Raza y espíritu que no son otros que los de las naciones hijas de la conquista y colonización ibéricas.

El enfrentamiento sobre qué somos está presente de una u otra forma en todos los Estados-nación construidos en lo que habían sido los reinos y provincias americanos de la Monarquía católica, que una vez proclamada su soberanía política tuvieron que enfrentarse al complicado reto de construir las naciones fundamento de ella. La intensidad de este enfrentamiento, sin embargo, ha sido distinta en función de las características de partida de cada uno de los procesos de construcción nacional. No es lo mismo, por poner dos ejemplos, México que Argentina. El primero, con una numerosa población indígena, una omnipresente presencia de las culturas prehispánicas y una no menos omnipresente herencia virreinal; el segundo, con una presencia indígena casi residual y una herencia de las culturas prehispánicas y virreinal mucho menos visibles y fastuosas. El conflicto identitario tenderá a ser necesariamente menos virulento en el caso argentino que en el mexicano y entre uno y otro, todas las variaciones intermedias posibles.

VARIACIONES EN EL TIEMPO

La hegemonía de uno u otro relato ha marcado históricamente las variaciones en la afirmación o la negación de la existencia de una comunidad hispánica de naciones, siempre con España y la herencia española como eje de un debate que ha tendido a ser, como todos los identitarios, particularmente virulento y difícil de gestionar. Sobre derechos y reparto de recursos es posible negociar, se puede tener más o menos; sobre qué somos difícilmente, no se puede ser un poco más o un poco menos, se es o no se es.

Los picos de hispanofobia e hispanofilia, con sus correlatos de afirmación o negación de pertenencia a un mismo bloque civilizatorio, se han sucedido en el continente. Los desgarrones de la ruptura imperial y el progresivo triunfo de los proyectos de Estado y de nación liberales, que para las décadas centrales del siglo XIX se habían convertido en hegemónicos, fueron acompañados del triunfo de los relatos de nación más hispanófobos y opuestos al reconocimiento de cualquier vínculo con España, lo español y los españoles, «el último pueblo de la tierra al que desearían parecerse las demás naciones de la tierra es al pueblo español», afirmará el Nigromante en su ya citada polémica con Castelar.

La situación comenzó a cambiar en torno al último cuarto del siglo XIX, llevando al reencuentro con la España del 98 y el inicio de uno de los momentos más hispanófilos de la historia de la América española. Tanto que las conmemoraciones de los Centenarios de la Independencia, primeras décadas del siglo XX, se convirtieron, paradójicamente –ya que lo que se estaba conmemorando era la ruptura con España– en la celebración del reencuentro con España y con la herencia española, desde Argentina hasta México. Nunca antes la afirmación de la existencia de una comunidad global panhispánica había sido tan explícita y exitosa.

Entre las causas de este reencuentro están las consecuencias geopolíticas del 98. Por un lado, España dejaba de estar presente como potencia colonial americana y perdía así el papel de enemiga que el relato de nación liberal tradicionalmente le había atribuido. Por otro, Estados Unidos irrumpía como potencia con una clara voluntad de hegemonía continental, dando razón a la visión geopolítica de los proyectos de nación conservadores, basados en el enfrentamiento entre la raza española y la raza anglosajona, con España como aliada y Estados Unidos como el enemigo, frente a los liberales, basados en el enfrentamiento entre progreso y reacción, con España como enemiga y Estados Unidos como aliado. Había también otras causas más difusas y complejas, aunque no por ellos menos reales, como el triunfo del racismo «científico» del último cuarto del siglo XIX y su afirmación de la existencia de razas superiores e inferiores, que empujó a las élites liberales a asumirse herederos y descendientes de la raza superior de los conquistadores y no de la inferior de los conquistados; o, indirectamente relacionado con lo anterior, el auge de movimientos político-ideológicos de base étnico-cultural como el paneslavismo o el pangermanismo, particularmente el primero, que muchos intelectuales de la época, a uno y otro lado del Atlántico, recrearon como panhispanismo.

Desespañolización o preservación de lo español han definido las respectivas narraciones de las corrientes liberales o conservadoras

El idilio panhispanista, a pesar de sobresaltos como el de la Revolución mexicana, se prolongó hasta el estallido de la Guerra Civil española, una de cuyas consecuencias fue la profunda fractura que, sobre las relaciones con España y la herencia española, se produjo en muchas de las Repúblicas hispanoamericanas. Había dos Españas alternativas de las que asumirse herederos, la republicana y la franquista, prolongada después en la franquista y la del exilio, que permitían una especie de España a la carta, buena o mala en función de la perspectiva.

La situación volvió a cambiar con la Transición, cuya historia de éxito, al menos en su primera versión, convirtió a España en una especie de modelo para la conquista de la modernidad. Algo así como si ellos, los españoles, que forman parte de nuestro mismo grupo étnico-cultural, pueden, nosotros también. No de manera casual fue otro de los momentos de reactivación de los proyectos de construcción de una comunidad panhispánica global.

LA VUELTA DE LOS RELATOS DE NACIÓN LIBERALES

La posterior crisis internacional de la imagen de España y, sobre todo, el auge de movimientos indigenistas y decoloniales han vuelto a poner otra vez en cuestión la existencia de esa comunidad, que tiene como pecado de origen su carácter políticamente incorrecto: el fruto podrido de la expansión colonial europea. Resulta, sin embargo, interesante comprobar como esta revisión indigenista-decolonial ha consistido en gran parte en una reactualización de los relatos de nación liberales. El mismo molde, con parecidos contenidos y con prácticamente los mismos campos: derechas hispanófilas frente a izquierdas hispanófobas. Aunque con la irrupción de un tercer elemento en discordia, los regímenes populistas, cuyas relaciones con los relatos de nación tradicionales son enormemente variables, desde el lopezobradorismo mexicano, con la recuperación del relato de nación liberal más arcaico y tradicional, al mucho más ambiguo del peronismo argentino, cuya voluntad de incorporación de teorías decoloniales ha resultado siempre mucho más conflictiva, posiblemente, al margen de los aspectos a los que ya se ha hecho referencia, por la cercanía al relato de nación conservador del primer peronismo, incluido el propio Juan Domingo Perón.

Una llamativa persistencia que nos vuelve de nuevo al principio de este artículo y a la importancia de los relatos en la construcción de comunidades de pertenencia: somos aquello que nos contamos que somos. Y lo que nos contamos sobre qué somos, aunque lo hagamos en un mismo idioma, no solo es distinto a uno y otro lado del Atlántico sino también de unos grupos político-ideológicos a otros.

Texto redactado por Tomás Pérez Vejo a partir de la conferencia que impartió en el I Congreso Hispanoamericano, organizado por UNIR y la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, 22-24/6/22.

NOTAS

[i]Luis G. Urbina, La vida literaria de México, Madrid, Imprenta Sáez Hermanos, 1917, p. 14.

[ii] El País, 18 de junio de 2022.

[iii] Mario Vargas Llosa, La mirada quieta (de Pérez Galdós), Madrid, Alfaguara, 2022.

[iv] Ignacio Ramírez, “La desespañolización”, Obras de Ignacio Ramírez, México, Editora Nacional, 1952, t. I, pp. 317-322. Publicado originalmente en el periódico La Estrella de Occidente de Ures en 1865.

 

Historiador, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) de México