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El laicismo es una cuestión de indudable complejidad, debido a los diferentes factores que lo determinan y a la diversidad de expresiones que reviste. En efecto, vemos cómo se proyecta sobre distintos ámbitos de la vida cotidiana, al abarcar el extenso campo que va, desde el pensamiento intelectual, la enseñanza, la cultura, la literatura y el arte, las diversiones y el ocio, hasta el modo de hacer política y gobernar, sin olvidar, como no podía ser de otra manera, la influencia que ejerce en el delicado marco del libre ejercicio de las creencias religiosas.


En principio, el laicismo aparece como una postura de neutralidad, que aspira a deslindar la esfera de lo civil de la religiosa. La aconfesionalidad del Estado, sería un de sus más logradas y justas expresiones. Principio que recoge nuestro texto constitucional en su art. 16, p. 3: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».


El contenido de este artículo debe interpretarse en relación con el 27, que, también en su p. 3 especifica: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».


A cualquier observador imparcial le parecería obvio que los dos artículos citados elevan a rango constitucional tres principios básicos:
– El Estado no profesa ninguna confesión. Es, por tanto, aconfesional.
– Se respetarán las creencias religiosas de los ciudadanos.
– Se mantendrán las relaciones de cooperación con todas las confesiones religiosas, y, de modo especial, debido a que es la profesada por la mayoría de los españoles, con la Iglesia católica.


Nada que objetar a un laicismo así entendido, favorable a la distinción de poderes, entre la Iglesia y el Estado, y respetuoso con las expresiones de la fe religiosa. La Iglesia se mostraba, entonces como ahora, decidida partidaria de la separación entre las dos instituciones. Confirma este criterio el entonces cardenal Ratzinger (19-11-2004) en una entrevista en la que se expresaba con la claridad que le caracteriza: «La laicidad justa es la libertad de religión. El Estado no impone una religión, sino que deja un espacio libre a las religiones con una responsabilidad hacia la sociedad civil, por tanto, permite a estas religiones que sean factores en la construcción de la vida social».


FORMAS ACTUALES DEL LAICISMO


A la vista de los planteamientos expuestos, y una vez delimitadas las esferas de competencia entre el Estado y las confesiones religiosas, se podría llegar a pensar en el cese de los recelos y conflictos entre las dos esferas de poder, civil una, religiosa la otra.


Sin embargo, las experiencias y actitudes registradas en los últimos años demuestran que no ha sido así. En gran medida porque el laicismo, como los hechos demuestran, ha pasado de la neutralidad a la beligerancia. El mismo cardenal Ratzinger lo confirma en otro momento de la citada entrevista: «El laicismo ya no es aquel elemento de neutralidad que abre espacios de libertad a todos. Comienza a transformarse en una ideología que se impone a través de la política y no concede espacio público a la visión católica y cristiana, que corre el riesgo de convertirse en algo puramente privado y, en el fondo, mutilado».


Basta con observar el panorama a nuestro alrededor para percibir la veracidad de estas palabras. Los síntomas son abundantes, cada vez más expresivos y reveladores. Pasamos del título blasfemo contra Dios en la representación de una obra de teatro, a las imágenes que hacen burla de símbolos de la pasión de Cristo, en Jerusalén, con una corona de espinas sobre la cabeza de dos conocidos políticos. Y no digamos nada de pancartas insultantes y alusiones procaces contra la Iglesia y la jerarquía, en manifestaciones organizadas por muy diversos motivos.


Tales episodios y otros muchos de la misma índole, que no se citan para no cansar, son un síntoma evidente de la falta de neutralidad y de respeto que se observa en contra de las creencias y sentimientos religiosos de millones de españoles que les dedican ciertos sectores representativos del laicismo. Los referidos hechos, quizá, hubieran sido considerados como simples anécdotas sin importancia, producto de grupos minoritarios, si no vinieran reforzados por extensas campañas difundidas en paralelo a través de los medios de comunicación, prensa, radio, TV, que parecen responder a objetivos más amplios. Da la impresión, como es el caso de los tratamientos informativos e ideológicos dedicados a cuestiones como los matrimonios entre personas del mismo sexo, la enseñanza religiosa en las escuelas, la educación para la ciudadanía o el derecho a una muerte digna (eutanasia activa), de que se trata de imponer unos determinados criterios, llamados progresistas y liberalizados.


UNA ACTITUD EXCLUYENTE


Como remate de esos argumentos laicistas, con frecuencia simplificadores y, por eso, falaces, nos ofrecen una disyuntiva final: o te unes a nuestras propuestas o bien te sitúas entre los enemigos de la libertad, del progreso y de la democracia. Pero ten mucho cuidado, porque si tal haces, pasas a convertirte, de modo automático, en un marginado social. La Conferencia Episcopal Española define perfectamente este panorama en el punto 18 de su Instrucción Pastoral del pasado 23 de noviembre de 2006, que afirma: «En no pocos ambientes resulta difícil manifestarse como cristiano: parece que lo único correcto y a la altura de los tiempos es hacerlo como agnóstico y partidario de un laicismo radical y excluyente. Algunos sectores pretenden excluir a los católicos de la vida pública y acelerar la implantación del laicismo y del relativismo moral como única mentalidad compatible con la democracia».


Al repasar, aunque sólo sea de modo general, el significado que encierran los episodios aludidos, no estamos hablando de una mera impresión de personas susceptibles o con una visión amarga y negativa de la realidad. Desafortunadamente son, todos ellos, hechos ocurridos que vienen a confirmar, sin margen para la duda, la persistencia del fenómeno laicista, iniciado hace ya bastantes años que, en lugar de ceder intensidad, reviste, cada día que pasa, mayor amplitud y virulencia. Los escenarios varían y ofrecen una considerable falta de originalidad en sus promotores, pese al empeño en disimular sus verdaderas intenciones con un aire chusco, de gracejo castizo, destinado a evitar el rechazo frontal de algunas de sus más atrevidas propuestas, que aspiran a erradicar tradiciones y costumbres religiosas, profundamente arraigadas en el alma del pueblo.


El desarrollo activo de estos programas, que responden a criterios inspirados en el laicismo militante, parecen haber logrado ya indudables éxitos, bajo el paraguas protector de la cultura ambiente que, como se ha señalado antes, ha decidido presentar sus ofertas disfrazadas de propósitos altruistas y fines liberadores de antiguas esclavitudes religiosas. A estos factores se añaden, naturalmente, los intereses empresariales, por otra parte legítimos, que fomentan el consumo de nuevos productos que incrementan los beneficios.


FESTIVIDADES POR LO CIVIL


Así, el laicismo no pretende suprimir las celebraciones, sino hacer olvidar su original sentido religioso. Es una táctica inteligente, que les lleva a no presentar la batalla de frente, sino que, después de amagar por los flancos, se lanzan a maniobras de ocultación. Tratan de sorprender al rival cediendo terreno para el contraataque final. En el caso que nos ocupa, es decir, el propósito de alterar el significado de las fiestas religiosas sin suprimirlas, el asalto a las expresiones externas de la religión cristiana, no se propone eliminar las fiestas y celebraciones, sino de alterar su sentido. Pero el calendario festivo español aparece plagado de referencias al santoral. Sería muy difícil, por no decir imposible, encontrar un solo rincón de este viejo Reino de España, bien en el nivel autonómico o municipal, cuyos festejos no vayan dedicados a venerar la memoria de un santo patrón o de una advocación mariana.


En estas situaciones, se impone la necesidad de resaltar la vertiente que hemos dado en llamar «lúdica», esto es, festiva o jaranera, mientras se oculta o ignora cualquier otra connotación relacionada con la original vertiente religiosa. Se respetan las fechas y, en algunos casos, si no hay más remedio, hasta los nombres, aunque se vacíen de contenido.


Y no solamente las celebraciones patronales de lo pueblos sufren la deriva hacia los aspectos festivos externos, que no están reñidos con el religioso, sino que algo semejante ocurre con celebraciones de mayor calado, como ocurre con la Navidad y la Semana Santa.


En realidad, las navidades cristianas son un ejemplo muy revelador y bastante conocido de las campañas destinadas a transformar las fiestas religiosas en ceremonias civiles. En apariencia, todo sigue igual, pero cambian los significados iniciales, que dieron sentido a la festividad. Se mantienen los aspectos positivos: fraternidad, solidaridad, reuniones sociales, regalos, cenas y efusivas felicitaciones. El ambiente se llena de buenas intenciones, la gente se invita y renueva lazos de afecto, que parecían interrumpidos. ¡Vuelve a casa! ¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo! Las calles, iluminadas con luces de colores, lazos, velas, mientras los grandes almacenes rebosan de productos y de enfervorizados compradores. El espectáculo desborda ya las tradicionales fechas de diciembre, para extenderse a los dos meses anteriores, de octubre a noviembre. Música ambiental, cenas, cotillones, cavas, turrones, a la espera del bueno de Santa Klaus, con sus renos trotadores sobre el abeto adornado con guirnaldas.


Nada habría que objetar a todas estas expresiones de alegría popular, a no ser porque nos hacen olvidar, apenas sin sentirlo, el verdadero sentido de la Navidad. Al fin, de repente, al ver tanta luz y escuchar el ruido, uno acaba por reflexionar y pregunta: ¿Oiga, por favor, podría decirme hacia dónde queda Belén? ¿Pero Navidad no era la abreviatura de Natividad, término que significa, algo así como el nacimiento del niño Jesús? ¿Y qué tendrá que ver -sigue uno con sus preguntas- ese nacimiento con la marea organizada a cuenta de una noche en que, al menos para los cristianos, Cristo vino a la Tierra y se inicia, en la pobreza de un establo, una nueva etapa de la Humanidad?


Sin olvidar otro hechos fundamental, y es que, a partir de esa jornada, la historia del mundo se dividirá en dos momentos, «antes y después de Jesucristo», realidad aceptada hoy de forma general en la mayor parte de las naciones, incluidas las no cristianas. Se comprueba cómo los aspectos festivos, perfectamente lícitos, que de forma natural suelen acompañar a las celebraciones sociales, acaban por anular el significado auténtico de la fiesta.


NUEVOS ARGUMENTOS LAICISTAS


Recientemente nos encontramos con otros hallazgos que contribuyen a reforzar la visión desnaturalizada de las fiestas religiosas. Resulta que durante esas fechas, días más o menos, se sitúa la llegada del solsticio de invierno, que abre paso al nuevo año solar. Los laicistas piensa que, completada la fase reivindicativa de los rasgos definidores de un acontecimiento natural, desaparecen las viejas supersticiones religiosas. En fin, ya hemos recuperado el sentido de lo que podríamos llamar con propiedad, unas verdaderas «navidades por lo civil». Superado el primer objetivo, los promotores de tanto civismo se lanzan con decisión a más ambiciosas conquistas. El calendario manda.


En torno a la Semana Santa, se sitúan también numerosas fiestas, a las que es necesario devolver -dicen- su verdadera dimensión lúdica y popular. Del Carnaval, felizmente renovado en España, nada habría que añadir, salvo la necesidad de presionar a ciertos ayuntamientos, renuentes a dotar con dineros públicos la financiación de unos festejos que son expresiones otras tantas formas de cultura e ingenio, todas ellas de la más pura raigambre civil.


A continuación del Carnaval, viene la Cuaresma y el panorama cambia. Ahora estamos ante una de las más flagrantes muestras del oscurantismo depresivo de la Iglesia, empeñada en el recuerdo de la muerte. El laicismo despliega alrededor de la cuaresma un tupido velo de silencio. Hasta que llega, al fin, la Semana Santa. Son vacaciones para el ocio, con salidas masivas de las ciudades. Los viajes ofrecen, no la asistencia a los oficios de Jueves y Viernes Santo, sino tentadoras propuestas de unas largas «vacaciones al sol», en playas paradisíacas, solo o en pareja, con facilidades de pago en cómodos plazos de sólo unos cuantos euros al mes. Estamos en presencia de una auténtica Semana Santa «por lo civil».


Entre medias, aparecen nuevas versiones de fiestas civiles, antes religiosas. Las fallas valencianas se mantienen a fecha fija, 19 de marzo. Pero no arden ya en honor y homenaje a San José, patrono de los artesanos. Ahora se llaman «Fiestas del fuego al inicio de la primavera». Algo semejante a las hogueras de San Juan, alegres luminarias que anuncian la llegada del verano. Por no hablar de las Fiestas de la Vendimia, estratégicamente situadas en las proximidades de la Virgen de la Asunción a mediados de agosto y ya casi «civilizada».


Un pañuelo de silencio se extiende sobre las festividades de la Virgen del Carmen (patrona de marinos y pescadores) del Apóstol Santiago y Nuestra Señora del Pilar, antiguos patronos de España. Allá se las entiendan los responsables autonómicos.


SUPERVIVENCIA DE LAS TRADICIONES RELIGIOSAS


Aunque el panorama expuesto, en torno al proceso de transformación de las festividades religiosas en otras de carácter civil, puede hacer pensar en el rotundo éxito de las propuestas laicistas, la realidad es algo diferente. Las reacciones en sentido contrario, no se han hecho esperar. Se perciben abundantes muestras de fidelidad a los valores que han inspirado las expresiones públicas de fe religiosa. Ante las campañas para suprimir las celebraciones navideñas y los belenes en los centros de enseñanza pública, tanto los escolares como sus familias, han respondido con firmeza y, en la mayoría de los casos, con éxito, a las trabas impuestas por las autoridades educativas.


Otro tanto sucede con las solemnes celebraciones litúrgicas y procesionales de las Semanas Santas de Andalucía, las dos Castillas y Murcia, así como las representaciones de la Pasión en tantos lugares de Cataluña y Valencia. Los actos se depuran, la seriedad aumenta y la asistencia de los fieles supera cada año en número al anterior.


Sólo el idealismo utópico de ciertos sectores laicistas, puede hacerles comprender la imposibilidad de convencer a las cofradías sevillanas de que eliminen los signos religiosos de sus procesiones y las conviertan en desfiles laicos, de carácter civil. Dura empresa, condenada también al fracaso en Valladolid, Zamora, Cuenca, Murcia o Cartagena. Pero aquí no termina el asunto. Igualmente complicado sería adaptar una versión civil del Misterio de Elche, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad, o proponer a los almonteños y valencianos que renuncien a llevar en volandas a su Virgen del Rocío o a la Mare de Deu dels Desamparats, y las sustituyan por otras imágenes laicas que no remitan a su procedencia religiosa. Se citan estos ejemplos para advertir de que, ante la inexplicable fuerza y pervivencia de tales expresiones de fe popular, no es tarea fácil aplicar con éxito los argumentos racionales a favor de solsticios y equinoccios, fiestas primaveras y vendimias.


CIENCIA Y SUPERSTICIÓN


En casos como los citados, tachados de empecinamiento popular, el laicismo cambia de táctica y utiliza otro tipo de razones. Se atribuyen esas manifestaciones a la presencia de las llamadas «psicosis colectivas», alucinaciones de masas o restos de supersticiones ancestrales, fenómenos, todos ellos, que se producen en determinadas circunstancias anímicas. Para convencer de su error a las masas, que, según parece son víctimas de tales psicosis colectivas, hay que aplicar una terapia basada en el análisis frío y objetivo de la realidad, como única forma de reducir los estados emocionales al ámbito de lo racional.


Se esgrime entonces, un razonamiento científico muy sencillo: sólo se puede aceptar como cierto o discutir, todo aquello que sea verificable y tangible, de modo que, una vez pesado, medido y manipulado, estemos seguros de que responde a principios científicamente contrastados. Según este planteamiento, habría que rechazar como falso todo lo no verificable, como es el caso de cualquier creencia o sistema de valores «que aceptan como auténtico ciertas almas piadosas pero que carece de la más mínima base científica» (F. Savater).


En el fondo, se trata de una línea de pensamiento positivista -el ya conocido «si no lo veo no lo creo»- de vieja tradición, que se ha visto renovada en sus distintas versiones a lo largo de la historia y que, hoy en día, esgrime con singular empeño un selecto número de intelectuales representantes de las avanzadillas del progresismo. Pero el problema que se les plantea a los defensores de esas doctrinas, es la evidencia de que lo «inverificable», carente de rigor científico, pese a resistir las pruebas del peso, la medida y la manipulación en laboratorio, sigue vivo y forma parte de las firmes convicciones de millones de personas que, en los más diversos lugares del mundo -no sólo en la «crédula» España- creen, aunque no vean. ¡Qué le vamos a hacer!


MANIFIESTOS LAICISTAS


El realismo de las consideraciones apuntadas, se confirma con la reciente publicación de un texto elaborado por la Asociación Catalana de Municipios y Comarcas bajo el patrocinio de la Generalitat de Catalunya, que ha sido remitido a los alcaldes con el expresivo título de Manual de Ceremonial Civil, considerado como una especie de «Misal laico» que sería utilizado en las celebraciones presididas ahora, no por el sacerdote, sino por los regidores municipales. La tarea ha sido dura, según declaraciones del autor, don Joan Surroca i Sens, «debido a la presencia secular del cristianismo en todos los ámbitos de la existencia». Menos mal, prosigue el señor Surroca, que el problema está en vías de solución, ya que «tras las demoledoras críticas de filósofos como Feuerbach, Marx o Nietzsche, el concepto de Dios ha quedado fuertemente cuestionado desde los cuatro puntos cardinales». Ahí queda eso. El contenido del manual responde a la misma línea de originalidad e ingenio de los criterios expuestos.


El bautismo se transforma en la Ceremonia de acogida al nuevo ciudadano recién nacido, que se integra en la sociedad civil. La ceremonia viene acompañada de citas de Neruda, Primo Levi, Séneca y hasta el profeta Isaías, con música de Pau Casals, Bach, los Beatles y un largo elenco de artistas.


El matrimonio se perfila con rasgos democráticos y generosos. Queda abierto a muy distintas opciones y variedades, incluyendo las uniones de personas del mismo sexo, en consonancia con las nuevas tendencias. Llegado el final de la vida, los antiguos funerales cederán el terreno al llamado Acto de despedida, concebido como un abrazo amoroso y fraternal dedicado al difunto. El entierro será un momento de emociones positivas y alegres, con lectura de poemas y divertidas anécdotas sobre el fallecido, que ayuden a romper la tensión creada por las sombrías exequias religiosas del pasado. En relación con la muerte, el manual aprovecha para defender el derecho a una «muerte digna» que, gracias a la ayuda de familiares y amigos, podrá ser adelantada, en caso de necesidad.


Los últimos manifiestos sobre el tema, como el emitido con el título de Constitución, laicidad y educación para la ciudadanía en diciembre de 2006, vienen a repetir los mismos o parecidos esquemas de pensamiento a los que se ha hecho referencia. Tal vez podrían considerarse esas posiciones como expresión de unos criterios o programas de partido, sin mayores consecuencias. Pero cuando vienen avalados con el ejercicio del poder político, las consecuencias son de mayor calado.


El asunto no es nuevo, aunque sí reviste, en el momento actual, riesgos indudables para el libre ejercicio de las libertades, entre ellas, la libertad religiosa.


Para finalizar estas reflexiones, surgidas de la simple observación del panorama en el que nos movemos, vienen al caso ciertas afirmaciones de otra instrucción pastoral de los obispos españoles que ya en noviembre de 1990 alertaba sobre los mismos problemas que ahora comentamos: «Para instalarse en la conciencia de los hombres y de los pueblos, el laicismo, en efecto, tiene que recurrir a la censura; tiene que censurar la vida moral y religiosa de las personas y los pueblos , tiene que sofocarlas. Necesita para ello ridiculizar constantemente lo moral y lo religioso, necesita a veces de la mentira y la desinformación. Solo así sobrevive. En consecuencia, la cultura laicista necesita del poder y teme la libertad… y sólo puede instaurarse de un modo impositivo, mediante una reducción más o menos sutil de los espacios de libertad».

Abogado y Periodista