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Fernando Delage recensiona el libro de Noel Malcolm, Kosovo: A Short History (Londres, Macmillan, 1998), una obra clave, según las principales publicaciones europeas, para comprender el origen del conflicto en los Balcanes.

NINGÚN CONFLICTO HA SIDO ANTICIPADO con tanta precisión en la historia reciente de Europa como el de Kosovo. Si el puzzle de minorías, fronteras mil veces modificadas y religiones incompatibles han hecho de los Balcanes una de las regiones más violentas del mundo, Kosovo es el ejemplo más extremo de la imposible convivencia de distintos grupos étnicos. La intolerancia ha caracterizado durante siglos a este pequeño territorio, símbolo histórico de la identidad serbia y elemento esencial del nacionalismo impulsado desde Belgrado a partir de los años ochenta. Kosovo se encuentra en el origen del poder de Slobodan Milosevic y también es la causa primera de la desintegración de la antigua Yugoslavia.

La historia y la demografía se entremezclan como causas del enfrentamiento entre serbios y albaneses, un conflicto tan fácil de enunciar como imposible de resolver. Kosovo es para los serbios el corazón espiritual e histórico de su pueblo, su Jerusalén. Los albaneses, por su parte, señalan que, de los dos millones de habitantes del territorio, apenas 200.000 son serbios. Mientras que los albaneses se consideran descendientes de los ilirios, primeros habitantes del lugar, y reclaman su independencia, los serbios niegan que Kosovo sea una entidad histórica y política; para ellos es una parte integral de su nación y nunca renunciarán voluntariamente a ella. Las exigencias políticas de las dos partes son irreconciliables, por lo que es difícil creer, después de dos meses de guerra, que pueda mantenerse la ficción de un Kosovo multiétnico integrado en Yugoslavia. La barbarie desatada por Milosevic no ha hecho sino confirmar la aspiración de los albano-kosovares a abandonar Serbia.

La OTAN ha cometido numerosos errores de cálculo. Pero quizá el mayor haya sido haber infravalorado la importancia de Kosovo para los serbios. Esto es precisamente lo que mejor explica el libro de Noel Malcolm. Su inmersión en un gran número de fuentes documentales le han permitido desenmascarar los mitos de la construcción nacional serbia, muchos de los cuales son una elaboración moderna. Como en el caso de tantos otros fenómenos nacionalistas, fue en el último tercio del siglo XIX cuando intelectuales serbios inventaron su tradición y reescribieron su historia. Por eso, dice Malcolm en las últimas líneas de su libro, el conflicto no encontrará vías de solución hasta que ambas partes, pero sobre todo los serbios, comprendan que la historia de Kosovo que se les ha enseñado es sólo parcialmente cierta. La exhaustiva investigación contenida en este libro es un buen lugar para empezar.

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El primer elemento de la política de Milosevic, mantenido por la mayoría de sus ciudadanos, es que Kosovo siempre ha sido serbio. Sin embargo, ochocientos años separan la llegada de los serbios a los Balcanes en el siglo séptimo, de la conquista otomana en 1455. Durante esos ocho siglos, Kosovo estuvo gobernado por los serbios sólo durante los últimos 250 años, desde que en el siglo XII lograran imponerse al Imperio bizantino. Sí es cierto, no obstante, que en la Edad Media la mayoría de sus habitantes eran serbios o, al menos, cristianos ortodoxos que comenzaban a desarrollar su identidad nacional como serbios. Esto explica que prácticamente todos los antiguos monumentos de Kosovo sean ortodoxos y tengan nombres serbios. Los orígenes más remotos del actual conflicto se remontarían a 1389, cuando el Imperio otomano derrotó al ejército serbio dirigido por el príncipe Lazar en Kosovo Polje. Aunque lucharon junto con los serbios en aquella batalla, la mayoría de los albaneses de la región se convirtieron al islam en los siglos XV y XVI y participaron en la administración turca de Kosovo. A lo largo de los siglos XVIII y XIX, coincidiendo con la decadencia otomana, Kosovo se convirtió en el objeto de los movimientos de independencia tanto serbio como albanês. Los serbios lograron su independencia en el Congreso de Berlín (julio de 1878), sólo un mes después de que se fundara en Kosovo la Liga de Prizren, que aspiraba a crear un Estado albanês independiente. Pero fue sólo en 1912, con ocasión de la primera guerra balcánica, cuando Serbia vio cumplido su sueño nacional de recuperar Kosovo. Hasta ese momento, y durante su largo sometimiento a los turcos, la batalla de Kosovo se había convertido en el eje del heroísmo serbio y en el centro de su mito nacional.

Malcolm revela, sin embargo, que la idea de una celebración nacional y religiosa del 15 de junio (28 de junio en el calendario actual), fecha de la batalla del campo de los mirlos, es una invención del siglo pasado. Fueron escritores nacionalistas como Vuk Karadzic o Petar Petrovic Njegos los que transformaron los elementos de la tradición popular de Kosovo en una ideología nacional. Este hecho no debe sorprender. El siglo XIX fue el periodo en el que se desarrollaron las identidades nacionales en muchas partes de Europa y, en el caso de Serbia, la misma idea de formar un territorio independiente exigía la rebelión o la declaración de guerra contra los otomanos. Una mitología nacional centrada en el momento simbólico de la conquista turca era doblemente útil: dirigía la atención hacia el enemigo y recordaba a los serbios su glorioso pasado preotomano. Así, fue después de la proclamación del «reino» de Serbia en 1882, cuando el gobierno convirtió el aniversario de la batalla de Kosovo en una celebración de la unidad nacional.

Es curiosa, por cierto, dado el importante papel de la Iglesia ortodoxa, estrechamente vinculada a la existencia de la nación, la referencia a un triple paralelismo teológico en la mitología nacional serbia. Los escritores ortodoxos han comparado su derrota en Kosovo en 1389 con la crucifixión de Jesucristo; su muerte y enterramiento con la velika seroba (la gran emigración serbia de Kosovo en 1689-90 tras una nueva incursión turca); y su resurrección con la reconquista de Kosovo en 1912. Pero la euforia serbia fue acompañada de las atrocidades que hemos visto repetirse ochenta años después. El relato más estremecedor es el de Lazer Mjeda, arzobispo de Skopje, en un informe a Roma del 24 de enero de 1913. En Ferizaj sólo habían quedado con vida tres albaneses mayores de quince años, en Gjilan y Gjakovaque, donde no se opuso resistencia a los serbios, también fue masacrada su población. Pero lo peor se produjo en Prizren: «La ciudad parecía el reino de la muerte. Golpeaban en la puerta de las casas albanesas, se llevaban los hombres y los fusilaban inmediatamente. […] En cuanto a asaltos, saqueos y violaciones, no hace falta ni mencionarlos; la orden era: todo está permitido contra los albaneses —no sólo permitido, sino querido y ordenado». El objeto de semejante barbarie, indicaría el informe de una comisión de observadores internacionales en 1914, no era otra que «la completa transformación de la estructura étnica de las regiones habitadas exclusivamente por albaneses».

Al final de la primera guerra mundial, Serbia se unió con Croacia y Eslovénia para formar el nuevo Estado de Yugoslavia, con un Kosovo que permanecía como parte constituyente de Serbia. El gobierno yugoslavo mantuvo su política de discriminación respecto a los albano-kosovares —se trataba de «hacerles la vida imposible, para así forzarlos a emigrar»—, al tiempo que ponía en marcha un programa de colonización (de hecho logró un aumento de la población serbia del 24% en 1919 al 38% en 1928). Durante la segunda guerra mundial, muchos albaneses buscaron su revancha poniéndose del lado de las potencias del Eje. Italia cedió la provincia a Albania, ocupada por Roma hasta el final de la guerra. De 1941 a 1945, más de 70.000 serbios abandonaron Kosovo, mientras que 75.000 albaneses se instalaron en el territorio.

En 1945 Kosovo volvió a manos serbias. Pero Tito, que se inclinaba contra los serbios en lo que se refiere a la distribución del poder dentro de la federación yugoslava, fomentó que los albaneses tuvieran el control de la provincia. Prohibió a los serbios desplazados por la guerra que volvieran a sus casas en Kosovo y en 1946 convirtió a Kosovo en una región autónoma dentro de Serbia. En 1963 le concedió el status de «provincia autónoma», confirmado y ampliado por la Constitución federal de 1974. Durante ese periodo, los albaneses ejercieron un control prácticamente completo sobre la administración del territorio, mientras los serbios se quejaban de su discriminación y persecución.

En 1981, tras la muerte de Tito, estallaron manifestaciones en Kosovo en las que los albaneses (en ese momento, el 77,5% de la población) exigían el estatus de república en la federación yugoslava. Consideraban injusto que se les considerara como una «minoría nacional» cuando, por ejemplo, había tres ves más albaneses que montenegrinos, los que sí habían conseguido el derecho a su propia república. En la violencia que se desató se quemaron casas y negocios de serbios y también cayó presa de las llamas la sede de la Iglesia ortodoxa en Pee. Miles de serbios abandonaron Kosovo, mientras que durante el resto de los años ochenta, se repitieron los casos de intimidación, vandalismo y destrucción de propiedades y monumentos serbios.

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En abril de 1987, más de 60.000 serbios de Kosovo firmaron una petición exigiendo al gobierno de Belgrado la detención de la violencia de la que eran objeto. Fue Milosevic quien explotó ese descontento y reavivó la llama del nacionalismo serbio a fin de consolidarse en el poder. Siendo aún presidente del partido comunista serbio, Slobodan Milosevic viajó a Kosovo proclamando a los serbios: «Nadie se atreverá a golpearos de nuevo». En 1989 completó su triunfo quitando a Kosovo su autonomía y enviando al ejército y a fuerzas de la policía. En su ya famoso discurso del 28 de junio, 600 aniversario de la batalla de Kosovo, conjuró todos los fantasmas del nacionalismo serbio, desencadenando un nuevo ciclo de muerte y destrucción, que aún no puede darse por terminado. Ese mismo año fue elegido presidente de Serbia, por el 65% de los votos.

Milosevic retiró a Kosovo su autonomía para proteger a los serbios de la persecución de la mayoría albanesa, pero también porque pensaba, acertadamente, que con esa realidad demográfica (ya habían alcanzado el 90% de la población), utilizarían su autonomía como plataforma para la independencia. Belgrado impuso «medidas de emergencia» y despidió de la administración a todos los funcionarios, médicos y profesores albaneses. El serbio se convirtió en la única lengua permitida y se redujo al mínimo la enseñanza de la historia, literatura y lengua albanesas. En 1991, los albaneses, dirigidos por Ibrahim Rugova y su Leaguefor a Democratic Kosovo (LDK) , respondieron formando un gobierno en la sombra. Establecieron un Estado paralelo, con su propio Parlamento y presidente, sistema fiscal y educativo y organizaron un referéndum en el que la inmensa mayoría de los albaneses votaron a favor de su independencia…

Milosevic observaba que los albaneses querían abandonar Serbia, pero no hacía nada por mantenerlos, nunca intentó alcanzar un modus vivendi con ellos. Mientras, los albaneses se vieron decepcionados por la estrategia pacífica de Rugova y en 1996 surgió el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), que hacia 1998 se había convertido en un factor político y militar significativo. El EUC no sólo estaba comprometido con la independencia y la buscaba declarando la guerra al gobierno serbio, atacando a su policía, a los funcionarios serbios, a instalaciones del gobierno, así como también a civiles. Por primera vez Milosevic se encontraba con la amenaza real de perder Kosovo. Y en ese momento decidió la estrategia que conduciría a la guerra. Milosevic se hizo nacionalista por oportunismo, no por convicción. Por eso, pudo ceder en los casos de Croacia y Bosnia. Pero Kosovo es diferente. Toda la identidad política de Milosevic ha sido definida en relación con Kosovo y, después de haber inflamado las pasiones de los serbios, su supervivencia política depende de su inflexibilidad. Ninguna solución será posible mientras él se mantenga en el poder.

Europeos y norteamericanos ignoraron durante demasiado tiempo el problema de Kosovo. Reaccionaron tarde a la desintegración de Yugoslavia y la enfocaron caso por caso, sin desarrollar nunca una visión global del conjunto de los Balcanes. Quisieron retrasar el día en que estallaría Kosovo. Y, cuando llegó ese momento, presionaron con la amenaza del uso de la fuerza, sin comprender por qué Kosovo no era Bosnia y haciendo ver a Milosevic que nunca pondrían en juego las vidas de sus soldados. Una década de apaciguamiento, y la historia del fracaso de Europa para afrontar un problema europeo.

Desde que se hizo con el liderazgo serbio en 1987, Milosevic no ha mostrado el más mínimo escrúpulo en su determinación de establecer la supremacía serbia en Kosovo y destruir el desafío albanês. Por esa razón abolió su autonomía y decidió perseguir a quienes bloquearan las aspiraciones nacionales serbias… Con la expulsión en masa de los albano-kosovares, Milosevic, además de modificar la composción étnica de Kosovo, probablemente pretendía desestabilizar la región. Y casi lo ha logrado, dado el estado actual de Montenegro, Albania y Macedónia.

En la práctica casi todos los serbios abandonarán Kosovo. Incluso si permanecieron y se les reconocen derechos, la combinación de demografía y democracia significa que Kosovo continuará siendo esencialmente una entidad política albanesa.

Setenta y siete años de gobierno serbio de Kosovo, tras cinco siglos bajo los turcos, han terminado. La cuestión es quién viene después.
FERNANDO DELAGE