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José Luis González Quirós

La invención del cinematógrafo coincidió con el nacimiento de John Ford: éste unió magistralmente el dominio técnico de los secretos del oficio a la capacidad para escenificar la vida misma en la liturgia de la sala oscura. Una especie de justicia poética nos coloca frente a la coincidencia de dos centenarios en este año de 1995, el del nacimiento del cine y el de uno de sus máximos creadores, Sean Aloysius OFearna (o OFeeney en la forma inglesa del original gaélico) cuya más conocida autodefinición ha sido: Me llamo John Ford y hago películas del Oeste. Ford murió en Septiembre de 1973 rodeado de una gloria merecida y el cine, con sus más y sus menos, le sobrevive, aunque no sé si se podría decir que aspira a superarlo. En realidad, una de las notas más sorprendentes de la historia del cine (que está por hacer, en buena medida, aún en sus perfiles más generales) es la rapidez con la que el nuevo arte alcanzó su madurez y buena parte de sus más indiscutibles cumbres. Además, rara avis, el mejor cine supo obtener el éxito del gran público, dándose la singular circunstancia de que algunas de sus mejores creaciones han sido sonoros éxitos. No todo es igualmente dichoso, sin embargo: basta con reparar en que el año de Stagecoach (La diligencia, 1939) la industria americana decidió premiarse a sí misma haciendo, innecesariamente, que Gane with the wind se convirtiese en inolvidable. Ford ha representado mejor que nadie el prototipo del director que, apoyándose siempre en historias excelentes, sin las que intentar el buen cine es una pérdida de tiempo, consigue las mejores películas peleando con las exigencias de una industria más atenta al beneficio que al arte. Pero Ford pudo triunfar porque conocía como nadie los secretos técnicos de un oficio que habían creado unos cuantos aventureros y que él, junto con otros inolvidables autores como Capra, Hawks, Hitchcock, Preminger, Lang, Lubitsch o Wilder supieron convertir en un canon de clasicismo y belleza. Con la desaparición de esos primeros maestros que, en general, abandonan la cámara al comienzo de los setenta el cine entró en una segunda navegación, más azarosa, en la que la dicotomía entre creadores y comerciantes se hizo más acuciante y en la que ya no podía darse, como de hecho ha sucedido, una proporción tan alta de obras maestras entre todo lo que se produce para la pantalla que, además, se empequeñece por mor de la electrónica de consumo y se empieza a poner al servicio de algunas pasiones más bajas y más tontas de lo conveniente. Los optimistas tienden a suponer que esa larga crisis de vulgaridad y estruendo comienza a superarse, pero no conviene olvidar lo bienpensantes que suelen ser los optimistas. De todos modos, nombres como Kubrick, Alien, el mejor Spielberg o Kieslowski (entre otros, pero no muchos otros) nos hacen suponer que el cine puede seguir existiendo con dignidad y vigor en su segunda centuria. La discusión sobre cuáles son las mejores películas de Ford es sobremanera enjundiosa. Permítaseme terciar en esta nota circunstancial y modesta con un levísimo apunte sobre algunas, mis preferidas, de las obras maestras de Ford. Catorce películas de primer nivel En 1934 filmó The Lost Patrol (La patrulla perdida) en la que asistimos a la agonía de unos hombres sometidos al asedio de un enemigo invisible. Ford nos coloca ante una situación límite y se sirve de ella para analizar el valor, tan escaso e inútil en esas circunstancias, de las creencias personales, que son, por otra parte, el único bagaje que nunca se agota y el último consuelo frente a una vida que se extingue necesariamente. En 1935 y de nuevo con Victor McLaglen, uno de sus actores característicos filmó el drama de El delator {The Informer), un análisis riguroso del confuso margen en que se mueven el egoísmo, la esperanza y los remordimientos que llevan al autocastigo. Los rasgos estéticos del cine de Ford se perfilan con nitidez en un ambiente sombrío y sin esperanzas ni salidas. La diligencia es su primera obra indiscutible. El contraste entre el exterior hostil y la indiferencia de los compañeros de viaje, que fuerza a estos a convivir y a mostrar su verdadera faz, queda reflejado con un dramatismo y un ritmo insuperables. El tratamiento visual es enormemente innovador y aprovecha todos los recursos disponibles con una sobriedad y una expresividad de la mejor factura. Ford ha puesto la técnica al servicio de una lección moral: una breve definición de lo que será su cine. En 1941 rueda How green was my Valley (¡Qué verde era mi valle!), una de sus películas más galardonadas, en la que la nostalgia de una vida más natural y auténtica se produce ante el contraste de una sociedad que no sabe bien en que derroteros se adentra y cuantos sacrificios se impone persiguiendo ciertas formas de prosperidad. Después de la guerra rueda My darling Clementine (Pasión de los fuertes) en 1946, sin duda la versión más lograda de uno de los grandes mitos de la historia del Oeste (el duelo entre los Earp y los Clanton). El enfrentamiento entre el poder y la justicia, entre la cotidianeidad y la violencia irracional que siempre amenaza a aquella fue retratado con lirismo y perfección por la cámara de ese irlandés brusco, cristiano e irónico que fue Ford. En los años 1948, 1949 y 1950 rueda su trilogía sobre la caballería americana: Fort Apache, una apología sobre la heroicidad y la fama; La legión invencible (She wore a yellow Ribbori), y Río Grande, en las que plasmó con soltura sus ideas sobre la moral y el deber, sobre el compañerismo y la hipocresía. En 1952 dirige The quiet Man (El hombre tranquilo) una deliciosa historia llena de humor y de ternura en la que aborda las difíciles relaciones de un emigrado con las costumbres, que Ford admira y recrea con minuciosidad, de su pasado irlandés. Por encima de la anécdota la película es una lúcida reflexión sobre las pasiones humanas, sobre los prejuicios y sobre el amor y la bondad. En Escrito bajo el Sol (The Wing of Eagles, 1957) repite la misma pareja problemática de El hombre tranquilo (contando de nuevo con John Wayne y Maureen OHara, muy representativos de su filmografia) y recrea una vida real (la de su amigo Frank Wead) con todos sus altibajos, crisis y problemas. La película muestra con maestría cómo un implacable mecanismo se impone a los deseos humanos y nos lleva allí donde no querríamos haber ido. En 1959, Ford volvió al tema de la caballería con Misión de audaces (The horse Soldiers) para, de nuevo, mostrar el sinsentido de la guerra mediante el contraste entre el triunfo militar y el fracaso personal de quien ha de destruir aquello que creó con esfuerzo e ilusión. En 1960 profundiza aún más en las relaciones entre la vida personal y los códigos de la guerra al presentar el caso de El sargento negro (Sergeant Routledge) que se ve acusado injustamente de asesinato y violación en medio de un ambiente cargado de prejuicios raciales. The man who shot Liberty Valance (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) es otra indiscutible obra maestra en la que Ford aborda de nuevo las relaciones de la verdad y la leyenda (la fama), para lo que vuelve al blanco y negro y a los contrastes de sombras, a los ambientes cerrados y un poco opresivos en que se desenvuelve el drama personal de un personaje que ve que su tiempo ha pasado. Por fin, Cheyenne Autumn (El gran combate, 1964) es la despedida de Ford del Western, que, en esta ocasión, se contempla desde un inhabitual punto de vista indio. Su enorme duración (cerca de tres horas) y su aparente ausencia de épica han hecho decir que se trata de un film en cierto modo fallido. Pero Ford trató de reflejar fielmente el fin de una cultura y desgranó nuevamente con ello su permanente preocupación por los errores casi consustanciales a la vida del hombre. La película no resultó un éxito, aunque puede considerarse una suerte de testamento incompleto del universo fordiano. Aún dejando de lado obras que muchos críticos han considerado magistrales, cualquiera de estas películas bastaría para considerar a su autor un director de primer nivel; el poder haber hecho estos catorce filmes y unas decenas más fue sin duda para Ford una ocasión impagable para mostrar la vida como es y como debiera ser, para iluminar un poco más los perfiles de nuestro valor y los abismos de la miseria humana. Ello supone algo más que entretenimiento: mientras el cine sepa seguir haciéndolo podrá seguir considerándose, con entera justicia, como una de las artes, como aquella que es más propia de este siglo, veloz e insensato, pero aún capaz, tal vez, de domar a los titanes de la tecnología para ponerlos al servicio de una meditación que requiere la liturgia de la sala oscura y la única compañía de nuestra soledad.

Filósofo. Profesor de la Universidad Rey Juan Carlos