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Hace hoy exactamente cien años, allá en 1902, don Elías Tormo planteó y defendió por vez primera, en un artículo titulado «Desarrollo de la pintura española del siglo XVI», una tesis revolucionaria: que el arte de El Greco no sólo contiene un fuerte trasfondo espiritual bizantino —algo que C. Justi acababa de señalar con razón en su trabajo «Los comienzos del Greco»—, sino que revela unas raíces aún más profundas: sus retratos parecen contener la expresión y la mentalidad de los llamados «retratos de El Fayum», hallados en las arenas de Egipto y fechables en los primeros siglos de nuestra era.

Obviamente, la distancia cronológica entre los dos términos de la comparación se presenta como insuperable para cualquier lector desapasionado, y Manuel B. Cossío, en su libro fundamental El Greco (1908), no creyó siquiera necesario rebatir esta teoría de su colega. Una mera coincidencia estética casual no supone un influjo. Sin embargo, las ideas de Tormo no cayeron inmediatamente en el olvido. En 1915, el gran estudioso del arte antiguo José Ramón Mélida —el mismo que, un año más tarde, asumiría la dirección del Museo Arqueológico Nacional— publica en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones un trabajo muy interesante con el título programático de «El arte antiguo y el Greco», y en uno de sus apartados vuelve al tema de los retratos grecoegipcios.

Para salvar el problema de las fechas, Mélida acude a los argumentos más imaginativos. En una ocasión, hace gala de un idealismo desaforado al afirmar que en la época romana imperial «el arte antiguo había cumplido su evolución, el Renacimiento se adelantaba y sólo pudo retrasarlo la Edad Media». En otra, se plantea una posibilidad arqueológica inverosímil, apuntando que el Greco «pudo ver en su patria, en Creta, donde hizo su primer aprendizaje, pinturas griegas del género de las de El Fayum». Y en una tercera, finalmente, acepta una especie de inconsciente colectivo helénico inamovible: la semejanza entre los retratos de El Greco y las cabezas de El Fayum «no es casual, sino perfectamente explicable, por cuanto determina la filiación artística de un griego de nacimiento, que por ello, mejor que otros, podía sentir aquella tendencia y aceptarla como legítima herencia de sus antepasados».

Hoy ya no aceptamos tales planteamientos teóricos, psicológicamente inconsistentes, pero continúa conmoviéndonos la semejanza espiritual de los retratos pintados por El Greco y los aparecidos en el Egipto grecorromano. Y, sobre todo, nos damos cuenta del impacto estético que hubo de suponer, en la época de Tormo y de Mélida, la novedad de estos últimos. Tomando como punto de partida una primera aproximación realizada en 1877 por E. Ledrain, D. M. Fouquet había resaltado en 1887 la importancia de ciertas «pinturas recientemente descubiertas en El Fayum (antiguo nomo Arsinoíta)», y había abierto así un nuevo campo de estudio, secundado inmediatamente por-R. Graul, G. Perrot y U. von Wilken. En 1893 se publicó el primer gran conjunto de este tipo de retratos: el reunido y presentado por Theodor Graf, y estudiado en sendos trabajos independientes por O. Donner von Richter y por G. Ebers, y catalogado una vez más (en 1900) por F. H. Richter y F. von Ostini. Ya por entonces había comenzado el gran Flinders Petrie sus excavaciones en las ciudades y necrópolis del valle de El Fayum, y éstas irían mostrando al mundo, entre 1889 y 1913, impresionantes series de obras maestras.

Hasta aquí, los trabajos que pudo conocer Tormo. Después, y hasta el artículo de Mélida, aún cabría destacar los siguientes estudios y descubrimientos. En 1903, M. Pernot publica un análisis de conjunto sobre los «Portraits funéraires d’Égypte» en la Gazette des Beaux-Arts. Dos años después, C.C. Edgar comenta las piezas conservadas en el Museo de El Cairo y, en 1908 y 1912, A. Gayet y E. Guimet llaman la atención sobre los retratos, idénticos a los de El Fayum, que se han hallado en el Egipto Medio, en la ciudad romana de Antinoe. W. De Grüneisen, en 1911, podía ya meditar sobre las tradiciones helenísticas y las aportaciones orientales en el campo de la retratística antigua, dando paso a los trabajos de síntesis publicados por A. Reinach en 1914 y 1915.

Ante tal cúmulo de estudios científicos y artículos de divulgación, comprendemos el entusiasmo que hubieron de compartir Tormo y Mélida, y entendemos la pasión con que ambos —insertos en la primera generación que apreció a El Greco sin reservas, viéndolo a través del impresionismo— se acercaron simultáneamente a las pinceladas o toques de paleta que caracterizan a los retratos de El Fayum. Según observa el propio Mélida, muchos de éstos fueron realizados a la cera con la técnica de la encáustica, y por ello «se distinguen por la brillantez, lo que les da semejanza con las pinturas al óleo. Esta particularidad, unida a la factura y al realismo del estilo, da a tales retratos un aspecto moderno y aun modernista, si cabe la palabra, que es por lo que tanto han llamado la atención de artistas, críticos y aficionados».

En la actualidad, la escasez de hallazgos recientes ha apartado de las «novedades arqueológicas» los retratos de El Fayum, pero su vigencia como modelos estéticos no ha decaído en absoluto. El atractivo que estos misteriosos retratos ejercen en nosotros se renueva una y otra vez, e incluso hay periodos en que se ponen de moda siguiendo el vaivén del gusto o de las exposiciones internacionales. En ese sentido, no cabe sino recordar la profusión de muestras que, en toda Europa, han sacado a la luz, durante el último lustro, los conjuntos conservados en los museos más famosos de Alemania, Francia e Inglaterra. A ellos se ha unido, sobre todo, una selección de las mejores piezas del Museo de El Cairo, que viajó a Viena en 1998 y que yo mismo, en calidad de conservador del Museo del Prado, intenté sin éxito traer a Madrid.

En la actualidad, los numerosos trabajos de conjunto realizados en las últimas décadas —bastará destacar el catálogo de los Ritratti di mummie de K. Parlasca, cuyos tres primeros volúmenes se publicaron entre 1969 y 1980, mientras que el cuarto acaba de ver la luz— nos proporcionan una imagen bastante aceptable de la historia de este género pictórico vinculado a un uso muy particular —cubrir la cara de ciertas momias—, y por tanto circunscrito a un ámbito geográfico determinado: unas zonas concretas del Valle del Nilo.

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Los retratos de El Fayum no surgieron de la nada, sino que tomaron como base la retratística pictórica romana. En efecto, sabemos que había cuadros de este género —evocaciones de los dueños de la casa, o de familiares suyos— adornando ambientes domésticos, tal como documentan algunos frescos pompeyanos. Baste recordar, en este sentido, el tondo con retrato de una mujer escritora que conserva el Museo de Nápoles o el freco aparecido en el sector VII 2,6 de Pompeya con la efigie de un matrimonio. En ambos casos, como en los retratos grecoegipcios, el modelo nos contempla, pero la cabeza y el cuello modelan un mínimo escorzo para evitar una frontalidad absoluta. La misma actitud mostraban, según podemos entrever, los retratos pictóricos que animaban los muros de ciertas tumbas. Alguno de ellos, fechable como los anteriores en el siglo I d.C. nos ha llegado, aunque muy destruido, la propia Roma.

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Fue sin duda en Arsinoe —la antigua capital de El Fayum, también llamada Ptolemaida Evergetis o Crocodilópolis— donde alguien se planteó, bajo el reinado de Tiberio (14-37 d.C), la utilización de un retrato funerario o doméstico para completar una momia. Sin sentir la incongruencia del cuello inclinado sobre el cadáver frontal, tomó el cuadro y lo rodeó de vendajes para fijarlo sobre la cara. Así nacieron, en la necrópolis de Hawara, los retratos de El Fayum. Al principio, hubo artistas y embalsamadores que pensaron en la posibilidad de relegar, para este objetivo, el retrato tradicional a la encáustica sobre tabla, y prefirieron propugnar unas obras más flexibles —en temple sobre lino— pensando sin duda en ajustar el retrato sobre la cara del muerto. Pero pronto se vio que era una precaución inútil, dado que el cúmulo de vendas ocultaba el relieve de las facciones.

En muy poco tiempo, gentes adineradas de todo El Fayumn —de origen griego en su mayor parte, pero ya romanizadas y muy sensibles a las costumbres funerarias egipcias— comenzaron a imitar esta moda iniciada en la capital de su provincia. Salvo en los casos de muertes prematuras, hemos de pensar que los modelos acudían a un retratista más o menos acreditado, obtenían cuadros con su imagen para adornar sus casas, y sabían que, en el momento de su muerte, sus herederos tendrían a su disposición un retrato para insertarlo en sus momias.

En una primera fase —hasta la muerte de Vespasiano (79 d. C), poco más o menos—, asistimos al desarrollo de una retratística «clásica». Los artistas, directamente vinculados a través de Alejandría con las escuelas de todo el Imperio —Roma, Atenas, Pompeya— construyen facciones tranquilas, algo ideales, con miradas directas y caras ovaladas. Prácticamente no hay nada en esas efigies que sugiera la presencia, próxima o lejana, de la muerte. Tampoco caben fisuras en la calidad artística: todas las obras son correctas, aristocráticas y modeladas con múltiples matices.

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En los últimos años del siglo I d.C, en cambio, vemos formarse la que podríamos llamar con justicia «Edad de Oro de los retratos del El Fayum». Durante casi un siglo, hasta finales del reinado de Antonino Pío (161 d.C), se van a multiplicar las obras, difundir su radio de acción y evidenciar su estratificación social, siempre dentro de una clase media capa: de pagarse un retrato. Ya no son sólo las necrópolis de El Fayum las que nutren nuestras colecciones. Al lado de las más prestigiosas de esta comarca (El Rubayat o Kerke, Karanis, Tebtunis, la propia Hawara, etc.), donde se cifran por centenares las obras halladas, surgen retratos del mismo cipo y estilo en Marina el-Alamein (al oeste de Alejandría), Saqqara, Antinoe (también llamada Antinoópolis), Akhmim e incluso Tebas, límite meridional —al menos hasta ahora— de este fenómeno pictórico. A veces se aprecian variantes locales —por ejemplo, los sudarios de lino con figuras de cuerpo entero parecen ser propios de Saqqara—, pero nadie duda de la comunidad de origen de todo este movimiento artístico y cultural.

En esta época destaca el desarrollo de una vertiente «popular» o «plebeya», con retratos esquemáticos y sencillos, muy difíciles de fechar en ciertos casos. Pero lo más importante, tanto en ésta como en la vertiente culta, es la aparición de un profundo sentido de la trascendencia en miradas y expresiones. Modelos y artistas son conscientes del uso último que han de tener las tablas pintadas, y actúan en consecuencia. En una época en que todos los retratos romanos, incluso los realizados en mármol, huyen de los gestos banales y buscan un carácter «piadoso» o «filosófico», con las pupilas dirigidas al cielo, los «retratos de El Fayum» se ven doblemente espoleados en la búsqueda de una conciencia de inmortalidad a través del misterio de la muerte.

A partir de fines del siglo II d.C. empieza a complicarse la historia de nuestro género. Sabemos que la tendencia culta permanece aún viva durante varias generaciones, e incluso fructifica en obras magníficas al amparo del dramatismo del siglo III y su anarquía, tanto política como moral. Pero, a su lado, crece de forma incontrolada y alarmante la tendencia «popular», tan fundida con los estilos coloristas, de tintas planas y simbolismo sencillo, que caracterizan el arte paleocristiano de las catacumbas.

En este punto se plantea una disyuntiva de difícil solución. En la actualidad, la mayor parte de los investigadores tienden a pensar que la crisis del Imperio supuso la ruina de la clase pudiente grecoegipcia que mantenía la tradición de los retratos para momias, y que, por tanto, los «retratos de El Fayum» dejaron de producirse a mediados del siglo III. En cambio, K. Parlasca y sus seguidores creen que, si bien la vertiente culta y aristocrática desapareció por entonces, no ocurrió lo mismo con la «plebeya», que manejaba sin duda precios más bajos, y que ésta siguió viva hasta enlazar, en las primeras décadas del siglo IV d.C, con las grandes creaciones, tanto paganas como cristianas, del Bajo Imperio. Según ese criterio, los «retratos de El Fayum» podrían situarse en los orígenes de la pintura bizantina, y sobre todo en el inicio de la escuela de iconos copta.

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Obviamente, esta solución puede dar una pista para quienes, aguijoneados por las teorías de Tormo y Mélida, quieran buscar aún hoy el «eslabón perdido» entre El Fayum y El Greco. En efecto, si volvemos a nuestras consideraciones iniciales y contemplamos las obras en sí mismas, no podemos sino conceder, siquiera a nivel ideal, cierto fundamento estético a Mélida cuando proclamaba que en los retratos grecoegipcios y en los del genial cretense alienta «la misma elegancia griega, el mismo noble y delicado sentimiento del eterno modelo humano, la misma huella grave, triste y aun morbosa de la pesadumbre de la vida… el mismo corte alargado del óvalo del rostro y a veces la misma demacración; la misma honda fijeza de la mirada de aquellas grandes y negras pupilas, con idéntico chispazo de vida; el mismo espíritu, en suma, revelador del ser interno, del alma humana, evocado por mágico don del arte de los pinceles».

Obviamente, aun asumiendo tal semejanza, podríamos atribuirla a mera casualidad —casos más flagrantes hay en la historia del arte, y a veces entre obras de distintos continentes—, y buscar el origen de las expresiones de El Greco en la contención hierática y misteriosa de tantos retratos manieristas de Italia. 

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En último término, no hay mucha distancia entre los caballeros oscuros de Theotocópuli y los atildados aristócratas de Tintoretto o de Pontormo. Sin embargo, hay cuestiones de matiz que no nos convencen en esta teoría. La abstracción del Caballero de la mano en el pecho tiene una mayor trascendencia. Su actitud y su mirada nos llevan, lo queramos o no, al mundo de Bizancio y de El Fayum. Y sabemos que El Greco se formó precisamente como pintor de iconos, y que llegó a Venecia en 1567, ya con veinticinco años de edad  y con cierta fama en esta profesión.

En tales circunstancias, incluso a mí me resulta tentador volver al desafío que Tormo y Mélida lanzaron, y que no supieron superar de forma convincente. Es posible —creemos— salir hoy mejor parados que ellos, por la sencilla razón de que nuestros conocimientos sobre el arte antiguo y medieval son mayores que los de hace un siglo. En la actualidad, por ejemplo y sin ir más lejos, nadie suscribiría—tras los descubrimientos de las tumbas de Macedonia— las ideas de Mélida acerca de la pobreza de la pintura clásica griega, ni se sorprendería, como él, ante el desarrollo del retrato como género artístico en la Hélade.

Mélida incurrió, además, en un grave error de enfoque, propio de muchos arqueólogos. Para él, el arte antiguo se circunscribe a las piezas que han llegado hasta nosotros y, secundariamente, a cuanto nos relatan las fuentes escritas. No se plantea un problema tan obvio como el de la destrucción generalizada de las obras de arte antiguas, y, cuando lo hace, se limita a lanzar afirmaciones gratuitas. Recordemos cuando suponía que El Greco, siendo joven, pudo ver en Creta pinturas como las de El Fayum; obviamente, esto es imposible, sencillamente porque el clima de Creta no permite la pervivencia de maderas, y menos aún de maderas pintadas a la encáustica.

A nuestro modo de ver, el problema de la relación remota —pero relación al fin— entre la pintura bizantinizante de El Greco y la cultivada en el Imperio Romano debe contemplarse de forma más fluida. En el campo de la pintura antigua, los frescos etruscos, macedónicos y pompeyanos son sólo islotes que han tenido la fortuna de sobrevivir, y los «retratos de El Fayum» constituyen —ya lo hemos apuntado en páginas anteriores— tan sólo un capítulo del retrato grecorromano: el único que, por azares de la arena y del clima, nos ha legado centenares de obras en buen estado de conservación.

Dejando de lado las composiciones, y centrándonos, como lo hemos hecho hasta ahora, en la problemática del retrato, cabe señalar que, junto al destinado a reflejar efigies de particulares, tanto vivos como muertos, el arte romano desarrolló un género concreto —el de la imagen del emperador—, que exaltaba su carácter ideal, casi divino. Recordemos, en este sentido, el de Septimio Severo y su familia conservado en el Museo de Berlín. Este tipo de retrato, en cierto modo parecido a los de El Fayum por su intencionalidad trascendente, hubo de situarse en el punto de partida de las imágenes paleocristianas de Cristo, la Virgen y los santos.

Otro tanto cabe decir de un género pagano algo distinto en sus inicios. Es indudable que, junto a las estatuas de culto, tantas veces evocadas en nuestras historias del arte griego y romano, existían muchas tablas pintadas con imágenes de héroes mitológicos y de dioses propiamente dichos. Algunas han llegado a nosotros, procedentes de Egipto, y entre ellas, nos bastará recordar dos: las que muestran los bustos de Serapis e Isis, hoy conservadas en el Museo Paul Getty de Malibu (California). A poco que las observemos, advertimos todo lo que tienen en común —actitud, expresión, mirada— con los retratos de El Fayum tantas veces citados, y todo lo que las aproxima a las imágenes imperiales. También estas tablas, según un principio de lógica aceptado por todos, sirvieron como modelo a quienes crearon los primeros iconos de la fe cristiana.

Es por tanto erróneo —en sentido estricto— buscar tan sólo en los retratos de El Fayum los orígenes de los iconos cristianos. Las imágenes bizantinas surgen de un magma iconográfico que, en la Roma imperial, mezclaba y confundía las expresiones de hombres, héroes, emperadores y dioses, empeñándose en darles a todos una profundísima vida espiritual. En ese sentido, carece de interés, de cara a explicar la creación de las imágenes bizantinas, saber si los retratos de El Fayum desaparecieron a mediados del siglo III d. C. o tras la muerte de Constantino. Lo importante es saber que su espíritu, como el de todos los «hombres divinos» que ilustraron el arte y la literatura grecorromanas desde el siglo II d.C, se encarnó en obras tan magníficas como el Icono de Cristo fechado en el siglo VI que conserva el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí. Si entendemos este paso, absolutamente lógico en la tradición clasicista del arte cortesano imperial —y este icono procede, al parecer, de los talleres de Constantinopla—, el paso hacia El Greco queda prácticamente expedito. Sólo nos resta señalar la tradición casi inmutable del arte bizantino, el aprendizaje de Theotocópuli en Creta, y la revelación que tuvo en Venecia de la pintura al óleo, tan semejante a la encáustica antigua en sus resultados plásticos.