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Artículo de Pilar Reyes, directora editorial de Alfaguara.


AVANCE

¿Qué idea de Colombia, de la realidad de sus gentes y de su historia, está construyendo la literatura de los últimos años que se lee en España? Para responder a esta pregunta, la autora hace un inventario de imágenes apelando a varios de los libros que más repercusión han tenido en el mercado español, libros que han ganado premios o concitado la atención de los lectores, los medios y la crítica.


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Son las obras de ficción las que, en muchos casos, van dibujando una imagen arquetípica de lo que puede ser un país. En el caso de Colombia, la idea que puede haberse formado a lo largo del tiempo el lector español tiene mucho que ver con algunos de sus libros y empresas culturales más importantes.

Diría que todo comienza con un libro, la Historia general de las Indias (1522), de Francisco López de Gómara. Cuando en su capítulo LX el sacerdote español refiere que el indígena Panquiaco les dice a Vasco Núñez de Balboa y sus expedicionarios que “si tanta gana de oro tenéis, que desasosegáis y aun matáis a los que lo tienen, yo os mostraré una tierra donde os hartéis de ello”, no sólo comienza el mito de El Dorado sino la idea de que Colombia era un lugar pródigo en metales preciosos y esmeraldas, la “tierra que ponía fin a nuestra pena” y en muchos sentidos venía a ser como un trasunto del Paraíso Terrenal en este mundo. Aunque Lopez de Gomara nunca estuvo en América, la noticia consignada en su libro tuvo efectos tan poderosos que durante dos siglos los conquistadores españoles porfiaron por encontrar una ciudad colombiana que sólo existía en la delicada pompa de jabón de las palabras.

El segundo hito de este relato es la Expedición Botánica. La empresa iniciada por el gaditano José Celestino Mutis entre 1783 y 1816, que catalogó la riqueza natural de esas tierras más de 20.000 especies vegetales y 7.000 animales, encendió, sin pretenderlo, la llama de la emancipación americana. La expedición conjuntó a un grupo de científicos, políticos y artistas que soñaron con la independencia, basados en la conciencia de que pisaban un territorio espléndido que les pertenecía. De este proyecto quedó un material impreso riquísimo, acuarelas sobre papel con las que inventariaron cada especie, en un afán asombroso por categorizar y dejar registro. La mayor parte de ese acervo se encuentra en el Real Jardín Botánico de Valladolid. La idea de Colombia como un país de naturaleza desbordante se funda, entonces, en esas bellísimas láminas que los naturalistas dejaron para la historia de la ciencia, pero también para la imaginación ficcional sobre nuestro territorio.

La historia puede continuar con otro episodio particularmente expresivo. Cuando Rufino José Cuervo iniciaba sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1876), trabó correspondencia con Juan Eugenio de Hartzenbusch, el exitoso autor de Los amantes de Teruel y célebre comentarista y editor de la primera copia fototipográfica de El Quijote aparecida en la Biblioteca de Clásicos de Manuel de Rivadeneyra. En una carta, Cuervo le preguntaba a Hartzenbusch cuál era su opinión sobre la palabra “tetero”, muy extendida en el habla santafereña pese a que no figuraba en ninguno de los diccionarios de la época. Previsiblemente, el polígrafo español le respondió que:

no conocemos en España la palabra tetero, la cual, oída a cualquier paisano de usted, quizá no sería entendida, porque pareciéndose mucho a la de tetera, nada se le asemeja en el significado. Tetera es aquí la vasija en que se hierve el té; aquella que sirve para la lactancia artificial es generalmente conocida con la voz francesa biberón: voz que usa ya toda clase de personas, hallándose por eso en el Diccionario enciclopédico (Madrid, Imprenta de Gaspar y Roig, 1853) y en el de don Ramón Campuzano, Madrid, 1857. En el de la Real Academia Española, cuya undécima edición se principiará dentro de poco, será incluida también. Es voz que hacía falta, y se ha tomado de los que nos trajeron el objeto que expresa.

Aunque en esa época Cuervo tenía apenas 23 años y carecía de títulos formales —ni siquiera se había graduado de bachiller—, no se dejó amilanar por la opinión supuestamente más autorizada de su corresponsal y la comentó en términos que hacían ver su independencia de juicio. Para él estaba claro que entre un neologismo de uso frecuente en el habla popular bogotana como tetero y un neologismo de estirpe francesa como biberón, siempre sería más aconsejable para la literatura el primero.

La anécdota me gusta porque muestra la histórica tensión entre el español hablado en la península y las múltiples variantes americanas, pero sobre todo porque es la causa de que incluso todavía hoy los españoles tengan a Colombia como un país de gramáticos, donde se habla “el castellano más puro de América” y se conserva relativamente intacto el ideal del casticismo. Como dice Fernando Vallejo en su biografía de Cuervo,

Para ti la patria eran la religión y el idioma. Para mí, la religión del idioma pues otra no he tenido. ¿Pero cuál de tantos, si hay miles? Pues este en que hablo y pienso junto con veintidós países que por sobre la separación de ríos y montañas y selvas y fronteras y hasta la del mar inmenso en cuya otra orilla se encuentra España todavía nos entendemos. Mi patria tiene mil años y se extiende por millones de kilómetros.

Ante los bárbaros, el alegato que José María Vargas Vila publicó en Barcelona en el año 1930 y cuyo elocuente subtítulo es “El yanki: he ahí el enemigo”, puede ser la cuarta estación de este periplo. En la guerra por la independencia de Cuba, Vargas Vila se puso a favor de España en contra de Estados Unidos, creando así una nueva imagen que vino a sumarse a las ya difundidas por Gómara, el sabio Mutis y Rufino José Cuervo: la de que los colombianos eran, por una parte, esforzados luchadores por la libertad y, por la otra, compañeros de ruta de los españoles a la hora de censurar la deriva imperialista norteamericana. Siempre sospeché que una de las razones del prestigio de Vargas Vila en España, país donde vivió por más de quince años y donde murió, se debía a su apoyo al reino cuando perdía su última colonia de ultramar. (Que España misma fuera una potencia imperial es una paradoja que no se le escapó a Vargas Vila, pero naturalmente es algo a lo que no puedo referirme aquí).

De los años treinta podemos dar un salto hasta 1963, año en que el escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo ganó el Premio Nadal con El día señalado. Antes de García Márquez (y pese a que El coronel no tiene quien le escriba se publicó en 1961), esta novela creó para lector español de la época tardofranquista una asociación entre Colombia, el cultivo del café y la cría de gallos de pelea, tríada que desde entonces ha sido parte de las más persistentes imágenes arquetípicas creadas sobre mi país.

Otro tanto se pudiera decir de El buen salvaje, la novela con que Eduardo Caballero Calderón ganó en 1966 el Premio Nadal. Publicada tres años después de la Rayuela de Julio Cortázar, en ella el público lector de la época descubrió que, a semejanza de sus congéneres del 1900, los jóvenes de Colombia estaban poseídos por el mito romántico de irse a París. Nada extraño: la Ciudad Luz era el único lugar del mundo donde se podía escribir literatura, vivir una pasión amorosa arrasadora y llevar un tipo de vida que hacía palidecer a los bohemios de Henry Murguer.

Hago un paréntesis aquí para mencionar a Javier Zárate Moreno, ganador del Premio Planeta en 1973 con su novela La cárcel. Nacido en 1915, en Málaga, departamento de Santander en Colombia, Zamora sirvió como primer secretario y cónsul general de la legación colombiana en España entre 1946 y 1948. Fue amigo de Pío Baroja, sobre el cual escribió una semblanza, y publicó en Madrid su segundo libro de cuentos, Un zapato en el jardín, en Afrasio Aguado, una de las escasas editoriales que en la inmediata posguerra se abrieron a los autores jóvenes de la propia España y de fuera de ella. En 1973, cuando abrieron las plicas de concurso, los responsables de Planeta descubrieron que Zárate Moreno había muerto seis años antes, en 1967. Sus hijos habían mandado la novela al concurso y, a raíz de tan inesperado resultado, Planeta “decidió modificar las bases del certamen y así impedir que en el futuro ganara el premio la obra póstuma de algún escritor español o hispanoamericano”, según cuenta la Wikipedia.

Me he referido a estos hitos para intentar situar algunas de las ficciones que han construido algunas de las ideas sobre lo que es Colombia: un país de utopías, naturaleza y lenguaje.

Imaginario condicionado por una herida

Colombia sufrió grandes cataclismos a partir de la segunda mitad del siglo XX: violencia política, guerrillas, narcotráfico, que fueron mezclándose a otras veces, sustituyendo a las imágenes entronizadas por los autores reseñados en los párrafos anteriores. Nuestro imaginario artístico, en la literatura, la poesía, el teatro, el cine, las artes plásticas ha estado fuertemente condicionado por esta herida que aún no hemos podido ni cerrar ni sanar.

Llevo treinta años trabajando en la industria editorial, los últimos trece desde esta orilla del mundo, en España. Soy colombiana de nacimiento y madrileña de corazón. Mi carrera profesional ha estado enteramente ligada al sello Alfaguara, una editorial con una fuerte vocación de intercambio entre España y América Latina. Por tanto, la preocupación por construir puentes culturales y por ampliar los imaginarios no sólo sobre mi propio lugar de nacimiento sino sobre toda América Latina han estado en el centro de mi mirada como editora.

Sobre Colombia podría decir que ese intercambio tiene una dinámica que no sólo está marcada por la industria y el mercado. Quiero decir con esto que la presencia de autores colombianos en España tiene una notoriedad mucho mayor al peso que tiene el mercado colombiano dentro del contexto de la industria del libro en lengua española. En español se publican más de 184.000 títulos nuevos al año, de los que unos 16.000 corresponden a Colombia. A su vez, cerca del 15% de los libros que se publican en España llegan a Colombia por canales comerciales, según un muestreo realizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Con estos datos sólo quiero cuantificar el intercambio entre los dos países, porque la dimensión de la conversación cultural, por lo menos en lo que a libros refiere, supera las reglas económicas de los dispositivos que hacen que la literatura se publique y difunda.

No es ese, sin embargo, el punto de vista que me interesa. Como decía al comienzo, los países son grandes ficciones y las relaciones entre ellos, un enigmático espejismo, construido a través de historias y relatos. ¿Qué idea de Colombia, de la realidad de sus gentes y de su historia, está construyendo la literatura de los últimos años que se lee en España? Intentaré abordar esa pregunta desde algunos de los libros colombianos recientes que se han publicado en España y que han contado con la atención del público o de la crítica.

En un libro de ensayos de próxima aparición, Los desacuerdos de paz (2022), Juan Gabriel Vásquez afirma que:

Una de las razones por las que leo novelas es para liberarme brevemente, gracias al lenguaje enriquecido y denso y ambiguo de la mejor ficción, de la trampa que trae consigo todos los días el lenguaje abaratado del conflicto tal y como lo cuentan sus partes interesadas. En otras palabras, para volver a respirar algo parecido al aire puro en el ambiente enrarecido de la jerga impuesta por unos y aceptada por otros, y para recordar que la mayor parte de nuestras vidas tiene lugar en las zonas de penumbra —no en aquellas donde todo es “diáfano” y “evidente”—, y que fingir certezas donde no las tenemos, en vez de abrazar las contradicciones de un conflicto como el nuestro, es una grave forma de autoengaño que acaba pasando factura.

Es imposible por eso mismo no empezar este relato con el escritor colombiano más grande de todos los tiempos, Gabriel García Márquez. Gabo se estableció en España entre los años 1967, justo tras la publicación de Cien años de soledad. Fue en Barcelona donde se convirtió en una celebridad mundial y desde donde sus libros encontraron una plataforma de publicación que abarcó a toda la lengua española. Macondo, con árboles centenarios y trenes amarillos, ese lugar donde hombres, mujeres y animales se asfixian de calor, un pueblo de calles polvorientas que en sus años de prosperidad vivió la fiebre del oro vegetal, el banano, azotado por la violencia y construido al lado de un río de aguas diáfanas, se convirtió en la gran metáfora de Colombia para los lectores a uno y otro lado del océano.

Como la literatura no es un arte de compartimientos estancos, tanto en los libros de García Márquez como en los de quienes vinieron después de él resuenan poderosos ecos del pasado. Y si explícitamente en los libros del Nobel colombiano se les hacen guiños a los cronistas de Indias como Gómara, en los de autores posteriores vemos una sutil metamorfosis de símbolos que antaño nos definieron. ¿Cómo no advertir, por ejemplo, una semejanza entre la búsqueda de oro de los conquistadores del siglo XV y el tráfico de estupefacientes del último medio siglo?

La violencia partidista, que es como un telón de fondo en las novelas de Gabriel García Márquez, se vio pronto permeada por el narcotráfico, y de este periodo, además de series de televisión como Pablo, el patrón del mal(2012) o Narcos (2015) que han marcado profundamente el relato de esos años, pienso en dos novelas que ven las zonas grises de esos tiempos, no ya sólo el relato de los protagonistas de los hechos sino de cómo estos han impactado en las vidas de sus gentes y en los tejidos mismos de la sociedad. Me refiero a La Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo (que se publicó en España a finales de los noventa) y Delirio de Laura Restrepo, Premio Alfaguara 2004, novela que contó con gran cantidad de lectores españoles y con una unánime recepción crítica favorable.

En un paso memorable de La Virgen de los Sicarios, el narrador de la novela de Fernando Vallejo dice:

Salí por entre los muertos vivos, que seguían afuera esperando. Al salir me vino a la memoria una frase del evangelio que con lo viejo que soy hasta entonces no había entendido: “Que los muertos entierren a sus muertos”. Y por entre los muertos vivos, caminando sin ir a ninguna parte, pensando sin pensar tomé a lo largo de la autopista. Los muertos vivos pasaban a mi lado hablando solos, desvariando. Un puente peatonal elevado cruzaba la autopista. Subí. Abajo corrían los carros enfurecidos, atropellando, manejados por cafres que creían que estaban vivos aunque yo sabía que no. Arriba volaban gallinazos, los reyes de Medallo, planeando sobre la ciudad por el cielo límpido en grandes círculos que se iban cerrando, cerrando, bajando, bajando.

Esa idea de la ciudad de los muertos vivos, la ciudad incendiada en la que sobrevuelan zamuros, es una de las estampas literarias más fuertes para dibujar la Medellín de Pablo Escobar y el sicariato.

Como recogiendo el testigo de Vallejo, Laura Restrepo añade en Delirio que:

total el dinero que me tumbaran se los descontaría del billete que a través de mí les enviaba Pablo Escobar y ellos ni cuenta se darían siquiera, qué cuenta se iban a dar, si aplaudían con las orejas la forma delirante en que se estaban enriqueciendo, al mejor estilo higiénico, sin ensuciarse las manos con negocios turbios ni incurrir en pecado ni mover un solo dedo, porque les bastaba con sentarse y esperar a que el dinero sucio les cayera del cielo, previamente lavado, blanqueado y pasado por desinfectante.

La fiebre en Macondo en este caso no era amarilla y vegetal, sino blanca y escurridiza como el polvo. Y las consecuencias de esta historia crearon heridas sociales profundas y todavía difíciles de superar. De esta etapa sobresalen dos libros, El olvido que seremos (2006) de Héctor Abad Faciolince, que lleva más de cien mil ejemplares vendidos en el mercado español y que cuenta con un documental y una adaptación cinematográfica, yEl ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez, Premio Alfaguara 2011.

La peor epidemia

Las ciudades y los campos de Colombia —dice Abad Faciolince— se cubrían cada vez con la sangre de la peor de las enfermedades padecidas por el hombre: la violencia. Y como los médicos de antes, que contraían la peste bubónica, o el cólera, en su desesperado esfuerzo por combatirlas, así mismo cayó Héctor Abad Gómez, víctima de la peor epidemia, de la peste más aniquiladora que puede padecer una nación: el conflicto armando entre distintos grupos políticos, la delincuencia desquiciada, las explosiones terroristas, los ajustes de cuentas entre mafiosos y narcotraficantes.

En una reseña conjunta sobre El olvido que seremos y Carta a una sombra (2015) —el documental basado en el libro—, Mario Jursich apunta algo que explica muy bien por qué el libro de Héctor Abad sigue conquistando lectores quince años después de publicado, y por qué la literatura es fundamental en el autoexamen de las sociedades:

Cuando leí El olvido que seremos tuve la impresión de que estaba frente a lo que aquí me gustaría llamar el dilema de Hamlet. El lector recordará que al principio de la obra shakesperiana encontramos al príncipe de Dinamarca cavilando sobre cómo vengar el asesinato de su padre. Sus opciones incluyen el suicidio, que descarta por considerarlo digno de un cobarde; la representación de una obra de teatro en la cual un monarca es asesinado de la misma forma en que mataron a su padre y, por último, el asesinato de todos aquellos que, por acción u omisión, tuvieron que ver con esa muerte.

Lo extraordinario no es sólo que Abad opte por la segunda de esas opciones, vengar la muerte del padre a través de un acto simbólico como es la escritura de un libro. Lo extraordinario es que quiere hacernos sentir rabia, conseguir que nos indignemos contra el crimen y la injusticia —esto es, que “un veneno entre en nuestros oídos”—, pero excluyendo de manera taxativa que esa rebelión deba ir ligada a la revancha o al resentimiento. En otras palabras: lo que le otorga a El olvido que seremos una dimensión moral insoslayable es que nos enseñó a separar el recuerdo de los crímenes de la legitimación de la venganza. Piense el lector en las terribles consecuencias que ha tenido para nuestro país que alguien como el expresidente Álvaro Uribe Vélez haya optado por la tercera opción del dilema de Hamlet y se dará cuenta de que, conforme a lo enfatizado por Shakespeare, el único final plausible en ese caso es ver el escenario completamente cubierto de cadáveres.

Alguna vez oí a Laura Restrepo decir que ojalá llegara un momento en que la literatura colombiana se pudiese permitir cambiar de tema, porque eso querría decir que la realidad también habría empezado a cambiar. El último Premio Alfaguara otorgado a un autor colombiano fue a Los abismos (2021), de Pilar Quintana. Esta novela, cuya trama se ubica en la Cali de los años mil novecientos setenta, decide conscientemente no ocuparse del fenómeno del narcotráfico que empezaba a apoderarse de la historia de Colombia, sino que narra una historia familiar desde los ojos de una niña que intenta comprender el conflictivo matrimonio de sus padres. No sé si eso significa que, tras la firma del proceso de paz con las FARC en 2016, estamos vislumbrando un futuro distinto en mi país, pero tengo la esperanza sobria de que así sea.

En todo caso, he intentado armar este inventario de imágenes apelando a varios de los libros que más repercusión han tenido en el mercado español, libros que han ganado premios o concitado a atención de los lectores, los medios y la crítica. Lo que viene a decir, libros que han podido ayudar a construir una idea sobre lo que es Colombia. Es evidente que no es una cara amable, pero es el espejo de nuestra historia. Para terminar, me gustaría volver a citar a Vásquez y su reflexión sobre porque este ejercicio de narrar la realidad en el territorio de la novela es fundamental:

Una novela puede ser, en este sentido, un lugar de resistencia, no sólo contra el olvido, sino contra la negación: un lugar obstinado en el que los ojos de una sociedad están siempre abiertos, siendo testigos de lo que a menudo preferimos no ver: lo feo, lo doloroso, lo aterrador. La literatura nos ofrece un lugar en el que estas historias pueden ser vistas e interrogadas; pero también un lugar en el que estas historias pueden vernos e interrogarnos a nosotros, los ciudadanos-lectores, de maneras que no siempre son cómodas. El pasado, por supuesto, no es un lugar cómodo, sobre todo después de una larga confrontación que ha dejado heridas duraderas y una intensa sensación de desorden. Las novelas pueden ser memoriales donde rendimos homenaje a nuestros muertos, y mausoleos donde nuestros muertos pueden vivir a través de sus historias; pero también pueden dar forma y sentido al pasado, y permitirnos descubrir o inventar las verdades que necesitamos para avanzar hacia el incierto futuro.

Yo he publicado la mayor parte de los libros que he citado aquí. En algunos casos fui su editora inicial, en otros la encargada de reeditarlos y mantenerlos editorialmente vivos, como es el caso de Cien años de soledad o El olvido que seremos, textos que hoy integran los fondos de sellos en los que oficio como directora editorial. Libros que el público español conoce y sigue leyendo año a año. Libros que construyen el relato de los que hemos vivido y a través de los cuales, para que la fiebre del olvido nos se apodere de nosotros como en Macondo, podamos inventar una segunda oportunidad sobre esta tierra.

Directora editorial de Alfaguara.