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La brutal recrudescencia del antisemitismo ha suscitado horror. Encendidas en Carpentras, las llamas se propagaron. La policía descubrirá, sin duda, a los culpables, y los capturará. Conviene, entre tanto, situar y analizar los sucesos de mayo sin extraerlos del panorama político y social francés. Ello nos conducirá a rememorar, con frecuencia, el pasado.

Francia padece, desde su catástrofe militar, intelectual y moral de 1940, una esquizofrenia ya latente, ya manifiesta. Dominado por el tema de la inmigración, el ciclo presente se revela peligroso… Su perigeo data de los años setenta, cuando al acecho de una futura clientela electoral, socialistas y comunistas empezaron a reclamar una amplia apertura de las fronteras y los empleos franceses a los extranjeros. Temiendo que se les tachase de egoísmo retrógrado, las derechas y el centro liberales renunciaron a detener o canalizar el flujo inmigratorio. La extrema derecha encontró entonces un vasto terreno libre para construir, piedra tras piedra, un sólido edificio. Grupúsculo cuyos votos alcanzaban, hace tres quinquenios, apenas el 1 por 100, el Front National se erigió en único defensor de una «identiad francesa» amenazada por la pasividad con que Mitterrand y los socialistas acogieron, llegados al poder, el alud maghrebino. Serio objeto de discusión, al cual Le Pen propuso una respuesta simple y nociva: azuzar el rencor contra los árabes, bereberes y negros venidos de los exdepartamentos, colonias y protectorados franceses debía crear, ineluctablemente, graves tensiones. Movidas por cálculos tácticos, las izquierdas fomentaron, jugando por la banda, el auge del Front National, y privaron a las derechas liberales de los votos imprescindibles para vencer en los últimos comicios presidenciales y legislativos. Mas no habían barajado la posibilidad de que la extrema derecha fuese capaz de trastornar la vida francesa. Así ocurrió…

El fenómeno Le Pen

Sólo predicador brioso y directo, Le Pen sacudió la inercia general; la práctica del compromiso permanente desacreditaba a la clase política entera y la oposición liberal, floja y dividida, se mostraba impotente para combatir a un gobierno socialista que representa menos de un tercio del electorado. A la naturaleza la espanta el vacío: en virtud de tal principio, el Front National atrajo multitudes. Su crecimiento refleja una inquietud que cunde y que se traduce, también, por el abstencionismo El ultra-nacionalismo del F. N. no soporta un examen severo, y no expresa una doctrina coherente. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, las nostalgias seudopaganas y seudo-helénicas de ciertos intelectuales próximos de Le Pen con el rígido catolicismo de otros consejeros suyus? Su común denominador es el culto de Francia. Pero se trata, si bien se mira, de una Francia mítica —de una entidad compacta, intemporal, invariable—. Lo mismo que España, Italia, Suiza, Alemania, etc., Francia es, en realidad, desde siempre, un cambiante mosaico de tradiciones y razas. Sin embargo, el jacobinismo centralizador le forjó una maciza apariencia de unidad social, y le dio, a su tipo de vida y a sus «valores» nacionales, una notable estabilidad. No obstante sus virulentas querellas, monárquicos y republicanos, cristianos y librepensadores, derechas e izquierdas se reconocían la calidad de franceses. Haciendo vibrar exageradamente esa vieja fibra patriótica, Le Pen despertó un «chauvinismo» latente, y designó a los responsables de los males que aquejan a Francia: los extranjeros instalados intramuros.

Ciudadano francés, el autor de este artículo sabe que sus compatriotas no son ni más ni menos xenófobos o racistas que los naturales de los países contiguos. El criticable sentimiento de superioridad de los franceses no reposa en una hipotética pureza de su sangre o de sus rasgos físicos, sino en el excesivo aprecio que profesan por su inteligencia y su cultura. Y la historia enseña que, a diferencia de Polonia, Rusia y Alemania, Francia no figura tampoco entre los campeones del antisemitismo. Los franceses le pagaron a éste un tributo intermitente, de índole ante todo libresca. Asombra leer las befas antisemitas de Montesquieu; Voltaire lanzó tantos vituperios contra los judíos, que la ley votada en mayo último, en la Assemblée Nationale, por los socialistas y los comunistas, lo mandaría a presidio (1)… Las más penosas erupciones del antisemitismo francés se han conjugado con la «razón de Estado», que las atizó dos veces en medio siglo. Los desgarros del asunto Dreyfus eran aún perceptibles cuando el desastre engrendró, en 1940, la psicosis de una traición atribuida a los «plutócratas», «apátridas», «cosmopolitas» o «revolucionarios marxistas» de origen judío. Ese sacrificio expiatorio culminó con las oprobiosas leyes discriminatorias promulgadas en Vichy, y la entrega a los nazis —que los exterminarán— de millares de hombres, mujeres y niños franceses. Para prevenir los rebrotes racistas, lo mejor hubiera sido, pues, estudiar cómo y por qué medraron, en el período 1939-1945, las tesis antisemitas. Ahor a bien, a ninguna de las corrientes políticas de izquierda o derecha le interesa remover las cenizas de Vichy : todas pecaron, en la época, y comparten la responsabilidad colectiva . Así, la inmensa mayoría de los franceses exorciza el pasado inmediato se a olvidándolo, sea exagerando, a título de póstuma compensación, la s proclama s antirracistas . Hoy día, se utiliza la segunda fórmula.

La inmigración

Nunca se ha asistido aquí a tan denso y espectacular despliegue de manifestaciones en favor de un credo —en este caso , el antirracismo— . En 1989 , Francia había gastado un Potosí en celebrar el bicentenario de su Revolución, pregonera de la igualdad, la fraternidad y los derechos humanos: sus efectos han sido mínimos. ¿En qué desembocarán, mañana, los anatemas y los debates, las directivas pedagógicas y las medidas administrativas con que se pretende ahora erradica r e l racismo? Cuando el estrépito se atenúe, cuando la existenci a cotidiana vuelva a su ritmo rutinario , se comprobar a que Le Pen guarda intacto su caudal de partidarios, porque no se vislumbra soluciones eficaces al problema de los inmigrantes. Cierto, los socialistas han retrocedido, y postergan su proyecto de otorgar el derecho de voto en las elecciones locales a los residentes extranjeros (2); paralelamente , la propaganda y lo s delito s racistas recibirán más rudo castigo. Célebre especialista del mundo musulmán y profesor de Historia social del Islam en el Collège de France, Jacques Berques, afirma, en el cotidiano de izquierda Liberation: «Desde hace años, en ese dominio (el racismo), la política y la represión han sido un fracaso absoluto. Si nos limitamos a legislar o a lamentarnos, actuamos como si estuviese produciéndose algo inevitable, y auspiciamos hechicerías contrarias a nuestros propósitos, pues atraen al mal que anhelamos extirpar (3).» ¡Acertada advertencia! Los encantamientos ocultan las causas, sin suprimir los efectos.

Los franceses habían aceptado (y, acaso, explotado…) la inmigración española, y, luego, la portuguesa. En pleno despegue de su economía, Francia necesitaba mano de obra extranjera abundante y barata, ya que sus propios ciudadanos rehusaban ejecutar las tareas penosas. La mayoría de aquellos españoles y portugueses regresó a la península; los que se afincaron y siguen afincándose en Francia, se integraron en su país adoptivo. La similitud de costumbres y creencias les había allanado el camino. Integrar o «asimilar» (término en boga) a los maghrebíes, es incomparablemente más arduo: su lengua, su pertenencia al islamismo, sus usos tradicionales —fruto de sistemas teocráticos, o, al menos, autoritarios y paternalistas— son muros graníticos. Antes de atacarlos, bueno sería sondear el ánimo de los musulmanes en Francia: ¿prefieren «asimilarse», o adunarse en núcleos sometidos a la influencia de los muftís iraníes o los burócratas «marxistas» de Argel? Los xenófilos franceses evitan tratar ese punto; no se les escapa, sin embargo, que una fuerte proporción de inmigrantes maghrebinos rechaza los modelos europeos.

Un impedimento suplementario obstruye la ruta de la «asimilación»: el actual cuadro económico, político y demográfico no puede equipararse con el que encontraron, de 1950 a 1970, los ibéricos. Hoy, Francia confiesa dos millones y medio de parados; las desigualdades sociales se acentúan. Diez años atrás, los negros africanos y los maghrebíes eran los bienvenidos, porque aceptaban los peores trabajos y las peores condiciones de abrigo; hoy, dadas las circunstancias, es sólito que se les perciba como «parásitos» o rivales. Los hechos prueban que París manejó mal la emancipación de su imperio, y no midió sus consecuencias. Era de suponer que, liberados, los súbditos acudirían, en masa, al asalto de la exmetrópoli. Tal eventualidad no fue prevista, y el boomerang golpeó de lleno en la sociedad francesa.

Es ahora demasiado tarde para escoger una de las buenas opciones posibles tiempo atrás: sólo queda la «asimilación».

 Los «asimilables»

¿Quiénes son y cuántos los «asimilables»? Aunque parezca mentira, Francia ignora el número de extranjeros que residen en su territorio. Circulan, a ese respecto, cómputos contradictorios.

El Ministerio del Trabajo acaba de anunciar los suyos, que proceden, a menudo, por extrapolación, o se fundan en documentos poco fidedignos. Según su informe, Francia contaría tres millones y medio de residentes extranjeros (4). Los inmigrantes clandestinos no entran, naturalmente, en el cálculo. Los expertos consideran que medio millón de personas viven en Francia «en situación irregular». El número real de extranjeros superaría, por ende, los cuatro millones.

Si nos atenemos al Ministerio, un millón de inmigrantes están asalariados, y 400.000, sin empleo ni remuneración. El saldo, dos millones, constituye la población pasiva (niños, ancianos, inválidos, etc.).

Un dato importa sobremanera: el nivel de calificación, bajísimo, de los inmigrantes (0,32 por 100 de los turcos, 0,41 por 100 de los marroquíes, 0,73 por 100 de los argelinos son «cuadros») prolonga en drama social el problema étnico y religioso.

Los guarismos citados ilustran una conclusión palmaria: «asimilar» a los extranjeros, en particular a los negros y maghrebíes, requiere un gigantesco esfuerzo económico, político, educativo, psicológico, intelectual, moral. ¿Los franceses son capaces de emprenderlo y llevarlo adelante? Le cedo la pluma a un editorialista del Fígaro: «La perniciosa degradación de nuestra vida política —escribe Xavier Marchetti, bajo el título Una sociedad enferma— (…) suscita la burla y la exclusión, cuna de todos los extremismos. A fuerza de marginalizar los debates auténticos entre opiniones contrarias, los extremistas los recuperan en su beneficio. A fuerza de ofrecer, como único espectáculo, la confusión de valores, los escándalos, las prevaricaciones (de ministros y diputados) que se amnistían a sí mismos, los extremistas terminan por creerse dueños de la pureza y, prevaleciéndose de ella, cometen exacciones (5).

La crisis, aseguran los diccionarios, es un cambio favorable o desfavorable, sobrevenido en una enfermedad. Acerca de ese cambio tocante a la enfermedad francesa, estampé mi predicción en el registro de un notario. Me placería que los lectores de NUEVA REVISTA me comunicasen las suyas.