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CASUÍSTICA DE LOS FALLOS DEL ESTADO

Aunque en el orden jurídico-político el concepto de Estado es claro y distinto, como quería Descartes de lo evidente, el de Estado fallido no es de fácil encaje en ese orden. Sin embargo, decir que un Estado falla en alguna de sus funciones fundamentales es como darse cuenta de que un instrumento está averiado; es ésta una noción intuitivamente adquirida, que ayuda a orientar nuestra aproximación al tema.

La práctica totalidad de los Estados registran fallos de variado tipo, que crean tensiones disfuncionales en su actividad hacia dentro o hacia fuera, o en ambos sentidos. Esos fallos pueden originarse en problemas políticos, sociales o económicos, pero en todos los casos han de alcanzar un nivel de gravedad crítico en el plano político, para que nosotros los lleguemos a incluirlos en la categoría que aquí nos ocupa.

Hablar de los fallos del Estado es hablar de las disfunciones de sus instituciones, y las instituciones fallan cuando se enfrentan a una disidencia que les impide alcanzar su pleno grado de eficacia. Cualquier forma de disidencia interna resta eficacia al funcionamiento del conjunto del Estado.

Los Estados tienen en mayor o menor grado alguna debilidad institucional. Ni siquiera los más consolidados agentes del sistema internacional gozan de un consenso sobre su legitimidad, otorgado por el cien por cien de su población. Sin embargo, intuitivamente podemos distinguir entre Estados fuertes y seguros, y los débiles, fallidos, etc. La expresión integral del Estado fallido es el Estado sin ley, esto es, aquél en el que las instituciones han dejado de funcionar para todos y en todo momento. Examinemos algunos ejemplos de disfuncionalidad de los Estados, que abarcan desde la avería total hasta la pérdida relativa de eficacia.

 

Existe para empezar el Estado que se disgrega territorialmente, como lo hizo la República Popular de Yugoslavia. El Estado aquí deja de existir. Otros Estados emergen en su lugar, en el mismo ámbito territorial.

Es Estado fallido aquel cuyas fuerzas sociales y grupos humanos retornan a un estadio de desarrollo político y social preestatal —a la tribu y al grupo étnico—. Éstos se consideran a sí mismos irreconciliables con otros grupos étnicos. Casos conocidos son los de Ruanda, Liberia, Costa de Marfil, Sierra Leona, etc.

El Estado falla cuando pasa a ser dominado por agentes no estatales exteriores, como ocurrió, por ejemplo, en Afganistán. El Estado sigue existiendo formalmente, pero sus atributos de soberanía e independencia se ven debilitados o secuestrados. Sólo seguirá siendo viable gracias a la tutela exterior

Estados fallidos son también aquellos que no aseguran un mínimo vital de alimentación y salud a su población, como ocurre en Haití y en numerosos Estados africanos. El Estado tiene una validez virtual, resultante de puras convenciones internacionales.

O Estados que no logran proporcionar seguridad en la totalidad de su territorio. Un caso notorio y extremo es Colombia; otro Sri Lanka; y hay muchos más. El Estado conserva lo esencial de sus atributos de legitimidad, pero se halla en guerra con grupos armados que controlan partes sustanciales del territorio.

Hay Estados cuya legitimidad no está consensuada por la totalidad de su población, como en el caso del Reino Unido y de España. El Estado goza de todos los atributos de legitimidad y aunque sufre un nivel significativo de disidencia, ésta puede ser contenida por las leyes y las fuerzas del orden.

El Estado que no garantiza la igualdad de derechos de todos sus ciudadanos responde en algún grado al caso del Estado fallido: los Estados Unidos antes de las leyes de derechos civiles, por ejemplo. El Estado goza de todos los atributos de legitimidad, y puede desplazar la disidencia interna a los márgenes de la vida política con sólo introducir legislación más justa.

Podríamos enumerar otros casos de Estados implicados en mayor o menor grado en disfunciones políticas, pero éstos son suficientes para ilustrar el concepto y las consecuencias que aquí nos interesa analizar.

FACTORES INTERNOS Y EXTERNOS

Los Estados fallan por su incapacidad para resistir los desafíos internos o las agresiones externas. Generalmente es imposible separar las consecuencias de unos y de otras, pues se alimentan mutuamente: los desafíos internos de grupos desafectos provocan indefectiblemente la intervención exterior. A su vez, una agresión procedente del exterior suele ir precedida por la instigación de factores de división interna en el Estado-objetivo.

El desafío del movimiento extremista islamista en las repúblicas de Asia Central es un ejemplo perfecto de interacción entre agentes internos y externos, movilizados con un mismo propósito ideológico. La Jihad islámica en su versión uzbeka tuvo un efecto destructivo de la estabilidad interna de varios Estado vecinos.

Este desafío a dos bandas se produjo precisamente en Estados débiles como Kirguizistán, Turkmenistán, Afganistán, Tayikistán, Uzbekistán, etc. Los factores que produjeron su debilidad interna son la incompetencia de las autoridades, la corrupción, la conculcación de los derechos humanos, el subdesarrollo económico, etc. Estas condiciones sirvieron de excusa para intervenciones externas en la protesta social o en la guerra civil. Los efectos de la intervención exterior agravaron aún más el problema.

Como dijo Ahmed Rashid en Yihad, «La guerra civil de Tayikistán, como la guerra civil de Afganistán, convenció a muchos en Asia central de que el clan —o la región—en los que se apoyan los movimientos islámicos que intentan cambiar el statu quo, dividen, destruyen y conducen a un rápido declive económico».

Esta situación vierte sus efectos sobre los Estados vecinos. La represión estimula el exilio de los opositores que, desde sus bases en los Estado vecinos, vuelven como guerrilleros o terroristas; la guerra civil expulsa centenares de miles de refugiados, o a millones como en el caso de Afganistán, agravando los problemas de los países del entorno.

Ese mismo tipo de desafío ideológico, si es lanzado contra Estados fuertes, normalmente fracasa, como en el caso de Egipto o de Argelia. La represión interna logró contener la acción subversiva de la ideología extremista religiosa, y pudo inhibirse cuando los disidentes fueron derrotados policial y militarmente. En ambos casos el número de exiliados fue pequeño y los numerosos refugiados tendieron a desplazarse dentro del propio país.

Paradójicamente, la capacidad de un Estado parcialmente fallido para seguir ejerciendo sus funciones básicas bajo las condiciones más extremas de desafío interno, puede probar la elasticidad y vigor de ese Estado. Después de más de cincuenta años de guerra civil y terrorismo, Colombia, por ejemplo, no ha sucumbido como sociedad regida por un conjunto de instituciones libremente elegidas. El caso argelino parece demostrar que un Estado desafiado internamente por grupos extremadamente violentos puede salir de la prueba muy fortalecido.

Otros países conservan nominalmente los atributos propios de un Estado gracias a la convención de ser considerados tales por los otros agentes internacionales, pero no podrían seguir existiendo si no recibieran del exterior lo esencial para su sustento o para el funcionamiento de sus instituciones. Están en esta situación algunos países de los Balcanes, Haití, Timor Oriental, etc.

Las limitaciones culturales, éticas y económicas de la totalidad o la mayoría de los grupos humanos constituidos en un Estado dado son habitualmente las que determinan su debilidad. La ausencia de élites, el subdesarrollo económico, la escasez o ausencia de capas medias de la población, el enraizamiento de los valores grupales en prácticas ancestrales escasamente socializadas, etc., explican los diversos niveles de falencia de los Estados.

Ello origina el aprovechamiento oportunista de sus debilidades por parte de otros Estados más fuertes y más evolucionados históricamente. Esto ocurrió de modo eminente en el periodo de la guerra fría, en que se produjo la descolonización de sociedades inmaduras por parte de las potencias coloniales occidentales y la consiguiente exportación de los conflictos ideológicos y geopolíticos de los grandes a terceros países. Este mecanismo de externalización de la competición entre los bloques perturbó el desarrollo y maduración de muchas jóvenes naciones, bastantes de las cuales son en la actualidad casos eminentes de Estados fallidos.

CONFLICTOS EN UN MARCO REGIONAL

Los Estados fallidos son un problema por el potencial que tienen para desestabilizar el sistema internacional. Al entorno de los Estados fallidos se ha desplazado en los últimos años gran parte de la conflictividad internacional, como prueban los casos de Yugoslavia, Congo, Ruanda, Afganistán, etc.

Entre los primeros años noventa y el" 11 de septiembre del 2001 hemos visto conflictos regionales provocados por los coletazos de Estados moribundos. Ello trajo como consecuencia el crecimiento exponencial de las operaciones de imposición de la paz, mantenimiento de la paz e intervenciones humanitarias, con participación de fuerzas militares y policía, así como la de organizaciones asistenciales de todo tipo, en Bosnia-Herzegovina, Kosovo, antigua República Yugoslava de Macedonia, la región de los Grandes Lagos africanos, Congo; Liberia, costa oeste de África, Tímor Oriental, etc., bajo el liderazgo de un conjunto de instituciones multinacionales, como la Unión Europea, la OTAN, el Grupo de Control del Alto el Fuego de África Occidental y otras coaliciones de países de la región afectada, como la intervención liderada por Australia en Timor Oriental, todas ellas generalmente llevadas a cabo bajo los auspicios nominales o directos de las Naciones Unidas.

Podemos concluir que, en ese periodo, los problemas planteados por los Estados fallidos o débiles se contemplaban dentro de marcos estancos, no interconectados unos con otros y, por tanto, como de interés regional o local para los Estados vecinos. Pero hoy, eso ya no es así.

LOS CONFLICTOS EN UN MARCO GLOBAL

En la actualidad, nuestra percepción sobre la generalidad de las amenazas es perfectamente congruente con el crecimiento de los factores de globalización. Factores que, no lo olvidemos, favorecen no sólo los intercambios comerciales, financieros y tecnológicos, sino también las conspiraciones para alterar la paz internacional, mediante al ataque a blancos seleccionados según las obsesiones u odios de grupos motivados ideológicamente.

Como no podía ser de otra manera, después del 11-S se registra un alto grado de consenso entre las grandes potencias para impedir las peores consecuencias del fracaso de los Estados fallidos. Una prueba de ello es la alianza expresa o tácita para combatir el terrorismo internacional, y la indiferencia o satisfacción de todos ante la caída del régimen talibán de Afganistán.

Las percepciones que las potencias establecidas tienen sobre los peligros de la inestabilidad creada por los Estados fallidos han ayudado a elevar sus preocupaciones sobre la peligrosidad de los Estados matones o rogue states, como se dice en inglés, que por sus acciones desestabilizan regiones enteras del mundo

Dos notas colocan a los Estados fallidos y a los Estados matones dentro de una misma categoría gnoseológica: 1) comparten formas similares de anomia: los Estados fallidos son internamente Estados sin ley y los
Estados matones se comportan al margen de la ley internacional; y 2) ambos tipos de Estado poseen gran potencial para producir y propagar la inestabilidad en amplias regiones del mundo.

Las redes terroristas internacionales tratan de ocultarse e implantarse en esas regiones, procurando producir sinergias entre unos tipos de Estados y otros, de forma tal que conduzca al caos en que sus propósitos políticos pueden ser alcanzados.

De momento las sinergias entre los Estados fallidos y los Estados matones no son más que una hipótesis de trabajo, a las que cabe atribuir diversos grados de consistencia. El presidente Bush, por ejemplo, afirma tener pruebas de la colusión entre Al-Qaida y el régimen de Sadam Hussein. Un grado mayor de validez de esa hipótesis se da en el caso de la acción terrorista de Al-Qaida en Pakistán, para mover a ese Estado nuclear (medio Estado fallido, medio rogue state) a volcarse en favor de la Jihad islámica.

Los Estados matones, hampones, etc. (cada uno elige su calificativo) son viables, establecidos y más o menos ampliamente reconocidos por otros Estados; pero son Estados a los que la comunidad y la opinión pública internacionales miran con desconfianza y temor por su propensión a crear conflictos con otros Estados. Casos notorios son los tres del llamado eje del mal (Iraq, Corea del Norte y quizá con mayor autocontención Irán), y caso no tan notorio es el de Pakistán, con su reivindicación subrepticia y violenta de Cachemira.

Iraq es un Estado ambicioso, férreamente organizado, que posee un enorme potencial de desestabilización de una región geopolíticamente fracturada y contenciosa. Comparte con redes terroristas internacionales algunos enemigos comunes —Estados Unidos, Israel, Kuwait—. Su implicación en el terrorismo interno es más notoria que su implicación en el terrorismo internacional, pero sus formas de actuación exterior han mostrado tendencia a la práctica del terror (uso de gases letales, programa nuclear clandestino, etc.).

Corea del Norte practica el terror policial para asegurar el control de la población y aunque no se le atribuye acción terrorista convencional externa, su Gobierno sigue una agresiva política de difusión de las armas del terror, como prueban los misiles Scud del buque Son San capturados por buques españoles en diciembre de 2002 y su intimidación a los países del entorno.

Irán limita su acción terrorista exterior al apoyo de grupos palestinos extremistas y al asesinato de disidentes, pero persigue igualmente programas militares para adquirir las armas del terror.

El nivel de tolerancia para estos Estados se ha reducido drásticamente en los últimos tiempos, como muestra la resolución 1441 del Consejo de Seguridad, sobre la imposición a Iraq de un estricto régimen de inspección y desarme de sus armas de destrucción masiva, bajo la amenaza de una guerra inminente. Después de lidiar con Iraq es previsible que los Estados Unidos hagan frente al desafío presentado por el inamovible régimen norcoreano. Cualquier confrontación con Irán estará sujeta a las expectativas creadas en torno a la fluida evolución político-social interna de Irán.

Para ceñirnos solamente a las regiones del mundo con un peso grande sobre la seguridad de los países europeos, señalemos los factores de desestabilización que supuso en su día el régimen de Milosevic en Yugoslavia, los del régimen talibán con su proyección sobre toda Asia Central y el que supone hoy día el régimen de Sadam Hussein para la región del golfo Pérsico.

Con una influencia más remota sobre el conjunto de intereses de Europa, pero con gran impacto en la seguridad global del mundo occidental, señalemos los desafíos y amenazas del terrorismo internacional contra un Estado consolidado como Filipinas o contra Estados estructuralmente débiles como Indonesia y Yemen, así como el potencial amenazante del régimen comunista de Corea del Norte, con su programa de armas nucleares, que se proyecta sobre un conjunto de países asiáticos afines política y económicamente al mundo occidental.

¿A QUIÉN CORRESPONDE LA PAZ INTERNACIONAL?

¿Qué recursos posee globalmente la comunidad internacional para hacer frente a la inestabilidad que se crea en torno al número elevadísimo de Estados fallidos o débiles, y a los Estados matones? La institución política que se supone representa a la comunidad internacional —las Naciones Unidas— posee unos recursos muy limitados. A ello se unen las dificultades operativas resultantes de la participación de casi doscientos miembros de la ONU en la asunción de decisiones en materia de seguridad.

El Informe Brahimi sobre las operaciones de paz de la ONU, de agosto del 2000, puso de relieve sus limitaciones y defectos, pero no fue tan preciso en señalar las vías para superar las restricciones políticas y materiales con que sus operaciones se llevan a efecto. Lo que es más, la mayor parte de los recursos de la ONU para las operaciones de paz se consagran a misiones en África, pues más de la mitad de los países de ese continente se han visto o se ven afectados por conflictos internacionales o guerras civiles.

Es impensable que grandes operaciones militares destinadas a confrontar amenazas como las de Afganistán o el régimen de restricción de vuelos en Iraq, o la seguridad del mar Rojo y el golfo Pérsico, puedan ser llevadas a cabo mediante los recursos de las Naciones Unidas.

Ello obliga necesariamente a volver la mirada a los Estados consolidados, miembros de alguna gran coalición internacional. Nos referimos principalmente a la OTAN, con sus conexiones con Rusia, la Asociación para la Paz y su proyección en Asia Central, así como las coaliciones ad hoc, como la ISAF, para asegurar la gobernabilidad en Afganistán, o los intercambios de información y la cooperación entre las policías de los países europeos y algunos asiáticos, así como con los de Estados Unidos para liquidar las redes terroristas.

La amenaza inminente con que hoy nos enfrentamos es la que representan las organizaciones terroristas y los Estados que fabrican armas de destrucción masiva. La mayor parte de las bases territoriales de donde proceden esas amenazas se hallan en los territorios de Estados fallidos o débiles, incapaces de controlar su propio espacio geográfico, de anular los intentos desestabilizadores de elementos ocultos entre su población o de resistir las presiones y la manipulación por parte de los Estados matones.

EL PAPEL ESTABILIZADOR DE LA ALIANZA

Hemos de volver sobre la noción de «estabilidad» como idea fuerza o concepto central conformador de un orden internacional pacífico. Vale la pena dedicar a esta idea unas palabras justo en los términos en que corresponde a los españoles hacerlo como miembros de una gran alianza de defensa colectiva, la OTAN, que debe dar cuenta de la seguridad individual de nuestros Estados y de la común de nuestros países, basada esta última en unos mismos ideales de libertad y modo de vida. Veamos qué recursos institucionales están a nuestra disposición.

El artículo 2 del tratado de Washington compromete a los aliados a contribuir al desarrollo de relaciones internacionales pacíficas y amistosas, mediante un mejor entendimiento de los principios sobre los cuales se fundan sus instituciones, y por «la promoción de las condiciones de estabilidad y bienestar». Hoy, en un mundo globalizado altamente inestable, la clave está en la palabra «estabilidad».

La OTAN logró al final del pasado decenio imponer la estabilidad en Europa, usando para ello la fuerza cuando fue necesario. No hay razón para que los recursos de los aliados permanezcan infrautilizados mientras las amenazas se generan en otras regiones del mundo.

La OTAN debe cumplir misiones pacificadoras y estabilizadoras en regiones extraeuropeas inestables. Se trata de proyectar el poder militar de la Alianza mediante la organización de fuerzas expedicionarias de diverso tipo, compuestas por coaliciones de aliados, formadas con las capacidades adecuadas al tipo de misión.

Este enfoque hace evidente la necesidad de nuevos tipos de fuerza y nuevas doctrinas de empleo de los recursos militares. Los nuevos géneros de fuerza llevan a la necesidad de replantear las estructuras de las fuerzas armadas de los aliados.

Las nuevas doctrinas de empleo deben asegurar que las fuerzas armadas de los países aliados son capaces de actuar hombro con hombro con las de los Estado Unidos, a pesar de las abismales diferencias en sus capacidades.

UNA REINTERPRETACIÓN DEL TRATADO DE WASHINGTON

El tratado de Washington, pues, debe ser interpretado para que pueda servir de fundamento a una nueva OTAN. En efecto, su artículo 4 se refiere a las consultas que los aliados realizarán cuando cualquiera de las partes sea objeto de una amenaza contra su independencia política, su integridad territorial y su seguridad. El artículo 5, sin embargo, parece limitar las medidas de seguridad, que deben ser tomadas por los aliados, a Europa y América del Norte. Bajo esta interpretación la OTAN se desentendió de la seguridad de Francia durante la revolución y guerra de independencia de Argelia y de la de Estados Unidos en Vietnam.

Hoy, sin embargo, no hay duda de que las amenazas del artículo 4 se generan principalmente en regiones fuera del área del Atlántico Norte. Si la defensa colectiva de los aliados ha de tener algún sentido, no puede limitarse sólo al área del Atlántico Norte.

La invocación del artículo 5 del tratado, con motivo del ataque a los Estados Unidos el 11-S significó por sí misma su reinterpretación en el sentido que venimos apuntando.

Esa reinterpretación, vista además a la luz del artículo 2, indica claramente que la seguridad se alcanza no sólo luchando contra las amenazas en el área del Atlántico Norte sino contribuyendo a la estabilidad internacional mediante el socorro a los Estados flaqueantes desde los que, bajo el chantaje de grupos terroristas o Estados matones, se pueden lanzar amenazas y ataques contra los países aliados del Atlántico Norte y Europa, evitando que aquéllos se hundan en la categoría de Estados fallidos.

Al respecto, es sin embargo objetable la pretensión aliada occidental de arrogarse la gestión de la estabilidad de otras regiones del mundo distintas a las del propio mundo occidental. Y, en efecto, hay muchas cuestiones que discutir como, por ejemplo, los fundamentos de legitimidad de esa pretensión, su viabilidad jurídica como expresión del derecho internacional, la capacidad militar y política de hacerla buena, etc. Ésta es, sin duda, una cuestión muy cuestionable. Pero baste por ahora hacer exactamente lo que hemos hecho: ponerla sobre el tapete.

Analista de Relaciones Internacionales