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Como es sabido, la antropología del siglo XX, y más aún la de su segunda mitad, se ha caracterizado por la exploración de culturas particulares y la reivindicación del valor inconmensurable de cada una de ellas. Por esa razón ha entrado en conflicto con algunos supuestos de la modernidad, y especialmente con el universalismo de la ciencia, hasta acabar con la hegemonía cultural que la ciencia detentaba y con el monopolio científico de la noción de verdad.

Este episodio protagonizado por la antropología ha sido caracterizado en términos de «epidemia de relativismo cultural» y también de «consumación del nihilismo», y se han señalado como sus protagonistas, junto con los antropólogos, a los filósofos posmodernos y, en concreto, al llamando «pensamiento débil». Entre los autores clasificados en esa confusa categoría hay, sin embargo, de todo: filósofos que profesan un nihilismo dogmático como Rorty, otros que «creen que creen» como Vattimo, e incluso algunos que «creen en los que creen», como Lyotard; antropólogos que se acogen a la fe católica, como Evans- Pritchard, o que proclaman la fe cristiana, como hace Peter Winch.

Pero si hay entre todos ellos algún rasgo común, éste consiste en que su crítica a la hegemonía cultural de la ciencia moderna no va acompañada de una crítica a la religión, sino más bien de una apertura de espacios cognoscitivos cerrados durante la modernidad, y que fueron abiertos en el siglo xx por filósofos como Heidegger y Wittgenstein y por escuelas de antropólogos que van desde la de Boas a la de Geertz.

Ése es el contexto en el que quería, primero, fijarme en los casos de los antropólogos Evans-Pritchard y Peter Winch. Ambos son suficientemente representativos de un sector de la antropología y la filosofía contemporáneas y en los dos casos su relación con el cristianismo ha sido particularmente viva. Después, pasaré a exponer por qué creo que la conciencia que la Iglesia católica tiene hoy de su fe ha desarrollado un proceso hasta cierto punto paralelo y coincidente con el de la antropología, y en interacción con ella, en el tránsito de ambas desde la «modernidad» a la «posmodernidad». Finalmente, en tercer lugar, expondré las semejanzas y diferencias que encuentro entre la noción de «sujeto trascendental» (que es la noción que fundamenta la universalidad del conocimiento científico moderno) y la noción de «católico» en cuanto que con ella designa la universalidad de las iglesias cristianas particulares.

Mi tesis es la siguiente: que una de las aportaciones relevantes de la antropología contemporánea al cristianismo es la reivindicación del valor de cualquier cultura particular, y que la aportación más relevante del cristianismo a la antropología contemporánea es su concepción de «lo católico», tal y como la Iglesia lo predica de las iglesias particulares para decir que cada una de ellas es la iglesia universal, según explica el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) de 1992.

Mundos inconmensurables, pero comprensibles

Peter Winch publicó en los años sesenta un trabajo, famoso por la polémica que desató y por los pensadores que intervinieron en ella. En ese renombrado ensayo (¿Qué es comprender una cultura primitiva?, Paidós, Barcelona, 1994) y en otros posteriores relacionados con el mismo tema, Winch analiza muy críticamente el ya clásico estudio de Evans-Pritchard sobre la brujería entre los Azande, para señalar -entre otras cosas- las extrapolaciones y paralogismos en que incurre el antropólogo cuando aplica parámetros de la ciencia moderna y califica de absurdos, supersticiosos o irracionales algunos aspectos de la práctica de la brujería en una cultura africana como la de los Azande.

Entre otras cosas, Winch apunta que Evans-Pritchard conoce un tipo de relación causa-efecto, que es la relación asimétrica de eficiencia perteneciente al modelo de la moderna ciencia positiva, el cual a su vez está construido con un sentido, que es obtener un conocimiento objetivo del mundo. Dicho sentido descansa sobre un supuesto, a saber: que ese conocimiento es posible, que tiene garantías de verdad y certeza, y que brinda la clave para el progreso, el bien y la felicidad de los seres humanos. A su vez, tal sentido y tales supuestos determinan los valores de racional e irracional, sensato o absurdo, lógico e ilógico y verdadero y falso de un procedimiento, una acción, una elección o una inferencia.

Pero ocurre que los Azande, aunque conocen la causalidad en el sentido de la ciencia positiva y la eficiencia unidireccional, manejan también otros tipos de relaciones operativas y otros sentidos de las relaciones de eficiencia, o sea, de lo que da buen y mal resultado; y además, el principio de causalidad eficiente positiva no detenta una posición hegemónica en la cultura Azande, ni ese tipo de función epistémica tiene un valor absoluto tal que sea canon para medir desde él la corrección de las demás funciones epistémicas y no epistémicas. Eso sucede, en efecto, con el conjunto de sus prácticas, y eso permite comprender por qué a ellos no les parecen absurdas sus prácticas de brujería y a Evans-Pritchard sí se lo parecían.

Winch sostiene que el valor de sentido condiciona y determina el valor de verdad; que la ciencia positiva moderna establece como sentido supremo la verdad científica, y que al instituirlo como patrón de todo conocimiento puede decidir que lo que no concuerda con ella es falso, irracional y absurdo, en un razonamiento paralogístico circular, del tipo de la «petitio principii». Winch ilustra su tesis con el caso de las traducciones y procesos de aprendizaje de otras lenguas. Así, un inglés puede aprender francés porque puede aprender las palabras francesas que designan los mismos objetos y sirven para manejarse en los mismos ambientes, y no necesita para ello hacerse francés y ni siquiera ir a Francia. En cambio, es muy improbable que alguien aprenda el lenguaje de las matemáticas sin llegar a saber matemáticas y a ser un poco matemático, y si aprende matemáticas le resultaría muy difícil traducir la matemática a… ¿a qué?

La tesis de Winch es que como los Azande no están familiarizados con el tipo de mundo en el que se mueven los matemáticos, no pueden comprender bien las matemáticas de los occidentales, al igual que éstos, al no estar familiarizados con el tipo de mundo en el que acontecen las prácticas Azande de brujería, tampoco pueden comprender bien la brujería, ni traducirla del todo a algo análogo que pudieran encontrar en su cultura. Desde esta perspectiva no hay suficiente fundamento para argumentar que la brujería Azande sea absurda, ni tampoco que lo sea la matemática de los occidentales. Sencillamente, desde cada uno de esos dos mundos el otro es inconmensurable.

Perfumes por escrito y pinturas para el oído

Ahora bien: decir que las las culturas son inconmensurables no es lo mismo que decir que sean absolutamente incomunicables, que «todo vale» lo mismo, que «nada vale nada», etc. Las culturas y los lenguajes pueden ser inconmensurables, pero se puede contar en unas algo de lo que ocurre en otras, se puede tratar de comprender y se puede intentar traducir.

Claro que, como en todas las traducciones, hay pérdidas irrecuperables: Paul Valéry afirmaba con razón que la poesía es lo que se pierde de un poema al traducirlo a otro idioma, pero también es cierto que hay universos poéticos más traducibles que otros, más «intertraducibles». (No me imagino qué poesía podría captar en una versión inglesa de los sonetos de Góngora una persona que no supiese español, aunque supongo la que podría captar de los sonetos de Quevedo o de los de Miguel Hernández). Se pueden poner por escrito universos de perfumes que luego alguien puede reconocer con su olfato. Se puede contar qué es un logaritmo y qué el cálculo infinitesimal a alguien sin estudios matemáticos para que se entere de qué van y comprenda qué es calcular; un ser humano o un ordenador pueden hacer cálculos logarítmicos o infinitesimales sin saber lo que son y sin comprenderlos; se le puede explicar a un sordo lo que expresan una sinfonía y una sonata, y a un ciego la diferencia entre los estilos de Picasso y Miró. Se pueden recitar oraciones como los musulmanes, rezar como los cristianos, entrar en éxtasis contemplativo como los hindúes, venerar como los japoneses, y contarle lo que es todo eso a un científico agnóstico de manera que alcance alguna comprensión de esas prácticas.

Todos esos ámbitos culturales -y las culturas en general- son inconmensurables, lo que no significa que sean incomprensibles o intraducibies. Se puede traducir y se puede comprender, aunque las pérdidas sean, en el sentido más técnico del término, «incalculables». Por eso, a mi modo de ver, una tesis como la que defiende Winch no implica «nihilismo» y ni siquiera «relativismo». Puede considerarse relativista en el sentido de que nuestra comprensión y nuestro conocimiento es relativo a lo que tomamos como puntos de referencia, pero desde una perspectiva como ésa, en la que se acepta que nuestro conocimiento y nuestra comprensión no son absolutos, Winch es relativista en el mismo sentido en que Einstein lo fue en física. Es más: a mi entender, el sentido de la crítica de Winch a Evans-Pritchard (y el de su réplica a las objeciones de Alasdair Maclntyre) es evitar los paralogismos y superar el nihilismo. Creo que su actitud intelectual y espiritual de apertura a otros universos culturales estaba ya operante en Evans- Pritchard, que no es ajena a la conversión de éste último al catolicismo, y que tampoco es ajena a la comprensión y afirmación del cristianismo que hace Winch.

Antropología contemporánea, Ilustración y conciencia cristiana

Y ahora ya podemos formular una pregunta, a saber: ¿desembocan Evans-Pritchard y Winch en la posmodernidad a causa de su tendencia al cristianismo o desembocan en el cristianismo por causa de su tendencia a la posmodernidad? Salvador Giner, que prologa la edición española del libro de Winch, propone una respuesta según la cual en Evans-Pritchard y en Winch hay una «predisposición anticientífica a lo místico» que se manifiesta en la conversión del primero al catolicismo y en la inclinación del segundo en el mismo sentido. Porque son oscurantistas latentes es por lo que su trayectoria religiosa acaba en el cristianismo y su trayectoria intelectual en el relativismo posmoderno.

No comparto esta interpretación de Giner, y considero desafortunado su prólogo. Tampoco pienso que su punto de vista esté determinado por su propia posición, distante del cristianismo; más bien creo que lo está por su adhesión al paradigma de la ciencia moderna, aunque, desde luego, la proclamación de las Luces y de la modernidad no significa de suyo rechazo del cristianismo, ni en el siglo XVIII ni ahora, pues hay académicos cristianos en general y católicos en particular que manifiestan ese mismo rechazo a la posmodernidad globalmente considerada, y esa misma adhesión al paradigma ilustrado. En todo caso, la posición de Giner es similar a la que mantuvo, desde su cátedra de antropología de Cambridge, Ernst Gellner. En su libro Posmodernismo, razón y religión (Paidós, Barcelona, 1994), acusaba de oscurantismo -al igual que Marvin Harris en Materialismo cultural– a antropólogos como Nigel Barley, a los seguidores de Clifford Geertz, y a otros antropólogos del ámbito anglosajón, y en general, a todos aquellos dispuestos a comprender cada cultura desde ella misma. Desde una posición que cabría llamar «cientifista», Giner, Gellner y Harris repudian la antropología simbólica y, en general, la hermenéutica. Barley y Geertz, por ejemplo, se muestran dispuestos a comprender cualesquiera creencias y prácticas -religiosas o de otro tipo-, y manifiestan cierta simpatía por el cristianismo o neutralidad aséptica ante él, en una posición análoga a la que en nuestro medio cultural español mantienen Eugenio Trías, Jacobo Muñoz o Miguel Morey, que marcan su diferencia respecto del cristianismo, son críticos de la noción de «sujeto trascendental» y la racionalidad moderna, y dejan abierta la vía para la eventual legitimidad de creencias religiosas y de otras clases. Una posición más radical que la de Gellner y Giner, y más aún que la de Marvin Harris, es en España la de Gonzalo Puente Ojea, que en su Elogio del ateísmo (siglo XXI, Madrid, 1995) y apelando también a la ciencia, considera como peligrosamente proclives al oscurantismo y a la creencia religiosa posiciones como las de Alfredo Fierro en su libro Sobre la religión o de Gustavo Bueno en El animal divino. Ensayo sobre la filosofia materialista de la religión.

Pero ahora no procede abundar más en las relaciones entre ilustración y religión; procede, más bien, atender al tránsito de la modernidad a la posmodernidad en el seno de la autoconciencia cristiana misma.

Cristianismo y culturas

Lo que me parece relevante a nuestro respecto es que las iglesias cristianas, incluida la católica, no tienen y no pueden tener una autoconciencia de su fe y de su misión que no esté mediada por las herramientas culturales, conceptuales y verbales de los individuos que viven y trasmiten el conjunto de prácticas y creencias que definen a dichas iglesias. Si la mediación cultural de la autoconciencia rige para Jesús, para las comunidades primitivas y para los redactores de los evangelios, rige igualmente para el cristianismo moderno y para el posmoderno. Las iglesias cristianas no son ajenas a las vicisitudes del medio cultural en el que existen, y puede tomarse como un indicio de ello la circunstancia de que la pluralidad de iglesias cristianas (las orientales griega y rusa, y las occidentales católica y protestantes), se corresponde con las placas tectónicas de las culturas en las que están incardinadas.

Es difícil, si no imposible, decidir cuándo un determinado rasgo cultural hace posible una nueva comprensión y realización del mensaje cristiano y cuándo un determinado aspecto del mensaje cristiano hace posible una nueva comprensión y realización de un proyecto cultural vigente o la emergencia de uno nuevo. Se trata del círculo hermenêutico, que aparece en las relaciones entre fe y cultura, o entre las dimensiones semántica y pragmática de la fe misma, o de la cultura. En ese contexto, nuestro tema es en qué sentido la posmodernidad influye en el cristianismo (si deteriorándolo, o bien abriendo una nueva forma de la autoconciencia cristiana, u obligando a ella), y también en qué sentido el cristianismo influye en la modernidad cancelándola (si iniciando otras modalidades de la autoconciencia humana, o forzándolas).

La respuesta que voy a proponer a esta cuestión brinda tan solo una cierta comprensión de los eventos e implica pérdidas incalculables. En todo caso, hay una unidad, una genealogía y unas soluciones de continuidad que permiten señalar la identidad del cristianismo desde su origen hasta nuestros días en sus varias ramificaciones, pues en esos términos se habla del cristianismo en los ámbitos académicos y de la fe cristiana en el CEC. Pues bien, en ese contexto, pienso que hay una forma «moderna» de la autoconciencia cristiana que se expresa en el Catecismo Romano (CR) del concilio de Trento y una forma «posmoderna» que se expresa en el catecismo del Vaticano n. En concreto, el CR es «moderno» porque tiene un carácter sistemático en el que se concede cierta primacía a lo epistémico y el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) es «posmoderno» porque tiene un carácter histórico y literario en el que se concede cierta primacía a lo poiético. En correlación con estas peculiaridades, el Código de Derecho Canónico de 1917 es «moderno» en cuanto que se inspira en el ordenamiento social y jurídico que encuentra su máxima expresión en el código de Napoleón de 1800, y el Código de Derecho Canónico de 1983 es «posmoderno» en cuanto se asemeja más a un conjunto de consejos pastorales que a una normativa jurídica que se pueda imperar mediante factores coercitivos, y en cuanto que define de modo más amplio y ambiguo quiénes son los destinatarios del ordenamiento, es decir, quiénes están dentro de la iglesia.

Lo epistémico y lo poiético

Un catecismo pertenece al ámbito de lo epistémico, al de lo que se rige por los valores de lo verdadero y lo falso, y un código al de lo práxico, al de lo que se rige por los valores de lo bueno y lo malo (justo e injusto, legal e ilegal, correcto e incorrecto políticamente, etc.). Entiendo por poiético el ámbito de lo que se puede hacer que exista y existe efectivamente, como los universos culturales y los universos físicos.

Entrar ahora en la cuestión de cuál de esos ámbitos tiene primacía sobre los demás equivale a replantear la vieja polémica sobre la prioridad de los trascendentales del ser. Pero para nuestro propósito no hace falta tanto, y basta con señalarlo para apercibirnos del «topos» Filosófico en el que nos encontramos. El caso es que no se alcanza la misma comprensión del cristianismo -ni la misma realización del mensaje evangélico- si se lo toma en una clave epistémica como la de la fe que si se lo toma en una clave poiética como la del culto, si se lo entiende preferentemente desde su dimensión dogmática o si se lo entiende primordialmente desde su dimensión litúrgica. Ahora no voy a extenderme en glosar las implicaciones teológicas, litúrgicas, eclesiales o evangelizadoras de esas diferencias, porque ya lo he hecho en otra ocasión («Catecismo católico y estrategias culturales», en Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, AEDOS, Unión Editorial, Madrid, 1996), y porque mi indagación apunta a un objetivo más restringido, que es el influjo mutuo entre cristianismo y antropología contemporánea.

En relación con nuestro tema procede señalar que la noción de «herejía» pertenece de suyo al orden epistémico, al de la fe y la dogmática, y que el evento de «cisma» pertenece al orden práxico, al de la moral, el derecho y la política, aunque el «cisma» puede reconducirse también a «herejía» cuando se establece la prioridad del orden epistémico y las diferencias conductuales se definen como diferencias doctrinales. El «sacrilegio» y la «blasfemia» pertenecen al ámbito de lo poiético, al del culto y lo litúrgico, y también se definen como tales desde el orden epistémico dogmático. Pues bien, el plano epistémico en la modernidad ha ejercido un predominio fuerte, lo cual se traducía en la hegemonía de la ciencia en la cultura occidental y en la de las formulaciones teológicas y doctrinales en las iglesias cristianas.

Uno de los modos más notables en que lo epistémico se hace valer en los demás ámbitos de la vida es mediante la organización racional de ellos, que es a lo que convencionalmente damos el nombre de «burocracia», y que a su vez es el lugar común en el que convergen los tres ámbitos mencionados. Por eso, con el sistema administrativo de la modernidad la herejía, el cisma, el sacrilegio y la blasfemia podían ser gestionados burocraticamente en función de determinadas formulaciones epistémicas dogmáticas. Desde una hegemonía epistémica de ese tipo, con las nociones de herejía, cisma, blasfemia y sacrilegio muy bien definidas, la comunión con los otros o la exclusión de ellos es más fácil de determinar y tramitar, y si algunos grupos o individuos integran en sus creencias y prácticas algo prohibido su actitud es más fácilmente identificable y calificable como «heterodoxa» o «sincretista». Si además se considera que la posición propia es la única dotada de valor evangélico y soteriológico, entonces la exclusión de lo ajeno se ve legitimada por el deber moral y la revelación divina. Muy probablemente esto es algo que caracteriza las disputas entre católicos y protestantes desde Trento hasta el Vaticano n pasando por el Vaticano I y la controversia sobre la infalibilidad.

Si, en cambio, lo epistémico pierde su hegemonía cultural y pasa a adquirirla lo poiético en general, y en las religiones el centro de gravedad bascula de lo dogmático a lo litúrgico, la comunión con los otros o la exclusión de ellos es más difícil de determinar y tramitar. El culto, y en particular las celebraciones bautismales, iniciáticas, nupciales, catárticas, eucarísticas y funerarias son prácticas más visibles y más identificables intergrupal e interculturalmente que la identidad de las divinidades adoradas en cada grupo y cada cultura. Desde una clave más poiética que epistémica, la actividad de adorar tolera mejor la pluralidad que una definición doctrinal en un lenguaje muy formalizado, y en el Vaticano II esa tolerancia fue rechazada en una de sus modalidades bajo el nombre de «sincretismo» y proclamada en otra bajo la denominación de «ecumenismo». Esta noción, la de ecumenismo, me parece que es más típicamente posmoderna que moderna, y que está más presente en el CEC y el Código del 83 que en el CR y el Código de 1917.

La pregunta que hemos formulado antes podría sonar así ahora: ¿ha desembocado la autoconciencia cristiana en su forma posmoderna por influjo de la antropología y la filosofía, o más bien han desembocado la antropología y la filosofía en su forma posmoderna por influjo del cristianismo? Esta pregunta tiene respuestas múltiples, lo que percibe mejor formulándola de esta otra manera: Baudelaire, Kierkegaard, Dostoyevski, Nietzsche y Barth ¿tienen tendencia hacia la posmodernidad por causa de su peculiar modo de vivenciar el cristianismo, o tienden a esa peculiar vivencia del cristianismo por causa de su inclinación a la posmodernidad?

Es preferible que cada uno ensaye su propia respuesta a estas cuestiones. Por mi parte, creo que en el siglo xx los filósofos caen en la cuenta de que la hegemonía de lo epistémico en general y de la ciencia en particular había llegado a hacerse insostenible, y que por eso Heidegger y Wittgenstein despejan el camino para la autonomización de lo pragmático y lo poiético, con lo cual abren cauce para formas socialmente legitimables de religión y religiosidad. Tal vez esos cauces en antropología estaban bien abiertos desde Heródoto y desde Bernardino de Sahagún, que elaboraron su peculiar «interpretatio romana», o sea, su cuadro de equivalencias entre las potencias sagradas de diferentes culturas, dejando tendidos los puentes para el diálogo entre las creencias religiosas. Quizá en el ámbito de la antropología esos puentes no llegaron a cerrarse del todo, ni siquiera con Spencer, Frazer y Durkheim, aunque ciertamente en ellos es muy perceptible un racionalismo y un agnosticismo muy característicos de la modernidad.

Cuestión de estilos

No podemos decir que la autoconciencia cristiana posmoderna sea superior o inferior a la moderna, ni podemos decir que la comprensión y realización del cristianismo en clave poiética sea mejor que la que se alcanza en clave epistémica, y no podemos afirmar la superioridad de ninguna de esas dos realizaciones culturales del cristianismo sencillamente porque son inconmensurables, porque lo que se pierde de una perspectiva intentando comprenderla desde la otra es, insisto, incalculable. También resulta problemática es este punto la noción de «progreso y retroceso en la comprensión y realización del cristianismo», puesto que no coincide con la de «progreso y retroceso en la formulación de las proposiciones de fe en un lenguaje más formalizado y más preciso».

Pero si no se pueden medir dos formas de comprender -en orden a clasificar según una escala homogénea de menos a más-, ello no tiene por qué ser lamentable, porque no está nada claro que sea conveniente, útil o necesario para las culturas o las religiones. En cambio, si que se pueden comparar y contrastar dos modos de comprender, lo que sí resulta útil y conveniente, porque se obtiene una ganancia de comprensión para quien hace ese esfuerzo.

De modo que la cuestión es: ¿qué diferencia hay entre una autoconciencia cristiana epistémica y una poiética, entre una autoconciencia cristiana que se entiende a sí misma como católica y encarnada en la noción cientifista moderna de «sujeto trascendental» y una que se entiende a sí misma simplemente como católica?

Lo católico, lo particular y lo trascendental

Un «sujeto trascendental» de conocimiento es aquel en el que se cumple la reflexión requerida para todo conocimiento posible y toda libertad y responsabilidad posibles. Yo sé que sé, sé lo que he dicho y lo que he hecho, y acepto que se me juzgue por ello pidiéndome que responda, porque tengo el derecho y el deber de responder. Si uno no sabe lo que ha hecho, lo que ha dicho, y ni siquiera puede decir lo que sabe y lo que no sabe, no es y no puede ser subjetividad de ninguna clase, ni humana, ni divina, ni angélica o satánica, ni extraterrestre ni de ningún otro tipo, porque «ser subjetividad» significa «saber de sf’. Así lo definieron Descartes, Locke y Kant y así lo hemos aprendido después.

La crisis de la modernidad es, como se repite frecuentemente, una crisis de la noción sujeto, y la superación de esa crisis -se empieza también a decir cada vez con más frecuencia- es la «recuperación» del sujeto.

Entender el cristianismo en la clave epistémica del saber lleva frecuentemente a entender a Dios en clave de sujeto trascendental, proyectándolo, con ese modelo, a la forma de subjetividad absoluta, que es la que le dio la filosofía del idealismo alemán. En esa perspectiva, Dios aparece en primer lugar como omnisciente no solo respecto de sí, sino respecto de todos los seres humanos y del universo, y la omnisciencia se puede sobreentender inconscientemente en términos de conocimiento objetivo. Por lo cual, Dios puede ser vivenciado como el más obseso de los relojeros y, lo que es peor, como el más incómodo de los vigilantes. Y eso no aparece solamente en los escritos de Nietzsche o Sartre. Aparece también en expresiones del lenguaje ordinario de la piedad cristiana, y en relatos de conversos del cristianismo al islam o al budismo: el Dios del islam y el que veneran los seguidores de Buda resultan amables para algunos conversos entre otros motivos precisamente porque no es sujeto cognoscente.

Por supuesto, se puede argumentar que el Dios cristiano tampoco lo es y hay suficiente base para hacerlo. En primer lugar, por que no podemos saber el significado de «reflexión cognoscitiva completa» o el de sujeto absoluto. Se trata de un modelo conceptual cuya proyección al infinito no nos proporciona ningún conocimiento de algo comprensible. La glosa de Tomás de Aquino a Proclo según la cual «redire ad essentiam suam reditione completa nihil aliud est quam rem subsistere in seipsa» alude a que la reflexión cognoscitiva tiene que darse en una sustancia, pero no indica que haya entre substancia y sujeto una identidad tal que podamos comprenderla ni, mucho menos, realizarla. Puede también entenderse que alude más bien a la diferencia insalvable en términos cognoscitivos entre substancia y sujeto, entre vida y conciencia y entre ser y conocer.

Por eso, en segundo lugar, se puede sostener que el Dios cristiano no es sujeto cognoscente en cuanto que en él el ser tiene primacía sobre el conocer, y en cuanto que no obstante su identificación hay una cierta diferencia, expresada precisamente en la fórmula según la cual Dios es una sustancia pero tres sujetos (tria hypóstasis).

Los teólogos saben bien que la dogmática trinitaria se ha elaborado unas veces partiendo de la unidad de la substancia y otras de la trinidad de las personas, y que cada una de esas vías abre unos cauces de comprensión de aspectos que resultan opacos desde la otra. Los filósofos sabemos que la subjetividad humana o la identidad personal no comparece lo mismo si se las aborda desde la reflexión cognoscitiva (en la cual propiamente el «yo» no comparece) que si se las aborda desde la reflexión volitiva o desde la substancialidad vital.

Ése es el tipo de razones por las que, por mucho que se proclame que la crisis de la modernidad ha de superarse «recuperando» al sujeto, o haciendo volver al Dios cristiano, esas son propuestas inanes si antes no se pregunta: ¿a qué sujeto hay que recuperar? ¿al sujeto trascendental? ¿al sujeto de la reflexión intelectiva? ¿al que se disuelve en la substancialidad viva shopenhaueriana o freudiana? y también ¿a qué Dios cristiano hay que apelar? ¿al que es sujeto cognoscente? ¿al que es substancia viva? ¿al que es poder absoluto?

Creo que la autoconciencia cristiana moderna está trenzada con la concepción moderna del sujeto trascendental de tal modo que eso le lleva a entender la catolicidad en términos de una universalidad en la que hay poco espacio para la concepción y las prácticas del ecumenismo. Y también creo que la diferencia más neta entre la noción de sujeto trascendental e iglesia cristiana particular estriba en que una iglesia cristiana particular no cree que el Dios cristiano sea un sujeto trascendental en el sentido en que lo es el Dios Absoluto del Idealismo alemán. Por otra parte, pienso que la autoconciencia cristiana posmoderna no está trenzada con la noción de sujeto trascendental ni con las prácticas implicadas en ella, y que, por tanto, su comprensión de la «catolicidad» no tiene esas interferencias. Naturalmente, la comprensión posmoderna de la catolicidad está mediada por otros factores culturales a los cuales la reflexión no alcanza, precisamente porque son factores que están teniendo su expresión en el presente y la tendrán más perceptiblemente en el futuro, es decir, cuando el futuro pertenezca al pasado.

Entiendo que en el CEC, el adjetivo «católico», cuando se aplica a una iglesia particular significa que esa iglesia (por ejemplo, la diócesis de Badajoz o la de Mombasa): a) tiene un mensaje que convoca a todo el género humano y a toda la creación; b) posee la plenitud o la totalidad de la revelación y de la realidad divina que se encuentra en Jesucristo; y c) posee todo lo necesario y suficiente para la salvación, y es por eso la única iglesia universal, católica.

Entiendo que este sentido de lo católico permite comprender una unidad, una comunión y un fundamento para todas las iglesias particulares cristianas, que es diferente de la que la noción de sujeto trascendental proporciona a las ciencias particulares y a la filosofía. No he analizado esa diferencia suficientemente, como para exponer aquí sus implicaciones, pero sí lo bastante como para poder decir que la noción de sujeto trascendental proporciona a los saberes la unidad de un orden epistémico que es postulado y problemático, y que la catolicidad proporciona a la pluralidad de iglesias una unidad de un orden más vital y substancial que epistémico.

Porque lo que la catolicidad significa es que no hay más oferta de salvación, más universalidad y más divinidad en una iglesia particular que en otra, de un modo análogo a como los antropólogos dicen que no hay más plenitud humana o verbal en una cultura que en otra, y de un modo que diverge de la tesis ilustrada según la cual hay una línea de progreso intelectual y moral en la historia universal que permite clasificar en una escala jerárquica las culturas, las religiones y las iglesias.

Un estilo cristiano «postmoderno»

Para retomar de nuevo la tesis anunciada al principio, puedo añadir que si en la modalidad posmoderna de la autoconciencia cristiana no hay un influjo mutuo entre la antropología contemporánea y el cristianismo, al menos se puede decir ambas acontecen en la misma longitud de onda cultural o, si se me permite otra metáfora, en el mismo meridiano histórico.

Y todavía quiero insistir en una precisión: repito que no he pretendido decir que la autoconciencia cristiana posmoderna y la realización posmoderna del cristianismo sean superior a la ilustrada, entre otras cosas porque la comprensión y realización posmoderna del cristianismo aún tienen que producirse, mientras que la moderna ya se ha producido y pertenece al pasado. El intento de comprender la autoconciencia cristiana posmoderna se apoya desde luego en la comprensión de la moderna, pero no constituye una refutación de ella aunque permita captar sus limitaciones. No es y no puede ser una refutación de la autoconciencia cristiana moderna porque, como dice Heidegger en la Carta sobre el Humanismo, es un despropósito pretender refutar un pensamiento que ha sido existencia y vida, y eso es lo que son las grandes creaciones de la historia del pensamiento filosófico. La pretensión de refutar la modernidad y el cristianismo moderno sería tan ridicula como la pretensión de refutar San Petetsburgo, refutar el latín, el imperio otomano, el cristianismo carolingio o el visigótico.

El siglo XVIII produjo las grandes construcciones de la teodicea y el siglo x las del arte románico, a la vez que daba al cristianismo la estructura organizativa del viejo imperio romano. Si el gótico y el barroco son inconmensurables, ello no significa que uno sea la refutación del otro, que ambos carezcan de valor, o que sus valores sean ignotos o incomprensibles. Significa que no se puede construir una escala para la homogeneización de esos valores, que no podemos comprender ni el cristianismo ni tampoco a la especie humana o al género humano. Ésta es la tesis sostenida por la antropología contemporánea respecto de lo humano y por el cristianismo contemporáneo respecto de la religión cristiana, cualquiera que haya sido su influjo mutuo.

Por supuesto, quien solamente comprenda el cristianismo según la modalidad de la autoconciencia moderna no podrá vivirlo ni trasmitirlo más que según esa modalidad, lo que le llevará a las formas de exclusiones y condenas típicamente modernas y -probablemente- también a las formas de angustia y catastrofismo de quien siente que vive en un universo que ha pasado, que ha concluido su ciclo. Pero si los universos culturales postmodernos se corresponden con lo que he descrito, también la autoconciencia cristiana moderna podrá persistir, -como una forma particular de comprensión y realización del cristianismo- junto a tantas otras. En un intento de balance al fin del milenio, esta última tesis podría ser parte del saldo que arroja el intercambio entre el cristianismo y la antropología.