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Gonzalo Celorio Blasco. Director de la Academia Mexicana de la Lengua, editor, ensayista, narrador, catedrático y crítico literario mexicano. De 2000 a 2002 fue director del Fondo de Cultura Económica. Celorio es doctor en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).


Avance

La Universidad Internacional de La Rioja (UNIR) ha investido en el Monasterio de San Millán de la Cogolla a sus primeros doctores honoris causa: Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española y presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE); Juan Carlos Vergara Silva, director de la Academia Colombiana de la Lengua; Susana Cordero de Espinosa, directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua; y Gonzalo Celorio Blasco, director de la Academia Mexicana de la Lengua. El solemne acto ha sido presidido por el rector de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), José María Vázquez García-Peñuela. Ofrecemos a continuación el discurso de Gonzalo Celorio Blasco. Las negritas son nuestras.


Artículo

San Millán de la Cogolla. Ese nombre ha resonado en mis oídos, con fervor lírico, desde que era un bisoño estudiante de primaria. Mi maestro nos leía en voz alta alguno de los Milagros de Nuestra Señora, compuesto por un poeta que, para mi orgullo entre infantil y promisorio, me había prestado su nombre de pila: Gonzalo de Berceo; un poeta que había tenido la sencillez y la gracia de prescindir del culto latín y escribir en román paladino para fablar con su vecino y compartir con él un vaso de bon vino.

Varias veces he visitado este venerable monasterio que guarda las primeras manifestaciones escritas que se conocen de nuestra lengua milenaria, pero nunca imaginé que un feliz día como hoy estaría precisamente aquí para ser investido como doctor honoris causa por la Universidad Internacional de La Rioja, que lleva en su nombre dos condiciones que no siempre caminan juntas: la modernidad internacionalista de su vocación y la profunda raigambre de la historia de la que es depositaria. Y en su acrónimo, UNIR, el desiderátum de su misión.  

Agradezco de corazón este honrosísimo nombramiento. 

Dedicaré mi breve alocución a esbozar tres ideas relativas a la trascendencia de la lengua española y su literatura en Hispanoamérica, correspondientes a otros tantos momentos de su expansiva historia: la Conquista, la Independencia y la actualidad. 

Uno

Suele decirse que la española es la lengua de la Conquista. Sí, qué duda cabe. Llegó al Nuevo Mundo con las carabelas colombinas. Como resultado del proceso de incorporación de América al repertorio de ideas y de valores en que se sustenta la cultura hispánica, acabó por implantarse en los dominios españoles de ultramar como lengua dominante frente a la ingente variedad de lenguas originarias que había, y sigue habiendo, en los países americanos. También suele asociarse la castellanización con la política imperial española. Habría que matizar ambos asertos.

Sabemos, como lo precisó Darío Villanueva en el homenaje a Antonio de Nebrija en el quinto centenario de su muerte, que el precursor de los estudios gramaticales de nuestro idioma no se refería a la castellana, sino al latín, cuando dijo que «la lengua siempre fue compañera del Imperio». Empero, la lengua de Castilla, tras la conquista espiritual en que la Corona sustentó la legitimidad de su conquista política, terminaría sobreponiéndose, al cabo del tiempo, a las innumerables y muy diversas lenguas originarias que han convivido con ella, generalmente en condiciones de marginalidad, cuando no han desaparecido por completo del mapa lingüístico americano. 

Hay que decir, sin embargo, que la conquista espiritual se llevó a cabo principalmente en lenguas indígenas, que los misioneros se vieron precisados a aprender para sembrar la palabra de Dios en esta viña sin cultivo, como definían su misión evangélica.

Lo cierto es que, a principios del siglo XIX, cuando tienen comienzo las revoluciones de independencia en la América española, eran relativamente muy pocos los hablantes de español en la inmensidad del continente americano. Santiago Muñoz Machado proporciona una información de enorme relevancia:

[…] en aquel momento del inicio de la separación, solo hablaban castellano tres millones de habitantes. Serán las nuevas naciones las que concluirán las políticas expansivas del castellano. 

Tal dato revela que la castellanización fue más un proyecto de las flamantes naciones que lo que había sido durante la dominación española, vacilante y aun contradictoria en la política lingüística que adoptaron los Austrias y los Borbones con respecto a sus posesiones ultramarinas.

Los gobiernos republicanos de Hispanoamérica vieron en la lengua española la condición necesaria para configurar sus respectivas nacionalidades. Muchos de ellos consideraron que las lenguas indígenas constituían un obstáculo que había que superar para cumplir tal objetivo. Más que de la Conquista, la española es, pues, la lengua de la Independencia.

Dos

Asombra la unidad que la lengua española ha mantenido en el inmenso territorio donde se habla.

No hay mayores problemas de comunicación en el español hablado en ambos hemisferios ni en los 12 000 kilómetros que en línea recta van desde el Río Bravo hasta la Tierra del Fuego en la región antártica del continente americano. Y vaya que en este caso la lengua se topa con una intrincada geografía —altas cordilleras, caudalosos ríos, inmensos desiertos, selvas inexpugnables— que podrían haber propiciado su fracturación.

Con una evolución natural a lo largo de mil años, la mitad de los cuales han transcurrido también en América, la lengua española ha mantenido su unidad esencial hasta nuestros días.

Tras las revoluciones de independencia, algunos pensadores temieron que al español le ocurriera lo mismo que al latín, que se fragmentó en varias lenguas diversas, ininteligibles entre sí. Es famosa la polémica de 1842 que en torno al idioma sostuvieron en Santiago de Chile el gramático y poeta venezolano Andrés Bello y el escritor y político argentino Domingo Faustino Sarmiento. Bello, autor de una célebre gramática de nuestra lengua, consideraba que era fundamental mantener la unidad lingüística y, para ello, pugnaba por que los hispanoamericanos observáramos las normas propias de la lengua dictadas desde España y adoptáramos como modélicas las obras de los grandes escritores peninsulares. Su posición conservadora se topó con el pensamiento independentista de Sarmiento. El autor de Facundo. Civilización y barbarie creía que la emancipación cultural de los países recién liberados debía manifestarse en el idioma, y le otorgaba al pueblo la absoluta autoridad de la expresión lingüística: «La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma», escribió. 

La famosa polémica Bello-Sarmiento se replicó en varios países hispanoamericanos.

Ahora, al cabo de los años, podríamos decir que aquellas disputas fueron meros pleitos de familia, puesto que el idioma español no se ha subdividido en varias lenguas neoespañolas en Hispanoamérica, donde ha mantenido su unidad sin perjuicio de sus variantes geográficas, que, lejos de corromperlo, lo han enriquecido. A ello han contribuido decisivamente la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, integrada por 23 instituciones hermanas establecidas en cuatro continentes, que velan por la unidad de la lengua al tiempo que registran, estudian y valoran sus variantes dialectales.

Tres

Cuándo la literatura mexicana deja de ser española es un enigma digno de Zenón de Elea, decía Alfonso Reyes. En el largo proceso de emancipación cultural que siguió a la independencia política, los escritores hispanoamericanos se enfrascaron en controvertidas discusiones a propósito del destino de nuestras letras. Si nuestra literatura había sido articulada en español desde hacía más de tres siglos, y las lenguas indígenas habían sido marginadas de la expresión escrita, no podía haber una ruptura radical con respecto a la lengua española y su tradición literaria, a la que pertenecíamos. A ella, además, habían contribuido con sus obras muy notables escritores: desde el Inca Garcilaso de la Vega en el Perú del siglo XVI hasta Francisco Xavier Clavijero en el exilio al que fueron conminados los jesuitas ilustrados del Siglo de las Luces, pasando por Juan Ruiz de Alarcón y sor Juana Inés de la Cruz en la Nueva España del barroco. Por otra parte, el español había adquirido en el Nuevo Mundo formas de expresión propias, distintas a las peninsulares, que, con la Independencia, cobraron rango de emancipación cultural. Así, al lado de un purismo conservador en el que nuestros gramáticos llegaron a ser más papistas que el papa y se dedicaron a poner puntos y comas a la inspiración poética, como se quejaba Rubén Darío al finalizar el siglo XIX, surge una literatura que se solaza en la exaltación de las diferencias con respecto al español europeo y que no tiene empacho en introducir, como signo de libertad, palabras y expresiones locales, muchas veces procedentes de las lenguas indígenas. Esta actitud, afín al espíritu nacionalista, se manifiesta especialmente en la novela, que es el género que más se identificó con la emancipación literaria, pues durante todo el periodo colonial no se produjo en América ninguna obra que pudiera considerarse como tal. No deja de ser significativo que la primera novela escrita en el continente americano date de tiempos independentistas: El Periquillo Sarniento del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, publicada en 1816. Más que un género literario, la novela es un género libertario.

Hasta mediados del siglo XX, nuestra narrativa se empeñó en apropiarse verbalmente de la realidad americana: de su naturaleza indómita y bravía, de las costumbres de sus poblaciones, de sus problemas sociales y políticos —la explotación, la pobreza, los vicios, las sublevaciones, las invasiones extranjeras. 

Con el llamado Boom de la narrativa hispanoamericana en la década de los sesenta del siglo pasado, nuestras manifestaciones narrativas se dieron a entender con plenitud en todo el orbe panhispánico y dejaron una impronta significativa en la literatura española peninsular. Fue otro retorno de las carabelas, como José Enrique Rodó llamó a la influencia del modernismo hispanoamericano en la poesía de las generaciones del 98, que llegó hasta la del 27. Ciertamente ya se había atemperado en Hispanoamérica la exaltación nacionalista, pero ello no implicó que los novelistas abandonaran las peculiaridades locales de sus referentes. Antes bien les confirieron universalidad, merced a la hondura de su tratamiento, a la amplitud de su proyección y a la extraordinaria calidad literaria de sus obras. Más allá de nuestras diferencias históricas, culturales, sociales, pero también gracias a ellas, la literatura de nuestra lengua propició tanto el descubrimiento como la configuración de una identidad panhispánica que trasciende las fronteras nacionales.

En su constante trasiego de un país a otro, las palabras, las expresiones, las modalidades lingüísticas y las realidades referenciales propias de cada una de las obras literarias que conforman la riquísima literatura de lengua española han ido encontrando una comprensión, un respeto e incluso una simpatía cada vez más generales en el ámbito hispanoparlante para beneficio tanto de la diversidad como de la unidad de nuestra lengua y de su expresión literaria.

Termino con unas palabras tautológicas de Pablo Neruda que hablan de las palabras:

Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos […] Se llevaron el oro y nos dejaron el oro…Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras


Crédito de la imagen: Americae Retectio (Descubrimiento de América), un grabado de Jan Galle de aproximadamente 1615. La escena muestra a Américo Vespucio despertando a una indígena americana. Trasfondo: flora y fauna americana y algunos indígenas caníbales en la distancia. El dibujo original es obra de Johannes Stradanus o van der Straat, un artista flamenco que pasó gran parte de su vida en Florencia. Foto: © Wikimedia Commons


Otros artículos con ocasión de la investidura de doctores honoris causa de UNIR:

Susana Cordero de EspinosaLa lengua de Ecuador: diminutivos y cortesía

Juan Carlos Vergara Silva: Colombia y su contribución a la lengua común

Santiago Muñoz Machado: La legislación, difusora del castellano

Director de la Academia Mexicana de la Lengua, editor, ensayista, narrador, catedrático y crítico literario mexicano. De 2000 a 2002 fue director del Fondo de Cultura Económica. Celorio es doctor en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).