Tiempo de lectura: 10 min.

Javier Martínez-Torrón. Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense (Madrid), vicepresidente de la Sección de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y presidente del ICLARS (International Consortium for Law and Religion Studies).


Avance

Muchos actores jurídicos de relieve no acaban de comprender la importancia que tiene la libertad de pensamiento, conciencia y religión, señala Javier Martínez-Torrón en este artículo. Según él, «se trivializa el papel que la religión o las creencias —de las que procede el juicio individual de conciencia— desempeñan en la vida de las personas, sin advertir que definen una parte esencial de la propia identidad». A ello se une la pluralidad religiosa y ética que caracteriza hoy a las sociedades occidentales, y el intervencionismo creciente del Estado y la legislación en nuestras vidas. 

Martínez-Torrón subraya que «poner el acento en la exención sugiere la existencia de un privilegio o una anomalía», y no cree que los objetores de conciencia sean una «anomalía humana» o busquen un trato privilegiado. Los conflictos entre conciencia y ley «normalmente afectan a una minoría de personas que tienen planteamientos morales que difieren de los de la mayoría. Presumir que esas personas son “anormales” implica un prejuicio incompatible con la noción contemporánea de derechos humanos».

El profesor Martínez-Torrón aclara que las opciones religiosas y éticas se presentan a la persona como algo imperioso, «dotado de fuerza coercitiva interna; algo a lo que debe obedecerse». Ese es precisamente el sentido de la libertad de religión y creencia: garantizar la autonomía de cada persona para determinar qué verdades ha de aceptar y qué valores morales debe respetar, «sobre la base de que el Estado no está legitimado para imponer una verdad o una moral uniformes a sus ciudadanos».

Las opciones religiosas y éticas no son accidentales o prescindibles. Son parte esencial de la identidad de las personas. No solo definen cómo podemos actuar, sino quiénes somos, señala el autor. Más aún: los conflictos entre conciencia y ley no son causados habitualmente por personas que menosprecian el Estado de derecho o carecen de conciencia cívica. Al contrario, esos conflictos surgen precisamente en «personas con integridad moral, que no intentan infringir o evadir las leyes del Estado, sino que desean que la ley pueda acomodar o integrar su sistema de creencias y valores, para no verse condenados a un terrible dilema: actuar ilegalmente o renunciar a una parte esencial de lo que son —su conciencia».

Lo anterior no quita para que la objeción de conciencia pueda rechazarse en una sociedad democrática si hay alternativas que permiten conciliar el interés público perseguido por la ley, «con el interés —que es también público— para proteger la libertad de conciencia de quienes se oponen a cumplir con esa ley por graves motivos morales». «La dimensión externa de la libertad de conciencia —comportarse de acuerdo con el propio juicio moral— no es un derecho absoluto». Por ello, las situaciones de objeción de conciencia han de tratarse como cualquier otra situación de conflicto entre intereses jurídicos legítimos: mediante un proceso de ponderación. Martínez-Torrón compara este campo con el de la libertad de expresión: «Se protege no por estar de acuerdo con las ideas que alguien expresa, sino porque la pervivencia de una sociedad democrática depende de la posibilidad del libre intercambio de ideas en la esfera pública».

Por último, apunta que la multiplicación de conflictos entre conciencia y ley es probablemente síntoma «de un fracaso del legislador, cuando rehúsa o es incapaz de percibir la dimensión ética de las reglas jurídicas, de tener en cuenta la diversidad religiosa y ética de la sociedad, y de adoptar un planteamiento verdaderamente inclusivo que prevenga, o al menos minimice, la posibilidad de que los ciudadanos que valoran su propia conciencia encuentren moralmente imposible obedecer algunas prescripciones legales».


Artículo

Un problema en aumento

Una de las características de las sociedades contemporáneas es la abundancia de situaciones en que se produce una incompatibilidad entre las obligaciones —o prohibiciones— que impone una ley y los deberes que impone a la persona su conciencia moral. Es lo que se ha llamado expresivamente un «big bang» de las objeciones de conciencia (Navarro Valls), que afloran en muy variadas áreas, algunas de especial relevancia moral objetiva, como la protección de la vida humana, o la educación religiosa y moral de los hijos. No es algo que afecte sólo a quienes tienen creencias religiosas, sino a cualquier persona que se tome en serio su conciencia

A primera vista, esa proliferación de conflictos podría resultar sorprendente en sociedades que proclaman la protección de los derechos humanos como una de sus prioridades indiscutibles. Sin embargo, una mirada más atenta permite descubrir algunos factores que propician el problema. Uno es el hecho de que muchos actores jurídicos de relieve no acaban de comprender la importancia que tiene la libertad de pensamiento, conciencia y religión: se trivializa el papel que la religión o las creencias —de las que procede el juicio individual de conciencia— desempeñan en la vida de las personas, sin advertir que definen una parte esencial de la propia identidad. A ello se une la pluralidad religiosa y ética que caracteriza hoy a las sociedades occidentales, y el intervencionismo creciente del Estado y la legislación en nuestras vidas. 

Las siguientes ideas no son un intento de abarcar de manera completa la complejidad de las cuestiones que plantean los conflictos entre conciencia y ley. Simplemente tratan de hacer notar algunos aspectos a los que, en mi opinión, no siempre se presta suficiente atención en los debates jurídicos y políticos.

Adoptar la perspectiva correcta

No pocas veces, la cuestión de cómo deban tratarse jurídicamente las objeciones de conciencia se aborda desde la perspectiva de si debe o no concederse una exención del cumplimiento de obligaciones legales a quienes tienen graves escrúpulos morales para aceptar esas obligaciones, ya sea con fundamento en una doctrina religiosa determinada o en principios éticos personales basados en convicciones teísticas o ateísticas. Implícita o explícitamente, se apunta que el principio de igualdad ante la ley requeriría un tratamiento excepcional, y restrictivo, de esa clase de exenciones.

Se trata, a mi entender, de una perspectiva equivocada. Poner el acento en la exención sugiere la existencia de un privilegio o una anomalía, y no creo que los objetores de conciencia sean una “anomalía humana” o busquen un trato privilegiado. Los conflictos entre conciencia y ley normalmente afectan a una minoría de personas que tienen planteamientos morales que difieren de los de la mayoría. Presumir que esas personas son «anormales» implica un prejuicio incompatible con la noción contemporánea de derechos humanos. Si lo comparamos con otras características que definen la identidad de las personas o su modo de vida, casi nadie aceptaría esa supuesta «anomalía» como una premisa desde la que partir para abordar las cuestiones que plantean las minorías que tienen una particular orientación sexual, origen étnico, o deficiencias físicas. Todo lo contrario: asumimos que es importante organizar la sociedad, y el ordenamiento jurídico, de manera que esas características identitarias sean tenidas en cuenta, y que esas personas no sean excluidas o tratadas como ciudadanos de segunda clase («anómalos»).

Por otro lado, para adoptar una perspectiva jurídica adecuada en estas situaciones no deben olvidarse dos cosas. En primer lugar, que la libertad de pensamiento, conciencia y religión forma parte del derecho aplicable en la mayoría de países del mundo, no sólo en España. Es una libertad reconocida y garantizada por los instrumentos del derecho internacional, así como por casi todas las constituciones nacionales, con una u otra terminología. Esta libertad comprende no sólo el derecho de elegir las propias creencias, religiosas o no, sino también el derecho de comportarse conforme a ellas; es decir, el derecho de actuar siguiendo las reglas conducta dictadas por la propia conciencia moral (así lo ha dicho reiteradas veces en España el Tribunal Constitucional, pese a que la Constitución no use explícitamente el término «libertad de conciencia» en su artículo 16). Por eso, en realidad, más que hablar de conflictos entre conciencia y ley, sería más preciso hablar de conflictos entre ley y libertad de conciencia (que es también parte de la ley, y además una parte cualificada).

    En segundo lugar, no debe trivializarse el derecho de libre elección en materia de religión y valores éticos, como si cambiar de religión o creencias fuera algo que puede hacerse fácilmente y sin consecuencias. Para las personas íntegras, las creencias no son una «libre elección» al modo como uno elige alguno de los productos que se ofrecen en un supermercado. Las opciones religiosas y éticas se presentan a la persona como algo imperioso, dotado de fuerza coercitiva interna; algo a lo que debe obedecerse. De hecho, este es precisamente el sentido de la libertad de religión y creencia: garantizar la autonomía de cada persona para determinar qué verdades ha de aceptar y qué valores morales debe respetar, sobre la base de que el Estado no está legitimado para imponer una verdad o una moral uniformes a sus ciudadanos. Por ello, las opciones religiosas y éticas no son accidentales o prescindibles. Son parte esencial de la identidad de las personas. No sólo definen cómo podemos actuar, sino quiénes somos.

    Ni la libertad de conciencia es un privilegio ni las leyes del Estado son éticamente neutrales 

    Lo anterior permite entender que quienes demandan que su deber de cumplir la ley sea compatible con sus convicciones religiosas y morales no reclaman un privilegio sino solamente que se reconozcan las consecuencias prácticas de un derecho fundamental: la libertad de conciencia. Los ciudadanos han de poder tener la expectativa de que el legislador tomará en cuenta los valores morales de la entera sociedad y no únicamente los de la mayoría. De la misma manera que quienes padecen limitaciones físicas deberían poder esperar razonablemente que la planificación urbana o el diseño del acceso a lugares públicos se lleve a cabo de modo que una persona en silla de ruedas o privada de la vista pueda moverse con normalidad y sin problemas. No se trata de obtener privilegios, sino de confiar —y en su caso exigir— en que los poderes públicos admitan la diversidad religiosa y de creencias, y adopten una actitud inclusiva hacia la discrepancia moral existente en la sociedad.

    Además, es importante entender que los conflictos entre conciencia y ley no son causados habitualmente por personas que menosprecian el Estado de derecho o carecen de conciencia cívica. Al contrario, esos conflictos surgen precisamente en personas con integridad moral, que no intentan infringir o evadir las leyes del Estado, sino que desean que la ley pueda acomodar o integrar su sistema de creencias y valores, para no verse condenados a un terrible dilema: actuar ilegalmente o renunciar a una parte esencial de lo que son —su conciencia.

    A este propósito, debemos recordar que las leyes del Estado tienen raíces éticas, las cuales serán más o menos visibles dependiendo del tipo de normas. Tienen su fundamento, más próximo o remoto según los casos, en ciertos valores morales, que son normalmente los aceptados por la mayoría social. No resulta sorprendente, por ello, que puedan darse conflictos entre los valores que inspiran una determinada ley y los valores que guían la vida de personas que mantienen posiciones morales minoritarias en esa sociedad, sobre todo si el legislador no ha sido suficientemente sensible para identificar esas posiciones minoritarias y hacer todo esfuerzo posible por acomodarlas en lugar de proscribirlas —explícita o implícitamente— como ilegítimas o antisociales. De hecho, en general puede afirmarse que la posibilidad de conflictos entre conciencia y ley tiende a aumentar cuando se dan dos circunstancias. Por un lado, cuando la norma en cuestión posee directa e inmediata relevancia moral —por ejemplo, las leyes con impacto directo en la tutela de la vida humana, como aquellas que imponen el servicio militar, permiten la pena de muerte, o liberalizan el aborto y la eutanasia. Y por otro lado, cuando falta una actitud inclusiva por parte de legisladores y gobiernos respecto a las minorías, lo cual puede traducirse en discriminación de personas y grupos.

      Las legítimas limitaciones a la libertad de conciencia 

      Cuanto se ha dicho hasta ahora no debe interpretarse en el sentido de que, en una situación de conflicto entre norma legal y libertad de conciencia, esta última haya de prevalecer. La reacción jurídica en esos casos debe estar inspirada por dos elementos. Primero, es esencial reconocer que existe una limitación al derecho fundamental de libertad de conciencia, o una discriminación por causa de la religión o la creencia, incluso si la norma legal en cuestión se aplica de igual modo a personas de cualquier religión o creencia y es, por tanto, considerada “neutral” (en realidad, como se ha indicado antes, ninguna norma jurídica es en rigor éticamente neutra). Segundo, no debe perderse de vista que toda restricción de la libertad de conciencia ha de ser justificada como necesaria, sin presumir que el mero hecho de una norma legal restrictiva constituye de suyo una justificación necesaria; al contrario, es la imposición legal de esa restricción la que debe ser justificada.

      A este respecto, es muy acertado el criterio utilizado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en un caso de objeción de conciencia al servicio militar (sentencia de Gran Sala Bayatyan c. Armenia, 2011): la existencia o no de alternativas viables y efectivas a la solución impuesta por la norma restrictiva. Si hay alternativas que permiten conciliar el interés público perseguido por la ley con el interés —que es también público— en proteger la libertad de conciencia de quienes se oponen a cumplir con esa ley por graves motivos morales, la restricción no puede considerarse «necesaria en una sociedad democrática», que es uno de los requisitos exigidos por el artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos para que una limitación a la libertad de conciencia resulte legítima. Sólo una vez que la verdadera necesidad de la restricción impuesta por la ley ha sido establecida es posible pasar al análisis de proporcionalidad de la medida restrictiva. Análisis que implica, entre otras cosas, dictaminar si se han reducido al mínimo posible las limitaciones a la libertad de conciencia (doctrina jurisprudencial de los least restrictive means, en Estados Unidos, y del minimal impairment, en Canadá). Es decir, si no queda más remedio que invadir el ámbito de la libre conciencia, invádase lo estrictamente imprescindible (y no lo que resulte más cómodo, o más barato, a los poderes públicos).

      Planteado el análisis jurídico de los conflictos entre conciencia y ley desde esta perspectiva, desaparece cualquier temor racional a que una tutela cuidadosa de la libertad de conciencia termine por desencadenar un caos jurídico, como ocasionalmente ha sugerido algún tribunal. La dimensión externa de la libertad de conciencia —comportarse de acuerdo con el propio juicio moral— no es un derecho absoluto. Por ello, las situaciones de objeción de conciencia han de tratarse como cualquier otra situación de conflicto entre intereses jurídicos legítimos: mediante un proceso de ponderación. Esa ponderación debe partir de una clara premisa: que la tutela de la libertad de conciencia de cada persona, por ser un derecho fundamental, constituye un interés público de la máxima importancia, y su garantía es responsabilidad del Estado y de la comunidad internacional. Existe obligación de proteger la libertad de conciencia de cada persona no porque se consideren razonables sus valores morales, sino porque la conciencia es un ámbito de autonomía personal que es en principio intangible, y las injerencias en él sólo son justificables por razones de estricta necesidad. Es lo mismo que sucede, por ejemplo, con la libertad de expresión: se protege no por estar de acuerdo con las ideas que alguien expresa, sino porque la pervivencia de una sociedad democrática depende de la posibilidad del libre intercambio de ideas en la esfera pública.

      Legisladores y tribunales

      En ultima instancia, la multiplicación de conflictos entre conciencia y ley es probablemente síntoma de un fracaso del legislador, cuando rehúsa o es incapaz de percibir la dimensión ética de las reglas jurídicas, de tener en cuenta la diversidad religiosa y ética de la sociedad, y de adoptar un planteamiento verdaderamente inclusivo que prevenga, o al menos minimice, la posibilidad de que los ciudadanos que valoran su propia conciencia encuentren moralmente imposible obedecer algunas prescripciones legales. 

      Si tal cosa sucede, los tribunales deben aceptar la responsabilidad de rectificar las deficiencias del legislador, y solucionar esos conflictos desde la perspectiva del conflicto entre derechos, mediante un proceso de ponderación que, según se ha indicado antes, tome como punto de partida la obligación de dar la máxima protección posible a la libertad de conciencia, y exija que toda restricción de esa libertad —también cuando es resultado de leyes “neutrales” que persiguen un fin legítimo— se justifique como estrictamente necesaria, y no sólo útil o conveniente.


      Crédito de la imagen de cabecera: La última oración de los mártires cristianos, óleo de Jean-Léon Gérôme. Foto: © Wikimedia Commons

      Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense (Madrid), vicepresidente de la Sección de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y presidente del ICLARS (International Consortium for Law and Religion Studies).