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FUNDAMENTOS CIENTÍFICOS

Las células vivas, tanto de organismos unicelulares como pluricelulares, adoptan diferentes estados funcionales, modificando tanto su fisiología como incluso su morfología. Todo ello se da en respuesta a estímulos externos e internos. Es algo inherente a su propio proceso vital. En muchos casos estos cambios funcionales son profundos, de manera que una misma célula se hace diferente. De ahí el término «diferenciación celular», para aludir al fenómeno, propio del desarrollo de muchos seres vivos pluricelulares que se caracterizan por tener una multiplicidad de órganos y tejidos distintos estructural y funcionalmente. Sus células, diferenciadas, tienen el mismo material hereditario, pero adoptan la forma morfológica y funcional— propia de cada una de sus partes distintas.

El término «células madre» nos remite a un concepto biológico característico de los organismos con diferenciación celular. Esa multiplicidad de órganos y tejidos tiene su origen en la existencia temporal de células que, al crecer y multiplicarse, son capaces de diferenciarse. La ontogenia de los mamíferos, así como de otros muchos seres vivos, descansa en la existencia de células madre, cuya actividad resulta crucial para configurar el organismo adulto. Como es sabido, cada mamífero individualmente deriva de una única célula, el cigoto, resultante de la fecundación de los gametos (óvulo y espermatozoide). El cigoto, la primera realidad corporal del organismo, se multiplica para dar lugar a una progenie celular, en la que las distintas células van adoptando esos estados funcionales diferentes, los que son propios de los distintos órganos y tejidos que van a conformar el organismo adulto.

El cigoto de cualquier mamífero, especie humana incluida, es, por tanto, la célula madre por excelencia. Si el organismo humano tiene unos 250 tipos celulares diferentes, porque distintas son las células cardiacas, hepáticas, musculares, nerviosas, etc., ello se debe a que el cigoto es capaz de generar toda esa progenie, integrada por diferentes estirpes que acaban configurando su cuerpo. La potencialidad del cigoto es máxima porque genera la totalidad de las células diferenciadas. Se dice que el cigoto es una célula totipotente; de hecho, no solo origina la totalidad de las células del embrión, después feto, sino también las de la placenta que engloba al nuevo ser durante la gestación.

Las células madre están dotadas de una potencialidad que les permite multiplicarse al tiempo que diferenciarse. Del cigoto, tronco común, van surgiendo distintas estirpes que en el curso del desarrollo originan linajes de células generadoras de esos órganos y tejidos. Todo ello se materializa en dos aspectos importantes: a) las células madre son fundamentales en el inicio del desarrollo, ya que, no solo el cigoto sino la totalidad de la progenie celular que origina en las primeras etapas tiene el carácter de células madre; y b) incluso en la vida adulta también son necesarias las células madre, pues muchos órganos y tejidos se han de regenerar a lo largo de toda la existencia biológica de un organismo. Pensemos, por ejemplo, en la sangre, un tejido integrado por diversos tipos de células cuya regeneración es continua mientras el organismo está vivo.

MANEJO EXPERIMENTAL Y POSIBLES APLICACIONES DE LAS CÉLULAS MADRE

Lo anteriormente descrito hace referencia a fenómenos biológicos ampliamente estudiados desde hace tiempo. Pero no hubiera tenido la relevancia bioética que a día de hoy alcanza de no haberse materializado los procedimientos experimentales que hoy permiten cultivar células madre en el laboratorio, incluso plantear su empleo en terapias de enfermedades de difícil tratamiento. Una vez más queda patente que no es el conocimiento sino la intervención biotécnica sobre el ser humano lo que plantea cuestiones sobre la moralidad determinadas actuaciones.

El manejo y cultivo de células de mamíferos en el laboratorio significa que el concepto de células madre se transforma en un concepto operativo, algo basado en las operaciones que sobre estas células se pueden llevar a cabo. Se habla de las células madre como aquellas que pueden cultivarse, incluso aquellas cuya diferenciación se puede dirigir en estos cultivos, controlando el tipo celular que originan mediante agentes bioquímicos. Es poco conocido el que el propio concepto de células madre se acuñó experimentando con células madre del organismo adulto, no con células derivadas de embriones. En la década de los sesenta, los investigadores canadienses McCulloc y Till formularon las ideas definitorias de lo que son las células madre, a partir de experimentación basada en trasplantes de médula ósea en ratones adultos.

Sin embargo, fue el manejo de cigotos y embriones de mamíferos, generados in vitro, en la década de los ochenta el que provocó la emergencia de un notable interés por este tipo de trabajo. A partir de embriones tempranos de ratón se pudo obtener con profusión células madre, cuyo cultivo en condiciones experimentales conducía a tipos celulares muy distintos. Llamaba la atención la variedad de tipos celulares que se obtenían en estos cultivos, identificadas por su morfología y su funcionamiento. Se podía concluir que las células madre, en estas etapas incipientes del desarrollo embrionario, mostraban una amplia y notable potencialidad. Si al cigoto se le puede calificar de totipotente, las células madre embrionarias se calificaban desde entonces como células pluripotentes. A la significación científica de estos hallazgos se añadía ya la propuesta de tratamientos regeneradores, de órganos o tejidos dañados por la degeneración patológica, que se podían presentar como verdaderamente fascinantes.

EL EMBRIÓN HUMANO COMO FUENTE DE CÉLULAS MADRE: ¿SE PUEDE INSTRUMENTALIZAR LA VIDA HUMANA EMBRIONARIA?

Pocos años después de lograr el manejo de células madre derivadas de embriones de animales de experimentación, en concreto en el año 1998, el investigador norteamericano Thompson publicaba un trabajo que ampliaba a los embriones humanos las posibilidades experimentales mencionadas anteriormente. Utilizando varios embriones, de los que se acumulan congelados en las clínicas de reproducción humana asistida, Thompson obtuvo cultivos de células madre pluripotenciales, capaces de generar una notable variedad de tipos celulares cuando eran cultivadas en el laboratorio. De inmediato se hicieron cábalas, naturalmente, acerca de la posibilidad de obtener, por ejemplo, neuronas o cardiomicitos para terapias de trastornos neurológicos o cardiacos. Thompson y sus colaboradores demostraban, asimismo, que esa pluripotencialidad se hacía patente también al trasplantar estas células a determinados animales de experimentación, ya que producían teratomas (tumores integrados por una variedad de tipos celulares). Pero, para muchos, este posible descontrol de las células pluripotentes trasplantadas no pasaba de ser un problema menor, que podría ser finalmente controlado con nuevos estudios.

Como en tantas ocasiones, la originalidad científica de los hallazgos de Thompson no suponía más que ampliar la experimentación con embriones de ratón a embriones de la especie Homo sapiens. Pero, estos trabajos, unidos a la publicación el año anterior de la clonación reproductiva del primer mamífero, la oveja Dolly, provocaban un intenso debate bioético que persiste hasta hoy. Las células madre, su estudio científico y sus posibilidades terapéuticas aparecen siempre en el contexto obligado de las referencias éticas que han de permitir valorar la moralidad de las intervenciones que se realizan, o que se proponen al menos como hipótesis a explorar.

El citado trabajo de Thompson había partido de varios embriones humanos previamente generados para la reproducción humana asistida mediante fecundación in vitro (FIV). De hecho, varios de los embriones utilizados se conservaban congelados, como ocurre con frecuencia en esta práctica, que suele producir más embriones de los que se utilizan. Otros habían sido donados por sus progenitores, nada más constituirse, para que fueran utilizados en esta experimentación. Recuerdo el impacto que me produjo saber, tal como revelaba la publicación por el análisis cariotípico, que tres de ellos eran del sexo masculino y los otros dos del femenino. Al margen del valor y la dignidad que cada cual atribuya a un embrión, de lo que no cabe duda es que el embrión es el comienzo de la existencia de cualquier ser humano. De ahí la relevancia ética de cualquier intervención que suponga utilizar embriones humanos para una experimentación que implique su destrucción.

Al final del siglo pasado, cuando emerge con fuerza la posibilidad de experimentar con embriones y obtener sus células madre, la práctica de la reproducción humana asistida mediante FIV estaba ampliamente introducida, gracias al desarrollo de una tecnología que había comenzado en 1978 con el nacimiento de lo que se llamó el primer bebé-probeta. Sin embargo, la deontología profesional, así como las legislaciones que algunos países habían aprobado, se basaban en la consideración de que el embrión humano era titular de una dignidad intrínseca, por considerarlo como una etapa propia de la vida de cualquier ser humano. Es cierto que la realización concreta de la técnica solía pasar por la creación de múltiples embriones cada vez que una pareja se sometía al tratamiento de fertilidad, de manera que muchos de ellos acaban no siendo utilizados, sino que se mantenían, y mantienen, en los congeladores de las clínicas. Sin embargo, a la hora de decidir y legislar sobre la cuestión no se admitía otra opción, para el embrión humano vivo generado mediante FIV, que su transferencia al útero de la mujer para la gestación.

Dos ejemplos de lo anterior resultan ilustrativos. El Convenio internacional sobre la biomedicina y los derechos humanos (Convenio de Oviedo) de 1997 y 1998, promovido por al Consejo de Europa, prohibía cualquier intervención sobre el embrión que no fuera para su propio beneficio. La legislación alemana, que aún continúa vigente, considera delito la creación de más de tres embriones por ciclo y exige que la totalidad de ellos sean transferidos, prohibiendo su congelación.

CÉLULAS MADRE: CIENCIA Y ÉTICA

En este mismo número, otros artículos dan cuenta de la situación de la investigación sobre células madre y sus perspectivas de aplicación, lo que se ha llamado medicina regenerativa. La evolución del campo ha sido tan rápida, que en 2013 están claras varias cosas. Primero, que las reservas de células madre del adulto (células multipotentes), incluidas las presentes en la sangre del cordón umbilical, tienen un notable potencial en terapias. Segundo, que las células madre embrionarias, tal como se cultivan y mantienen en el laboratorio, tienen escasas posibilidades de llegar a la clínica, como lo demuestra el que apenas hay algún ensayo clínico en marcha. Y, tercero, que el avance logrado por Yamanaka en 2006, que ya le ha valido el premio Nobel, por el desarrollo de las células pluripotentes inducidas (iPS, en siglas derivadas de la expresión en inglés), abre notables expectativas en la reprogramación de células del organismo adulto a estados de pluripotencialidad semejantes a los de la células madre embrionarias.

En esta ocasión, como quizá en otras muchas, se podría decir que el avance científico ha abierto posibilidades que hacen innecesarias, incluso inútiles, las prácticas destructivas de embriones humanos para experimentación. Algo que para muchos, hasta hace poco, resultaría imprescindible, como es el empleo de embriones para terapias de determinadas enfermedades, se tornaba más que dudoso. Pero el discernimiento bioético sigue siendo imprescindible, para lo cual es preciso volver sobre la cuestión de la experimentación con embriones humanos. Aparte de la obtención de células madre, la experimentación con embriones humanos, con los más variados propósitos, se sigue postulando. Además, no faltan quienes insisten en que la solución final de muchos problemas de salud sigue pasando por las células madre embrionarias.

Analicemos por tanto los fundamentos bioéticos con los que enfocar esta cuestión. El influyente filósofo Jürgen Habermas, el máximo exponente de la ética del discurso, se adentró en este debate (J. Habermas, El futuro de la naturaleza humana, ¿hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona, 2001) descolocando sin duda a muchos de sus discípulos. Para Habermas, la ética del discurso no debía significar que cualquier argumento tenga el mismo peso, es misión de cada cual no solo buscar el acuerdo, sino formular aquellos argumentos que realmente puedan fundamentarse adecuadamente. Desde una óptica por completo aconfesional, plantea una racionalidad instrumental para resolver los conflictos, sin renunciar a la universalidad de los principios y la autonomía del hombre. Y opta claramente por proponer que el embrión humano constituye una etapa de la existencia de todos los individuos de la especie, rechazando lo que llama «engendramiento de embriones» con reservas. Hay, en todo caso, una propuesta basada en la realidad biológica del embrión, como algo a tener en cuenta a la hora de razonar sobre las obligaciones éticas que de esa realidad se derivan. Desde un discurso postmetafísico no cabe duda, por tanto, que pueden darse planteamientos éticos deontologistas, en los que inspirar la moralidad de determinadas intervenciones sobre la vida humana, incluida la etapa embrionaria. Una ética basada en los principios no puede prescindir las realidades sobre las que reflexiona, para establecer la forma del bien obrar.

Contrariamente, se prodiga en este debate una argumentación fundamentalmente utilitarista que entronca con las corrientes que postulan un debilitamiento de la realidad. El pensamiento débil, como aproximación posmoderna que limita la realidad a la interpretación que de ella queramos hacer, niega la existencia de una verdad que quepa ser admitida con carácter general. Al mismo tiempo sirve de apoyo a una bioética que hace posible instrumentalizar cualquier realidad en bien de beneficios reales o supuestos. La intensidad con la que se han repetido los beneficios que, con seguridad para algunos, se habrían de derivar de la experimentación con células madre como único camino para la curación de algunas enfermedades hasta ahora intratables, llevaba a descalificar a quienes expresaran alguna reserva sobre estos tratamientos y sobre el manejo utilitarista de la vida humana embrionaria. Sirva de ejemplo la crítica que formula Vattimo, el filósofo del pensamiento débil, a Habermas por proponer el «redescubrir la naturaleza humana para basar en ella normas de bioética» (G. Vattimo, Adiós a la verdad, Gedisa, Barcelona, 2010).

Esta cita del pensador italiano plantea los términos del debate actual, ¿se tienen que plantear nuevas normas?, ¿hacia dónde se ha de dirigir la bioética?, ¿cabe reclamar una reflexión filosófica (ética) sobre el bien obrar en la nueva situación?, ¿es legítimo redefinir la naturaleza del hombre?, ¿cabe una nueva definición de la persona? Y, sobre todo, ¿puede ser la naturaleza una fuente de moralidad? Para algunos, la bioética, dentro del campo de las éticas aplicadas, demanda un pragmatismo, para encontrar soluciones urgentes a cualquier problema práctico que se plantee. Y todo ello se engloba en una especie de medicina prometeica, como si estuviera en manos del hombre, no ya alcanzar una mejora de su vida y de la calidad de la misma, sino esa capacidad de regenerar sus cuerpo, prolongar su existencia biológica de manera indefinida, incluso transformar su vida hasta lograr formas inimaginables en el pasado.

Lo anterior conduce a un vaciamiento de algunos espacios que parecían bien definidos, en un debate que se plantea siempre en favor de un pragmatismo, que puede resultar real o supuesto. Un teórico de la bioética como Diego Gracia, bien conocido por su extraordinaria erudición, propone un análisis bioético basado en la ética de la responsabilidad. Y no deja de afirmar que con frecuencia habrá que recurrir al compromiso basado en la deliberación, incluso a la componenda o el pacto, para resolver situaciones diversas encontrando la salida correspondiente.

LA DIGNIDAD HUMANA COMO REFERENCIA BIOÉTICA

A mi juicio, desde la ciencia no cabe sino postular una ética que tenga en cuenta la realidad científica. La ciencia no aporta demostraciones éticas, pero, en el decir de Popper, aunque la ciencia no pueda hacer ningún pronunciamiento sobre principios éticos, no significa que no existan tales principios, puesto que la búsqueda de la verdad presupone la ética. Por ello, mi propuesta no es otra que postular la dignidad humana como punto de referencia. En la inmensa mayoría de los textos declarativos y normativos, desde la Declaración de Helsinki (de la Asociación Médica Mundial) hasta el aludido Convenio de Oviedo, pasando por la mayor parte de las legislaciones, se reconoce la dignidad de la vida humana, que no constituye una idea abstracta, sino que se ha de materializar como atributo de nuestra especie. Fragmentar la dignidad, excluyendo a individuos concretos o a etapas específicas de la vida humana, lleva el germen de lo injusto. Más que un código de prohibiciones, la ética representa un cauce para la promoción de los valores humanos. Cuando las disposiciones, normas y decisiones son claras, es cuando resplandece el derecho sin ambigüedades ni escapatorias.

A pesar de todo ello, no faltan proponentes de que la idea de la dignidad es un concepto vacío, que debía redefinirse para establecer sus alcances. Surge entonces, de inmediato, quien plantea, como Dennett, que el atributo de la dignidad le corresponde sin duda a cualquier ser humano adulto, pero que los límites de la existencia humana, el comienzo y el final, no estarían tan claramente definidos. Sin embargo, desde hace ya años, la ciencia muestra cada vez con más claridad cuándo comienza a existir cada individuo de nuestra especie, así como la forma en la que se puede establecer que ha llegado su final. Se podrá especular acerca de la conformación de la emergencia de determinados parámetros funcionales en el curso del desarrollo embrionario y fetal, pero pocas dudas caben de que el cigoto es la primera realidad corporal de cada individuo. Por ello, marcar cualquier otra etapa o momento para el reconocimiento de esa dignidad no deja de ser una arbitrariedad que podría ampliarse con resultados igualmente arbitrarios.

Termino mencionando un reciente pronunciamiento del Tribunal Europeo de Justicia que, aplicando las directivas de la UE, rechaza la patentabilidad de invenciones que requieran la destrucción previa de embriones humanos, precisamente por violar «la protección debida a la dignidad humana». En línea con las evidencias científicas, reconoce la etapa embrionaria como una etapa de la vida del ser humano y sentencia que deben incluirse todo tipo de embriones humanos, también los clónicos, generados por transferencia del núcleo de una célula somática. Nuestra vida comienza con la fecundación del ovocito por el espermatozoide, lo cual sabemos bien que da lugar a un proceso continuo, con sus etapas embrionaria, fetal y adulta. Tampoco el progreso de la ciencia ha sido ambiguo. Los avances iniciados por Yamanaka, ya en 2006, hacen innecesaria la destrucción embrionaria para obtener células madre pluripotentes.

Catedrático de Microbiología. Director general de la Fundación de la Universidad Complutense