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Albert Camus recuerda a los antiguos estoicos en la medida en que el estoicismo es también eudemonista: una filosofía para la cual el destino y la justificación de la vida humana es la misma felicidad. Recuerda también a los estoicos por su inmanentismo, opuesto a toda trascendencia; dicho de otro modo, por su voluntad de fundar una moral que sólo repose en el hombre, sin que haya necesidad ni de dioses (para Marco Aurelio), ni de Dios (para Camus). Un estudio de sus principales lecturas confirma su posible inclinación hacia el estoicismo.

Tal vez Camus consideró en algún momento a los estoicos como almas gemelas a la suya; él se consideraba, ante todo, como perteneciente al mundo (desde Noces a l’Été), un hijo enamorado del Mediterráneo, de la luz y de los griegos: todo su reino era de este mundo y, su religión, un gran mar, junto con la noche. Albert Camus se sentía profundamente mediterráneo y pagano: el misterio era para él, como para los griegos (así, al menos, entendía él el misterio de los griegos), una luz deslumbradora.

Hay una frase de Camus muy significativa que explicita una de sus declaraciones anteriores. Es la siguiente: «Secreto de mi universo, imaginad a Dios sin la inmortalidad del alma». Explicación: «Tengo el sentido de lo sagrado y no creo en la vida eterna, eso es todo». Marco Aurelio, quien, con toda evidencia, tenía un profundo respeto por lo sagrado y muchas dudas sobre la trascendencia metafísica de los dioses y la inmortalidad del alma, hubiera podido decir algo análogo.

Pero no por ello deja de ser cierto que, en un escritor moderno, una confesión de paganismo no es nunca rigurosa. En cualquier caso, no encierra nunca un contenido positivo. O bien se entiende por paganismo una inclinación sentimental, unilateral y exclusiva hacia un aspecto del mundo precristiano, como si la historia fuese reversible, como si el reloj de los siglos pudiese ser voluntariamente adelantado o atrasado. O bien la bandera del nuevo paganismo encubre una especie de comunión absoluta con la naturaleza, a la que se considera el opuesto de la espiritualidad de Dios.

Pero el paganismo histórico no tenía nada que ver con todo esto. Los antiguos fueron, y su vida no puede ser vivida de nuevo. La Historia no consiste, ciertamente, en un progreso absoluto en línea recta, pero mantiene ciertas similitudes con las aguas de un río, que no cesan de correr, siempre distintas aunque conserven una composición fisicoquímica más o menos constante. El sentimiento de la naturaleza, si por ello se entiende una comunión con ésta, fue completamente extraño al hombre de la Antigüedad, como lo fue para el hombre primitivo y como lo será después para el hombre medieval. El hombre ha sabido siempre sumergirse en los elementos amables y pacíficos de la Naturaleza en los días felices de una primavera mediterránea llena de aves, de árboles y de flores: es la historia de los jardines de Acodemos y del otium semirrural y semicivilizado de la villa ciceroniana de Tusculum. Pero, para los antiguos, la naturaleza era fundamentalmente peligrosa. Basta considerar la literatura sobre el mar en los griegos y en los romanos; evoca siempre el riesgo, la tormenta, el naufragio. Por ello, en el paganismo, la Naturaleza estaba poblada de dioses propicios o terribles. En una atmosfera así, el sentimiento de lo sagrado es, sobre todo, reverencial o temeroso.

[[wysiwyg_imageupload:1392:height=182,width=200]]La Natura fraterna y amigable de las Églogas de Virgilio no era el resultado de lacontemplación poética del mundo circundante, sino una creación literaria artificial, sabia, hermosa y seductora. Como Bruno Snell ha explicado de forma exhaustiva, Arcadia es el paisaje artificial de una abstracción poética de origen literario.

Queda, por lo tanto, el paganismo en tanto que expresión de lo que no es cristiano. Señalemos, primero, que los paganos no se llamaron nunca a sí mismos de ese modo. La palabra viene del latín pagus, o más exactamente, pagi, procedente de los medios cristianos. Mientras que el cristianismo había prácticamente conquistado ya los núcleos civilizados de la cultura urbana, las antiguas tradiciones religiosas seguían conservándose en los medios rurales de los pueblos. La expansión cristiana fue un movimiento urbano, de las clases proletarias y medias, que siguieron la ruta comercial y mediterránea de los primeros siglos: un camino de puertos y de «emporios». Paganus, término creado según el modelo del Christianus de los griegos de Antioquia, es empleado para distinguir mediante un vocablo común la dispersión de los diversos medios rurales, al margen de la nueva cultura y de la nueva religión.

Paganismo es, por lo tanto, inseparable de diversidad. Reducido a la religión elemental de una población campesina, aislado y con escaso vigor social, el paganismo carecía ya, cuando recibió esta denominación, del espíritu unificador racionalista y helenizante del «Panteón» de los grandes dioses romanos. Por otra parte, el paganismo, tanto en esta versión cuanto en la de las religiones con misterio o en la teogonía clásica, no es algo fijo que un hombre de nuestros días pueda adoptar como se hace con una filosofía vigente: es un agua ya pasada que no puede mover la rueda de la Historia. Si llamamos así a la actitud desesperada de aquel que se entrega sin reservas en brazos de la vida, tras haberla despojado de toda trascendencia, podemos seguir hablando de escritores paganos o de resurrección del paganismo. Pero no hay que olvidar que puede a menudo entrañar equívocos.

Albert Camus adopta esta actitud con toda honestidad, iba a decir con toda ingenuidad. No es de esos espíritus a los que la duda angustia: es un dogmático seguro de su afirmación —o de su negación— fundamental. Creo que con frecuencia no se le ha entendido bien, tal vez por su culpa, cuando se han analizado sus eslóganes. Una buena parte de las generaciones jóvenes que veían o que creían ver en él un guía para orientarse en el misterio de la vida estaba presa en las redes seductoras de la palabra del poeta, sin suponer que Albert Camus no era alguien que se interrogase ante el absurdo, ni alguien que se lanzase a la revuelta o que pudiese adoptar una actitud contemplativa ante el misterio. Un Sísifo feliz no es ni una respuesta ni una contradicción. Es un hermoso sofisma expuesto en una prosa sugerente por uno de los mejores narradores de mitos de nuestro siglo xx.

Cabría pensar que el análisis histórico o fenomenológico de la vida humana en la situación actual lleva, lógicamente, a concebir al hombre como un Sísifo, y su felicidad un esfuerzo de «salvación». Por el contrario, para Albert Camus, la felicidad es un postulado, un dogma indiscutido, y Sísifo un mito al que la magia del lenguaje ha llevado al autor a volver a darle vida. Pero tampoco se trata de un mito apto para explicar las realidades inefables, como las de Platón. Lo esencial en el Sísifo homérico es la aceptación forzosa de un destino o de un castigo impuesto desde fuera por los dioses, mientras que, en la autonomía absoluta de la moral de Camus, no hay lugar para la trascendencia: un Sísifo que estuviese obligado a dar cuenta de sí mismo sólo puede ser una metáfora o una tautología.

Pero, por otra parte, tampoco Albert Camus es tan extraño al cristianismo como él mismo creía. Por lo demás, ¿quién podría serlo en Occidente, tras veinte siglos de actualidad cristiana permanente? Por el contrario, hay en él un constante esfuerzo por recoger la herencia de un cristianismo que, como hemos señalado, sus postulados rechazan por principio. Pero en ese cristianismo, cuya interpretación poético-mítica intenta, en definitiva, Camus, hay unos valores morales que el autor pretende basar únicamente en sí mismos, con la laudable intención de salvarlos. Camus quiere conservar para los hombres, la felicidad, la justicia, el amor al prójimo, la caridad bajo la forma de la «ternura» francesa, e incluso la penitencia y el sacrificio austero en servicio de los demás.

[[wysiwyg_imageupload:1393:height=174,width=200]]Pero esta moral sin metafísica, esos valores autónomos y dispersos, centrados en el hombre en tanto que hombre (otra influencia estoica) no aparecen para los lectores. Se trata de una constelación anárquica, dispersa y arbitraria de puntos luminosos en las tinieblas. Son como las estrellas fugaces de una cálida noche de agosto en un país mediterráneo.

La tentación cristiana, por así decirlo, hubiera podido insinuarse en un espíritu más profundo o menos seguro de sus propios dogmas que el de Albert Camus. Pero en el gran escritor argelino había una parte inconsciente de poesía, junto con una gran capacidad de reflexión sobre un universo delimitado por sus convicciones fundamentales y las altas murallas de los grandes mitos de nuestro siglo XX. Camus estaba encerrado tras las bien custodiadas puertas de su ciudad temporal, como los habitantes de Orán durante los ocho meses de epidemia. Desde esta perspectiva, puede pensarse que Camus no se identificaba sólo con el Dr. Ryeux ni con Tarroux, sino también con el periodista parisino Rambert. Ante las invencibles dificultades que experimenta para salir de la ciudad, con el fin de buscar fuera de sus muros su personal felicidad, Rambert decide provisionalmente seguir viviendo allí. Se adapta sin desesperación a las nuevas condiciones que se impone a su existencia. No hay en él lugar ni para la desesperación metafísica de Heidegger, ni para la desesperación de los suicidas. Rambert acepta las cosas tal como vienen, sin oponerles resistencia y hasta con satisfacción, honradamente dispuesto a hacer todo lo que sea necesario.

Albert Camus ataca la historia sagrada del cristianismo tanto como los mitos de la Antigüedad pagana, otro hecho que le separa de los verdaderos paganos que combatían sin piedad el cristianismo porque sabían que era la vida de su propio espíritu lo que se jugaban en la lucha. Por muy enraizado que estuviera en sus propios postulados, Albert Camus no creía necesario demostrar nada: por ejemplo, que el cristianismo sea incompatible con la ciencia (uno de los mitos del siglo XX). No le parece siquiera necesario, ni siquiera honesto, intentar alejar a los cristianos de su fe; incluso siente cierto respeto ante la actitud de los cristianos que, sin embargo, en el fondo le parece impensable. Querría, simplemente, aislar ciertos valores surgidos del cristianismo y recolocarlos en su propia perspectiva intelectual, como un joyero que quisiera engarzar unos brillantes en una montura más moderna.

Los resultados que obtiene son, desde luego, mínimos, y hasta cierto punto incomunicables. Pero su esfuerzo se revela en el empleo repetido de temas cristianos hecho por ese gran cincelador de frases y de fórmulas. Entre las manos del poeta ateo, la historia sagrada se reduce, efectivamente, a una serie de mitos, de nociones dinámicas y de frases: Marta y María en le Malentendu; la mujer adúltera, los dos polos opuestos de LExil et du Royaume; el juez-penitente de la Chute; la justicia —y la salvación— de los anarquistas rusos gracias a su propio sacrificio; la autonegación de Diego en L’État de siège. Todos estos elementos merecerían que alguien competente a la vez en teología y en literatura, y familiarizado con el existencialismo, los analizara y describiera con el rigor y la profundidad que yo no puedo tener aquí.

Cabría encontrar un inicio de explicación en la Révolte. El principio camusiano-cartesiano me rebelo, luego existo, es sólo una frase. Pero la rebelión es un principio, si no de salvación, sí al menos de salud. No hay que dejar de acordarse de que Albert Camus no parte de una crisis de fe, como el antiguo novicio jesuita Martin Heidegger, sino de una afirmación antiteísta. A partir de este débil punto de partida y sin escapar de la esclavitud de los mitos de su siglo, Albert Camus se rebela con energía y coraje contra los [[wysiwyg_imageupload:1394:height=140,width=200]]del siglo XIX: su crítica pone de relieve la insuficiencia y las deficiencias de esos mitos.

Aquel que, desde el mismo punto de partida, tuviese la audacia de despojarse de los mitos de su época y llegarse a mantener a la vez la visión inmediata del poeta y la reflexión mediata y más lejana del filósofo, podría cambiar ese camino de salud por un camino de salvación sobre todo si su frente estuviese tocada por la gran llama de la inspiración poética. Me parece que otro premio Nóbel contemporáneo ha estado en ocasiones cerca de esta posición extraordinaria: Thomas Stearns Eliot.

Este comentario no quiere ni puede ser sino un ramillete de reflexiones o de sugerencias que la obra de Camus inspira a un lector cristiano no francés de una generación posterior. Si cabe dudar de que las generaciones correspondan a un condicionamiento histórico, sí cabe en cambio creer que el espíritu del hombre se encarna sustancialmente en una realidad terrena, en una situación histórica. Ésta puede resultar una prisión para quien se encierra en ella voluntariamente, pero es igualmente posible alcanzar horizontes más amplios.

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