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El que fuera alcalde de Nueva York Michael Bloomberg, que de republicano centrista pasó a convertirse en equidistante independiente, acaba de dictaminar los que muchos americanos de su convicción ideológica piensan: «Hillary Clinton y Jeb Bush son los únicos que saben cómo hacer que los trenes lleguen puntuales». Pero esa contundente fórmula para apuntar sin ambigüedades a los favoritos del universo que se sitúa en las zonas templadas del establishment, y que sin duda refleja una apuesta moderada por el continuismo institucional —que algunos, por razones evidentes, se atreverían a calificar de «dinástico»— no tiene por qué convertirse en verdad absoluta cara a la contienda final de unas elecciones presidenciales que tendrán lugar en noviembre de 2016, a un año y medio del momento en que se escriben estas líneas.

La ironía, o el sarcasmo, que de todo abunda en la vida política americana, de contemplar cómo los apellidos Clinton y Bush vuelven a competir por la presidencia de los Estados Unidos de América es uno más de los elementos, y no precisamente el menos importante, de una carrera que en este todavía remoto momento se anuncia mucho más despejada en el campo demócrata que en el republicano. Hillary Clinton empieza su andadura prácticamente en solitario, con un apoyo masivo dentro del partido y beneficiada por un conocimiento universal de su persona. Es la candidata inevitable, por el momento destinada más a ser proclamada que a ser elegida, tras un camino hacia la nominación que las gentes de su partido anuncian cubierto de parabienes y rosas. Tanto que no faltan en el entorno los escrupulosos de las formas que, sin negar los méritos de la que fuera primera dama, y luego senadora y finalmente secretaria de Estado, preferirían un proceso más competitivo y clarificador. Pero el peso político de la señora y de su impresionante maquinaria es tan imponente que nadie, que se sepa, osaría lanzarse al ruedo para disputar la primogenitura a Hillary. Pueden surgir acá o allá, y de hecho ya han aparecido, figuras secundarias de lugares ignotos —el senador Bernie Sanders, de Vermont, por ejemplo— que se atrevan a bajar a la arena cual valerosos sparrings conscientes de la tunda que les espera y solo movidos por un afán de notoriedad, o por un sincero afán de alternativa, o por ambos. Pero en el horizonte solo la figura de la senadora por Massachusetts, Elizabeth Warren, una brillante e ilustrada exponente de la izquierda del Partido Demócrata, podría pelear la contienda con un cierto sentido de la incertidumbre. Pero la senadora Warren ha venido anunciando por activa y por pasiva que no entra en sus intenciones la de presentarse a las elecciones presidenciales. Al menos las de 2016. De manera que si alguien poderosamente no lo remedia, y ante la manifiesta satisfacción de las bases demócratas, que creen ya tener adquirida la presidencia, Hillary Clinton llegará a la recta final sin que nadie haya puesto en duda sus méritos para optar por la Casa Blanca en nombre del Partido Demócrata.

No es tan fácil el camino para Jeb Bush. Como su eventual contrincante Clinton, tiene un amplio conocimiento de su nombre. A diferencia de ella, tiene mayor, mejor y más reconocida experiencia política y ejecutiva como eficaz y popular gobernador del estado de Florida que fue durante ocho años. Pero para llegar a su elección como candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos tiene que deshacerse de un número creciente de contrincantes, ninguno de ellos despreciable, y que por el momento, entre los que ya han anunciado la intención de presentarse y los que lo podrían hacer en un futuro inmediato, alcanzan la nada despreciable cifra de trece: el senador por Tejas, Ted Cruz; el senador por Florida, Marco Rubio; el senador por Kentucky, Rand Paul; el gobernador de Wisconsin, Scott Walker; el que fuera gobernador de Tejas, Rick Perry; el gobernador de Ohio, John Kasich; el gobernador de Luisiana, Bob Jindall; el que fuera gobernador de Arkansas, Mike Huckabee; el gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie; la que fuera presidenta de Hewlet Packard, Carly Fiorina; el neurocirujano Ben Carson, y el antiguo embajador americano ante Naciones Unidas John Bolton. Un nutrido plantel frente al cual Jeb Bush ni siquiera parte como favorito. Aunque sea ya conocida y notable su capacidad para suscitar los imprescindibles apoyos económicos cara a unos comicios que según todas las predicciones superarán con amplitud los mil millones de dólares de coste total. En ello, Hillary no le va a la zaga. En una situación que refleja las preferencias de los donantes más pudientes: ambos encarnan, aunque con distancias significativas, las mejores versiones posibles de la previsibilidad. Y el capital, como es bien sabido y apreciado, no quiere riesgos.

Todos ellos, republicanos y demócratas, están ya visitando en menor o mayor medida los estados de Iowa y New Hampshire, en donde la tradición sitúa el comienzo de primarias y caucus para ir seleccionando a los candidatos. Es de imaginar que los demócratas tendrán que hacer algo para oponer a Hillary algún candidato que pueda dar lugar a algún tipo de debate, por tedioso y previsible que resulte. Los republicanos no tienen ese problema. Es fácil predecir que la carrera republicana hacia la nominación se convierta en una serie fascinante de combates en los que no estarán ausentes el ingenio, la inteligencia y la brutalidad. Ted Cruz, por ejemplo, acabada versión de la derecha conservadora republicana, es hombre de gran capacidad oratoria, rápidos reflejos y conducta desacomplejada. Marco Rubio, el segundo de los representantes hispanos en esta carrera presidencial —la primera vez en la historia que aparecen candidatos de ese origen, a los que con buenos títulos se puede sumar el propio Bush, hispanoparlante y casado con mejicana y padre de una progenie mixta—, sabe jugar hábilmente con sus orígenes, sus convicciones tradicionales y su comprensión de la realidad multirracial estadounidense. Como lo puede hacer Bob Jindall, el gobernador de Luisiana, originario de la India. Rand Paul, hombre de gran capacidad de convicción y no escaso encanto personal, ha ido moderando las versiones más radicales de sus ofertas libertarias —equivalentes a las de un anarquista de derechas— para aparecer como un razonable gestor de la cosa pública. Scott Walker, el gobernador de Wisconsin, avalado por sus retos y éxitos ante los sindicatos locales, proyecta la imagen de un populista que conoce bien los vericuetos de la pobreza. Y Ben Carson, el único afroamericano del conjunto, con su aire de predicador evangélico y la fluidez de sus reflexiones cuasi filosóficas. Y Chris Christie, el de Nueva Jersey, todavía sumergido en pendencias locales varias, que quisiera aparecer como la izquierda de la derecha. No hay enemigo pequeño y solo la larga serie de los cuidadosamente planificados y coreografiados debates irá decantando las inclinaciones y los votos de las bases republicanas. Cualquier apuesta es ahora descabellada. Y sobre todo la de mantener, quizás confundiendo la realidad con los deseos, que Jeb Bush pueda ser capaz de enfrentarse con éxito a esa numerosa y variopinta jauría y salir con fortuna del empeño.

Pero la realidad de las cosas indica que Hillary Clinton no es inevitable en el Despacho Oval y que levantar la barrera para que no llegue al final depende de los republicanos. Es decir, de su capacidad para elegir a un candidato que pueda concitar la emoción suficiente, la esperanza suficiente, la tranquilidad suficiente y el rigor suficiente para convencer a la mayoría de los estamentos sectoriales y regionales en los que se divide este país que, tras ocho años de Obama, el turno corresponde a un republicano. Y en ese complicado cálculo, y aun sabiendo que los votantes pueden pensar de otra manera e incluso estar en lo cierto, el que parece mejor colocado para culminar la tarea es precisamente Jeb Bush.

El hijo pequeño del cuadragésimo primer presidente de los usay hermano del cuadragésimo tercer presidente usa es hombre de natural reposado, porte afable y dicción convincente. No oculta sus credenciales conservadoras pero tampoco sus inclinaciones centristas y moderadas en la educación, que querría más igualitaria, y en la inmigración, que querría marcada por normas más compasivas. Es partidario de una política exterior robusta, y en ello crítico de la vacilante seguida por Obama. Como queda dicho, conoce bien la realidad hispana del país, que puede definir con fluidez en español, y ello supone una ventaja importante en el seno de un partido que con la candidatura de Mitt Romney perdió seguimiento importante en ese segmento de población y con ello gran parte de la posibilidad de ganar las elecciones. Tiene sus adversarios internos, que no son pocos ni mancos, en aquellos sectores del republicanismo más tradicional marcado por el Tea Party y otros fundamentalismos, dados con facilidad a la declamación y al exceso. Pero parece evidente que si las bases republicanas se inclinan por ese modelo, que concluiría llevando a Ted Cruz a la candidatura presidencial, la derrota está garantizada. Y es que en esa abundante constelación de aspirantes pocos si alguno parecen mejor colocados que Jeb Bush para suscitar la mayoría en el colegio presidencial en la que se dirime la presidencia. Tiene experiencia de gobierno. Los más entusiastas dirán incluso que hechuras de presidente. El futuro nos dirá si tiene fuego en el cuerpo para la tremenda exigencia que le espera durante la campaña y capacidad dialéctica suficiente para dejar en la cuneta a sus avezados adversarios.

Hillary Clinton no es ni inevitable ni invencible. No lo fue en 2008, cuando llegó a la arena con ambos adjetivos pegados a su persona y fue arrollada por un joven y prácticamente desconocido senador afroamericano por Illinois, dejando en el camino noticia de sus fragilidades: remota, convencional, incapaz de improvisar o de alejarse del guión, dubitativa en sus creencias y en sus planteamientos. Sus cuatro años como secretaria de Estado no han contribuido a mejorar su tarjeta de presentación, añadiendo inevitablemente los vericuetos ineludibles de su gestión: la historia de la muerte del embajador americano en Libia como consecuencia de los incidentes en Bengazi, por ejemplo. A lo que habrá que añadir las últimas y conflictivas revelaciones sobre el uso de su ordenador personal para asuntos oficiales, por ejemplo, o las noticias sobre las abundantes donaciones extranjeras recibidas en la Fundación Clinton precisamente durante su mandato como secretaria de Estado. Tiene Clinton mucha historia por detrás. A veces, para estos menesteres, conviene no tener tanta. Porque si bien puede llegar a la confrontación final relativamente intacta, el candidato republicano, sea quien sea, hará de esos y de otros detalles material altamente combustible. Hoy es moneda corriente en los medios americanos de comunicación el rechazo social que produce lo que se ha venido en llamar «The Clinton Way», la manera que han acreditado los Clinton desde los primero momentos de su andadura para hacer de su capa un sayo y navegar impávidamente contra la corriente de leyes, reglamentos y prácticas establecidas. La primera candidata femenina con posibilidades de llegar a la Presidencia intentará explotar al máximo su género para atraer al voto femenino. No resulta claro que pueda hacer lo mismo con el voto afroamericano o con el hispano. Y si alguna regla explica el éxito o el fracaso de los candidatos a la Casa Blanca es precisamente la de su capacidad o incapacidad para ser un poco de todo para todos.

Es de buena ley concluir que cualquier predicción entra en el terreno de la insensatez, más allá del análisis más o menos ilustrado que se pueda realizar sobre los candidatos, sus cualidades y el espacio político al que habrán de dirigirse. Lo que no se puede discutir, sin embargo, es que estamos en vísperas de que comience el mejor y el más largo espectáculo del mundo. Señoras y señores, pasen y vean, la fiesta está a punto de empezar. ¢

Academico correspondiente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas