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Espesas columnas de humo anunciaban la entrada del ejército de Franco: ningún obstáculo la impedía. El perímetro sur de la ciudad era como un anfiteatro desde donde se veían las tropas ocupantes que bajaban por los caminos entre la vegetación verde y oscura. Podía parecerse a un ritual funerario o a la ceremonia dolorosa de una expiación. Largas ráfagas de silencio amortajaban la caída de Barcelona. Las tropas de Yagüe llegaban a una ciudad en la que no encontraban ninguna resistencia, una ciudad de ruina y cadáveres, de muertos por inanición. Las hogueras quemaban documentos, expedientes y registros de archivos entre montañas de residuos.

Por la tarde, Víctor observó con unos prismáticos de campaña la aparición de las tropas nacionales desde el terrado de su casa en el pasaje Paladio. A hora temprana ya iba vestido de civil, unos pantalones, una camisa, una cazadora. Con el alba, todavía a oscuras y sin pensárselo mucho, Víctor se había subido al coche y, a toda velocidad, fue a ver a sus padres.

Por ser joven, nada sabía del tacto fundamental de los pequeños afectos, pero respetaba a su padre y amaba a la madre. A lo largo de los días más turbios de su vida, en la Barcelona del caos, preservaba la satisfacción de haber protegido la vida de sus padres y de haberlo hecho bien. Más allá, no tenía otras fidelidades que los instantes y las pasiones. Comprobó una vez más la seguridad de la familia yendo hasta los aledaños del Montseny. Era indiferente a los paisajes, a las raíces, a los vínculos pero le gustaba llegar y ver a su madre saliendo de casa caminando hacia él, bajo la glicinia que enlazaba las pilastras de la entrada, con el rostro iluminado por el amor al hijo. Para Víctor, era un gozo del todo instintivo y animal porque no le constaba de otro modo ni deseaba comprobarlo. A la casa solariega que el abuelo Aymerich había comprado al pie del collado del Puigmal, entre el Montseny y las Guilleries, la guerra no había llegado, aunque el SIM desplegase sus tentáculos hasta muy cerca, en Viladrau.

De vuelta, antes de acercarse a la Diagonal, fue a ayudar al tío Albert. Su esposa no quería irse de Barcelona, ni quería que el marido se fuese. Él, en pleno invierno, llevaba un traje de lista, temblando de frío y de miedo. Víctor quería asegurarle que la quinta columna le protegería pero, en realidad, no confiaba. Más bien sospechaba que habría muchos candidatos para delatar de cualquier modo los horrores revolucionarios del tío Albert. Y la mujer no dejaba de echarle en cara el entusiasmo político del pasado, la prosopopeya republicana. No podía imaginar que a su marido le irían a buscar, como tampoco se imaginaba que la paz que sucede a las guerras no siempre es justa. El tío Albert, trémulo, pasaba por un momento lloroso. Hubiese querido ser un hombre justo, uno de los diez hombres justos. Abrazó a Víctor despidiéndose de todo mientras su mujer abría una ventana y daba vivas a Franco.

En la Diagonal, Víctor asistió a la llegada de las primeras tropas nacionales, entre miles de barceloneses que se aglomeraban para verlo, para constatar que la guerra había acabado, fuese lo que fuese aquello que comenzaba en aquel instante. Entraban los soldados de la Falange con camisa azul y gorra cuartelera negra. Los requetés marcaban el paso con la boina roja y la camisa caqui. Con la tropa entraba un largo convoy de cocinas de campaña, ambulancias, camiones aljibe, camiones con toldos que se balanceaban y soldados que regalaban cigarrillos a la gente gozosa que les esperaba. Pasaban armones de artillería, Unos aviones nacionales volaban en rizo sobre la ciudad. Las tanquetas arrancaban chispas del empedrado.

Entonces Víctor contempló el detalle más significativo de toda la abigarrada escena de la victoria —o de la derrota—. Era un movimiento casi imperceptible, muy personal, pero seguramente a la medida de muchos otros barceloneses. Pasaban ya grupos de tropa compacta, con los rostros sin afeitar, alegres y bien recibidos. Unos pasos más allá, acercándose por la segunda fila de espectadores, vio a JC de espectador, más bien inexpresivo, del desfile de entrada. Era un hombre joven, vecino de los padres de Víctor, con mucho sentido del humor y ganas de ser actor de teatro, un hombre que gesticulaba como un actor cómico, agraciado, extraviado como tantos otros en medio de la guerra, con todas las ganas de vivir del mundo.

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Hacía tiempo que no le veía, desde los inicios de la guerra. Estaba muy flaco, con los ojos hundidos, pero con la misma gracia física de siempre. Observaba fijamente a los soldados que iban entrando en la ciudad.

De repente se deslizó entre las filas de la tropa, al lado de un comandante que llevaba unos prismáticos colgados del cuello. Le dijo algo al oído y el comandante echó a reír. El oficial le ofreció un cigarrillo y comenzaron a hablar con vivacidad, como si se conociesen de toda la vida. Sobre todo, reía el comandante, escuchando a JC. Cuando pasaron por delante de Víctor, ya se estaban riendo los dos y había en los ojos de JC un centelleo de futuro plausible. Se había acercado a la Diagonal como un perdedor y entraba con los ganadores, recibiendo los vítores de la multitud que agradecía el final de una guerra. El joven que quería ser actor de teatro acababa de representar el mejor papel de su vida: salir a la calle derrotado y de repente entrar en la ciudad como un vencedor. Como si nadie lo viese, entraba protegido por el buen humor de un oficial del general Yagüe.

Víctor lo vio con cierta admiración, como admiraba a esos hombres que saben cómo saludar tan solo tocando con el dedo el ala del sombrero. Barcelona caía, pero no se hundía. Después, quizás por eso, se sintió abrumado por un vértigo de decisiones que la vida le forzaba a tomar sin tener ganas. Y Palmira era el personaje fatal.

A pesar de que en la montaña había casi un palmo de nieve, Víctor había caminado con su padre por el parque tupido donde tenían enterradas las joyas de la familia, pero el hecho es que a largo de toda la guerra, desde que Víctor les escoltó hasta el Montseny, no sufrieron ningún registro, ninguna visita confiscatoria. Su padre vivía entre planos de proyectos arquitectónicos que ideaba para el futuro, especialmente de una catedral que ni tan siquiera sabía dónde la construiría ni si nunca iba a hacerlo. Leía los clásicos del arte de la arquitectura. Leía de noche, aunque su esposa no quería que forzase la vista con la lámpara de carburo. Verle como un hombre sin miedo, feliz, agradaba mucho a Víctor: eso le permitía pensar que algo tenía que ver con la protección de su padre y a su madre todos aquellos años, para mantenerlos tan lejos de la guerra y la revolución. Por el collado del Puigmal, padre e hijo caminaron muy de mañana dejando unas huellas nítidas en la nieve, avanzando con lentitud entre robles y castaños. No hablaron mucho. Sabían que la guerra terminaba y el hijo pensaba que los padres volverían a la ciudad. El padre daba por hecho que el hijo iba a llevar su propia vida, irreductible.

Por el fondo de la Diagonal, caminando muy rápido, llega un elenco de mujeres rapadas. Eran las prisioneras del castillo de Montjuic, recién liberadas. El Cuerpo de Ejército Marroquí había tomado Montjuic, sin encontrar mucha resistencia porque los jefes de las brigadas republicanas ya estaban en el bando innombrable de los desertores. Las mujeres lloraban, gritaban, pedían justicia pero, sobre todo, querían venganza. Eran caras desgastadas y agrietadas por el dolor y la espera, con las lágrimas del presente y el odio tan poderoso por el pasado que apenas acababa, por días y noches esperando, con los mil quinientos prisioneros del castillo, ser llamadas ante el pelotón de fusilamiento o llevadas para morir, sin nombre, en una cuneta.

Al mismo tiempo una extraña bestia, un híbrido monstruoso, se había puesto en marcha. La masa de fugitivos trajinaba bultos informes, una gran máquina de tostar café, una pajarera inmensa, colchones, maletas a punto de estallar, sacos de toda medida, un gran espejo de recibidor «art nouveau», el bazar nómada de los perdedores. Un caballo resbaló en el empedrado y ni los reniegos del carretero conseguían que se levantase. Le dispararon un tiro y una pata del caballo tuvo un espasmo de coz en el aire antes de la muerte. Comenzaban las largas hileras de camiones y carros.

En la segunda fila de los espectadores de la Diagonal, dos hombres mayores, del brazo, estaban llorando. Víctor oyó una voz de mujer: «¿Y cómo es que hemos acabado así?». Fue una pregunta en tono neutro, de médico que acaba de auscultar un enfermo grave.

«¿Y cómo es que hemos acabado así?» también le había preguntado a su padre, pisando la nieve del Montseny.

«El hombre de aquella vaquería», dijo, indicándole una pequeña granja que se escondía entre los abetos, «me contó una historia. Hace una semana, un día baja al pueblo y llega una patrulla de anarcosindicalistas. Daban miedo. Venían de Barcelona y espantaban incluso a los hombres de la FAI que desde comienzos de la guerra pasaban por allá y se lo cobraban todo en especies. La patrulla puso a todo el pueblo en la plaza, todos, viejos y niños, enfermos, mujeres, payeses de lejanas casas solariegas… Todos». «¿Me escuchas, Víctor?». ¿Cuántas veces le había oído decir aquel «¿Me escuchas, Víctor?», sin escucharle.

Un niño lloraba, solo en medio del silencio, aterrorizado. Los anarquistas de Barcelona habían registrado todo el pueblo y sus alrededores, casa por casa: llevaron a la plaza a los pocos terratenientes, sacerdotes, monjas y un falangista, ocultados en graneros y desvanes. «Todo el pueblo era culpable».

A culatazos de fusil, blasfemaban de modo infernal separando a la gente de la plaza en dos grupos. Quien mandaba era un hombre con un sable en la mano y botas de caballería con espuelas que tintineaban. Llevaba una canana con las balas niqueladas y una pistola con la culata forrada de nácar. Todo el pueblo era culpable. Aquel hombre —dijo el padre de Víctor— era como un esteta del terror. Hacía una indicación con el sable y decidía quién iba para un lado u otro de la plaza.

En Barcelona, ya muy tarde, aquella noche se encendieron las luces de la ciudad para atribuir una sombra a los que llegaban sin saber adónde, a quienes llegaban para reunirse con seres queridos, a los que seguían esperando el último momento para irse, quienes perpetraban la última rapiña o la primera gran especulación en la ciudad caída. Otros rezaban. En callejones de penumbra se celebraba el mercado de los cuerpos. Los militares que entraban tomaban posesión de los símbolos del poder, del rendimiento al alza del miedo o la delación, del derecho de conquista. Borrachos tambaleantes cantaban himnos del Tercio arrastrando el rifle por las esquinas de una ciudad desconocida. Oportunistas y arribistas brindaban por un futuro muy próspero.

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«Todo el pueblo era culpable», le había contado su padre. «Pongamos por caso la Angelina que vendía alpargatas, a la derecha; Arcas, que era el contable de la cooperativa, a la izquierda». Alguna vez los hombres y mujeres de la FAI, los que venían de Barcelona y los que habían dominado la zona desde antes, discrepaban, cuestionaban una decisión, deliberaban.

El hombre del sable alzó la voz: «Si no los fusilamos nosotros ahora, ellos nos fusilarán pasado mañana». La situación era tan confusa que nadie sabía si sería fusilado el grupo de la derecha o el de la izquierda. Tampoco, en realidad, lo sabía la mayor parte de los de la FAI, por lo que se deducía por el sentido de sus discusiones. Incluso los que habían dominado el pueblo tres años estaban a derecha e izquierda.

«Fue un día muy largo. De repente, los de la FAI sacaban unas personas de un lado y las pasaban al otro. ¿Cuáles serían los sobrevivientes y cuáles los condenados?».

En un momento brutal, el hombre de la espada cogió al vaquero de una oreja. Le estiraba para arriba y el vaquero, un hombre joven, tenía que caminar de puntillas, con la cabeza torcida y la cara con una mueca airada. «Aquí, este, miradlo bien. Lo fusilamos ahora si no queremos que él nos fusile mañana».

Cesaron los lamentos, las quejas y los llantos. El de la vaquería quedó en medio del grupo más numeroso, con la oreja enrojecida y la cabeza gacha. Por aquellas horas, el pueblo había ido pasando del grupo de la derecha a la izquierda y viceversa. Las familias fraccionadas volvían a unirse en uno de los lados, los matrimonios divididos se reencontraban.

Llegó un motorista, polvoriento, como un mensajero —decía el padre de Víctor, con una pincelada de color— del más allá. Saltó del sillín y habló al oído del hombre del sable.

Aquel líder escuchó, asintió con la cabeza y añadió: «Fusiladlos a todos, porque si no lo harán ellos con nosotros mañana». Pero, de hecho, se fue de la plaza y todos los anarquistas le siguieron. Los camiones y coches requisados arrancaron y se fueron a toda velocidad.

En Barcelona, la gente se abrazaba. Otros, distantes, contemplaban la ocupación, hartos de pasar hambre y miedo, aunque no confiaban en el mañana. Pero todo había cambiado, para bien o para mal. Iban a cambiar el poder, los rostros del poder, las maneras del poder, el poder, la pornografía del poder. Unos ya salían por la frontera de Francia; otros entraban por la Diagonal, todo inmensamente brutal, un choque incalculable, una mutación del vértigo.

Hasta la última hora de la ciudad, cuando ya entraban los nacionales por la ancha Diagonal, todavía se oían los bocinazos de coches que regresaban de matar a alguien. Cuarenta y ocho horas antes, el SIM había dado órdenes para evacuar a todos los detenidos. Los milicianos de mono azul y un nueve largo al cinto ya se habían vestido de conquistadores o iban hacia una frontera de la que antes ni sabían que existía.

«Barcelona, ciudad abierta», dijo Valeri en los Billares, excepcionalmente abarrotados de guardias de asalto, carabineros y «mossos d’Esquadra», que desde la mañana ya iban sin uniforme.

«Una tumba abierta», añadió alguien.

«Todo sea por los vivos».

En la esquina de la calle Hospital, las latas de leche condensada desparramadas por el pavimento parecían una readaptación del maná. No quedaban almacenes por saquear. La gente, a cuchilladas, abría los sacos de trigo de un camión.

«Me arrepiento de no haber robado más», dijo uno de Intendencia, en los Billares, en voz baja.

«Sí, fue tan fácil…», añadió un carabinero que ya iba de civil.

«Apetitoso, muy apetitoso», dijo el Mariscal, con un ínfimo asco en la voz. Aquella noche ganaba más que nunca.

«Dicen que van a prohibir el juego», continuó el carabinero.

«¿Es que no estaba prohibido…?». Algunos rieron.

Valeri buscó la mirada de Víctor. Sonrieron a medias, con el tipo de indiferencia cruel que se aprende en ciudades que pierden las guerras.

Víctor recordó una inspección reciente. El delator les esperaba en la puerta, obsequioso, casi protocolario. Como un mayordomo, explicó que la gran casa pertenecía a una familia de la aristocracia barcelonesa, algo tardía, títulos conferidos por la reina Isabel II. Pero habían emparentado con la aristocracia más remota, una familia de terratenientes carlistas que había bajado de Vic a la gran ciudad a principios del siglo XIX. Dos familias igualmente monárquicas, pero fieles a dinastías contrapuestas. Aquellas explicaciones genealógicas hacían un contraste enloquecido con el eco de los culatazos de los milicianos buscando doble fondos y trampillas. Era una nueva tribu que arrasaba las últimas huellas de una gente que estaba en Génova, Burgos o en París, todavía emparentadas con despojos humanos que aparecían de madrugada, con el cráneo perforado por un tiro de gracia, en la Arrabassada. Y de repente, la nueva tribu tenía que huir, pronto volverían los dueños de la casa grande luciendo un brazal de luto negro.

Una vez más aquella noche, el Mariscal tuvo los veinte y uno en la mesa de «blackjack».

Volvían a abrir algunos viejos burdeles con mujeres que regresaban a su viejo lugar después de un tiempo de ejercer sin método. Había cola de soldados, con todos los bártulos colgando del petate, con el capote que les servía de manta. Asomaban los primeros ciudadanos de paisano. Los regulares plantaron las tiendas justo al tocar la Diagonal. Algunos moros ya iban y venían del centro de la ciudad, del pillaje y primeras violaciones. La vida, repentinamente fácil, sucedía a la destrucción. Los moros en seguida tenían un pequeño zoco, febril y muy activo. Víctor vio a uno de los moros que llegaba a su tenderete sosteniendo en la cabeza, en equilibrio seguro, una máquina grande para picar carne. Era como un emperador de Atlas, que tuviera que ser venerado por todas las tribus. Unos hombres del Tercio cantaban y regalaban latas de sardinas. La gente se apartaba, muy recelosa, cuando pasaban moros con el fez rojo.

    Triunfaba el eros urgente y radical de los países en ruinas, en plena guerra o en plena derrota, cuando en cualquier solar, en cualquier edificio abandonado, convoca a los hombres que se acoplan en posiciones homoeróticas, cuando cualquier portal entreabierto acoge el quehacer de la prostitución improvisada. La ciudad todavía humea después del bombardeo, ya llegan los mercaderes de siempre, los niños que juegan con una libertad inaudita y casi siempre a la guerra, como si fuera posible la contigüidad entre la destrucción y la vida cotidiana, entre la guerra y la existencia natural. Aquella noche Barcelona era una terrible mitomaquia de coexistencias, la intensidad del placer carnal entre los colmillos de la muerte y el fervor místico por la anulación de los altares.