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Tras el fallecimiento de Antonio Saura, se ha hablado mucho de su pintura. Pero de este pintor también destaca su escritura. Antonio Saura no se inscribe en el tratadismo de la tradición renacentista y barroca, ni en el tratadismo didáctico. No se trata de un artista que reflexione sobre su pintura o la de otros, ni de un escritor que pinte. Algunos textos suyos, como El perro de Goya, son singulares e inclasificables.

En 1950, con casi veinte años, Antonio Saura (Huesca, 1930- Cuenca, 1998) celebra una primera exposición totalmente vanguardista, y en buena medida surrealista, en la Sala Libros de Zaragoza. Ha preparado un texto que titula «Carta a los visitantes de esta exposición», en el que advierte: «No olvidéis nunca mi nombre». La prensa otorga una discreta venia -dos comentarios en una ciudad de tres periódicos- al artista bisoño que más tarde, como es de rigor, habría de destruir buena parte de aquellos cuadros primerizos. Reticente, la breve nota crítica que publica el Heraldo de Aragón concluye: «Quizá le esté reservado un futuro triunfal». Y acierta. El futuro del triunfo está a la vuelta de la esquina. Al año siguiente y en la galería Buchholz, su primera individual madrileña: «Pinturas surrealistas de Antonio Saura». Se hace imprimir tarjetas de visita con la leyenda «antonio saura surrealista». En 1953 está en el orsiano Salón de los Once; organiza en Buchholz, junto a varios autores, la exposición «Tendencias» y en Clan, la que titula de «Arte fantástico»… Ese mismo año se marcha a París.

Regresa en 1956, ya instalado en la escena artística internacional. Ha ido con el firme propósito de conocer a André Bretón y trabajar con los surrealistas, lo que consigue inmediatamente. Expone con ellos y finalmente rompe. Ha estado integrado en las actividades del grupo Phases, Santos Amestoy «animado por Edouard Jaguer -como dice Emmanuel Guigon- ardiente defensor de una línea de confrontación extremadamente dinámica entre surrealismo y abstracción lírica». Se ha aproximado al grupo Cobra, es amigo de Arsger Jorn, de Simón Hantaï, con quien desertaría de las filas bretonianas. Todo ello de manera fulgurante y en un breve periodo de tiempo. Michel Tapié (el autor de Un art autre, decisivo e influyente libro en el panorama de la abstracción del medio siglo, corriente en la que Saura se sumerge) le hace entrar en la internacional galería Stadler. Poco después, fundaba en España el grupo El Paso, referente indispensable -con el barcelonés Dau al set- del arte español del siglo XX.

Estábamos en 1950 y en la Sala Libros. Tres años antes, el librero Pepe Alcrudo localiza en la Zaragoza de los cuarenta el primer brote de la pintura abstracta en la España de la posguerra y organiza en 1947-49 el grupo Pórtico -del que emergen Santiago Lagunas y Fermín Aguayo- en rigurosa contemporaneidad con el expresionismo abstracto norteamericano y la abstracción lírica francesa de la veta Réalités Nouvelles. También alienta en la ciudad un núcleo surrealista en el que destaca un poeta excelente, Miguel Labordeta («Sumido 25»), y del que son buen ejemplo pintores como García Abrines o Gaspar Gracián. El joven Saura visitaba los talleres de los artistas de Pórtico y asistía a las reuniones del grupo. El concurso de Federico Torralba, un profesor al tanto -rara avis- del arte contemporáneo (su conferencia de 1944 sobre las nuevas formas del arte es toda una anticipación), fue tan beneficioso para los de Pórtico como para Saura, al que descubre publicaciones y revistas como Cahiers d’Art o la surrealista Minotaure. Tales son la precocidad y la agudeza del joven aragonés, que en las noticias de su época inicial se le ve acertando a la primera en la elección de la compañía más adecuada, del lugar más oportuno y, desde luego, de la lectura reveladora: su encuentro adolescente con Ismos de Ramón.

De Zaragoza a Madrid, los escritos del Saura de entonces muestran una cabal comprensión del surrealismo y del arte del siglo XX. Pienso en la contundente «Contestación al doctor López Ibor» que el muchacho publica en Indice, en 1952, y que contiene una de las más tempranas menciones españolas al abandono artístico de Marcel Duchamp. O el sorprendente texto «El Museo de Cristal», de 1953, que permaneció inédito hasta 1994, cuando Emmanuel Guigon lo publicó en el catálogo turolense de El jardín de las cinco lunas. Fue aquella exposición en el Museo de Teruel la primera gran revisión del primer Saura y la primera vez que la pintura y la literatura saurianas son examinadas de manera conjunta, cualidad que justifica la repetida y necesaria referencia en estas líneas de aquel trabajo de mi buen amigo francés. «Todavía no son más que obras experimentales -dice Guigon de las primeras obras de Saura- (…), anuncian la movilidad y lo patético que se convertirán en los rasgos dominantes de su lenguaje. Ahí uno se plantea preguntas sobre los vínculos que se entrelazan entre la imagen y el texto que la nombra, la «cosa vista y la cosa leída».

La prosa, como la pintura: nadie mejor que el propio Saura para describir sus figuraciones, cuya definición ética y estética -nacida de la posguerra española y de la atómica- ya había cuajado en 1961 cuando publica la «Carta abierta a Antonio Pericás», en medio de una modesta, aunque interesante, polémica ideológica en el seno de la izquierda artística española: «Y aquí está el tema de la figuración, del monstruo, presente en mis cuadros (…). El cuerpo de la mujer (…), reducido a su más elemental presencia, casi un esperpento, sometido a toda clase de tratamiento cósmico y telúrico (si así queremos llamarlo), puede parecer una prueba de la constante presencia del ser humano en el arte español, pero es sobre todo un apoyo estructural para la acción, para la protesta, para no perderme, para no hundirme en el caos (…). He pintado figuras con varios ojos y sexos enormes, esperpentos gritadores y gesticulantes, rotos por el capricho y la rabia. Esperpentos del deseo y deseos de ocho senos. Seres de desgarro y compasión, de alegría sin freno y carcajadas groseras, de desplantes toscos, de tristeza y de ignominia. Esperpentos aplastados y tridimensionales, antiformas de formas, cabezudos, enanos, tontos y leprosos. El macho negro y la hembra blanda. La gran puta, la hembra universal como la Venus de Cuenca y la Diosa Madre. La multitud hambrienta y el sacrificio de gas. Seres a bout de souffle; el pocero manchado, el perforador trepidante, el hambre y el parto con dolor. La inocencia maltrecha, el cachondeo y el guiño automático. El crucificado hecho hombre y la argelina torturada. El caballo desventrado de España, la muñeca trágica y el gran guiñol, moscas, sapos, larvas».

Aquel otro texto ingenuo, pero sauriano, que acompañaba a su primera exposición -organizada por Federico Torralba- inauguraba una escritura paralela que desde entonces habría de ir indisolublemente ligada a su producción pictórica. Ése es el rasgo que turba a L.T. (Luis Torres), el no menos ingenuo comentarista del Heraldo de Aragón. «En estos desahogos pictóricos -decía aquella nota- hay mucha más literatura que verdadero plasticismo». A su manera, tenía toda la razón. Recuérdese el «pinto i prou » de Nonell o la moderna reacción contra los excesos «literarios» del simbolismo. Algo desazonante llega con Antonio Saura. Es el diálogo encarnizado entre lo literario y lo pictórico que, si procede del surrealismo, renace ahora en la inédita categoría especular del pintor-escritor.

A propósito de «Programio», el juvenil programa-poema de 1951, al que Saura fue sustancialmente fiel durante toda su vida («pintar monstruos totalmente inventados»), Emmanuel Guigon escribe: «Pintura o poesía. Aquí el silencio, el dolor, el deseo del suspenso. Retorno del poema fuera de sí, la imagen despoja al discurso y lo entreabre a una mudez inesperada, como si la poesía hiciera velar sus derechos de influencia y de custodia contra un derroche narrativo bruscamente sometido a la prueba del destello. Pintura o poesía: afirmación de la porosidad del texto y de la imagen, de lo legible y lo visible, que coge a contracorriente toda una cara de la cultura occidental».

Pintura y escritura. Ya no es el tratadismo de la tradición renacentista y barroca, ni el didáctico a la manera de Klee o de Albers; ni las reflexiones sobre el pensamiento y la pintura propios y ocasionalmente ajenos, como -pongo por caso- las de un Seurat, un Mondrian, un Chirico, un Tapies… Tampoco es la obra literaria de un escritor que pinta (Klosowsky), ni del escritor, pintor o escultor que escribe, incluso, de su obra; sea Gutiérrez Solana, sea Michaux, sea Oteiza… No encuentro entre nosotros otro caso, si no es el de otro pintor muy pintor, aunque en las antípodas estilísticas de Antonio Saura. Me refiero, claro está, a Ramón Gaya. El Velázquez, pájaro solitario, de Gaya y El perro de Goya, de Saura. He ahí los dos textos más singulares de la literatura artística española. Indefinibles, inclasificables, intensos… Cierta es la lección que extraen del texto sauriano quienes alcanzan a entender la asociación de identidad entre Goya y el perro, en el desconcertante y singularísimo cuadro de la Quinta del Sordo, como obsesión y referencia del propio Saura, pues se desprende que está hablando de sí mismo, como en sus autorretratos imaginarios, sus Saurios, su serie Moi… Y, por lo tanto, de su propia obra, de la que su meditación acerca del cuadro goyesco es una de las claves. Pero es aún más cierto que esta clase de textos nos lleva más allá. A ese lugar esencial de la experiencia de la pintura, vedado por la convención científica, desde la que jamás se hubiera podido llegar a la conclusión del exhaustivo análisis que Saura nos ofrece y que, si dice del objeto, lo trasciende: «Nada tan absurdo como este cuadro, seductor de escritores, que no representa más que la pintura para afirmar el paradigma de la condición humana con su ejemplo». He aquí la última y verdadera revelación de El perro de Goya.

Un buen número de escritores (de Claude Roy a Lezama Lima, de Rafael Alberti a Severo Sarduy, de André Pieyre de Mandiargues a Cortázar, de Michel Butor a Julián Ríos, de Marcelin Pleynet a Hans Platschek…) se ha explayado a propósito de Saura con textos que, casi siempre, dicen más de los registros de sus autores que del pintor al que acompañan, enlazados a modo de canon los fraseos de sus melodías. El examen completo de la empresa sauriana sólo será posible a la vista de la correspondiente obra literaria. Hablo de una doble relación reflexiva y especular entre escritura y pintura que, al partir de un mismo autor, reflejan su mutua problematización como una permanente y radical exégesis que compromete a la pintura. Escritura que no se impone, que no exige ser leída a condición de la plena experiencia de la obra pictórica. Pero escritura consustancial, cuya continua interposición complica y suspende la posibilidad de obtener las conclusiones a las que pudiera aspirar cualquier texto que trate de ser interpretativo sin tenerla en cuenta.

Su vocación literaria, en la que prima lo teórico y ensayístico, potencia una actitud de atenta observación que, si constituye un eje fundamental de la práctica surrealista, no es exclusiva de ese movimiento. Para el surrealista Max Ernst (Escrituras), sea el pintor o el poeta que se abandona al automatismo, el autor asiste «en calidad de espectador, indiferente o apasionado, al nacimiento de su obra y observa las fases de su desarrollo». En otro lugar he recordado el precedente y exacto postulado que Juan Gris expresó en su conferencia de la Sorbona (publicada en 1923): «Es preciso que el pintor sea su propio espectador». En el mismo sentido, tampoco es la primera vez que me remito a la definición de Gombrich: «Pintar es un enfrentamiento activo con el mundo y, de este modo, el artista antes ve lo que pinta que pinta lo que ve».

Antonio Saura, escritor, hace algo más. Refiere distanciada y objetivamente la experiencia de su propia pintura. El proceso de objetivación de la imagen pictórica, de algo indeterminado que, en última instancia, procede del subsuelo irracional y violento, de lo incalificable y subjetivo. Merced a la escritura, parece organizarse aquello de una manera racionalizada y analítica que tiene un orden lógico, sintético y estructural y desemboca en la formulación sistemática de ciertos fenómenos expresivos y soluciones formales que justifican lo pictórico. Mutuo reflejo que engloba en una sola la experiencia de la pintura y la escritura saurianas. Paradigma del juego entre lo físico o automático y lo mental. Metáfora de lo subconsciente (de lo profundo, de la inabarcable y azarosa relación macro-microcósmica…) como pensamiento -logos- que, en último término, nos remite a alguna de las propuestas de Bretón en los manifiestos surrealistas. Es, además, ilustrador-intérprete de grandes textos literarios…

Variado ejemplo de todo ello puede hallarse en La imagen pintada, de 1987, y en los textos reunidos bajo el título de Notebook para el catálogo de la antológica seleccionada por Ad Peterson que se exhibió en el Stedelijk Museum de Amsterdam y en la Casa de Alhajas de Madrid, en 1980. El escritor Antonio Saura también asiste al gran espectáculo del «enfrentamiento activo con el mundo» que ofrecen la pintura, el arte y los artistas universales. Así, su Jackson Pollock, de 1958, su Bram van Velde, su Materia del Tiempo (Tapies) y hasta El pintor imaginario, su aportación a un seminario sobre Max Aub. Antológico, el largo texto introductorio a la exposición «Después de Goya. Una mirada subjetiva», de 1996. Y desde luego, el citado El perro de Goya, de 1992. Imprescindible, aquel ensayo de 1959, en Papeles de Son Armadans, que tituló «Espacio y gesto» y que sigue siendo lo mejor que entre nosotros se haya escrito, en vivo y en caliente todavía, sobre el informalismo y el expresionismo abstracto. Otras veces se crece en la refriega, como en la citada «Carta abierta a Antonio Pericás», de 1961, en Acento Cultural. El provocador panfleto «Contra el Guernica», de 1982, o el lucidísimo ensayo «L’Avangarde qui ne meurt pas», de 1985 cuya versión original en castellano tuve el placer beligerante de publicar aquel año y en número extraordinario de la Gaceta del Libro.

Y en unos y otros casos, explícita o implícitamente, sea en primeros o segundos planos, la pintura de Saura está presente en la literatura de Saura, espectador de todo y de sí mismo. Las series de El perro de Goya -los «perros» y «retratos imaginarios»- se remontan al final de los cincuenta y se prolongan hasta los últimos tiempos del pintor. Es decir, que se producen antes, durante y después de la elaboración del texto (que, si lleva fecha de 1992, puedo dar fe1 de su preparación en la segunda mitad de los ochenta). He ahí el ejemplo supremo del paralelismo entre escritura y pintura al que me vengo refiriendo. Pero también la muestra de la altísima y sostenida calidad de la pintura de Saura, autor de herniosísimos cuadros, desde las policromías surrealistas de su primera época, hasta la sobria y elegante paleta que aparece en las «crucifixiones», los «desnudos», los «retratos imaginarios»; en Geraldine en su sillón, de 1967… Tras las series del blanco y el negro, gracias a las cuales «estructuras morfológicas diferentes -dice el propio Saura- acabaron por definirse en el barroco ascético que habría de mantener en el futuro». «Barroco ascético», así llama al cruel trallazo de la gestualidad sobre un espacio emocionante que está en la esencia de su estilo.

La tradición contemplada desde la radicalidad del presente es otra de las notas características de su pensamiento y de su pintura: «Miró despacio el libro, y todavía más atentamente cuando aparecieron dos imágenes en color que reproducían dos retratos imaginarios. Intimidad, curiosidad. ¿Cómo el anciano y admirado maestro reaccionaría frente a aquellas pinturas deudoras tanto de él como de la historia? Mirándome fijamente a los ojos me dijo en un francés todavía acentuado en español: On en peut pas se debarraser, n ‘est pasl La ambivalencia del comentario y su intemporal significado eran evidentes: no podrás librarte de mí, de la misma forma que yo tampoco he podido hacerlo del pasado». Bastarían estas líneas en las que evoca su encuentro con Picasso («La imagen pintada») para probar la calidad de su prosa. Pero también, la continua referencia a la totalidad de la pintura en el presente y en la tradición sobre la que vertió sus incesantes reflexiones de escritor y su mirada de pintor. Y para desembarazar el inequívoco «acento español» de su pintura de los tópicos que, procedentes de bienintencionadas plumas extranjeras, hubo de soportar con demasiada frecuencia. En una entrevista que publiqué en 1980, en el Viernes Literario, me decía: «Es curioso, yo nunca he pretendido hacer un arte español y a pesar de ello, ante observaciones de este tipo no he podido negar nunca que en mi trabajo haya determinadas características que pueden identificarse con lo que se entiende por arte español. Es cierto que el arte español se define por una intensidad especial, por una determinada concreción del color -el negro, los grises, los ocres, las tierras, etc-; por una expresividad directa, sin tapujos, que no se anda con rodeos; por la presencia de lo inmediato. Hay también una cierta rusticidad que no excluye la elegancia ni la sensibilidad».

La muerte, que sabía próxima y prematura para lo que hoy es usual, le sorprendió el pasado 22 de julio cuando preparaba la edición completa de sus escritos. Quienes con especial deleite gozamos de la buena pintura como de la buena prosa, no podremos olvidar jamás -ut pictura poiesis- el nombre de Antonio Saura, pintor y escritor esencial en el arte español del siglo XX.

1 · Al poco tiempo de mi incorporación al Museo del Prado, en 1985, Las Meninas de Velázquez era sometido a un necesario proceso de limpieza. Se me había permitido -encomendado- invitar un día sí y otro también a aquellos de mis amigos pintores que quisieran asistir al insólito espectáculo del cuadro ya limpio y sin barniz, desprovisto de marco y apoyado sobre el suelo de la sala reservada para tan delicada operación. Antonio Saura repitió visita durante más de una semana. El restaurador inglés, al que no se podía molestar en sus horas de trabajo, hacía un alto a la una en punto para comer, y a esa misma hora estaba Antonio Saura, como un clavo, en mi despacho.
Visto desde la puerta, el tono del suelo de la sala, al coincidir con el de la estancia velazqueña, parecía prolongarse en el cuadro, lo que añadía un toque de milagrosa irrealidad a la realidad de la pintura y Antonio Saura, remedando a Gautier, exclamaba, "ou est le tableau?". El Foucault de Las palabras y las cosas se había quedado corto… Antonio, entusiasmado, contemplaba el cuadro desde todas las distancias y ángulos posibles; desde lo alto, incluso, de una escala rodante de unos cinco peldaños que el restaurador tenía dispuesta para alcanzar la parte superior de la tela. ¡Contemplar Las Meninas "en picado y contrapicado", insólita ocasión irrepetible!
Cierto día me propuso dar una vuelta por las Pinturas Negras. Recuerdo su sorpresa cuando le dije que Carmen Garrido, la directora del Gabinete Técnico, las había sometido a un análisis radiográfico y había descubierto que estaban pintadas sobre otras anteriores; sobre unos "amables paisajes campestres", como él mismo habría de escribir. La conmoción fue tremenda. Aquella tarde la pasamos en la cafetería del Museo, hablando de Las Meninas, las Pinturas Negras y El perro de Goya, sobre el que proyectaba escribir un ensayo, "un texto". Poco después, me llamaba desde París. Quería a toda costa el Boletín del Museo en el que, como le había informado, se publicaron los resultados de las investigaciones de Garrido. Había tomado la resolución de examinar la mejor bibliografía sobre las pinturas de la Quinta del Sordo, antes de ponerse a dar definitiva forma a El perro de Goya.

Crítico de Arte y escritor