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Visto lo cual, comencemos por la del mayor maestro flamenco del siglo XV—junto a Van Dyck—, esto es Rogier Van der Weyden (h. 1399-1464), al que sus contemporáneos consideraron el más grande y noble de los pintores. Ciertamente, con toda probabilidad fue uno de los artistas más influyente del siglo XV. No en vano, en este sentido, conviene recordar que Felipe II fue uno de sus más fervientes admiradores, llegando a salvar el famoso El Calvario de la destrucción llevándoselo a España, cuando casi seguro que de permanecer en Scheut (Bruselas) hubiera perecido durante los episodios iconoclastas o durante las guerras ulteriores.

La exposición en sí del Museo del Prado está centrada fundamentalmente en cuatro obras de un valor incalculable. Nos referimos, naturalmente, además de al famoso Descendimiento (antes de 1443), posiblemente una de las obras cumbre del Museo del Prado, al Tríptico de Miraflores (antes de 1445), ahora propiedad de la Gemäldegalerie de Berlín, al Tríptico de los Siete Sacramentos (h. 1450), procedente del Koninklijk Museum voor Schone Kunsten de Amberes, y a una de las obras más asombrosas y originales del artista por la excelencia y expresividad de sus figuras en una composición de extremada sencillez, el conmovedor y brillantísimo El Calvario (h. 1457-64), obra cuya reciente restauración ha provocado la reunión de tales obras maestras por primera vez en la historia. En este sentido, hay que ser conscientes de que la muestra sobre Van der Weyden es tal vez única, irrepetible.

A estas obras maestras se unen otras muy importantes del propio Van der Weyden. Este es el caso de la cautivadora, de una perfección y colorido excepcionales La Virgen con el Niño, llamada la Madonna Durán (de hecho, las numerosas copias o versiones que de ella existen demuestran que fue una obra admirada en toda Europa), o bien de su taller u otros cuadros muy interesantes de artistas que tienen su fuente de inspiración en el pintor flamenco.

En conjunto, la muestra, compuesta por casi una veintena de piezas, permite apreciar no solo las mejores obras de Van der Weyden, sino además diferentes aspectos de su creación artística que son fundamentales, como la estrecha relación de su obras con la escultura, el gran influjo posterior que tuvo su arte y su repercusión en España.

Conviene recordar que Van der Weyden descubrió tempranamente que aunque era capaz de pintar el mundo natural con toda fidelidad, podía hacer algo más que imitar la realidad inmediata. Tenía tal grado de sensibilidad para el tratamiento de las formas y las líneas que sus composiciones, basadas en armonías geométricas, llamaban la atención de inmediato. Sabía igualmente —y esto es fundamental en su obra— cómo manejar el color y las formas abstractas para intensificar la reacción emocional del espectador. En efecto, podía representar lo que quisiera con gran realismo, pero cuando le convenía ignoraba la lógica del espacio y la escala (como por ejemplo se puede presenciar perfectamente en su obra Tríptico de los siete sacramentos, presente en la exposición), o desdibujaba la diferencia entre realidad y escultura. En este sentido, sus composiciones son tan bellas, ambiguas y cautivadoras que de alguna forma obligan a volver sobre ellas una y otra vez, pues siempre se descubre algo nuevo.

En este sentido, cuando la obra se contempla con detenimiento, ciertamente uno se siente fascinado por el bien sobrio reflejo de las actitudes de san Juan y de la Virgen, sus admirables vestiduras blancas, con sus recortados pliegues que simulan tener aspecto escultórico, como antes señalábamos. También, por supuesto, por sus bien distintos rostros, el de María recogido, como escondido por el horror de la escena, al tiempo que paciente, en absoluto crispado, y el de san Juan con expresión de estupor, pero imponente por la belleza de sus bien contorneados rasgos de apuesto y —permítasenos la palabra— galán, que asume la responsabilidad de cuidar ahora de la Virgen, su madre.

Qué contraste entre este bello rostro de san Juan con ese otro Juan envejecido del Descendimiento, en lágrima viva de dolor, frente surcada de arrugas por el sufrimiento, conmovido y piadoso a la vez. Son dos «Juanes» casi por completo distintos, en edad, actitud, belleza de facciones y… maravillosamente reflejados los dos.

A diferencia de san Juan, en el Cristo del Calvario no hay ya belleza alguna, es el fiel reflejo del sufrimiento consumado, hasta el final, hasta la muerte en la cruz. Su rostro ensangrentado por la corona de espinas, deja correr unas lágrimas de los ojos ya cerrados por la inminente muerte y el costado abierto del que mana sangre, sangre que comienza a empapar el así llamado paño de pureza.

El Calvario nos lleva de la mano, por así decir, al Tríptico de los siete sacramentos, donde de nuevo Jesús en una inmensa cruz, y el grandioso y bello interior de la catedral son los principales —tal vez, claro está, junto con la representación en sí de los siete sacramentos— protagonistas del cuadro. Es un cuadro majestuoso y curioso a la vez, por el distinto tamaño de las múltiples figuras que por él pululan, pero es preferible que el espectador sea el que contemple y descubra por sí mismo sus peculiaridades…

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En cuanto al Descendimiento, obra capital del Prado, y del que ya hemos hecho cierta mención, tan solo decir que su grandeza merece una minuciosa contemplación, pues sin duda es la obra magna de Van der Weyden, y de una sublimidad que pareciera acrecentarse cada vez que se observa… Tantas figuras juntas y de tal majestuosidad, y de claros efectos escultóricos, reunidas y como recluidas en un muy limitado espacio, y tan perfectamente conjuntadas (cada una de ellas podría ser perfectamente una obra de arte) es muy difícil encontrar en cuadro alguno.

Por último, el así llamado Tríptico de Miraflores, de tamaño relativamente pequeño, es también una de las piezas capitales de Van der Weyden, y cautiva tanto por su calidad artística como por su excelente estado de conservación, como bien señala Stephan Kemperdick. Cada uno de los tres paneles pintados es una excelente obra de arte, en los que se aborda la relación íntima entre Cristo y su Madre. Así, van recorriendo los principales momentos de la vida de Jesús, desde su nacimiento, pasando por su muerte, hasta su resurrección, pues en la tercera tabla se ve el feliz reencuentro entre Cristo y su Madre, a la que consuela de su doloroso llanto.

Los tres paneles son maravillosos, a cual más admirable. Si hubiese que destacar algún pasaje o momento, destacaría el de Cristo muerto, ya descendido en manos de la Virgen, de una extraordinaria viveza expresiva en su gesto lleno de amor a su Hijo, al que retiene en sus brazos… resulta sorprendente, pero todo es de una perfección completa, con un fondo paisajístico excepcional, dentro del estilo propio de los primitivos flamencos. Pero tanto como el panel central, los otros no le van a la zaga en detalle, realismo, expresión…

Y si magnífica es la exposición sobre Van der Weyden, a su manera no le va a la zaga la muy interesante sobre Zurbarán, del Museo Thyssen. Se trata, en conjunto, de una muy completa exposición sobre el maestro español, con una mayor amplitud de temas y variedad de lo habitual, aun siguiendo como es natural su temática principalmente religiosa, en la que en algunos aspectos es único, un completo maestro, especialmente en la representación de la vida monástica, de los santos y santas, etc.

Pero el caso es que si se espera —e incluso hasta en demasía— esta temática en Zurbarán, la presente exposición antológica del Thyssen hace hincapié en otros rasgos no menos interesante del artista, como son su maestría en los bodegones, al igual que la muestra de obras importantes de su taller, especialmente de su hijo Juan de Zurbarán, experto precisamente en el bodegón, y otros destacados artistas como, por ejemplo, Ignacio de Ries, que si bien para algunos resultará un casi perfecto desconocido, es artista interesante en sus más destacadas composiciones.

Además de las obras del Museo del Prado, se aporta una amplia exhibición de otras pinturas procedentes tanto de otros lugares de la Península como de algunas muy interesantes provenientes de importantes museos extranjeros, como The National Gallery de Londres, el Louvre de París, The Metropolitan Museum de Nueva York, el Hermitage de San Petersburgo, y otros tantos museos europeos y estadounidenses.

Para situarle en el lugar preciso, conviene saber que Zurbarán es uno de los artistas más interesantes e incluso avanzados de su época. Pintor de lo concreto, como se le ha llamado, Zurbarán destaca especialmente por sus formas geométricas, de duras aristas y por sus grandes superficies lisas, junto con el ambiente serio y solemne, silencioso que comunican sus composiciones. Ello, se ha señalado recientemente, le conecta con algunas sensibilidades de movimientos artísticos del siglo pasado, desde un cierto cubismo hasta con la así llamada pintura metafísica, lo que nos llevaría, de algún modo, a poner de manifiesto su posible actualidad.

A grandes rasgos, en 1634 su prestigio y su amistad con Velázquez le brindaron la oportunidad de liberarse de la tutela de su clientela monástica y colaborar en otros menesteres, por ejemplo en la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, sito en Madrid. De regreso a Sevilla, los grandes ciclos monásticos de 1638 y 1639 marcan el apogeo de su carrera. En este sentido, La adoración de los Magos (ca. 1638-1639), procedente del Museo de Grenoble, es un magnífico ejemplo, con una maravillosa Virgen con el Niño, al igual que unos Magos más que dignos, especialmente un piadoso Melchor y un Gaspar lleno de empaque, y todo ello con un convincente fondo paisajístico.

Dando un salto en el tiempo, el estilo de Zurbarán empezó a cambiar hacia 1650, cuando su pincelada se torna más suave, los efectos lumínicos se moderan, los fondos se vuelven más claros y las tonalidades de las figuras se hacen mucho más luminosas. De esta etapa son los óleos de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla y gran número de escenas sagradas destinadas a la devoción privada. La belleza de su estilo tardío señala una evolución de su pintura hacia unas mayores cotas de dulzura y refinamiento. Incluso antes que Murillo, Zurbarán se hace eco también con gran naturalidad de la innovación que introduce la Reforma católica.

Así, su entrañable mirada sobre la infancia se expresa en imágenes de la Virgen niña y en sus jovencísimas representaciones de la Inmaculada, devoción nueva de la que Sevilla se convierte en adalid. Ejemplo destacado de ello es el excelente lienzo La Virgen niña en oración (1658-1660), propiedad del Hermitage de San Petersburgo. En él, la pequeña, de rostro tan entrañable como inocente, sentada, parece atender con gran naturalidad la voz del Creador. Unido a ello, el colorido del cuadro es brillante, en el sencillo y precioso vestido de la Niña.

Esta última sección presenta el mayor número de obras incluidas recientemente en el catálogo del pintor. Entre ellas estaría San Francisco rezando en una gruta (ca. 1650-1655), del San Diego Museum of Art, Cristo crucificado con san Juan, la Magdalena y la Virgen (1655), Virgen Niña dormida (ca. 1655), o Los desposorios místicos de santa Catalina de Alejandría (1660-1662), estos últimos de colecciones privadas.

Crítico de arte