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Marco Rubio lo describió con dramatismo al ser él mismo arrollado y ver truncadas sus aspiraciones presidenciales: «América está en medio de una verdadera tormenta política, un verdadero tsunami». El senador por Florida se refería a la candidatura de Donald Trump en las primarias republicanas, pero lo mismo podría decirse de la candidatura de Bernie Sanders en las demócratas. La emergencia de dos populismos, a derecha e izquierda, ha trastocado las bases de la política estadounidense y ha roto las dos fórmulas ideológicas sobre los que esta se había asentado en las últimas décadas: las que alumbraron Ronald Reagan y Bill Clinton en sus respectivos partidos.

Contra todo pronóstico, el showman Donald Trump parece avanzar imparable hacia la nominación republicana. De los diecisiete candidatos iniciales, ya solo Ted Cruz está en condiciones de competir con el magnate inmobiliario. Jeb Bush, esperanza del establishment del partido, solo aguantó los tres primeros envites —Iowa, New Hampshire y Carolina del Sur—, en los que no pasó del cuarto lugar. Tras gastar casi sesenta millones de dólares, el hijo y hermano de presidentes se retiró, sin ni siquiera esperarse a la cita de Florida, estado del que fue gobernador. Con ello evitó la humillación que allí recibió Marco Rubio, el otro candidato que, tras el pistoletazo de principios de febrero en Iowa, debía haber actuado de dique frente a Trump.

Dado que Cruz, de origen familiar cubano al igual que Rubio, está tan a la derecha como Trump en muchos aspectos, la única esperanza real del aparato del partido, incapaz de propulsar un candidato alternativo (el prolongado esfuerzo de John Karsich, gobernador de Ohio, no ha tenido potencia suficiente), es que el controvertido multimillonario salga el 7 de junio del proceso de primarias sin haber alcanzado los 1.237 delegados necesarios para la proclamación. Eso dejaría la decisión para la convención de Cleveland, del 18 al 21 de julio, donde los delegados quedarían libres de compromisos y podrían pactar un aspirante distinto.

Una convención abierta se ha dado en ocasiones anteriores, pero esta vez el resultado podría ser realmente traumático para el Partido Republicano. Si Trump se queda cerca de la cifra requerida y se le priva de la candidatura, muy probablemente denunciaría una usurpación y, presentándose por su cuenta —su fortuna se lo permite—, podría llevarse una buena porción del voto republicano en las presidenciales de noviembre. Pero si Trump alcanza la nominación, es posible que el establishment del partido o parte de él impulse otro candidato como independiente o utilizando las siglas de algún partido menor. Dirigentes como Mitt Romney, que fue el presidenciable de 2012 y califica abiertamente a Trump de «farsante y fraude», dicen estar dispuestos a impulsar las operaciones necesarias.

La perspectiva de un voto republicano dividido mejora las opciones de Hillary Clinton de llegar —volver— a la Casa Blanca. Las primarias demócratas, que se esperaban de puro trámite —una rápida coronación de la antigua primera dama, senadora y secretaria de Estado—, han sido realmente reñidas en su arranque.

Con amplias victorias en estados como New Hampshire, Minesota, Kansas, Colorado, Idaho o Alaska, Bernie Sanders no solo ha hecho frente a Clinton en enclaves izquierdistas de zonas acomodadas de la costa Este, sino también en ambientes inconformistas del Medio Oeste y del Pacífico. Con todo, la candidatura de Hillary Clinton se ha ido consolidando con el tiempo y pocos dudan de que alcanzará la mayoría de delegados (en su caso ha de sumar 2.383) antes de la convención que se celebrará en Filadelfia del 25 al 28 de julio.

Las sorpresa no ha sido tanto que alguien haya podido disputar la nominación a Clinton, pues sus deficiencias estaban claras para cualquier seguidor de la política estadounidense, como la gran movilización que ha habido en favor de la «revolución» del socialista Sanders. Y es que algo ha ocurrido en los alineamientos políticos de la sociedad estadounidense.

POPULISMO

Cuando Marco Rubio tuvo que tirar la toalla el 15 de marzo al perder en su estado de Florida (solo venció en uno de los 67 condados; en el resto se impuso Trump), admitió que el éxito del empresario había cogido desprevenido a todo el mundo. «Teníamos que haberlo visto venir», se lamentó. Reconoció que entre los ciudadanos había un gran enfado y una enorme frustración a raíz de la crisis económica y la actitud de la clase política, e indicó que Trump había sabido explotar ese sentimiento, construyendo una campaña «sobre el miedo y la rabia, con un mensaje que alimenta las frustraciones de la gente».

Nadie se esperaba ese éxito en las urnas cuando el 17 de junio de 2015, en la Trump Tower de la Quinta Avenida, en Manhattan, el millonario anunció su candidatura. Lo hizo dejando ya bien claro cuál iba a ser el tono de su campaña: calificó de violadores a los inmigrantes mexicanos y prometió construir un muro a lo largo de toda la frontera con México, que además pagaría ese país.

A partir de ahí, la xenofobia («llamo a un total y completo cierre de la frontera para los musulmanes», incluidos turistas); el machismo («todas las mujeres que participaron en mi programa de televisión The Apprentice flirtearon conmigo, consciente o inconscientemente; era de esperar»); la prepotencia («la belleza en mí es que soy muy rico»; «mi coeficiente de inteligencia es de los más altos»), y otras estridencias («si Ivanka no fuera mi hija, quizás estaría saliendo con ella») han llenado un discurso populista, carente de un programa bien definido.

Trump ha logrado atraer sobre todo a la clase trabajadora blanca, que es la que ha perdido más poder adquisitivo con la crisis y la que mira con más desconfianza a la creciente diversidad racial del país: los blancos de origen europeo quedarán por debajo del 50% de la población en 2040.

Su personalidad autoritaria (se jacta de no tener asesores) y su nacionalismo económico (el lema de campaña, «Hacer América grande de nuevo», apunta al proteccionismo) le han supuesto a Trump el apoyo de los sectores blancos más vulnerables a la demagogia: los de menor nivel de educación. Acudir a un mitin de Trump es asistir a un show: le gusta hacer payasadas, despacharse a gusto sobre sus contrincantes e incluso hacer alusiones sexuales impropias de un dirigente político.

Si la rabia y el miedo es lo que fomenta el «trumpismo» entre el grueso de la población, hoy más pobre que antes de la crisis (mientras el uno por ciento más rico ha aumentado sus ingresos), desde la izquierda el populismo de Sanders busca una movilización para romper esa desigualdad. El senador de Vermont ha atraído a muchos jóvenes ilusionados con una revolución contra el estatu quo, que imponga más impuestos a las mayores fortunas y a las grandes corporaciones y que expanda las prestaciones sociales.

LECCIONES DE LA HISTORIA

La posibilidad de que Trump gane la nominación republicana ha provocado crecientes actos de protesta callejera de manifestantes de izquierda. Esto ha llevado al Partido Republicano a temer una convención como la que tuvieron los demócratas en 1968, en un Chicago tomado por la policía para aplacar la ira de miles de jóvenes que censuraban la escalada bélica en Vietnam del presidente Lyndon

B. Johnson. Los delegados olían los gases lacrimógenos que se lanzaban en la calle mientras ellos negociaban el ticket presidencial en una convención abierta, a la que ningún candidato llegó con suficientes apoyos.

En esa convención fue elegido como candidato demócrata el vicepresidente de Johnson, Hubert H. Humphrey, que no se había presentado a las primarias. Johnson había concurrido inicialmente para una nueva nominación, pero los primeros resultados no fueron suficientemente favorables para él y eso propició que Robert F. Kennedy se lanzara a la carrera, por lo que Johnson decidió renunciar a presentarse. El senador Eugene McCarthy comenzó liderando las primarias, pero Bob Kennedy logró avanzar terreno y la nominación quedó pendiente para la convención. «Ahora depende de Chicago, ganemos allí», fueron las últimas palabras públicas de Kennedy poco antes de ser asesinado en California, donde había conseguido una crucial victoria.

En desacuerdo con la nominación de Humphrey, el demócrata George C. Wallace, exgobernador de Alabama, lanzó su candidatura a la presidencia, como candidato del Partido Independiente de América y con un programa segregacionista. Las elecciones las ganó el republicano Richard Nixon, con 301 votos electorales, mientras que Humphrey se quedó en 191. Wallace triunfó en los estados sureños: fue el último candidato independiente en la historia estadounidense en obtener votos electorales (se llevó 26).

Precisamente el discurso populista de Wallace ha sido comparado estos días con el de Trump. En la campaña de 1968, la agencia de prensa upi escribió que «los sorprendentemente numerosos y energéticos» seguidores de Wallace iban a sus mítines para escuchar «un discurso duro, lleno de verbos de acción contundente, en contra de los que alteran el orden con marchas antirracistas, los militantes que cantan lemas en contra de la guerra, los revolucionarios de los campus de las universidades, los manifestantes que disienten y los criminales». Wallace prometía arrastrar por los pelos hasta la cárcel a quienes protestaban contra la guerra, así como limpiar Washington de los burócratas y tirar sus maletines en el río Potomac.

Quien crea que los grandes partidos políticos estadounidenses son indestructibles debiera recordar el mismo origen de los republicanos, que emergieron en 1856 del hundimiento del Partido Whig (nombre tomado de los liberales británicos). Los whigs habían sido durante un par de décadas la alternativa a los demócratas. Llegaron divididos a la convención de 1852, en la que se requirieron 53 votaciones para nominar al candidato presidencial. Las disputas internas provocaron una huida de sus votantes, que se fueron a nuevas formaciones y de ahí surgieron los republicanos, que llegaron a la Casa Blanca con Abraham Lincoln (antiguo whig) en las elecciones de 1860.

Una de las formaciones que se originó con la implosión del Partido Whig fue el partido KnowNothing, un fenómeno que Michael Holt, profesor de Historia de Estados Unidos en la Universidad de Virginia, compara con el de Trump. El KnowNothing surgió a raíz de la recesión de 18541855, como reacción al aumento de la inmigración y al mayor reconocimiento de la Iglesia católica en el país. Fue «una revuelta de base, populista y genuinamente espontánea, de disidentes de las clases trabajadoras y las clases medias bajas». Llamaban a castigar a whigs y demócratas por haberles traicionado, y se comprometían a apoyar a políticos que nunca hubieran ocupado cargos públicos o se hubieran presentado a las elecciones.

CAMBIOS IDEOLÓGICOS

Gerald F. Seib, jefe de la oficina en Washington de The Wall Street Journal, ha escrito que esta campaña electoral «hace añicos» las fórmulas ideológicas creadas por Ronald Reagan y por Bill Clinton, gracias a las cuales sus partidos pudieron recuperar el poder tras un tiempo de ostracismo. «El Partido Republicano está perdiendo su tradicional base conservadora, mientras que la izquierda desplaza al Partido Demócrata fuera del centro», asegura Seib. En su opinión, «las coaliciones que han dominado la vida política estadounidense en las últimas tres décadas se están diluyendo».

El escándalo del Watergate hizo que un Partido Republicano de posiciones de centro derecha y moderado, como tradicionalmente había sido, quedara demasiado identificado con los manejos de Richard Nixon. El rechazo a las corruptelas de la Administración Nixon propició la elección de un presidente de perfil especialmente honesto, el demócrata Jimmy Carter.

Para volver a recuperar la confianza mayoritaria hacia el Partido Republicano, Reagan se presentó en 1980 como un «verdadero conservador», girando algo a la derecha en ciertas posiciones políticas, pero apostando por soluciones liberales en otras (bajada de impuestos, libre comercio) y apelando al voto de la clase media trabajadora (especialmente el «blue collar vote»). Clave fue ese apoyo de los llamados «demócratas de Reagan», así como de aquellos electores ilustrados que dejaron el Partido Demócrata por considerarlo débil en política exterior y de seguridad (bautizados como neoconservadores). El tono de apertura social también se manifestó en una actitud positiva hacia la inmigración, lo que atrajo el voto hispano.

Esa receta sirvió también para la victoria de George H. W. Bush en 1988 y luego para la de su hijo en 2000. Pero las proporciones de los componentes ideológicos fueron variando y la fórmula ya fue algo distinta en 2012. Mitt Romney, por ejemplo, rompió con la simpatía hacia los inmigrantes, de forma que solo recibió el 27% del voto hispano (Reagan obtuvo el 37% en 1984 y George W. Bush el 40% en 2004).

Si para los republicanos la necesidad de reformulación vino tras el Watergate, en el caso demócrata se produjo tras el anclaje en posiciones dogmáticas de la presidencia de Carter y las fracasadas candidaturas de Mondale y Dukakis. Bill Clinton giró el partido hacia la derecha en 1992, apostando por disciplina fiscal, dureza frente al crimen, reforma del Estado de bienestar, impulso de acuerdos de libre comercio y sintonía con el mundo de los negocios.

Esa posición, similar a la «tercera vía» emprendida después en Europa por Tony Blair y Gerhard Schröder, ha dominado desde entonces en el Partido Demócrata, incluso durante la presidencia ligeramente más a la izquierda de Barack Obama. Pero la fórmula parece no servir ya hoy y Sanders no solo arremete contra los republicanos, sino también contra la herencia política de Bill Clinton, hasta ahora nunca propiamente cuestionada entre los demócratas. «Es entonces [la presidencia de Clinton, en la década de 1990] cuando desastrosas políticas sobre comercio tuvieron lugar. Sí, hubo cosas buenas, pero se cometieron algunos errores peligrosos que pusieron los fundamentos de algunos de los problemas que estamos teniendo hoy con la desaparición de la clase media», repite el contrincante de Hillary Clinton en las primarias.

RADICALIZACIÓN

Las encuestas constatan una mayor polarización política de la sociedad estadounidense. Los dos grandes partidos están más escorados en 2016 de lo que estaban en 2012. En ambos han disminuido los moderados: quienes así se definen han bajado del 33 al 25%, en el caso del Partido Republicano, y del 51 al 39%, en el del Partido Demócrata, según Public Opinion Strategies. Por su parte, han aumentado los republicanos que se ubican en la derecha del partido (del 67 al 75%) y los demócratas que se sitúan en la izquierda de la formación (del 49 al 60%).

Se trata de una tendencia que ya se ha ido registrando los últimos años. La propia victoria de Obama sobre Hillary Clinton en las primarias de 2008, con un discurso decididamente contrario a la guerra de Irak, fue muestra de un corrimiento ideológico al que ahora la misma Clinton tendrá que adecuarse. Más allá de las concesiones que de momento ha hecho la candidata (normalmente en las primarias el discurso atiende a los sectores más ideologizados, para luego moderarse y buscar el voto más centrado del grueso de la población), todo indica que de cara a las presidenciales de noviembre Clinton adoptará tonos más acordes con la tradición izquierdista demócrata de lo que hizo el clintonismo.

El giro ha sido más acusado entre los republicanos. La eclosión del Tea Party en las legislativas de 2010 supuso una revuelta de las bases conservadoras, que reaccionaron frente a una presidencia de Obama que temían especialmente estatalista. «Sin Obama no habría Trump», ha dicho Bobby Jindal, exgobernador de Luisiana y otro de los candidatos retirados de las primarias republicanas. Aunque Tea Party y Trump no son sinónimos, hay una cierta línea de continuidad en la actitud de rebelión. Según muchos observadores, el aparato del Partido Republicano se encuentra ahora con un monstruo al que en realidad estuvo alimentando al haber jaleado al Tea Party como medio para minar a Obama.

Entre los conservadores republicanos también han cobrado fuerza en los últimos años los evangélicos: aquellos que, con explícitas referencias religiosas, sitúan entre sus prioridades el combate contra el aborto y el matrimonio homosexual. Este es el sector que especialmente intenta cultivar Ted Cruz, frente a un Trump nada religioso. Pero las encuestas indican que a parte de los evangélicos no les importa votar a alguien divorciado dos veces porque les seduce más su imagen de alguien de autoridad fuerte y capaz de mejorar la economía dada su experiencia de empresario.

La creciente aceptación social de las nuevas realidades familiares y el mayor protagonismo de las minorías probablemente obligará al Partido Republicano a una revisión de oferta programática tras el trauma interno que está suponiendo la candidatura de Trump.

Ciertamente hubo un intento desde el establishment republicano de adecuar más los mensajes a la realidad social del país. Sin dejar los postulados conservadores en cuestiones sociales y en las recetas económicas, había que prestar más atención a problemas como la desigualdad y la integración de las minorías. En 2013 el Comité Nacional Republicano elaboró un informe que invitaba a combatir la sensación de un partido alejado de los ciudadanos y se llegó a hablar de los «reformicons», los conservadores reformistas.

Pero nadie se tomó esa apuesta en serio. Uno de los que se disponían a encabezarla, Marco Rubio, se dedicó más a halagar a las bases que a liderarlas: después de proponer una reforma migratoria, para la regularización de los once millones de inmigrantes ilegales que hay en el país, en su inmensa mayoría hispanos, se retractó al comprobar que el viento electoral soplaba en contra.

La revista Time había llegado a presentar a Rubio en su portada como «El salvador republicano». Confiado en su aspiración presidencial, el político de 44 años renunció a buscar un segundo mandato como senador este 2016 para dedicarse plenamente a la carrera hacia la Casa Blanca. Aunque algunos ya lo han sepultado políticamente, es posible que Rubio se presente a gobernador de Florida en 2018. También se enterró a Richard Nixon tras perder contra John F. Kennedy en 1960 y ocho años después alcanzó la presidencia… desde el centro.

Periodista