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Pántes ánthropoi tou eidénai orégontai phýsei. La Metafísica de Aristóteles empezaba así, asegurando que «Todo hombre apetece por naturaleza saber». Ese es el arranque del capítulo introductorio, en el que uno de los pensadores más grandes de la Humanidad trata de justificar el esfuerzo que exigirá a sus lectores para que le sigan en la larga cadena de razonamientos abstractos que conducen hasta las últimas estancias del conocimiento humano.

Esa expresión aristotélica siempre me ha parecido genial. Estoy de acuerdo con él en que a nadie le gusta desconocer voluntariamente lo que el común de los mortales sabe. Nadie apetece ser llamado ignorante por vagancia o parecer que sufre de cortedad mental. Entre la gente que yo encontraba en Asturias en mi infancia, había un aldeano que gustaba de asegurar que no hacían faltan estudios para darse cuenta del porqué de las cosas. Era una expresión que luego he encontrado en actores de películas españolas o italianas de los años cincuenta y sesenta. Y que reflejaban a las claras cómo los estudios básicos podían haber sido negados a algunas clases sociales durante mucho tiempo; como también que, incluso en esos casos, a todo el mundo le gusta demostrar que no tiene menos capacidad de comprensión que sus congéneres.

Ahora bien, en nuestros días, tan alejados de aquella sabia Atenas, y siendo como soy un profesional de la educación, me hago inevitablemente la pregunta: ¿realmente todos los españoles de hoy, todos nosotros deseamos saber? Creo que los que leemos esto podemos contestar afirmativamente que sí, que nos importa saber y que lo buscamos. Pero ¿no es verdad también que a algunos parece importarles muy poco el saber? ¿No es verdad que son muchos, ¡demasiados!, los que apetecen la ventaja partidista, el lucro no importa por qué medio, o el famoseo y el postureo social?

Por mi parte, he de decir que ese principio aristotélico lo he asumido como profesor de Ciencias de la Información y en concreto para la materia de periodismo especializado. Porque la gente que dedica su tiempo a escuchar la radio o la televisión, y más aún la que gasta su dinero en comprar un periódico o una publicación especializada, desde luego que le importa saber. Desea saber qué está ocurriendo en el mundo. Le importa saber qué es lo que tratan de ocultar los poderosos. Le importa saber qué hacen los científicos y los artistas y los grandes deportistas. Le importa saber quién es violento y quién un canalla, aunque digan que tienen las manos limpias. Tanto más cuanto que nuestra sociedad está hecha de especialistas y cada uno de nosotros, si es que llegamos a saber algo con cierto fundamento de nuestra propia especialidad, en todo lo demás somos unos perfectos ignorantes. Y esto, que tal vez no vaya con alguno de los sabios que hoy nos acompañan, me lo digo y se lo digo a mis alumnos en clase todos los años.

Este punto de vista nos sirve para iniciar nuestra reflexión sobre la información y la crítica del arte en los medios contemporáneos. Y para avanzar, me gustaría dejar de lado ya desde este momento todo lo que se refiere al arte contemporáneo, puesto que estamos en el Museo del Prado y tenemos que centrarnos en el arte que se atesora en esta sede.

He dicho que se atesora, porque sin duda la pinacoteca nacional encierra tesoros fabulosos de pintura y artes plásticas. Un tesoro que tiene su propia historia varias veces centenaria de custodia, conservación, valoración crítica y científica; así como una historia de exposición del respetable público hispano a la vis atractiva de las cosas bellas.

Pinacoteca que, a estos decisivos méritos añade, además, el de tener un valor simbólico, puesto que es un lugar de referencia ineludible para determinar la conciencia que los españoles tienen de sí mismos como un colectivo diferente de otros colectivos. Aunque no quepa decir que esta autoconciencia sea unívoca, porque este tesoro es de tal riqueza que permite diferentes y variadas lecturas sobre las relaciones de poder, las aspiraciones de prestigio de los distintos protagonistas sociales, el papel más o menos independiente que jugaron los pintores en ese patio de actores sociales, etc. El Museo del Prado, en definitiva, es un epítome de la historia de la cultura y la sociedad española en los últimos cinco siglos; así como también de las relaciones de poder entre los españoles, los gustos diferenciales de sus clases sociales, las aspiraciones políticas y también ideales de la sociedad y sus principales antagonistas y protagonistas.

Y como cada uno de estos asuntos tiene una historia más que centenaria, también hay que contar y encadenar causalmente las distintas etapas en las percepciones, valoraciones, interpretaciones y usos políticos y sociales que se han hecho de cada uno de estos aspectos. Pues no olvidamos que el Museo del Prado ha sido la colección de arte de una Dictadura, y de una República, y de una Monarquía decadente, y que antes fue ahormada por un gusto neoclásico, y con anterioridad el referente de una inteligencia ilustrada, y espejo del Barroco y de Trento, y la colección de un imperio político en cuyas fronteras no se ponía el sol.

Pero como estamos hablando de medios de información, todo eso hay que llevarlo hasta la orilla de la actualidad, y también hasta el saber común de los ciudadanos de nuestro tiempo. Tenemos que contar historias y proporcionar información asimilable por nuestra gente de la calle, que apetece, sí, saber, pero que no es científica del arte ni de su historia, ni sabe por experiencia propia cuánto puede prestigiar socialmente la posesión de arte, ni cómo funciona el mercado del arte, ni es tal vez muy consciente de cómo funcionan los símbolos colectivos, de los que no obstante participa emocionalmente.

En consecuencia, en cada pieza informativa o de crítica que se redacte a propósito de las exposiciones que se organicen en este centro (y por extensión, en todos los demás museos de bellas artes), los profesionales de la divulgación de la cultura tendríamos que desarrollar una primera fase analítica que desmenuzara los siguientes aspectos, antes de sintetizarlos en el texto que aparecerá impreso sobre papel o locutado.

Primero, análisis de las sorpresas y gratificaciones sensoriales que la exposición ofrecerá al visitante. Esto está lógicamente determinado por las cualidades perceptibles de las piezas que se han incorporado a la exposición. Pues no interactúa con nuestra sensibilidad del mismo modo una pintura al óleo o un collage, una tabla con color o un aguatinta, ni los bocetos a sanguina de un grabado y los grabados mismos. En todo caso, es la sensibilidad contemporánea la que hace contemporáneas las obras del pasado; y estas manifiestan su grandeza cuando son capaces de afectar la sensibilidad de los humanos, cien, doscientos o quinientos años después de haber sido creadas.

Por tanto, el comunicador tiene que hacer sus hipótesis acerca de cuánto la sensibilidad del futuro visitante ha de ser preparada para gozar con intensidad de lo que la exposición le ofrece. Y aunque sea verdad que no hay dos sensibilidades iguales, ni individuales ni colectivas, el profesional de la comunicación ha de tener, sin embargo, percepción e información suficientes para hacer hipótesis razonables al respecto.

Estos análisis sensoriales están codeterminados también por las condiciones de circulación en el espacio y en el tiempo, que ha previsto el comisario de la exposición. Porque los tamaños de las obras, su disposición en pared o en peana, así como las condiciones para que se detengan a contemplar o deambulen los visitantes, todo eso son condicionantes de la experiencia final que tendrá el público presente en la sala. Y si esas condiciones son buenas, el periodista tiene que agradecerlas y potenciarlas; y si son malas, criticarlas.

Por otra parte, esas condiciones de percepción están directamente relacionadas con los materiales que se han empleado y con las técnicas con que se han aplicado para hacer de ellas medios de expresión individual. Por tanto, el comunicador tendrá que anticiparse a informar y explicar qué condiciones de la materia y de los procedimientos hacen más fácilmente comprensible la experiencia futura del visitante.

Descubrir, por ejemplo, el óleo como materia pictórica, con su untuosidad, su brillo, su capacidad de saturación y disolución, etc., es un paso decisivo para entender el medio pictórico, mucho más importante, a mi juicio, que las infinitas representaciones que se puedan hacer con él. O la condición incolora del dibujo, que es otra de las condiciones ineludibles para emplearlo como tal. Por tanto, también a este respecto la audiencia tiene derecho a saber, y el informador la obligación de explicar, lo que sea más relevante para potenciar la experiencia de gozo y aprendizaje derivados de los procedimientos con que han sido realizadas las piezas expuestas.

También aquí entrarían todas las cuestiones relativas a la restauración de las obras. Pues casi siempre el deterioro de los materiales empleados en la fábrica de una obra lleva aparejado el ocultamiento de sus posibilidades expresivas, aquellas que el artista empleó a conciencia en su día y que la restauración revela de nuevo en toda su originalidad.

A ese animal que apetece saber, que es el hombre, no le bastaba sin embargo habitualmente ni la percepción de la materia ni la conciencia de su propia sensibilidad, sino que además también apetece darse una explicación articulada, comunicable mediante el diálogo, de lo que ve y siente. De ahí que a toda obra y exposición acompañe habitualmente un discurso. Si no necesariamente el discurso del artista, ya que su lenguaje son sus obras, desde luego sí un discurso de los expertos y connoisseurs, de los comisarios y galeristas, de los científicos de la historia del arte.

Pues bien, el informador especializado en arte tiene también que divulgar para su audiencia los discursos justificativos que proporciona tanto el comisario responsable de esa exposición como la historia de la crítica especializada y la historia del arte, acerca de esos mismos materiales y obras. Está claro que a una audiencia de un medio de información general no le importan los detalles de las discusiones expertas, pero sí los núcleos de discusión que han generado esa dialéctica de opiniones encontradas. Si se trata, por ejemplo, de dudas acerca de la originalidad de una pieza, o distintos pareceres sobre las justificaciones sociales, políticas o de eficiencia expresiva que contribuyan a explicarlo, etc. Pero así pasamos ya al siguiente asunto, que es un análisis de los contenidos.

Cualquier dimensión de la condición humana, considerada tanto individual como socialmente, ha tenido y tiene reflejo en la representación del arte. Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, observaba Wittgenstein. Y sin duda los límites del lenguaje icónico señalan también los límites de un mundo comprensible y participable. Por tanto, toda exposición dará pie a abordar alguna de estas cuestiones relativas a lo más inquietante y seguramente interesante de cuanto podemos saber, es decir, los seres humanos.

El periodista especializado en arte moderno puede, pues, ensanchar los límites del mundo de la audiencia ayudándoles a comprender su pasado y su presente. Insisto, no obstante, en que esto no tiene prioridad sobre los puntos anteriores, es decir, las sensaciones de las materias y la comprensión de los procedimientos. Porque si el arte no necesitara del potencial de estos medios plásticos para expresarse, sus contenidos podrían ser contados por medio de la palabra y las obras serían, por tanto, perfectamente reemplazables por estas. Pero tal no ocurre en las artes plásticas, que existen porque lo que los artistas quieren contar no lo pueden contar con otros medios de expresión distintos de los que emplean.

Y puesto que estamos hablando de la pinacoteca nacional, dentro de esos contenidos creo que serán siempre particularmente importantes los que permitan ensanchar la comprensión de nosotros mismos a través del arte y la pintura atesorados en el Prado. La pintura del Greco o de Velázquez, de Zurbarán o de Goya afectan ampliamente a la conciencia de nuestra identidad, porque afectan de manera particularmente familiar a nuestra sensibilidad. Cuando vemos sus obras, sabemos que estamos ante algo mucho más próximo a nosotros, que cuando nos paramos ante una obra de Durero, de Poussin o del Bosco. Aunque el hecho de que el Bosco o Durero o Poussin estén en la pinacoteca nacional, se integra también en nuestro discurso histórico y en el de nuestra identidad colectiva, que no podemos omitir.

Digamos, finalmente, algo también sobre la actitud del periodista o crítico, puesto que él está presente como emisor, implícito o explícito, en su mensaje, y es tan decisivo para su eficaz recepción como lo son los contenidos del mensaje o la actitud de la audiencia.

Para empezar, el informador y el crítico se hacen presentes en sus textos de maneras muy distintas. El primero tratará (idealmente) de evitarlo por todos los medios, mientras que el segundo tratará de lograrlo por otros tantos medios. Como un informador de agencia, el periodista de redacción hablará, idealmente, solo de la cosa, del objeto, del acontecimiento, tratando de satisfacer las famosas «cinco interrogantes» que en inglés empiezan por «w» (who, what, when, where, why). El crítico, en cambio, hablará de sus impresiones, expresará sus opiniones críticas y hará recomendaciones, tal y como se espera de él.

Más allá de esta presencia explícita en el caso del crítico, implícita en el del informador, en sus respectivos textos, hay una coloración fundamental en todo texto, que es su «tono». Por tal suele entenderse el mucho, poco o ningún respeto que el redactor del texto puede tener en relación a lo que escribe, y que se traslada implícitamente al conjunto de lo redactado. El tono se vierte en él como seriedad e interés, o al revés, como duda sobre su interés, o como indiferencia, o todavía más allá, como desprecio por parte del informador, acerca de lo que escribe o habla. En el lenguaje oral podemos comunicar el tono con los gestos que empleamos; en el lenguaje escrito, nos servimos de los giros del lenguaje, de coordinadas adversativas, de medios tipográficos como cursivas o signos de admiración o interrogación, etc. Estos y otros muchos son medios gracias a los cuales el texto comunica al lector la concesión implícita de importancia que el emisor atribuye a los contenidos, y que se expresa como «tono» del mensaje.

Pues bien, tratándose del comunicador especializado en cultura y bellas artes para audiencias no especializadas, la divulgación la alcanzará más fácilmente el periodista si emplea un tono serio aunque no pedante, pedagógico aunque no didáctico ni paternalista. El periodista será consciente de la posible falta de formación de su audiencia en las materias especializadas de las que trata, pero nunca la tratará como si fuera idiota. Como la policía, la audiencia puede decir de sí misma que no es tonta. Y que ha pagado unos euros porque quiere saber, y espera que el periodista sepa no solo de lo que hablan los expertos, sino también cómo contarlo de manera que se entienda, y no como lo hacen expertos —que se entienden solamente entre ellos—. Y que el periodista distinga además cuáles, de entre las discusiones de comisarios e historiadores del arte, son bizantinas y cuáles relevantes, para ser un poco irónico con las primeras pero definitivamente serio con las segundas.

Los periodistas y los profesores tienen muchas cosas en común, me parece a mí. Ambos tenemos que saber, o mejor dicho, tenemos que tener pasión por saber. Es la pasión la que nos lleva a investigar, a preguntar, a leer más que los demás. Una pasión por saber, que puede transmitirse a los textos y en las clases, y que las audiencias y los alumnos agradecen.

Tienen en común también el afán por hacerse entender. Porque informadores y profesores saben que no hay tanta gente con pocas entendederas como emisores con pocas explicaderas. Enseñar a gente adulta y libre, con sus propias experiencias, con una valía en un terreno de especialización profesional más que demostrada, eso también requiere de una gran pasión, porque alcanzarlo es tan difícil como gratificante.

Si el periodista especializado tiene que investigar, leer, saber más que casi todos los demás, y si además no se lo tiene que guardar para sí, ni para darse importancia, sino para participarlo y que así llegue a ser de dominio público, el periodista tiene que tener, me parece a mí, una gran generosidad.

En el estado de la vida pública en la que nos encontramos, me importa apelar a esta virtud moral de los intelectuales y profesionales de la palabra o de la imagen. Porque aunque innumerables otros ciudadanos estén dando muestra de estar en la cosa pública para obtener solo ventajas privadas, me parece que todos nosotros debemos comprometernos justamente a lo contrario: arribar a la cosa pública dispuestos a desprendernos de nuestros intereses privados. Y privadas son las horas de investigación y estudio que nos ha costado dominar un tema, y que sin embargo queremos hacer público y de fácil acceso. Y el esfuerzo que nos ha costado abrirnos paso entre lenguajes especializados, para llegar a conocer las materias de las que se trata y así poder nosotros comunicarlas, pero con un lenguaje común y accesible. Y el situarnos en la jungla de las opiniones libres, para saber con cuál comulgamos y con cuál no, y razonar persuasivamente acerca de nuestras convicciones.

Estas observaciones me conducen a una afirmación hecha anteriormente, acerca de la historia de nuestra identidad colectiva, y que me permite abordar la última parte de mi intervención, relativa al tono de ciudadanía responsable que ha de saturar también los trabajos de un periodista especializado.

Nuestra sociedad se ha configurado como un Estado democrático y ha logrado una estabilidad sin parangón en épocas del pasado —a despecho incluso de la crisis actual—. Pues bien, nosotros, como ciudadanos y como profesionales, tenemos la responsabilidad de acrecentarlo y transmitirlo a las futuras generaciones. Es posible que los apocalipsis que pinta y con los que se enriquece la industria del cine hollywoodiense acaben cumpliéndose, y que nuestros nietos vivan en un mundo brutal, sin cultura y con grandes dictadores. Nuestra misión, sin embargo, como ciudadanos y como profesionales del periodismo, es reforzar y hacer mejor, en la medida de nuestras posibilidades, los fundamentos de esa sociedad democrática en la que vivimos. Y hacer eso a través de la información cultural y de la crítica de arte, que es lo que nos reúne aquí.

En el preámbulo de la Constitución española de 1978 encontramos la referencia a una serie de valores, de los que los ponentes constitucionales quisieron dejar constancia por su importancia. Parece ser que los constitucionalistas puros no dan valor jurídico a estos referentes previos, puesto que el articulado de los derechos constitucionales se sostiene directamente sobre los derechos fundamentales defendidos en el primer título de la Constitución. Pero a nosotros, ciudadanos y periodistas en activo, nos conviene no perder de vista la justicia, la libertad, el pluralismo, la igualdad y la seguridad, a los que se refiere ese preámbulo y los primeros artículos de la Constitución.

No es que en nuestras piezas informativas o de crítica de las exposiciones tengamos que articular un discurso justificativo de esos valores políticos, ni mucho menos que hayamos de deslizarnos por un cierto sermoneo ciudadano.

Pero no hemos de olvidar que todos, o la mayoría de los ciudadanos de este país, estamos de acuerdo en que la justicia, la libertad, el pluralismo, la igualdad y la seguridad son apetecibles o deseables como referentes de la acción individual y de la política. Y que todos, por tanto, deseamos saber más de ellos. Sí, saber cómo se dieron o no se dieron en otros tiempos esos valores, saber cómo difieren los del pasado con los que modulamos nosotros en la actualidad. Y hacer que nuestra sensibilidad sea aún más sensible para la justicia y para la libertad. Ejercitarnos en el pluralismo, siguiendo las discusiones encontradas entre especialistas. Confiar en la razón y en la ciencia, fuentes infinitamente más importantes de seguridad que los ejércitos y las armas. Detenernos a comprender las razones de los oponentes, sean individuales o de clase. Y aprender de aquellas individualidades que, a despecho de todo, lograron decir palabras e imágenes nuevas y ponerlas en circulación para que duraran por siglos —los artistas—.

Es posible que ese futuro de violencia apocalíptica acabe con nosotros y también con nuestros tesoros. Pero si ese fuera el caso, creo que el desastre debería sorprendernos en el trabajo cotidiano en beneficio de la cultura, luchando porque ella no descienda del único nivel que le corresponde, que es el de la dignidad humana y la convivencia pacífica entre gentes diversas.

Filósofo. Profesor Titular de Periodismo. Universidad Complutense de Madrid. Director de Nueva Revista entre 2000 y 2005