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Las democracias europeas y el proyecto mismo de integración tienen ante sí retos formidables en nuestros días. Afrontarlos resulta una tarea ineludible, que requiere un gran esfuerzo intelectual y político. En estos tiempos de crisis no está de más recordar y revindicar la obra de algunos «padres fundadores» que pusieron en marcha en aquella Europa desolada tras la segunda guerra mundial un proyecto fecundo, anclado en las raíces de nuestra civilización y asentado en los valores en los que pueden pervivir las democracias.

¿Aquellos principios e ideales que a personas como Schuman, Adenauer, De Gasperi —a la par que emprendían la reconstrucción de las democracias en sus países— movieron a impulsar el proceso de integración europea siguen vigentes en la Europa de hoy?

El filósofo francés Jacques Maritain ejerció un relevante magisterio en aquel puñado de políticos preclaros. La evocación de su obra nos permite, y nos invita también, repensar aquellos ideales que tanta fuerza tuvieron en la Europa de la postguerra y a interrogarnos si no sería provechoso que siguieran vivificando a nuestra Europa del siglo XXI. El historiador Federico Chabod escribió que en el periodo decisivo de la formación del sentimiento europeo los factores morales y culturales tuvieron una primacía absoluta. ¿No los deben tener también ahora para relanzar el proyecto de integración europea, debilitado por la tormenta de la gran crisis que ha sacudido al continente?

UNA EUROPA REDUCIDA A ESCOMBROS

En el año 1948 el Festival de Locarno premiaba la película de Roberto Rossellini Germania, anno zero. Formaba parte, junto con Roma città aperta y Paisa, de la famosa trilogía del gran cineasta italiano.

Germania, anno zero es una obra maestra, que debería formar parte de la educación de las jóvenes generaciones europeas. Relata una historia que expresaba de modo insuperable la clave moral de la tragedia europea. En un Berlín en el que reina la desolación, que es la desolación de la Europa destruida por la guerra, Edmund, un adolescente de trece años, vive con su padre y con su hermana en condiciones míseras. Su padre yace en el lecho, aquejado de una grave dolencia, a la que no puede hacer frente por la penuria y la desnutrición. El niño vive con angustia la penosa situación de su padre. Y, deambulando por el Berlín reducido a escombros, encuentra al que fue su maestro, un ambiguo docente nazi, quien, al escuchar el relato del niño, le recuerda la doctrina del nazismo: hay vidas que no merecen ser vividas; los débiles deben sucumbir para dejar lugar a los fuertes. Edmund regresa a su casa y envenena a su padre. El film acaba con una escena sobrecogedora, sobriamente expresada por Rossellini. Mientras el féretro con el cadáver de su padre camina hacia el cementerio entre los escombros de la ciudad, Edmund sube al campanario de una iglesia y se arroja al vacío. El suicidio de Edmund es el suicidio de una Europa hundida en la miseria moral.

La película de Rossellini era una gran parábola que nos mostraba con los trazos de una obra maestra la sima en la que había caído Europa. Había que reconstruir Europa desde sus cenizas. Era una reconstrucción material (Europa, como el Berlín descrito por Rossellini, estaba devastada), pero lo esencial no era eso. Había una gran tarea doble: la reconstrucción moral y espiritual de Europa y, también, la reconstrucción política con nuevos fundamentos y con nuevos horizontes en los que asentar la convivencia de los europeos.

El adolescente Edmund era la víctima de las doctrinas que habían impregnado la cultura europea de la primera mitad del siglo. Y esas doctrinas, que de modo exacerbado representaba el nazismo, pero que se extendían a todos los totalitarismos, a todas las idolatrías, como el Estado, la raza, el superhombre, la nación, la clase social, que habían devaluado el concepto central del hombre y de su dignidad y habían trastocado los principios morales sobre los que se había construido la civilización europea, habían sido la fuente de la tragedia europea.

La Europa de la postguerra era, en efecto, un «año cero». Había que emprender una tarea ingente para salvar a los pueblos europeos. La percepción de Rossellini (que la reconstrucción no debía ser solo de carácter material sino centralmente moral) era la percepción prevalente del mundo católico europeo. Al fin y al cabo, Rossellini fue uno de los exponentes de la «cultura católica» de aquel tiempo.

En aquel mismo año 1948 Jacques Maritain finalizaba su misión diplomática como embajador de Francia ante la Santa Sede. El general De Gaulle le había propuesto este cargo tras la liberación y la constitución del gobierno provisional de la República, que presidía el general. Era un momento delicado en las relaciones entre Francia y la Iglesia católica, heridas por el problema del colaboracionismo de una parte del clero y del episcopado con el régimen de Vichy. El restablecimiento de unas relaciones presididas por la normalidad era una tarea apremiante. Precisamente con esa finalidad, Pío XII había enviado a París como nuncio a Angelo Roncalli, el futuro Juan XXIII.

La opción de De Gaulle estaba llena de significado. Maritain, que se había exiliado en los Estados Unidos a finales del año 1939, había abrazado la causa de la «Francia libre», aun manteniendo siempre su independencia y sin enrolarse formalmente en el movimiento presidido por el general desde Londres. Su magisterio en el campo de la filosofía política era ya reconocido y apreciado en amplios sectores del catolicismo, que estaban en la búsqueda de anclajes doctrinales para orientar un compromiso nuevo ante los desafíos que se presentaban en la reconstrucción de la devastada Europa.

Maritain presentó sus cartas credenciales al papa Pío XII el 10 de mayo de 1945, justamente dos días después de la capitulación de Alemania y, por tanto, de la finalización de la guerra en el escenario europeo.

En su discurso, el nuevo embajador ponía especial énfasis en la cuestión de la reconstrucción moral y espiritual en el nuevo clima de paz que se inauguraba. Fue el núcleo de su discurso. «En la organización de la paz futura —dijo Maritain— y en el trabajo de reconstrucción, Francia se guiará por el anhelo de justicia y del bien de la comunidad civilizada, y por el deseo de hacer prevalecer en el mundo el respeto de la persona humana y de sus derechos, que devuelve a los hombres la posibilidad de orientarse, a fuerza de mucha abnegación y sacrificio, hacia ese amor mutuo y fraternidad que va inscrito en su enseñanza».

Y proseguía con estas importantes advertencias y afirmaciones: «Francia no se hace ilusiones sobre las dificultades que nuestro tiempo debe superar. Sabe que la guerra, concluida militarmente, corre el riesgo de continuar bajo otras formas, de orden moral y espiritual, en el que el nihilismo pagano cuenta locamente con la fecundidad del mal que se pondrá todas las máscaras con el ánimo de sembrar en todas partes los gérmenes de corrupción, de odio y de desintegración moral. Sabe que en esta nueva lucha las primeras armas que se requieren serán las del espíritu aplicado a la reconstrucción moral. Francia estará en su lugar en este combate».

Un aspecto esencial en la reconstrucción moral de Europa que ineludiblemente se planteaba en la inmediata postguerra era la cuestión alemana. Las Cartas a un amigo alemán de Albert Camus, publicadas tras la liberación y que habían sido escritas en la clandestinidad, reflejan la dureza del problema a los ojos de un francés. Porque la Alemania nazi se había convertido en el paradigma del mal y de la maldad. Y cuando esas cartas fueron editadas en Italia aquel mismo año 1948, Camus se creyó obligado a aclarar el sentido de sus escritos de combate, que constituyen un terrible alegato moral contra la Alemania agresora. Significativamente, pensando ya en un horizonte europeo, dice: «Es por eso por lo que hoy me avergonzaría si dejara hacer creer que un escritor francés pudiera ser el enemigo de una nación. Yo solo detesto a los verdugos».

Maritain defendió que para lo que llamaba «sanación espiritual» de Europa resultaba necesario algún tipo de arrepentimiento. «La reconstrucción moral del pueblo alemán —que deseamos todos los que nos ocupamos del porvenir de la civilización— [dirá en 1947] no es posible si no comienza por un acto interior de conciencia, confesando francamente para repudiar los crímenes contra la humanidad, de los que cada alemán en particular no es culpable, pero sí la comunidad de la que forman parte».

El problema de las «responsabilidades colectivas» del pueblo alemán es un asunto peliagudo, en el que hay que moverse con gran cuidado para no cometer injusticias. Evidentemente, no se trata solamente de exigencias de «responsabilidades jurídicas». La solución del «juicio de Nuremberg», por mucho que haya sido criticada desde planteamientos positivistas, me ha parecido siempre acertada. Había necesidad de enjuiciar los crímenes contra la humanidad cometidos por el régimen de Hitler y no se podía hacer de otra manera que al amparo del «derecho de gentes». Recurrir al venerable «derecho de gentes» fue una sabia decisión.

Pero lo que Maritain reclamaba se situaba en el plano estrictamente moral y debería hacerse mediante una tarea persuasiva, pedagógica, que deberían llevar a cabo las élites alemanas y en la que la contribución de los católicos y de los cristianos, con la fuerza del mensaje evangélico, debería ser decisiva. En esta perspectiva, la reconciliación franco-alemana constituía un elemento fundamental para la construcción de un nuevo modelo de convivencia en Europa. Y hay que reconocer que gracias a la obra de lúcidos políticos e intelectuales de una y otra orilla esa tarea avanzó de manera que, con la distancia del tiempo, hoy nos sigue sorprendiendo. Acaso el momento en el que se escenificó la culminación de tal obra fue el solemne tedéum celebrado en la catedral de Reims en 1963 con la presencia del general De Gaulle y del canciller Adenauer. Veinticinco años después (1988) el entonces presidente del Bundestag, el democristiano Philipp Jenninger, con motivo del cincuentenario de «la noche de los cristales rotos», pronunció un memorable discurso, mal interpretado en un primer momento, sobre las responsabilidades morales de la sociedad alemana, al haberse dejado «fascinar» por el nazismo y embotar su conciencia. Creo que Jacques Maritain habría aplaudido el tenor de aquel discurso.

EL INICIO DEL PROYECTO DE INTEGRACIÓN EUROPEA

El año 1948 también fue un año importante para el proyecto de construcción europea. Los vertiginosos acontecimientos de la inmediata postguerra asentaron el mapa europeo hasta la caída del muro de Berlín. Y ya en marzo de 1946 Churchill advertía la dramática división de Europa, al caer bajo el dominio soviético los países «tras el telón de acero».

En los países de «Europa occidental» se celebraron las primeras elecciones libres tras la guerra. Y en los seis países que constituyeron el núcleo fundacional de la Unión Europea (Alemania, Francia, Italia y el Benelux) los partidos de inspiración cristiana obtuvieron un fuerte respaldo popular y se convirtieron en partidos de gobierno. Su influencia fue decisiva en la elaboración de las Constituciones de la postguerra, a las que impregnaron de valores sustentados en la dignidad de la persona humana, en sus derechos y deberes, y en el modelo de democracia representativa, incluyendo las bases propiciadoras de un orden social nuevo, fundamentado en la economía social de mercado.

El 7 de mayo se inauguraba el famoso Congreso de La Haya, con la participación de centenares de políticos y personalidades relevantes de la vida pública europea, que fue el pistoletazo de salida del proyecto de construcción europea y que dio vida al Movimiento Europeo. Las fuerzas políticas que fueron determinantes en el arranque del proyecto de construcción europea fueron los Nouvelles Equipes Internationales (nei), constituidos en 1947 y que agrupaban a los partidos de inspiración democristiana, el Movimiento Socialista para los Estados Unidos de Europa y el Movimiento Liberal para la Europa Unida.

Efectivamente, 1948 fue un año decisivo para el lanzamiento del «proyecto europeo». Y también en La Haya en el mes de septiembre tuvo lugar el tercer Congreso de los nei, en el que se fijó la posición de los democristianos europeos en torno a la «organización de Europa», proponiendo con claridad «una unión económica y política de la Europa libre y democrática» y la convocatoria de una «Asamblea europea», cuyos miembros deberían ser designados por los Parlamentos nacionales con criterio proporcional. También se aprobó una resolución en el ámbito de la cultura, en la que se insistió en la necesidad de reconstrucción de la «unidad cultural» de Europa y sobre el papel que correspondía al cristianismo en tal sentido, afirmando que es el único que puede inspirar «la verdadera democracia, respetuosa de la libertad y de la justicia».

Un año antes, en 1947, se habían iniciado lo que se han venido en llamar las «conversaciones de Ginebra», unos encuentros informales y discretos que de forma periódica celebraron los principales líderes democristianos de la Europa de la postguerra. Fueron encuentros en los que pudieron hablar a fondo y crear un clima de confianza personalidades como Adenauer, Bidault, Schuman, De Gasperi, Pierre Pflimlin. Victor Koutzine, Hurdes, Stegerwald, Andrea, entre otros. Desde su inicio, el porvenir de Europa fue tema central de las conversaciones, junto con la reconciliación franco-alemana, la reconstrucción de los países destruidos, el mantenimiento y el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la paz en el continente, fundada en los valores de la libertad y del imperio del derecho.

Uno de los testigos de los encuentros, Leo Schurmann (presidente de la sección juvenil de los NEI), relataba de forma elocuente:

Ya durante las conversaciones de Ginebra se había planteado la cuestión de saber cuál sería el rostro de Europa en el futuro […] Sobre este punto todos los participantes estaban de acuerdo y estaban persuadidos que solo una política fundada en la moral del cristianismo y de sus normas era capaz de asegurar la paz y de sanar a Occidente de las heridas de la Segunda Guerra Mundial […] Esta fue la convicción de los participantes de Ginebra y de tantos otros encuentros en los que participé. Europa será cristiana o dejará de existir, exclamaba el doctor Félix Hurdes, entonces ministro de Cultura del gobierno austriaco.

En esta reflexión coral, en la que participaron los representantes más destacados del mundo católico de entonces, Maritain ejerció una gran influencia, proporcionando herramientas conceptuales y bases doctrinales, que facilitaron construir unas bases sólidas y coherentes en estos momentos fundacionales.

Cuatro son los aspectos de la aportación mariteniana, en los que quisiera detenerme:

a) la defensa de la democracia como parte del «ideal histórico concreto» para construir una ciudad terrestre con la primacía de la persona humana;

b) un iusnaturalismo renovado como base para una correcta concepción de la democracia y del Estado sustentado en el imperio del derecho;

c) la superación del concepto de soberanía;

d) la orientación hacia un modelo de construcción europea de carácter federal, basado en el principio de subsidiariedad.

DEMOCRACIA Y CRISTIANISMO

En el año 1943 Maritain publicó en Nueva York un ensayo, que muy pronto tuvo un gran eco en los medios católicos. Su propósito era el de «indicar la dirección hacia la cual creemos que debemos marchar», cuando ya el fiel de la balanza de la guerra apuntaba a la derrota de Alemania y de sus aliados.

Al analizar el fracaso de las democracias, que constituye la historia de la primera mitad del siglo XX, afirmaba:

Pero la causa principal es de orden espiritual; reside en la contradicción interna y en el malentendido trágico del cual, en Europa sobre todo, han sido víctimas las democracias modernas. En su principio esencial, esta forma y este ideal de vida común que se llama democracia vienen de la inspiración evangélica y no puede subsistir sin ella; y en virtud de la ciega lógica de los conflictos históricos y de los mecanismos de la memoria social, que no tienen nada que ver con la lógica del pensamiento, se ha visto a las fuerzas directrices de las democracias modernas renegar durante un siglo del Evangelio y del cristianismo, en nombre de la libertad humana, y a las fuerzas directrices de las capas sociales cristianas, combatir durante un siglo las aspiraciones democráticas en nombre de la religión.

Y Maritain planteaba, a continuación, la gran cuestión: «La guerra ha despertado trágicamente a los hombres. Si las democracias ganan la paz después de haber ganado la guerra, será a condición de que la inspiración cristiana y la inspiración democrática se reconozcan y se reconcilien».

Superar ese desdichado «malentendido», que obedecía a razones históricas contingentes, se convertía, a juicio del filósofo francés, en una tarea crucial. Para ello los católicos estaban llamados a «repensar la democracia» y a dotarla de un fundamento sólido, que para Maritain no puede ser otro que «la dignidad espiritual de la persona humana, que es el alma de la democracia».

Repensar la democracia invitaba a averiguar los errores o las debilidades de las democracias liberales que habían sucumbido al auge de los movimientos de carácter totalitario. Maritain señala algunos errores, que habría que superar. En primer lugar, la concepción meramente procedimental de la democracia, que acaba convirtiendo la «regla de la mayoría» en tiranía de la mayoría, como ya hubiera advertido Tocqueville. En segundo lugar, el basamento exclusivamente «individualista» con que poderosas corrientes liberales concibieron la democracia. «El error consistió —dice Maritain— en reducir la comunidad a una dispersión de individuos ante un Estado todopoderoso en que la voluntad de cada uno se consideraba aniquilada y resucitada místicamente bajo la forma de la voluntad general; de excluir la existencia y la autonomía, la iniciativa y los derechos de todo grupo o comunidad de jerarquía inferior al Estado, y finalmente de suprimir la noción de bien común y de obra común». En tercer lugar, la creencia en que la democracia es el «régimen de la soberanía del pueblo», por considerar —como veremos más adelante— que resulta imprescindible superar el concepto de «soberanía».

Frente a estos errores y debilidades de las democracias anteriores a la guerra Maritain es optimista: «Todo conduce a creer que el espíritu que dirigirá la obra de reedificación tenderá a formas de vida política y social, donde un pluralismo orgánico pondrá fin en la nación la omnipotencia del Estado, mientras que las instituciones que han de hacer prevalecer la cooperación en Europa y en el mundo, pondrán fin, en la comunidad de los pueblos, a la soberanía absoluta de los Estados».

EL RENACIMIENTO DEL IUSNATURALISMO

En la inmediata postguerra se abre paso una reflexión muy crítica sobre los límites del positivismo jurídico, al que se había abrazado la ciencia jurídica alemana que había apoyado al nazismo. Heinrich Rommen, en su ensayo El eterno retorno del derecho natural expresó con mucho vigor el fracaso del positivismo jurídico: «el Estado totalitario no supone el comienzo de una nueva era». Es más, en no pequeña parte es el resultado final del positivismo jurídico, porque «el Estado totalitario moderno y las ideologías que lo fundamentan significan en último término la reducción al absurdo del axioma: la voluntad hace la ley». Lo que conduce a equiparar el derecho con el poder.

Maritain fue uno de los autores que contribuyó, con su magisterio, sobre todo en el mundo católico, a este renacimiento del derecho natural. Ya en 1942 había publicado en Nueva York su ensayo Los derechos del hombre y la ley natural, en el que hacía una contraposición entre totalitarismo y personalismo. Y en su obra más acabada de su pensamiento en materia política, El hombre y el Estado, dedica un importante capítulo al problema de la fundamentación de los derechos del hombre, precisamente poco después de haberse alcanzado el «acuerdo puramente práctico» de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, soslayando el problema de su fundamentación.

No sin cierta ironía dice: «El fundamento filosófico de los Derechos del Hombre es la ley natural. Siento no encontrar otra expresión». Tras hacer una minuciosa explicación del concepto de «ley natural», pone especial énfasis en que es tanto fuente de obligaciones como de derechos. Dirá Maritain: «La misma ley natural que establece nuestros deberes más fundamentales y en virtud de la cual toda ley justa obliga, es asimismo la ley que nos asigna nuestros derechos fundamentales». La correlación entre derechos y deberes es indisociable, porque ambos tienen su fundamento en la ley natural.

Maritain combate aquella filosofía «positivista» que reconozca únicamente lo fáctico y no admita el reino ni la categoría de «valor» (un orden ontológico ideal), ya que «es incapaz de establecer la existencia de derechos naturalmente poseídos por el ser humano, anteriores y superiores a la legislación escrita y a los acuerdos entre los gobiernos, derechos que la sociedad civil no tiene que otorgar, sino que reconocer y sancionar como universalmente válidos». «Si la afirmación del valor y de la intrínseca dignidad del hombre es un absurdo, —advierte—, la afirmación de los derechos naturales del hombre es un absurdo igualmente».

En nuestros días esta advertencia de Maritain está llena de sentido. Si vaciamos el concepto de «dignidad humana» o lo hacemos producto de la «ley positiva», nos deslizamos inexorablemente a hacerla selectiva, y mantener que «hay vidas humanas que no merecen ser vividas», como el maestro nazi había enseñado al adolescente Edmund.

En el Bundestag alemán, Benedicto XVI retomó este problema como uno de los asuntos centrales para las democracias europeas. La hegemonía positivista en la cultura jurídica de la Europa de hoy y la incapacidad de que se abra paso un diálogo sobre esta cuestión fue calificada por Benedicto XVI como «situación dramática», que, desde luego, nos aleja de los impulsos ideales con los que se establecieron los cimientos del proyecto europeo.

LA REVISIÓN DEL CONCEPTO DE SOBERANÍA

La Europa de Westfalia tuvo como gozne de su construcción el concepto de soberanía. Ya durante la segunda guerra mundial diversas corrientes de pensamiento estaban poniendo en cuestión aquella concepción de sociedad europea, que había propiciado una rivalidad constante entre los Estados que conducía a guerras intermitentes. En su famoso Manifiesto de Ventotene, de 1941, Altiero Spinelli, considerado el padre de los federalistas europeos, defendía que para la futura paz de Europa no bastaba la derrota de Alemania y de los totalitarismos para volver a la situación anterior a la guerra, basada en el modelo de Estados nacionales, sino que había que caminar hacia una unificación política de Europa de corte federal. Denunciaba que «la soberanía absoluta de los Estados nacionales había conducido a la voluntad de dominio sobre los otros». El concepto de soberanía, como el atributo esencial de los Estados, se convirtió en el obstáculo mayor para un proyecto de integración política de Europa.

Maritain fue uno de los autores que con mayor vigor combatió el concepto de soberanía. En El hombre y el Estado escribe: «Si queremos pensar de modo consistente en materia de filosofía política, hemos de rechazar el concepto de soberanía, que se identifica con el concepto de absolutismo». El carácter absoluto del poder de la soberanía le hace ser un poder irresponsable. «Significa el hecho que el pueblo pagará por las decisiones tomadas por el Estado en nombre de la soberanía del pueblo». Y señala las contradicciones insalvables entre el concepto de soberanía y el poder que responda a parámetros democráticos. «Si el Estado es responsable y está sometido a control —nos dice—, ¿cómo puede ser soberano? ¿Qué concepto puede ser el de una soberanía sometida a control y que ha de rendir cuentas?», para concluir: «Los dos conceptos de soberanía y absolutismo han sido forjados juntos en el mismo yunque. Juntos han de ser desechados».

Me parece importante subrayar que en el pensador francés este rechazo de plano del concepto de soberanía le lleva a un replanteamiento de fondo de la concepción de Estado, especialmente válido para aplicarse en el proceso de construcción europea. Su concepción instrumental del Estado (como una parte del cuerpo político) configura un modelo de «Estado limitado» al servicio del bien común, con unas funciones tasadas que han de permitir el despliegue de la libertad de las personas y de los cuerpos intermedios y que permiten la existencia de instancias «supraestatales». El diseño de la Unión Europea debía abandonar, por tanto, el dogma de la soberanía de los Estados.

EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD Y EL FEDERALISMO

En su etapa norteamericana durante la guerra, Maritain había ya preconizado la solución de una «Alemania federal en el seno de una Europa federal». El pensamiento católico de aquel tiempo abrazó la idea del federalismo, pero sin darle un contenido técnico preciso.

Luigi Sturzo había defendido también para Italia el modelo federal. En realidad se trataba de abogar por un tipo de Estado descentralizado, que permitiera una distribución del poder a favor de entes infraestatales y que evitara la excesiva concentración del poder propia del Estado unitario.

En El hombre y el Estado Maritain dirá claramente que «La prosecución de los objetivos de las democracias de hoy (que son más amplios que los de las viejas democracias liberales) entrañará inevitablemente el riesgo de ver demasiadas funciones de la vida social controladas desde arriba por el Estado».

En efecto, en las reflexiones de pensadores del mundo católico se produce una gran coincidencia en considerar que no bastaba la división de poderes conforme a la doctrina clásica del Estado liberal, precisamente por el incremento de funciones del Estado por el progreso de las mismas democracias, sino que resultaba necesario impulsar una adicional distribución del poder, lo que sería facilitado mediante la adopción de estructuras de corte federal.

Este planteamiento no hacía otra cosa que aplicar el principio de subsidiariedad, que forma parte de las aportaciones más fecundas de la Doctrina Social de la Iglesia.

La Unión Europea ha incorporado en sus tratados el principio de subsidiariedad, lo que le ha convertido en criterio fundamental para establecer la distribución de competencias entre las distintas entidades que componen su compleja organización (Municipios, Regiones, Estados y Unión).

Pero el principio de subsidiariedad tiene también otra dimensión aplicable a las relaciones de los distintos poderes públicos con la sociedad, que también es una realidad compleja y que, en la visión mariteniana de la «sociedad pluralista», debe estar articulada por diferentes y variadas comunidades y organizaciones. Esta concepción implica un principio de limitación de los poderes públicos, que no deberán intervenir, salvo en aspectos de carácter regulatorio, en aquellos ámbitos en que la propia sociedad, a través de entidades que ella crea, pueda resolver por sí misma. Pero será, al mismo tiempo, un principio de legitimación de la actuación de los poderes públicos en aquellas cuestiones que la sociedad no puede resolver por sí misma. Mas esta actuación deberá orientarse, en la medida en que ello sea posible, a ayudar a los mismos entes emanados de la sociedad a llevar a cabo sus acciones, sin la pretensión, en ningún caso, de sustituirlos o absorberlos. Esta concepción se aleja tanto de la visión individualista del liberalismo abstencionista clásico como de la concepción estatalista, que sofoca las iniciativas de la sociedad. El principio de subsidiariedad, en sus dos dimensiones (vertical y horizontal) es, a la postre, una de las mayores garantías de la libertad.

Político y periodista (1946-2024). Ha sido a lo largo de su dilatada trayectoria, director general de RTVE y secretario general de Educación.