Tiempo de lectura: 10 min.

Después de 2015, ¿más o menos liberalismo?» es el título del seminario que hoy inauguramos y que se enmarca en el XXV aniversario de la fundación del proyecto Nueva Revista. Iniciativa promovida por un ilustre liberal, Antonio Fontán, al que hoy me gustaría también recordar y rendir un homenaje especial por su ejemplar trayectoria como intelectual y político humanista. Lo hago en mi condición de secretario de Estado de Cultura, pues no puedo olvidar que Nueva Revista es una iniciativa cultural que quiere ser fiel a la tradición inaugurada en España por la Revista de Occidente orteguiana. Pero también, desde mi filiación política liberal. No en balde don Antonio representa la recuperación del liberalismo como proyecto de regeneración democrática para nuestro país después del silencio impuesto al respecto por la dictadura.

Eso hace que, después de agradeceros la posibilidad de estar hoy aquí inaugurando este seminario, afirme que el título que se ha dado al mismo es muy atinado. Con él se dibuja el reto que tiene España ante sí y que se sitúa en la encrucijada temporal de las elecciones que viviremos en diciembre de este año.

«Después de 2015, ¿más o menos liberalismo?». Buena pregunta, por tanto, la que plantea Carlos Aragonés. 2015 comienza a percibirse como un año decisivo. Una fecha límite. Encierra una idea de antes y después a la que se asocia la inauguración de un tiempo nuevo. Un tiempo totalmente desconocido y que, en mi opinión, constituye el cuarto acto escénico en el que se desarrolla la historia, interpretada en clave, digamos, teatral, de nuestra democracia. Una historia teatral que tiene al liberalismo como guion escénico. Pues liberal es básicamente la historia de nuestra democracia…

Permítanme que abunde un poco en esta reflexión.

El primer acto de nuestra democracia va de 1975 a 1982. Es el periodo de la Transición, lato senos, incluyendo en ella los gobiernos de la UCD que la proyectan y desarrollan. Es el periodo cuyo principal protagonista es Adolfo Suárez y alrededor de él hay otros personajes que lo acompañan en el proyecto de moderación política que lideró. Entre ellos hay que citar a Antonio Fontán. Surgiendo con él un liberalismo que se reivindica como parte del proyecto político de la UCD y que influye en muchas de sus iniciativas de gobierno.

El segundo acto va de 1982 hasta 1996. Está marcado por la hegemonía del socialismo democrático de Felipe González. Bajo él España se moderniza, se consolida como democracia, se abre al exterior, recupera nuestra conexión con América Latina y Europa, y hace suya una dimensión liberal que, de la mano de figuras como Miguel Boyer, Carlos Solchaga, José Antonio Maravall o Javier Solana, centra a la izquierda española en la mejor tradición del republicanismo de entreguerras.

El tercer acto concluye ahora. Viene de 1996 y llega hasta 2015. Incluye los gobiernos de Aznar y Zapatero, así como el actual gobierno de Rajoy. Hablamos de un acto con varios cambios de ritmo y escenarios. Un acto complejo porque desarrolla un imaginario dialéctico de naturaleza política, ideológica y económica que comparte una misma longitud de onda. Un imaginario de tensión y confrontación que estuvo marcado radicalmente por las fracturas que supusieron los años 2004 y 2011, esto es, los atentados del 11-M y la constatación financiera de la crisis con el desbordamiento de la prima de riesgo y el riesgo de quiebra de nuestro país. Durante estos años el liberalismo actuó también como telón de fondo. Se reivindicó como soporte del éxito económico de nuestro país a partir de 1996 y también como inspiración de algunas de las reformas que en materia de derechos se impulsaron a partir de 2004. Incluso mutó y se reivindicó en su dimensión republicana liberal. En cualquier caso, fue objeto de tensión y reivindicación recíproca por los dos partidos de gobierno y frente a él o, mejor dicho, confrontado con él, se han ido gestando las corrientes que finalmente han desestabilizado nuestro orden constitucional y el soporte de consenso de nuestra democracia: el nacionalismo independentista en Cataluña y el populismo antisistema que comenzó su senda el 15-M.

Por eso, 2015 es el inicio de un cuarto y, permítanme que así lo diga, decisivo acto. Un acto que tiene al liberalismo, otra vez, como protagonista subyacente y que convierte el año 2016 en un quicio temporal que recuerda un poco a aquel apocalipsis feliz del que habló Broch y que, como en la Viena finisecular, nos coloca ante un escenario de angustia e incertidumbre, casi sistémica, pues, todo está en cuestión y pendiente de ser objeto de revisión en nuestra democracia. Revisión que no se sabe qué derroteros adoptará ni hacia dónde evolucionará. De ahí la pertinencia del título del seminario que inauguramos y a cuya pregunta me atrevo a aventurar ya una respuesta que espero poder explicar a continuación.

¿Más o menos liberalismo? Más, sin duda, pero no en sentido extensivo o cuantitativo, sino en un sentido cualitativo o, mejor dicho, intensivo.

Sí, hace falta más liberalismo, pero un liberalismo nuevo, más intenso y profundo, que se adense ontológicamente, tal y como analizaré más adelante. Hace falta más liberalismo porque —y eso me permite entroncar esta reflexión con lo que decía antes sobre los cuatro actos de la democracia— la incertidumbre que gravita sobre España no es muy distinta a la que marca el tránsito histórico de Occidente.

Al igual que pasa con la historia de nuestra democracia, la historia política de Occidente desde la Modernidad a nuestros días está marcada también por la presencia del liberalismo. De hecho, me atrevo a afirmar aquí que la historia del Occidente moderno tiene al liberalismo como su ideología fundante y el soporte teórico del relato de su identidad.

Fueron las llamadas revoluciones atlánticas las que forjaron Occidente. La revolución inglesa de 1688, la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789, así como la española de 1808, dan corpus teórico a la modernidad política occidental.

De hecho, el liberalismo marca la cronología de la modernidad y su cuestionamiento.

Y es que el siglo XVIII, que va de 1688 a 1789, es el siglo de la construcción del liberalismo al conformarse la Ilustración como una epistemología de la libertad, la propiedad, la igualdad y la tolerancia. El siglo XIX, que va de 1789 a 1914, es el siglo de la ideología liberal, monopolizando esta todos los resortes interpretativos de su tiempo. La plenitud liberal es puesta en cuestión en las trincheras de la Gran Guerra, donde emerge el siglo XX, que se extenderá hasta 1989, cuando cae el antípoda dialéctico del liberalismo: el comunismo. El siglo xxes el siglo de la lucha contra el liberalismo y la resistencia de este a no ser devorado por el comunismo y el fascismo. Este siglo corto, sin embargo, es un siglo que cambia la fisonomía del planeta y siembra todas las disrupciones que sacuden nuestro tiempo. A su vez, el siglo XXI consagra de nuevo el triunfo del liberalismo pero también su fracaso y, de nuevo, su crisis, ya que va de 1989 y el llamado «fin de la historia» hasta 2001, con el primer renacimiento de la historia que trae el 11-S, y que apostilla el 2008 con el segundo renacimiento de la historia que tiene lugar con la crisis económica mundial. En ambos casos, hablamos de un renacimiento de la historia que tiene un antípoda crítico: el liberalismo. Bien el modelo liberal de la Paz perpetua kantiana, bien la confianza, también liberal, en el Progreso económico ilimitado que acompaña el transcurso del tiempo de la Modernidad.

De ahí que podamos afirmar que superado el siglo más corto de la historia, que fue el siglo XXI, habitamos un siglo-no siglo, el XXII, que inaugura una posmodernidad que cuestiona las raíces epistemológicas y políticas de la Modernidad. Una posmodernidad que plasma con plasticidad la imagen que Shakespeare dibujara en La tempestad cuando afirmó que los personajes de esta tragedia vivían un tiempo en el que: «Todo lo sólido se desvanece en el aire». Una posmodernidad que ha quebrado nuestra Modernidad a golpes de dos abruptas tempestades que cuestionan la seguridad en nosotros mismos: la tempestad del 11-S y la tempestad de la crisis de 2008.

Pues bien, 2015 concluye para España como una experiencia límite acerca de sí misma, así como de su emplazamiento físico y temporal en el mundo. Esa experiencia tiene mucho que ver con el liberalismo, hacia dentro y hacia fuera, tal y como hemos visto. De cómo se reintroduzcan las ideas liberales en la gestión de las incertidumbres de nuestro tiempo depende el éxito o el fracaso de nuestro país. Y escúchese bien porque hablo de cómo, no de qué ideas liberales. Pues, entrados, y permítanme que siga con la tesis de que habitamos ya el siglo XXII, en un tiempo tan radicalmente virtual y atemporal como es el nuestro, el liberalismo tiene que aventurar reformulaciones de sí mismo que salven la libertad y sus dimensiones humanas y personalistas. Digo virtual porque la identidad corpórea se diluye bajo la inmaterialidad de las nuevas tecnologías. Y digo atemporal porque el tiempo real en el que vivimos ha extinguido la noción de la cronología, circunstancias ambas que amenazan los asideros ontológicos sobre las que se ha desarrollado la cultura moderna de Occidente desde el siglo XVII hasta nuestros días.

En este panorama poshumano, la tecnología masiva y el desarrollo de lo que empieza a denominarse el psicopoder de Internet y la obsesión por la velocidad inmaterial, provocan servidumbres, dependencias y situaciones de arbitrariedad despótica que exigen revisitar los conceptos del liberalismo para que vuelva a ser eficazmente operativo en la defensa de una libertad humana y personal. Basta leer la obra de autores como Byung-Chul Han o Paul Virilo para comprender que el llamado cibermundo puede llegar a convertirse en el «gobierno de lo peor», como señala el segundo de los autores mencionados.

Para resolver estas tensiones que sufre la libertad hace falta redefinir el liberalismo, actualizarlo a partir de las experiencias acumuladas durante estas últimas décadas de transformación global en las que ha vuelto a ser cuestionado.

Lo primero es reconocer que el liberalismo, o es una filosofía de la libertad que está al servicio de una política de la libertad, o no es liberalismo. Esto supone que debe ser fiel a sus principios originales: la propiedad, la tolerancia y la dignidad, que actúan como los vectores a través de los que se interpreta y canaliza el sentido de la libertad.

Empezando por el primero de ellos, hay que decir que la idea de libertad nacida con el liberalismo fue una respuesta al miedo, como bien sostuvo Shklar. Al miedo que provocaron las guerras religiosas, la intolerancia y el triunfo de la seguridad absoluta que trataba de proyectar a su alrededor el Estado moderno. Una libertad que cobró forma material a través de una especie de trincheras de institucionalidad que permitían a la persona decir de sí misma que era dueña de su ser, de su cuerpo y de las acciones físicas y morales que se derivaban de ello. De hecho, la idea de libertad se hace material mediante una estrategia de reapropiación de sí misma que diseña Locke y los whigs durante la Crisis de la Exclusión inglesa a finales del siglo XVII. Yo soy, dirá Locke en los Dos tratados sobre el gobierno civil, dueño de mi vida, de mi libertad, de mi cuerpo, de mi persona, de mis acciones y de sus consecuencias, entre otras, de las consecuencias de mi trabajo sobre las cosas. Esta es la razón por la que la propiedad ofrezca al liberalismo un concepto ontológico de la libertad que le brinda una plasticidad corpórea y material que está en el origen mismo de su definición y, a partir de ella, de la institucionalidad que se desprende. Y esa es la razón por la que desde la corporeidad de una libertad que se protegía a sí misma a partir de la posesión de derechos y libertades individuales que se hacían físicas, el sujeto podía defenderse del miedo y crear un entorno de seguridad propia frente a la amenaza de los otros.

Hoy el pensamiento liberal —y esta es mi primera respuesta al título del seminario— necesita repensarse ontológicamente. Sobre todo porque uno de los problemas de nuestro tiempo es la desmaterialización de la identidad personal en la que estamos cada vez más instalados arrastrados por el flujo acelerado de la tecnología. Internet ha desmaterializado la realidad y está condicionando la humanidad en su dimensión interpretativamente corpórea. Cada vez la humanidad se piensa más a sí misma desde una identidad virtual que no entiende los efectos físicos y morales asociados a las acciones que acompañan al miedo o el sufrimiento.

Esto da pie a analizar el segundo vector del que se hablaba más arriba, y que no es otro que la tolerancia y eso nos obliga a preguntarnos por qué nación… La respuesta es clara. Porque el sufrimiento que padecieron quienes querían profesar su fe y no podían, exigió que se les respetase en una identidad que sentían como parte de su dignidad más íntima. Así surgió el pluralismo y su defensa, asociado a la idea de que no había verdades absolutas sino que eran múltiples e interpretables dentro de una estructura de falseabilidad y contraste del conocimiento que, lejos de debilitarlo, lo fortalecía. Circunstancias todas que nacieron de una materialidad del dolor y el sufrimiento que producían los absolutos que operaban sobre las personas y que pronto se vio que debían ser desarraigados si una sociedad quería entenderse a sí misma como civilizada. De la experiencia dolorosa, físicamente dolorosa, de las hogueras y la persecución de la Ginebra de Calvino, nació la tolerancia y el respeto a las minorías. Algo que se pierde cuando se diluye el «otro», o los «otros», bajo la acción de identidades virtuales que no se tocan, ni se sienten como próximas a través de la percepción sensible del dolor, de la ofensa o el agravio; cuando, por utilizar la expresión del Adam Smith de La teoría de los sentimientos, desaparecen las condiciones para desplegar la acción de un «observador imparcial» que practique la empatía.

Quizá por eso no es de extrañar que sea en las sociedades hipertecnificadas de Occidente donde surjan más aguda y ofensivamente esas quiebras de la tolerancia de las que habla Todorov en Los enemigos íntimos de la democracia. Unas quiebras que asocia a las ortodoxias del bienestar o del miedo a su pérdida y que la crisis ha hecho reverdecer como una especie de la cultura política que alimenta los populismos que sacuden Europa. Este es el motivo por el que urge recuperar la tolerancia como un valor operativo y devolver a la mirada humana la capacidad para instalarle en la sorpresa —y la indignación— ante el sufrimiento de los otros. En este sentido, para combatir la intolerancia y las ortodoxias que la alimentan, no hay mejor aliado que el pluralismo y la defensa de la diferencia. Y es que sin el «otro» no podemos ser nosotros mismos.

El tercero vector es la dignidad, porque la propiedad y la tolerancia son estrategias institucionales que hacen viable la defensa de la persona y la libertad inherente que la da forma y sentido. Forma y sentido que no son otra cosa que el soporte de la dignidad del ser humano. Aquí es donde radica, probablemente, la mayor amenaza que debe desactivar el liberalismo: en que estamos olvidando el concepto de persona y permitiendo que se erosione su vigencia y tutela. Algo que está sucediendo en secreto, sin visibilidad, como un proceso que socava los fundamentos morales de nuestra existencia y que está conduciéndonos a un horizonte tecnológico poshumano del que pueden brotar todas las pesadillas imaginables e, incluso, las inimaginables también.

La democracia no puede renunciar a esa estructura moral que da coherencia a la ejemplaridad virtuosa que fundamenta la ciudadanía. La democracia ha de ser liberal. Ha de desarrollar plenamente la dualidad de libertades que Isaiah Berlin identificó como el maridaje de las libertades positiva y negativa. Pero al mismo tiempo ha de crear las condiciones para que la ciudadanía personalice su presencia pública, asuma responsabilidades hacia los otros, proyecte a su alrededor una tolerancia conciliadora de contrarios y antagonismos, y favorezca un sumatorio de identidades heterodoxas que no sean excluyentes. Y es que no basta poner la palabra libertad en las leyes si no existe, por así decirlo, una cultura de libertad. Una cultura que haga que la libertad arraigue como una creencia personal irrenunciable, hasta el punto de verla sacralizada como una auténtica fe en la libertad. Por eso es imprescindible volver a vitalizar la libertad. Hacerla personal e intransferible. Hace falta recuperar, realmente, la fe en la libertad, la fuerza de la libertad como un elemento existencial que nos vigorice como personas y ciudadanos comprometidos con nuestra dignidad moral y la de los otros. Sí, hace falta más liberalismo para combatir la fatiga que provoca en la vivencia democrática los excesos de tecnocracia y economicismo que resecan las fuentes morales de la libertad y propician la irrupción de esas sombras de la democracia que son los populismos.

Termino ya. Y lo hago volviendo a la pregunta a la que pretende responder este seminario que hoy inauguramos. Después de 2015 hará falta más liberalismo porque los retos que se abren ante nosotros tienen que ver directamente con él y su vigencia. La urgencia del liberalismo está a la vista y requiere una estrategia intensiva que vuelque sus esfuerzos en recuperar los vectores que sobre la propiedad, la tolerancia y la dignidad recuperen para nuestro país una política que transforme la libertad en una vigencia personal y colectiva en la que todos nos reconozcamos.