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La opinión pública está cada vez más enardecida y en el debate sobra pasión y emoción: lo que faltan son argumentos. Las tendencias populistas y un ambiente extremadamente sentimental han soslayado la racionalidad del discurso público. De ahí que un libro como este, que reivindica la actitud crítica, haya de ser bienvenido y recomendado para elevar el nivel de discusión en la esfera social.

Meseguer, redactor jefe de la agencia Aceprensa, recapacita sobre la dimensión pública de la racionalidad y afronta la vulnerabilidad del ser humano a la manipulación. Es muy interesante que en el debate actual diferencia entre tolerancia y relativismo y reflexione sobre el pluralismo democrático. El libro tiene, así, dos perspectivas completamente integradas: de un lado, la teórica, que profundiza sobre el debate y la formación de la opinión hoy, ofreciendo un diagnóstico de su situación; de otra, la práctica, que orienta al lector sobre la manera de no sucumbir a la sofística actual y el modo de ejercitar un sano —y liberador— sentido crítico.

Desde este último punto de vista, se agradece el accesible tono expositivo, la sencillez de las explicaciones y lo claramente estructurados que están los capítulos y las partes del libro. Era lógico que así fuera en unas páginas que pretenden aportar y enseñar a buscar la claridad, con un marcado carácter didáctico y especialmente indicadas para universitarios y jóvenes, aunque ciertamente no está desaconsejada su lectura para aquellos lectores de mayor edad que requieren de una suerte de antídoto para combatir la manipulación emocional de la esfera pública.

Meseguer ilustra en estas páginas, en definitiva, el clásico ejercicio del sentido común, que no se deja embarullar en un discurso marcado por las cifras o las opiniones mayoritarias, sino que encuentra su libertad en la verdad. No es de extrañar que convoque para expresar sus puntos de vista a un prestigioso elenco de referencias y fuentes, como Newman, Orwell o Chesterton. Como ellos, el autor invita a que el lector se embarque personalmente en una nueva búsqueda de la verdad, desinteresada, y recupere la noción de realidad que hoy, en un contexto cada vez más virtual, rápido y desenfadado, se ha, para nuestro infortunio, perdido.

Pongamos, por ejemplo, el concepto de tolerancia. Lo paradójico es la defensa que el intolerante hace de su necesidad, pues un análisis menos superficial revela que la tolerancia no es aceptar toda opinión, igualarla; tampoco apoyar lo que se antoja contrario a otro tipo de convicciones. La tolerancia exige respetar a la persona del otro, respetar también su libertad; pero este respeto no está reñido con la discusión. Un filósofo recientemente fallecido comentaba que la mejor forma de respetar a las personas es refutar sus argumentos y ayudarlas a salir de su error. Una tolerancia mal entendida —como ocurre con demasiada frecuencia hoy— no funda la convivencia, sino que exige la indiferencia hacia los demás y poco a poco enclaustra a cada individuo en su propia cosmovisión.

La tolerancia sana, virtuosa, permite rebatir los argumentos y necesita del uso de la razón para que florezca un verdadero diálogo. Esta dinámica de respeto y argumentación racional comporta un enriquecimiento recíproco, pues las verdades de cada uno de los implicados en el discurso terminan armonizándose y eludiendo el conflicto. Solo es posible el diálogo si existe una verdad y si esta resulta accesible a la razón humana, extremos que niegan las filosofías relativistas y las concepciones buenistas de tolerancia. Por eso en el diálogo no se puede concluir con un «yo lo veo así». De otro modo, la opinión se personalizaría, por así decir, y la persona se estancaría en el radicalismo, surgiendo la posibilidad, tan real, de considerar lo que es una argumentación un hiriente ataque personal.

A ello se suma otro ejemplo, igualmente inquietante: la igualdad de las opiniones. En una sociedad moderna está garantizado el derecho de todo individuo a pensar libremente. Pero, como se indicaba, el respeto al otro no comporta necesariamente que los valores y las opiniones de todos sean igualmente válidas. Creerlo así supondría perder el criterio diferenciador entre verdad y mentira.

De entre los modos de armar en el individuo una actitud crítica, a mi juicio resulta interesante la reivindicación que se hace en estas páginas del silencio. Pues el ruido ambiental al que estamos sometidos —un fenómeno que cada vez parece ocupar más la atención de psicólogos y expertos— no es solo molesto desde un punto de vista meramente sensitivo. Ese ruido distorsiona nuestra manera de ver las cosas y transforma nuestro interior. Para el autor, la posmodernidad, por la falta de tiempo, sus ritmos vertiginosos y sus mecanismos de distracción, constituye el principal obstáculo para el ejercicio y desarrollo de la actitud crítica; el revulsivo, como es obvio, está en un mayor cultivo de la interioridad, el silencio, la contemplación y la lentitud. La reflexión y el diálogo interior son así el primer paso para liberarnos de las cadenas de la manipulación.

El libro termina con dos capítulos dedicados a la universidad. Meseguer diferencia entre el mero acopio de la información y la formación intelectual y reivindica la universidad como sitio o lugar en el que la persona encuentra un nicho óptimo para desarrollarse y para comprometerse en la búsqueda de la verdad y en el ejercicio riguroso de la razón. La universidad, en su sentido clásico, humanista, es un bálsamo para el espíritu, una fuente sanadora para el pensamiento y la cuna de la actitud crítica, es decir, el emplazamiento que orienta al hombre en la búsqueda liberadora de la verdad.