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La dimensión del gobierno encabezado por Matteo Renzi, presentada después del rechazo de la reforma constitucional en el referéndum del 4 de diciembre de 2016, ha significado, también desde un punto de vista simbólico, un momento importante en la historia de la República italiana. En efecto, aunque sea en una primera aproximación, pueden ser vistas como el fracaso, después de las convulsiones y la crisis de la llamada «segunda república», de la que se había imaginado como una «legislatura constituyente» destinada a propiciar una nueva fase político-institucional del país, caracterizada por una mayor estabilidad gubernativa y por una simplificación del íter de los procedimientos legislativos.

Uno de los objetivos más importantes del gobierno Renzi, si no seguramente el prioritario, era, en efecto, la reforma de la Constitución que habría debido llevar a la eliminación del bicameralismo perfecto, la transformación del Senado, la reducción del número de parlamentarios, la re-definición de las relaciones entre el Estado central y la articulaciones territoriales, y así sucesivamente. Se trataba en sustancia, más que de una operación de restyling, de un verdadero y genuino ambicioso proyecto de modernización de la Constitución italiana en vigor desde el 1 de enero de 1948. Un proyecto que, gracias a la ley electoral de tipo mayoritario ya aprobada precisamente con vistas a tal reforma, habría debido garantizar la eliminación de una característica propia del sistema político italiano, la de su inestabilidad crónica, testimoniada, entre otras cosas, por el hecho de que la duración media de los gobiernos en los setenta años de historia republicana (el gobierno Renzi era el número sesenta y tres) se aproxima estadísticamente a los doce meses. Sin embargo, el resultado del referéndum de 4 de diciembre de 2016 —absolutamente imprevisto, por lo menos en cuanto se refiere tanto a la participación popular como a las dimensiones de la diferencia entre los favorables y los contrarios a la reforma según un porcentaje que ha distanciado los dos bandos casi en veinte puntos porcentuales— ha bloqueado, al menos, por el momento, tal recorrido.

Poco importa, por otra parte, que el rechazo clamoroso de la reforma constitucional se haya debido, al menos según una valoración ampliamente compartida por la gran mayoría de los observadores y de los analista políticos —más bien que a consideraciones de mérito acerca del contenido de la misma y la naturaleza de las modificaciones de la Constitución— a una reacción, estrictamente política, de hostilidad e intolerancia de la opinión pública hacia el gobierno o la persona misma del presidente del Consejo. Sobre el rechazo del voto han pesado, pues, motivaciones diversas, tan solo en parte relacionadas con la sustancia de la pregunta del referéndum.

No obstante, el resultado de todo esto, independientemente de cualquier juicio de valor sobre la bondad o no de la reforma finalmente archivada, es que el fundamento constitucional del Estado permanece, al menos, por ahora, el mismo que el creado al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial. Incluso si, naturalmente, en el curso de setenta años no han faltado intervenciones importantes sobre la Constitución italiana. Bastará recordar, por ejemplo, la revisión constitucional de 2001 que ha puesto las bases para una futura y posible transformación de Italia en república federal, interviniendo de manera profunda en las competencias legislativas del Estado y de las regiones. O, también, la ley constitucional de 2012 que ha introducido en la Constitución el principio de equilibrio de balance. Por no hablar, por obvio, de la precedente tentativa de reforma de la Constitución en 2005, después echada abajo en el referéndum del año siguiente, que prefiguraba la premiership y se ocupaba, entre otras cosas, del bicameralismo perfecto, del número de los parlamentarios, de los poderes del presidente de la República. La exigencia de intervenir en la Constitución, sea bajo el perfil de la realización de indicaciones y normas, sea bajo el perfil de una revisión sustancial de la misma, había empezado a manifestarse bastante pronto y, por otra parte, había inspirado largamente el debate político y animado la literatura constitucionalista italiana.

La Constitución italiana, redactada por una Asamblea Constituyente, elegida con el sistema proporcional en 1946 y aprobada a fines del año siguiente, había sido fruto de un «compromiso constituyente» entre fuerzas políticas encontradas, del fracaso de una mediación entre «culturas políticas diversas» (concretamente, la católica, la social-comunista y la de acción liberal), lo que era evidente de un modo particular sobre todo en la enunciación de los principios generales. Uno de los padres de la Constitución, el jurista Pietro Calamandrei, escribiendo en 1955, a diez años de la liberación de Italia, observó que, de las labores de la constituyente, se había derivado «un curioso ordenamiento constitucional de estilo, por decirlo así, compuesto, lleno de contradicciones y de antinomias, en el cual se encontraron conviviendo un montón de nuevas normas dictadas por la constituyente, normas no solo de diverso momento, sino de diversa inspiración política: algunas (más bien todo un corpus codificado) pertenecientes al tiempo de la dictadura fascista; otras que se remontaban al periodo de la monarquía prefascista; un revoltijo de materiales legislativos de diversa proveniencia, que podía ser tolerado provisionalmente solo porque este venía impuesto por las necesidades prácticas del momento, pero que demandaba al nuevo Parlamento, como tarea urgente, una revisión general de toda la legislación que permanecía provisionalmente en pie, de manera que se hiciera homogénea en armonía con la letra o con el espíritu de la Constitución». Esta valoración de Calamandrei, leída al contraluz, mientras, por un lado, exaltaba el carácter de absoluta «novedad» de la Constitución italiana respecto del viejo Estatuto Albertino, del cual no debía ser «una simple traducción en forma republicana», por el otro lado, subrayaba la exigencia sea de su plena realización, sea de iniciativas de revisión o de modernización en relación con las características y con la evolución del sistema político.

La democracia italiana de la segunda posguerra nació, por usar una expresión del historiador Pietro Scoppola, como «democracia de los partidos». Con el advenimiento del ministerio guiado por Alcide de Gasperi (diciembre de 1945julio de 1946), en el ultimísimo suspiro de vida de la Italia monárquica, o sea, en el periodo de la transición hacia la nueva Italia democrática y republicana, se asiste a la decadencia de la clase dirigente liberal y, a la vez, al agotamiento del peso político del partido de Azione, dividido entre el alma liberal-democrática y la socialista. De todas maneras, la distancia entre liberales y accionistas era menos profunda en cuanto a los modos de vivir y concebir la acción política que en el terreno ideológico: en efecto, aunque partiendo de perspectivas diversas, tenían una común concepción elitista de la lucha política y mantenían que la función de dirección debía ser confiada a las minorías depositarias de razones y valores profundos. En este contexto, según el análisis de Scoppola, el gobierno guiado por De Gasperi transformó el cuadro político del país porque significó el momento de transición de un modo elitista de hacer política a un modo diverso que vislumbraba protagonistas y grandes partidos populares. Naturalmente, esta línea de conducta se interrumpe con el inicio de la llamada «guerra fría» y con la exigencia de hacer salir del gobierno a los comunistas, en contra de los cuales viene decretada una verdadera y propia conventio ad excludendum a favor de la opción centrista, o sea, de la colaboración con los partidos laicos menores.

En suma, en sus orígenes, el sistema político italiano, garantizado por una Constitución rígida y democrática, se caracterizó pronto por algunos elementos significativos: el parlamentarismo, el sistema electoral proporcional, la centralidad del papel de los partidos, la definición de un área de «legitimidad democrática» que rechazaba hacia los márgenes las fuerzas políticas, de derecha o de izquierda, subversivas o antisistemas. Desde un punto de vista técnico, el sistema político italiano de la llamada «primera república», la que se desarrolló hasta el inicio de los años noventa, fue un sistema de multipartidismo extremadamente fragmentado, incluso en el nivel interno de los partidos («corrientes»), a causa de la adopción de un sistema electoral proporcional prácticamente puro. No por casualidad se pudo hablar en la literatura politológica de «partitocracia» e incluso de «correntocracia». Por lo demás, en un sistema fundado en el proporcionalismo puro, partidos o corrientes de la coalición de la mayoría, con capacidad para incidir en el llamado «margen de seguridad» del equipo de gobierno, tienen un poder real bastante superior a la propia consistencia parlamentaria, pudiendo condicionar la propia vida del gobierno y pudiendo incidir así sobre su duración. Las muchas fórmulas políticas que subsiguieron o fueron imaginadas durante la «primera república» —del centrismo al centro-izquierda, del pentapartido a la «solidaridad nacional» hasta la hipótesis del «compromiso histórico»— correspondieron funcionalmente a la estructuración de este tipo de sistema. La crisis del sistema se debió tanto a motivaciones de naturaleza externa como la caída del muro de Berlín y el fin del régimen del socialismo real cuanto a la deslegitimación moral de la clase política a consecuencia de la ola de escándalos del último tramo de los años ochenta. No está carente de significado el hecho de que la salida de escena de los partidos históricos fuera acompañada tanto del nacimiento de nuevas fuerzas políticas cuanto de la transformación de viejas fuerzas que adoptaban, casi subliminarmente y en línea con la marea montante de antipolítica, nombres que rechazaban la denominación de «partido», como, por ejemplo, Forza Italia, Lega, Alleanza Nazionale, Democratici di Sinistra.

La introducción en 1993 de un nuevo mecanismo electoral, el llamado Mattarellum, pensado para garantizar la gobernabilidad y la estabilidad —un mecanismo prevalentemente mayoritario de colegio único para las tres cuartas partes de los asientos tanto de la Cámara de los Diputados como del Senado—, comportó de hecho una verdadera y propia transformación del sistema político. Se pasó del «multipartidismo» fragmentado a la bipolarización entre la coalición de centro-derecha y de centro-izquierda. El centro-derecha lo encabezaba Silvio Berlusconi, un empresario pasado a la política, que había sabido captar el difuso sentimiento de rebelión antipolítica serpenteante en el país y había conseguido transformarlo en verdadera y propia propuesta política. El éxito de Berlusconi se había construido, gracias a la capacidad mediática del premier, apoyándose en la representación de los «moderados» y la sugestiva promesa de realizar una «revolución liberal». De hecho, la transformación política prometida del centro-derecha no se realizó y, en cambio, su fracaso, acompañado de escándalos y vicisitudes judiciales, provocó una nueva e impetuosa ola antipolítica que encontró un punto de referencia en el movimiento Cinco Estrellas ideado por el cómico Beppe Grillo.

Desde el punto de vista del sistema político, el derrumbamiento de la que venía siendo definida simplificadamente como «segunda república» se resolvió, de hecho, en el abandono de la «bipolaridad» por una «tripolaridad», en la cual, al lado de los tradicionales polos de centro-derecha y de centro-izquierda, emergía cada vez con más fuerza un tercer polo, el representado por la protesta de los «grillini» o «pentastellati». La pulverización del centro-derecha y la conquista del Partido Democrático por parte de un joven y dinámico Matteo Renzi —que se vendía como el que iba a desguazar la vieja clase política, se dirigía también al potencial y tradicional vivero electoral de la excoalición berlusconiana, además de a su partido, y que había conseguido convertirse en primer ministro— sembraron preludio del nacimiento de una «tercera república». Esta última habría debido constituir en suma el resultado final de la «etapa constituyente» que habían caldeado, de manera más o menos declarada, casi todas las fuerzas políticas y el mismo presidente de la República. La exigencia de una profunda revisión y modernización de la Constitución, pero también la exigencia de intervenciones legislativas aptas para incidir en las características estructurales del sistema político eran anhelos ampliamente compartidos.

Sin embargo, el referéndum de 4 de diciembre de 2016 ha puesto la palabra «fin» al recorrido de las reformas institucionales. La victoria del no, por otra parte, ha sido interpretada unánimemente, como hemos dicho, más como un plebiscito negativo en relación a Matteo Renzi, que había personalizado la campaña electoral y ligado su futuro político al desenlace del referéndum, y no en relación con los contenidos de la reforma. Esta observación es muy importante porque hace comprender como, y por qué, una nueva «etapa constituyente» puede y debe ser reabierta. Se podrían recorrer diversos caminos sin excluir la hipótesis de la convocatoria de una Asamblea Constituyente que, operando como la Asamblea Constituyente de 1946, con tiempos ciertos, pueda revisar la carta fundamental del Estado.

Entre tanto, sin embargo, el nuevo gobierno tendrá que empeñarse sea en recuperar espacios de credibilidad ante la opinión pública italiana, sea en intervenir en la ley electoral para la elección de diputados, el llamado Italicum, que había sido dejado en suspenso presuponiendo la aprobación de la ley de revisión rechazada en el referéndum. Aquella ley electoral, por otra parte en espera de un juicio de la Corte Constitucional acerca de una presunta inconstitucionalidad, si llegase a aplicarse, comportaría consecuencias de naturaleza técnica y política: prevé, en efecto, un fuerte premio de mayoría a la lista que obtuviese en el primer turno, 40% de votos, además, a la lista que resultase vencedora en caso de necesitarse segunda vuelta. Por otra parte, la «tripolaridad» del actual sistema político italiano, haría que, según parecen atestiguar unánimemente los sondeos, el movimiento Cinco Estrellas pueda resultar el probable vencedor de las próximas elecciones. Este es un escenario que preocupa no poco a Europa por su carácter populista y por sus posiciones fuertemente críticas con respecto a Bruselas y a la moneda única. La reescritura de las leyes electorales por parte de la Cámara de los Diputados y su armonización con la de elección de senadores es, por tanto, una prioridad absoluta para el gobierno italiano. Y es la premisa necesaria para el retorno, eventualmente también anticipado, a las urnas. Naturalmente, se puede esperar que la nueva ley electoral, válida para la Cámara y el Senado, sea estudiada de manera que garantice la estabilidad gubernativa.

Ciertamente, la ley electoral no es la única prioridad, puesto que Italia no ha salido todavía del cono de sombra de una crisis económica que está entre las más graves de su historia y se las tiene que ver con la emergencia migratoria. Pero es, con todo, una prioridad fundamental, estructural antes que política, puesto que puede incidir sobre las características del sistema político. Y puede ser la premisa indispensable para reabrir una nueva «etapa constituyente».

He aquí por qué el resultado del referéndum de 4 de diciembre de 2016 es lo que se suele llamar un hecho histórico, relacionado, por cierto, con la permanente crisis de inestabilidad en Italia.

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Luiss-Guido Carli de Roma. Editorialista de los diarios IL GIORNALE y QUOTIDIANO NAZIONALE