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Las crisis culturales, sociales, económicas y políticas de Francia quizá no puedan solventarse con la mera elección de un nuevo presidente.

Elegido jefe del Estado el 15 de mayo 2012, François Hollande levantó acta del fracaso de su propio mandato presidencial el 1 de diciembre 2016, anunciando con patética solemnidad su renuncia a presentar su candidatura a una reelección que previsiblemente fracasaría.

Hollande prefirió la humillación de la renuncia a la humillación de un posible fracaso electoral catastrófico, que hubiera sido la eliminación en la primera vuelta de las próximas elecciones presidenciales (el 23 de abril 2017) por Marine Le Pen, candidata del Frente Nacional (FN, extrema derecha), según todos los sondeos que se sucedieron, unánimes, entre la primavera de 2015 y el invierno de 2016.

Instalándose inconfortablemente en el ataúd del más melancólico fin de las aventuras y desventuras de un presidente de la V República, Hollande reconocía el fracaso inútil de su mandato presidencial, agravando en distinta medida todos los males, lacras y crisis que Francia ya padecía desde muchos años atrás:

— Crecimiento inexorable de la deuda pública, para pagar un bienestar siempre más hipotecado, temible herencia para las generaciones por venir.

— Incumplimiento de los grandes compromisos políticos, económicos y fiscales con la UE, que Francia jamás había cumplido desde el primer Pacto de Estabilidad y Crecimiento (1997), concebido y matizado tras enmendarse los primeros criterios de convergencia del Tratado de Maastricht (1992).

— Recorte de la prosperidad nacional, con un crecimiento económico raquítico (entre los más modestos de la UE) y caídas significativas del poder adquisitivo de las familias.

— Incremento sistemático de la presión fiscal, coincidiendo con un retroceso llamativo de la productividad nacional.

— Estallidos de angustia social de muy diversa naturaleza: violencia suburbana, proliferación de guetos y barrios étnicos, aparición de nuevas formas de contestación social, prolongación durante meses y meses de manifestaciones de cólera sindical o corporativa.

— Floración de tensiones raciales, étnicas y multiculturales de nuevo cuño, agravadas por unos atentados terroristas islámicos (enero y noviembre de 2015; junio de 2016), que dejaron al descubierto la existencia de un «frente nacional yihadista», florecido en la tierra baldía de la banlieue, los suburbios de París y de las grandes ciudades.

Nicolas Sarkozy ya había afrontado los mismos problemas, igualmente sin éxito, durante su mandato presidencial (2007-2012), tras haber prometido la doble «ruptura» con el inmovilismo de izquierdas (François Mitterrand, presidente entre 1981 y 1995) y el inmovilismo de derechas (Jacques Chirac, presidente entre 1995 y 2007). Derrotado por Hollande en las presidenciales de 2012, Sarkozy soñaba con «volver» al Elíseo cuando se cumpliese el décimo aniversario de su lejana elección. Candidato a la candidatura conservadora en las primeras elecciones primarias de la derecha y del centro francés, Sarkozy sufrió una humillante derrota en la primera vuelta (20 de noviembre de 2016): la opinión pública moderada o conservadora no había olvidado el incumplimiento masivo de sus promesas de 2007.

En la segunda vuelta de las primarias conservadoras (27 de noviembre de 2016), los votantes eligieron candidato de los republicanos (LR) a la elección presidencial de 2017 a François Fillon, primer ministro de Sarkozy durante todo su mandato, eliminando a Alain Juppé, alcalde de Burdeos, antiguo delfín de Chirac. Sarkozy hizo campaña prometiendo la misma «Francia fuerte» que había fracasado contra Hollande: los electores no habían olvidado su incansable gesticulación, muy alejada de sus promesas. Juppé defendió el proyecto de una Francia «reconciliada y feliz»: los electores percibieron el riesgo de un liderazgo «fofo» y «tradicionalista». Fillon prometió cumplir la doble «ruptura» jamás realizada por el primer Sarkozy de 2007. Y tal promesa fue apoyada masivamente.

Fillon se dice capaz de consumar una «ruptura» económica liberal (recorte «masivo» del gasto, reducción del número de funcionarios, menos impuestos, menos burocracia) y una «restauración conservadora» en el terreno de los principios cívicos básicos: familia, orden, autoridad, lucha contra cualquier «deriva» multicultural.

La mera candidatura de Fillon reequilibrió automáticamente las previsiones electorales.

Entre finales de 2014 y 2016, todos los sondeos anunciaban la victoria de Marine Le Pen, candidata del Frente Nacional, en la primera vuelta de la próxima elección presidencial de 2017, el 23 de abril próximo, y que sería derrotada dos semanas más tarde, en la segunda y decisiva vuelta, el 7 de mayo. Según tales sondeos, Marine Le Pen podía conseguir en torno al 30% de los votos de la primera vuelta, para perder en la segunda ronda, vencida muy holgadamente por cualquier candidato conservador. La elección de Fillon como candidato de los republicanos (derecha) reequilibró a su favor todos los pronósticos, cotizándose hoy como posible vencedor de la primera y segunda vuelta presidencial.

Tales pronósticos, concordantes y unánimes con pocos matices no siempre significativos, dejan en suspenso la crisis cultural, social y política de las izquierdas francesas, del Partido Socialista (PS) a los ecologistas, y de las extremas izquierdas, pasando por la izquierda populista.

El PS elegirá su candidato a la elección presidencial con unas elecciones primarias a dos vueltas (22 y 29 de enero de 2016) que enfrentan a muy diversos candidatos y familias socialistas. Manuel Valls se presenta como el «único» candidato «capaz» de ganar a Marine Le Pen, con un programa socialdemócrata «reformista», continuación previsible de la política que él mismo defendió como primer ministro de Hollande, entre marzo de 2014 y diciembre de 2016. Arnaud de Montebourg se presenta como el candidato de una izquierda «genuina» y patriota, con un programa, literalmente, socialista y nacionalista, profundamente hostil a las políticas puestas en práctica por la pareja Hollande-Valls. Vincent Peillon aspira a «unir» a todas las «familias» del PS defendiendo «valores comunes». Hay otros candidatos, alternativas y propuestas socialistas, expresión, parece evidente, de una «diversidad» que roza el riesgo de la balcanización.

A la derecha del PS, Emmanuel Macron, exministro de Economía de Hollande, «social liberal» convicto y confeso, aspira a ser la gran «revelación» de las próximas presidenciales, presentándose como hombre «providencial» entre las derechas y las izquierdas «tradicionales», con un programa que suele calificarse de «centro izquierda».

A la izquierda del PS, Jean-Luc Mélenchon es el candidato del Partido Comunista Francés (PCF) y de un heteróclito Frente de Izquierdas (FdI), con un programa que aspira a «desbordar» al PS desde posiciones de «auténtica» izquierda. Mélenchon es un tribuno populista, agresivamente hostil a Hollande, Valls y los socialistas reformistas.

Esos equilibrios de fuerzas, confirmados por numerosos estudios sociológicos, durante los tres últimos años, sugieren la realidad de una Francia masivamente conservadora, o muy conservadora, enfrentada a varias Francias de izquierdas.

La Francia conservadora y muy conservadora es víctima de ataques de angustia social profunda que tienen muy diversos orígenes: emergencia de una nueva Francia multicultural; crisis sensible de sectores sociales influyentes (agricultores, clases medias, pequeños y medianos empresarios); erosión del estatus de los sectores sociales tradicionalmente acomodados…, angustiados, unos y otros, ante el palmario retroceso del declinante puesto de la patria («en peligro») en la nueva sociedad internacional.

Las Francias de izquierdas son víctimas de ataques de angustia social de muy semejante naturaleza: estancamiento, erosión y previsible retroceso del estatuto de los funcionarios de las distintas administraciones públicas; degradación de las perspectivas vitales de sectores sociales sensibles (las mujeres y los jóvenes son los «nuevos pobres» en la Francia de Hollande); enfrentamiento entre las distintas izquierdas en crisis, agravando un vacío cultural profundo, que han intentado ocupar —sin éxito, por ahora— nuevas formas de agitación social, como el movimiento Nuit Debout, reprimido con gran despliegue de fuerzas de seguridad del Estado, antidisturbios, por el presidente Hollande y su ex primer ministro, Manuel Valls.

Las semillas de una angustia social tan profunda y diversa comenzaron a dar sus primeros frutos podridos hace varias décadas.

El semanario socialdemócrata Nouvel Observateur anunció hace más de treinta años la proliferación de nuevas formas de pobreza de masas durante el primer mandato presidencial de François Mitterrand (1981-1988), que conquistó el poder con un programa de «ruptura con el capitalismo» y «construcción del socialismo a la francesa». A los tres años de las primeras medidas de tal «ruptura» (nacionalización de la banca y grandes grupos industriales) apareció el movimiento de los «nuevos pobres», coincidiendo con el lanzamiento de un duro programa de «estabilización» y el abandono definitivo de las promesas «rupturistas». Comenzó entonces un inconcluso «declive» económico nacional. El último presupuesto nacional equilibrado data de 1979, siendo presidente Valery Giscard d’Estaing. Desde entonces, la prosperidad y el bienestar francés se pagan con deuda pública.

A los seis meses cortos de ser elegido presidente de la República, Jacques Chirac lanzó (otoño-invierno de 1995) un «ambicioso» proyecto de reformas del modelo nacional de pensiones y de la seguridad social, que chocaron de manera frontal con la hostilidad sindical. Tras un trimestre corto de huelgas y manifestaciones, bloqueando y paralizando temporalmente el país, Alain Juppé, primer ministro de Chirac, enterró toda veleidad reformista. Las durante el quinquenio 1997-2002, culminando con unas elecciones presidenciales que confirmaron a Chirac en el Elíseo, tras la eliminación del candidato socialista (Lionel Jospin), víctima de la ascensión electoral de Jean-Marie Le Pen. Reelegido presidente con una nueva promesa mesiánica (acabar con la «fractura social» que estaba minando la sociedad francesa), Chirac inició sin éxito unas tímidas reformas que culminaron con el estallido de una crisis nacional muy grave: la revuelta social de la banlieue, los suburbios franceses, el otoño de 2005. Por vez primera desde la guerra de liberación de Argelia, el jefe del Estado se vio forzado a recurrir al Ejército para reprimir la sublevación étnica y social de unos suburbios en llamas.

Entre los «nuevos pobres» de Mitterrand (1984) y la sublevación de los suburbios de Chirac (2005), el declive de Francia es analizado por vez primera por Nicolas Baverez en un libro célebre: La France qui tombe: un constat clinique du déclin français, 2003. Baverez recordaba la gravedad gangrenosa de unas crisis, culturales, sociales, económicas y políticas, que no han dejado de proliferar y agravarse, quizá, durante la última década.

Andando el tiempo, las presidencias de Sarkozy (2007-2012) y Hollande (2012-2017) no consiguieron detener el lento y atormentado descenso a los infiernos del anunciado «declive»-decadencia nacional. Los analistas franceses prefieren hablar de «declive». Decadencia posee un aura funeraria que nadie se atreve a utilizar en París.

Durante su mandato presidencial, Sarkozy intentó justificar sin mucho éxito el incremento de la deuda pública, las subidas de impuestos, los desequilibrios de las cuentas del Estado, «refugiándose» en la «excusa» de la gran crisis económica mundial de 2008. Fallida la presidencia Sarkozy, su heredero esperó durante cuatro años la aparición de algún signo de mejoría tangible de alguna de las crisis nacionales, en vano. Fallida su presidencia, invisibles los signos de alguna esperanza de recuperación nacional, Hollande terminó tirando la toalla y decidió enterrar personalmente su propio mandato, renunciando el 1 de diciembre pasado a una reelección imposible.

¿Podrá el próximo presidente de Francia contener la trágica espiral del «declive»-decadencia nacional? Esa es la gran promesa electoral de François Fillon, Marine Le Pen y de sus principales rivales, Emmanuel Macron, ¿Manuel Valls?, ¿Arnaud de Montebourg?, ¿Vincent Peillon?, Jean-Luc Mélenchon.

Esa «riqueza» y diversidad de proposiciones mesiánicas quizá subraya, de entrada, la fragmentación cainita del mercado político francés.

Fillon promete restaurar los grandes principios cardinales de la identidad nacional, abandonando, de nuevo, los compromisos de Estado europeos. Como todos los presidentes de Francia durante los últimos cuarenta años, el próximo jefe de Estado tampoco aceptará ni se someterá, ni podrá someterse si es que quisiera, a la disciplina presupuestaria y fiscal que aceptan e intentan cumplir, mal que bien, una gran parte de los miembros de la zona euro. Fillon promete una «revolución conservadora» (económica: recorte del gasto, recorte de la nómina de los funcionarios, menos impuestos para favorecer el crecimiento), sin someterse al «rigor» de la disciplina monetaria europea, que tampoco respetaron ni Chirac, ni Sarkozy, ni Hollande.

Tal proyecto «liberal» (a la francesa) quizá sea percibido con prudente optimismo benevolente, con mucha reserva, en cualquier caso, por los anarcocapitalistas californianos o los conservadores alemanes. Pero es denunciado por la extrema derecha, la extrema izquierda y todas las izquierdas socialistas francesas como un atentado «intolerable» contra el hipotecado «modelo social francés».

Marine Le Pen, a la extrema derecha, y Jean-Luc Mélenchon, a la extrema izquierda, coinciden en denunciar los proyectos liberal conservadores de Fillon como una «amenaza nacional». Le Pen y Mélenchon, como casi todas las «familias» socialistas, defienden un modelo «nacional y social» intocable, estimando que el «proteccionismo bien entendido» debe ser la matriz de cualquier «proyecto de restauración» de la «soberanía nacional».

Se trata, de Le Pen a Mélenchon, pasando por todas las izquierdas y buena parte del centro, de puntos de vista que tienen raíces culturales muy profundas, expresión histórica de una diversidad antagónica que puede tener dimensiones cainitas.

La Francia tradicional (confundidas todas las ideologías que comenzaron a florecer tras la Revolución de 1789) vive con palmaria angustia social la emergencia de una Francia multicultural cuyos rostros más visibles son la existencia de un islam francés (igualmente diverso, demográfica-mente creciente) y una «condición negra» (título de un ensayo de obligada referencia de Pap Ndiaye) que aspira a encontrar su expresión política propia.

El fantasma de la inmigración de muy diverso origen, mal controlada en toda Europa en unas fronteras relativamente «porosas», complica de manera muy conflictiva la atormentada percepción colectiva de la nueva Francia multicultural. Ante tales procesos históricos, no es previsible que la gesticulación política de Marine Le Pen y las promesas de François Fillon permitan contener una angustia social que cada día encuentra palmarios motivos del más profundo desasosiego, con estallidos recurrentes de violencia suburbana. La crisis de la banlieue, los suburbios, desde la sublevación del invierno 2005, es uno de los indicadores más llamativos y significativos de todas las crisis nacionales.

CRISIS ECONÓMICA

Durante los últimos treinta años, el Estado ha «invertido» decenas de miles de millones de euros en la «redención» siempre inconclusa de los suburbios. En vano. Los índices de criminalidad de los suburbios del norte de Marsella se encuentran entre los más altos de Europa. Todos los atentados yihadistas de la última década fueron perpetrados por franceses crecidos en la tierra de nadie de la banlieue, convertida en inquietante «frente terrorista». François Fillon estima que el crecimiento económico y la creación de empleo son la mejor solución para la crisis de los suburbios. Quizá lleve razón. La movilidad social es relativamente alta en los suburbios franceses. Pero los banlieusards que consiguen salir del gueto son muy pronto sustituidos por banlieusards de nuevo cuño (inmigración) condenados al mismo desarraigo y tensiones étnicas y culturales.

Según todas las previsiones oficiales y oficiosas, el crecimiento económico de Francia continuará estancado en 2017 en torno al 1,1% del PIB, cuando España pudiera crecer en torno al 2%. Alemania quizá solo crezca en torno al 1,3. Pero la economía alemana tiene unas cuentas nacionales agresivamente equilibradas, cuando todos los indicadores económicos franceses continúan en estado lamentablemente agónico:

— Comercio exterior muy deficitario.

— Incremento dramático del número de empresas que quiebran.

— Caída significativa del sector turístico.

— Retroceso y caída de un sector industrial, víctima de una desindustrialización rampante. «Francia se encuentra en estado de urgencia económica nacional», ha repetido un coro creciente de economistas independientes, durante los últimos dos o tres años.

CRISIS SOCIAL Y CULTURAL

Francia vivió durante las últimas décadas la gran crisis de la metamorfosis de su agricultura nacional, sector estratégico y cultural decisivo. Francia sigue siendo una gran potencia agropecuaria mundial. Pero la tasa de suicidio de los agricultores franceses se encuentra entre las más altas del mundo. La nueva agricultura productivista, bien integrada en el mercado mundial, tiene una fuerza económica considerable y una fragilidad social traumática.

Los funcionarios son desde hace varias décadas el grupo social más numeroso. Sus sueldos y pensiones son la primera partida de los presupuestos del Estado. Pero Francia solo puede pagar el costo económico creciente de su administración y burocracia pidiendo dinero prestado en el mercado internacional de capitales, endeudándose. Francia lleva varias décadas «protegiendo» su mercado del trabajo recurriendo a la misma estrategia burocrática: «protegiendo» sus sectores en crisis, sin conseguir frenar el crecimiento del paro ni el crecimiento de los índices de pobreza, que ha cambiado de naturaleza: los pobres de ayer eran padres de familias numerosas, con ingresos muy modestos; los nuevos pobres franceses son mujeres y jóvenes de economía muy precaria.

La desindustrialización, la caída de la competitividad, el incremento de la fiscalidad, la erosión de las rentas y el poder adquisitivo de las familias, atizan recurrentes estallidos de cólera social corporativa, gremial.

En la Francia de principios del siglo XXI cohabitan, sin llegar a entenderse siempre, identidades culturales que rozan lo antagónico, no solo en el terreno étnico y religioso. La Francia nacional-patriótica de Marine Le Pen o Jean-Luc Mélenchon es sencillamente incompatible con la Francia integrada en la UE de la zona euro. La «defensa del servicio público» (expresión que comparten la extrema derecha, todas las familias socialistas y las extremas izquierdas) es poco o nada compatible con la supresión de 500.000 puestos de funcionarios que propone François Fillon. Más allá de la mera diferencia de criterio gestor, se trata de dos visiones enfrentadas del puesto que pudiera o debiera tener el Estado en la Francia del siglo XXI.

La tensión permanente entre la ética de las familias tradicionales y la ética individualista y cosmopolita de las nuevas generaciones alimenta tensiones de fondo. Quizá sea significativo que una de las crisis más tensas y prolongadas del mandato presidencial de Hollande fuese la contestación conservadora al proyecto de ley que debía instaurar el matrimonio homosexual (2012-2013).

CRISIS POLÍTICA

La Constitución de la V República permite elegir un presidente-soberano a dos vueltas. Elegido el nuevo «monarca»-presidente de la República, los electores son invitados a elegir una nueva Asamblea Nacional (AN). Obedeciendo a una lógica legitimista muy tradicional y conservadora, elegido el «rey», los electores eligen unos diputados de la misma familia del monarca electo, que puede gobernar con relativa holgura… si no estalla una crisis inesperada como le ocurrió a Chirac en 1995-1997, condenado a gobernar con un gobierno socialista durante cinco años; como le ha ocurrido a Hollande, precipitando su caída final.

Las elecciones presidenciales de abril y mayo próximos, y las elecciones legislativas del mes de junio, quizá tengan una singularidad histórica.

Todo parece sugerir que François Fillon pudiera ser elegido presidente. Y contar con una posible mayoría parlamentaria conservadora. Pero la emergencia, crecimiento y consolidación del Frente Nacional es percibida como una perturbación de fondo de todos los equilibrios políticos tradicionales. Fillon podrá gobernar e intentar realizar todas o algunas de las reformas prometidas, liberales en lo económico, conservadoras en lo social-cultural. Pero la gravedad de las crisis culturales, sociales, económicas y políticas de Francia quizá requiera un «tratamiento» profundo y prolongado. ¿Tendrá el próximo presidente de Francia los recursos políticos imprescindibles para poder consumar la prometida y nunca realizada «ruptura»? El maquillaje (Sarkozy) o las reformas parciales (Sarkozy-Hollande) solo han agravado unas crisis cuya mera percepción ya divide a una sociedad aquejada de graves problemas de identidad.

François Fillon, Marine Le Pen y varios candidatos socialistas coinciden en un punto verbal: Francia necesita una «ruptura», unas «reformas profundas, urgentes e imprescindibles». Se trata de urgencias y rupturas antagónicas, que corren el riesgo de bloquear, paralizar o retrasar cualquier reforma de fondo. Los candidatos socialistas a la presidencia de la República, por su parte, oscilan entre el continuismo (Valls) y la «ruptura» con la tradición socialista inmediata (Hollande). Tan variopinto arco iris de sensibilidades políticas enfrentadas esboza un paisaje político conflictivo, problemático, cuyas tensiones pueden precipitar enfrentamientos inflamables. Ese es el horizonte político anterior y previsiblemente posterior a las elecciones presidenciales de abril y mayo: Francia oscila entre el inmovilismo angustiado y la imprevisible «ruptura» traumática.

Periodista y escritor. Corresponsal de ABC en París