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LO QUE PASÓ EL 20D

Aunque son ya hoy de sobra conocidos, traeré aquí los principales rasgos de los resultados de los comicios con el fin de establecer el punto de arranque para el presente análisis. El 20D supone una importante convulsión en los cimientos de los partidos tradicionales. El Partido Popular pierde tres millones y medio de votos y baja su suelo de fieles de nueve a siete millones, llegando al nivel que tuviera a comienzos de los ochenta. El Partido Socialista pierde millón y medio, reduciendo así su ya achicado suelo a cinco y medio, la cota más baja de su historia. Podemos adquiere algo más de tres millones, que junto a lo que obtuvieron los partidos con los que se presentó en coalición (las «confluencias»: En Comú, Podemos-Compromís y Podemos-En Marea-Anova-EU) llega a un total de cinco millones. Y Ciudadanos se hace con algo más de tres millones y medio de votantes.

¿Qué se puede decir sobre los movimientos entre las distintas formaciones políticas? Todas las encuestas previas coincidieron en apuntar que la fuga del PP y UPYD era hacia Ciudadanos, y la del PSOE e IU a Podemos. Los resultados electorales lo confirman y apuntan algo más: todo lo que obtiene Ciudadanos es menos de lo que pierde UPYD y PP. Además, la suma de lo que pierden psoe e iu es solo la mitad de lo que gana Podemos junto con sus coaliciones (que en parte se alimentan de Compromís y BNG). Por tanto, el 20D hubo trasvases entre los partidos y la abstención (donde van algunos votantes del PP y de donde proceden algunos votantes de Podemos); e incluso pudo darse algo de trasvase entre Ciudadanos y Podemos.

Estos resultados reflejan lo que las encuestas venían diciendo hacía tiempo: desde enero de 2014 casi uno de cada dos ciudadanos avisaba tener la intención de no votar lo que siempre había votado. El panorama de «movilidad del votante» se presentaba por tanto de forma inédita, y los análisis de las matrices de transferencia de voto dibujaron un votante en quien la duda estuvo saltando en su mente varias veces entre distintos partidos y la abstención.

La cifra de quienes finalmente votaron sin guiarse por sus pautas habituales alcanza unos nueve millones, es decir, uno de cada cuatro. No es baja. Obliga a partidos y analistas a concienciarse de que hay que profundizar en esta desaparición del anclaje tradicional.

LA LECTURA TRADICIONAL DE LOS RESULTADOS: EL PROBLEMA DE OTRO BIPARTIDISMO

Pasados los comicios, una de las interpretaciones que de inmediato trató de acoger los números fue la de quien consideró que no estábamos más que ante una recolocación de la tradición, pues al fin y al cabo se podrían trazar las líneas divisorias en torno a una aglutinación de fuerzas de izquierdas y de derechas. De hecho, la suma de lo que obtuvo PP y Ciudadanos casi equipara a la suma de PSOE y Podemos.

Podría apoyar esta lectura la comparación de la intención de voto antes de la campaña con el resultado final. Durante las dos semanas de campaña apenas hay trasvase de voto entre el psoe el pp; además, los dos suben ligeramente, como si quienes en su día hubieran decidido castigar a su partido así lo hicieran finalmente, salvo unos pocos que finalmente volvieron a su opción original. Los fenómenos de «percepción selectiva» (por los cuales los votantes fieles del PP recibieron positivamente las intervenciones de Rajoy en los programas de televisión y en los debates, y negativamente las de Sánchez; y lo opuesto con los votantes del PSOE) se hubieran hecho presentes en la campaña para acabar reforzando la decisión de voto de los propios.

En definitiva, se podría concluir que con el 20D estamos ante una recolocación de la tradición, y que aun cuando se celebraran unas segundas elecciones, no pasaría más que una reaglutinación de la izquierda y de la derecha. Algunos análisis incluso se mueven en clave de sustitución: Ciudadanos será la fuerza que acabe relevando al PP y Podemos al PSOE, no habiendo más que una recolocación de la izquierda y la derecha, es decir, el problema de otro tipo de bipartidismo. Pero lo que la sociedad española dijo el 20D y después parece ser algo más complejo.

¿SE MUEVE ALGO DESDE EL 20D?

A la espera del barómetro de abril del cis, el último, el de enero de 2016, muestra, primero, algo obvio y esperable: tras las elecciones, la gente no cambia mucho de intención de voto. El votante se aferra a lo que hizo en la urna, por lo que los partidos gozan de altísimos índices de fidelidad semanas después de los comicios. El único trasvase de voto reseñable en enero es el siguiente: hasta la mitad de los que se quedaron en casa no volverían a hacerlo, y de ellos, a partes iguales (un 10%) retornarían al pp y psoe, la mitad de estos a Podemos (y sus coaliciones), y un 7% a Ciudadanos; Izquierda Unida seguiría bajando y engrosando a Podemos; hasta casi un 13% de votantes del psoe se iría a otro partido (una fuga que se reparte más o menos por igual entre el PP, Podemos, Ciudadanos, IU y la abstención). Por último, votantes de Ciudadanos en cantidades iguales (y bajas) volverían al PP o se irían a la abstención; pero a su vez recibe lo mismo del PP y algo menos del PSOE. En definitiva, los datos muestran unos vasos comunicantes que estarían haciendo retornar por un lado lo que por otro se pierde.

Pero las encuestas realizadas por las empresas para diferentes diarios (Sigma Dos, Metroscopia y Gad3), cuyo estudio de campo es posterior (finales de febrero y marzo) apuntan datos interesantes. El dividido resultado electoral, la corrupción, la escenificación de líderes y partidos de las negociaciones para formar gobierno, la no presentación de Rajoy a la investidura y el rechazo del parlamento a la de Sánchez, los atentados terroristas, así como el movimiento de los mercados, pueden estar causando variaciones en los juicios de la gente.

Respecto a la intención de voto, las encuestas de las últimas semanas coinciden en apuntar una continuada subida de Ciudadanos como también un continuado descenso de Podemos, y unas variaciones en el pp y en el psoe que son al alza o a la baja según las distintas encuestas.

Pero lo más relevante de estas encuestas de marzo es que se dibuja el panorama de una sociedad fragmentada ya no solo respecto al voto, sino a cuestiones que han formado parte constitutiva de la manera de votar en España. Se prefiere el pluralismo a un bipartidismo, aun cuando con este sea más fácil formar gobierno. De hecho, la fragmentación no parece modificar la intención de voto: pocos hubieran votado diferente de saber que formar gobierno sería tan difícil. La mitad cree que debe haber elecciones y la mitad considera que no se debe llegar a ellas. Hay también gran división en la sociedad española sobre si debe gobernar el más votado: la mitad cree que sí y la otra mitad que no; algo que no es apreciación partidista, pues casi un 30% de votantes del PSOE.

Las valoraciones que la gente realiza de sus propios candidatos son desoladoras (para estos). Solo uno de cada dos considera que su partido está actuando bien desde el 20D (salvo en el caso de Ciudadanos, que es casi dos de cada tres; partido y líder, por otra parte, que según todas las encuestas reciben las mejores valoraciones). Que Mariano Rajoy no debe ser el candidato en caso de unas nuevas elecciones no solo lo piensa la mayoría de votantes del resto de partidos, sino hasta un 48% de sus propios votantes. Tampoco Sánchez goza de un claro apoyo: hasta un 20% de sus votantes cree que no debe ser el candidato.

Por último, el paso del tiempo parece estar modificando la valoración que la gente hace de las coaliciones de gobierno. Baja —y digo baja porque me refiero a mediciones que se han hecho mensualmente— el deseo de que gobierne la coalición PP/Ciudadanos, y sube de forma importante la coalición PSOE/Ciudadanos. Baja también el deseo de una gran coalición PP/PSOE. Y es muy baja, y cada vez más, la aprobación de la llamada «coalición de izquierdas», sola o con apoyo explícito o implícito de nacionalistas. En definitiva, meses después, lo que en la resaca de las elecciones parecía permitir la suma fácil de otro tipo de bipartidismo, ahora se complica. Bien es verdad que la causa de esta variación puede estar en que a la gente al juzgar le influye lo que considera viable. Si así fuera, de los acontecimientos de estos días solo se puede esperar otras posibles y nuevas modificaciones en lo que la gente juzga. Esa máxima de que en política las cosas cambian con mucha rapidez parece ahora aplicarse de forma contundente.

LEER LA SOCIEDAD ESPAÑOLA

Una de las primeras conclusiones que se desprende de este análisis es que hace falta agudizar la sensibilidad para hacer bien el seguimiento de la evolución de las tendencias electorales de la sociedad española.

Los estudios sobre cómo los españoles evalúan la política y a los políticos recogen recientes e importantes puntos de inflexión. Señalan que en el año 2008 se dio un primer cambio por el que el ciudadano «desinerció» sus valoraciones: si hasta entonces le influía la adscripción partidista, valorando positivamente al gobierno si este era de su partido, hiciera lo que hiciese, la grave crisis económica hizo del votante alguien menos «partidista» y más «realista»; es decir, alguien más enfocado a los resultados de gestión. Pero los estudios revelan que a partir de 2012 otras motivaciones —en las que la corrupción ha sido determinante— se han hecho además presentes en los españoles a la hora de juzgar: a la gente le importa también el proceso con el que se gestiona la política, y se fija en aspectos como la transparencia, la integridad y la apertura al diálogo por parte de quien gobierna. En definitiva, por la crisis ahora el ciudadano premia y castiga (incluso a su partido) mucho más que antes, pero sobre más cosas que solo la economía u otros resultados de gestión.

Para identificar qué otras cosas son las que pueden estar importando, hay un dato de las encuestas que resulta relevante: la solicitud al encuestado de que se sitúe en la escala ideológica izquierda-derecha recibe cada vez más altos índices de «No sabe/No contesta»; algo que además sucede de forma clara entre las franjas de edad más jóvenes. La clasificación que lleva años categorizando los bloques tradicionales (y sus correspondientes asociaciones que con frecuencia han pecado de la simpleza de colocar en un mismo cajón a la derecha con el catolicismo y la monarquía, y a la izquierda con el ateísmo y la república) parece ir perdiendo sentido y dificultando la identificación del votante.

El panorama se hace todavía más complejo si se añaden las cuestiones políticas que se van sobreponiendo en el actual debate público, y sobre las que el ciudadano necesita hoy formarse opinión: ¿Cuál es la mejor manera de combinar las políticas sociales con el crecimiento económico? ¿Hay que mantener el límite al déficit público que marca Europa? ¿Cómo actuar ante la deriva independentista de Cataluña? ¿Cuál es el mejor modo de organizar hoy territorialmente España? ¿Cómo combatir el terrorismo yihadista? ¿Será mejor modificar la Constitución o mantenerla como está y hasta cuándo? ¿Qué hacer con los refugiados? ¿Con qué pautas se debe combatir la corrupción y regenerar la política? ¿Se puede hablar de vieja y nueva política, y en su caso, qué prácticas de la nueva merecen ser incorporadas y cuáles de la vieja erradicadas?

Pocas de estas cuestiones permiten trazar una clara línea que aglutine opiniones mayoritarias, y todas juntas componen un conglomerado de fragmentaciones que se superponen de forma contradictoria: lo que aúna a unos pocos divide al resto. Porque izquierda y derecha se entremezclan al contestar, al ciudadano ya no le es fácil clasificarse en un solo bloque. La realidad está reclamando pasar de la tradicional lectura del bipartidismo izquierda/ derecha a una que sea capaz de explorar cuál es la ruta que sigue lo que podríamos llamar este «multi-issue-citizen».

UN APUNTE SOBRE LA HUMANIZACIÓN DE LA CAMPAÑA

Resulta relevante que partidos como Podemos y Ciudadanos obtuvieran el 20D una importante subida de voto sin el recurso de los espacios gratuitos en medios públicos y vallas publicitarias (espacios con los que no contaron por carecer de voto en las elecciones anteriores, que es el criterio con el que se atribuyen); o que el Partido Popular fuera el más votado habiendo sido el de mítines menos concurridos así como el del candidato peor valorado. Qué es lo que mueve al votante y cómo hacer mejor las campañas es otra cuestión que merece consideración tras los resultados del 20D.

Analistas y políticos fueron sorprendidos durante la segunda mitad del 2015, y con mayor intensidad durante las dos semanas de campaña, por lo que se ha dado en llamar el «intento de humanizar al candidato». Prestando menor atención a los tradicionales mítines, los candidatos acudieron a programas de televisión en horarios de máxima audiencia para cantar, bailar, cocinar, jugar al futbolín o contar chistes. Se habló y escribió mucho entonces sobre lo que hay que aprender de «esta nueva comunicación política», o sobre lo inteligentes que fueron los «golpes de efecto» de formaciones políticas emergentes.

Por cuanto estos análisis implican categorizar la calidad de la comunicación política, me gustaría hacer aquí algunas consideraciones. Primero, se trata de una estrategia obsoleta ya en otros países. Hace mucho tiempo que el marketing político estadounidense comenzara con ella, al tomar de la familia Kennedy un paradigma de la comunicación presidencial, incluyendo en esta a los hijos, los hobbies, la enfermedad o los animales. Desde entonces, el perro de la Casa Blanca, la jardinería de Thatcher, el saxofón de Bush, el baloncesto de Obama o el jogging de Cameron constituyen ejemplos con los que se ha intentando mostrar a un candidato que, por ser más parecido al ciudadano medio, será percibido también como más sensible a sus problemas.

Pero esta estrategia no ha dado siempre los resultados deseados porque, segundo, tiene sus riesgos. Por una parte, el de la excesiva visibilidad. Al estar tan presente y de forma tan íntima en la pantalla televisiva a la que el ciudadano otorga un importante espacio en su hogar, el candidato acaba invadiendo la vida personal; y tal y como han mostrado los estudios de atribución de responsabilidades, esta excesiva visibilidad puede hacer al candidato culpable de todos los problemas, aun de los que escapan a su competencia. Por otra, está el riesgo de la falsedad: que el votante contemple estos intentos de cercanía como algo carente de autenticidad, y vea en el candidato alguien interesado no en sus problemas, sino únicamente en el voto.

Para que esta estrategia sea acertada hay que modularla con otras que comprendan que lo que está cambiando en la sociedad es más complejo y profundo.

CONDENADOS A ENTENDERSE

El Congreso de los Diputados ha tenido que revisar la distribución de los asientos para poder albergar lo que los ciudadanos pidieron el 20D. Pase lo que pase el 3 de mayo, en junio los partidos estarán sometidos al mismo reto: o se entienden o será muy difícil hacer que el país avance en medio de tanta fragmentación.

Estas son algunas de las necesidades que arroja el 20, así como las que arrojará el 26J si lo hubiera: hay que prepararse para lo que será una vida parlamentaria con presencia de más intereses y más diversos; incrementar la capacidad de negociación para identificar adecuadamente los puntos de encuentro y avanzar sobre el desencuentro; desarrollar narrativas que faciliten el entendimiento y superen los estereotipos que han dividido a izquierda y derecha; ir a la esencia del problema del ciudadano en todas sus facetas; desarrollar una eficaz capacidad de diálogo, entendimiento, transparencia y rendición de cuentas; y, en definitiva, estar en sintonía con la gente para poder llevar a cabo complejos procesos de participación que incorporen a los votantes a las decisiones sobre los asuntos que les afecten.

Pero esta situación no se diferencia mucho de lo que está sucediendo en otros países: la crisis global económica y financiera, asociada a la crisis de confianza en el sector público, está obligando a las organizaciones públicas a desarrollar nuevos tipos de liderazgo y a transformar la manera de tratar con los ciudadanos. Ojalá los partidos en España tomen buena nota del 20D y del posible 26J para avanzar en la buena dirección.

Catedrática de Comunicación Política. Universidad Complutense de Madrid