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Los hispanoamericanos somos ecatónfilos, para decirlo con un falso grecismo: nos acordamos con veneración de nuestras realidades esenciales cada cien años. Dos frases borgesianas lo rubrican. En el velorio de su madre, doña Leonor, una señora pregunta a don Jorge Luis qué edad tenía a la hora de su muerte. Él responde que 99 años, y la señora lamenta: «Lástima que no llegó a los cien». A lo que Borges comentó: «Se ve que la señora tiene un notable respeto por el sistema decimal». Y, en ocasión del cuarto centenario de Góngora, escribió: «Yo estoy siempre dispuesto a acordarme de Luis de Góngora y Argote cada cien años».

En medio de las celebraciones del bicentenario de nuestras independencias políticas, hagámosle sitio memorioso a dos evocaciones: el centenario de la muerte de Darío (1916-2016) y, el año venidero, el sesquicentenario —dicho sea con sesquipedalia verba, a la manera horaciana— de su nacimiento (1867-2017), en el pequeño pueblo nicaragüense de Metapa.

Evoquemos el primer siglo de la ausencia física de Darío, pero, a la vez, hagamos un arqueo básico de los cien fructuosos años vivificados por su generosa y creativa herencia lingüística y literaria expandida, primero, por el amplio seno de la literatura hispanoamericana, que él llamó, en una ocasión, con acierto, «neomundial», y, a poco, por la peninsular.1

La evolución dariana acentuará su atención por el legado hispano, como la prueba Cantos de vida y esperanza. Pero lo hace después de haber brindado a España su propio aporte renovador, imponiéndose en las letras peninsulares. Lugones señalaba en 1916: «La joven poesía de España es rama de su tronco» y «América dejó ya de hablar como España y en cambio esta adopta el verbo nuevo».2 De parecida manera lo proclamaron Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.3

Rubén no inicia ni agota el llamado «modernismo», designación vaga para un vasto y complejo movimiento literario iniciado al oeste del Atlántico. Deberíamos precisar los aportes de cada cual en esta renovación, no solo de la literatura sino de la lengua. Hubo precursores, los sanjuanbaustistas, es decir, aquellos que aportaron desde sus poéticas individuales rasgos innovadores aislados, no organizados en una poética concreta. Es el caso de los mexicanos Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón, del argentino Carlos Guido Spano —a quien Darío llamó «el precursor de las formas puras»—, el uruguayo José Zorrilla de San Martín, y pocos más. Un segundo escalón lo pisan los verdaderos iniciadores, un cuarteto formado por dos cubanos, José Martí y Julián del Casal; el mexicano, Manuel Gutiérrez Nájera y el colombiano José Asunción Silva. Esta diversidad de naciones de origen indica cómo ya estaba sembrada en toda América la semilla del cambio. En tercer lugar, Darío, que es la máxima figura del movimiento, es el maestro, quien llevó en personalísima síntesis creativa todos los aportes a una concepción unitiva, varia y fecundísima. Después, el mejor discípulo, Leopoldo Lugones, es decir quien aprovecha las lecciones del maestro para plantar su propia tienda; y, en otro registro, lo que Ezra Pound llama «los creadores de manías», que pulsan con virtuosismo pero con exasperación, una sola cuerda, pisando un solo pedal de todo el órgano de posibilidades, como es el caso del uruguayo Julio Herrera y Reissig, en lo que su obra tiene de más personal; finalmente, los epígonos, calcadores de oficio, de formas, de temas y modalidades y que nada agregan a la innovación.

También debemos al modernismo la herencia vastísima que nos legó en sus proyecciones, diversísimas y que suelen apretarse en una designación de apelación solo cronológica: el «posmodernismo», bautismo que nada caracteriza. La siembra fue fructífera porque en distintos niveles y puntos pluralidad de creadores talentosos hallaron en la veta modernista motivación para sus propios surcos en los que laboran su cosecha fecunda. La asimilación del legado dariano generó una riquísima variedad de líneas y poéticas de él que matizaron la poesía en lengua española. Antes de Darío ningún poeta alcanzó tal hegemonía poética en ambos lados del océano.

Max Henríquez Ureña troqueló una expresión acertadísima para referirse al modernismo: «la vuelta de los galeones». Las naves españolas nos trajeron la lengua: «y nos dejaron la palabra», como dice Neruda. Andados los siglos, los hispanoamericanos supimos pilotear esas naves en viaje de retorno con la carga de la lengua enriquecida, renovada, revitalizada. Fuimos buenos administradores de esa herencia porque supimos acrecentarla. Y la recepción en la Península se dio abierta y agradecidamente. Allí está la continuidad manifiesta de Manuel Machado, la impronta personal que Valle-Inclán puso a lo recibido, la primera presencia dariana en los poemas de Juan Ramón Jiménez y de Antonio Machado que, a la hora de revisar sus textos, en un segundo momento, en que retomaron sus poemas, supieron «juanramonizarlos» «machadizarlos», alivianándolos de la presencia rubeniana inicial, muy acentuada, cosa que supo señalar con su habitual perspicacia Dámaso Alonso, y, en fin, un vasto etcétera. Y en este ir y venir de la lengua poética a través del mar Atlante, de legárnosla, recibirla, acaudalarla y retornarla acrecida, es que hemos contribuido desde América a tejer la historia de la hispanidad y de lo que en la Argentina, hacia 1927, Amado Alonso llamara por vez primera «lo panhispánico».4 A esta empresa el modernismo contribuyó acentuada y hondamente.

Jaimes Freyre consideró a Darío: «el autor de la más grande de las revoluciones literarias que hayan visto los hispanidas de los cien últimos años».5 Y Borges, en ocasión de evocar a Darío cuando el centenario de su nacimiento, en 1967 (el irónico y talentoso argentino sacrificó esta vez su ofrenda en el altar ecatónfilo, del cual se burlaba) afirmaría: «Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador».6 Medio siglo después Borges hacía, casi, paráfrasis de las palabras de Lugones escritas a la muerte de su maestro y amigo, en 1916: «Así resulta el hombre más significativo de un Renacimiento que interesa a cien millones de hombres, el último Libertador de América, el creador de un nuevo espíritu».7 No está mal la concatenación: Darío, Lugones, Borges…

La frase certera de Lugones se enclava, con oportunidad, en este momento de celebraciones bicentenarias de la Independencia de los países hispanoamericanos. La contribución del modernismo va más allá de la poesía y de las formas literarias: supone una renovación de la lengua española, una puesta al día creadora y caudalosa.

Con percepción estrecha, se asocia y suele limitarse la renovación modernista a la poesía, a la modalidad en verso. Y es un grave error de estimación. Por supuesto que la revolución en la poesía es incuestionable y es muy notable porque la modificación de las formas fijas y canonizadas del verso son más perceptibles que las logradas en la prosa. En el verso se dieron restauraciones, como el rescate del alejandrino berceano; rescates de formas antiguas como las del gay decir de los cancioneros; incorporaciones de ritmos y fraseos orales, como los endecasílabos de gaita gallega y la versificación rítmica de la poesía popular; adaptaciones de los pies cuantitativos de los grecolatinos a los grupos rítmicos acentuales; las innovaciones en metros, en acentos, en estrofas, combinaciones de diversa medida; incluso ensayos de versolibrismo, apenas insinuado; en fin, una extensísima gama de contribuciones que modificaron las formas más o menos estáticas y repetitivas que nos legara el romanticismo.

Todos estas contribuciones marcaron —hasta visualmente— los aportes modernistas. Pero, en cambio, se ha desconsiderado una verdad de a puño: la revolución y trascendencia mayor del modernismo se dio en la prosa.

Un año antes de que Darío pisara la Argentina, un cronista del diario La Nación, de Buenos Aires, don Mariano de Vedia, publicó la primera reseña que se hizo en el país de una obra dariana. Se refiere a Azul…, que para 1892 ya había tenido dos ediciones (1888 y 1890). En esa recensión el crítico destaca un hecho capital: la prosa del libro es superior y más innovadora que el verso de sus poemas. Es el primer señalamiento que se hace en la dirección que señalo.

Y cuando damos un paso atrás, y tomamos perspectivas, la precursión crítica de De Vedia, se ratifica y se muestra como una previsora lectura de lo adveniente. En efecto, la renovación en la prosa será de mayor latitud que la del verso porque ella supuso varios géneros: la narrativa —novela y cuento—, el poema en prosa, el ensayo, el teatro, la literatura egotista (diarios, autobiografías), todas las formas periodísticas, ficción y no ficción, para decirlo a la sajona.

En el campo periodístico cobra un relieve inusual el género crónica, que va a ser renovado por Darío. Rubén hizo la mano como cronista, según el mismo lo confiesa, robando oficio en las páginas que Martí y Paul Groussac —un francés radicado en la Argentina, dueño de una notable prosa vigilada— publicaban en «la sábana» de La Nación, de Buenos Aires.8 Pero, como varón talentoso, el hombre no fue epigonal, sino discipular, y supo renovar el género que asumió desde 1893 hasta su muerte, en las mismas páginas del diario de Bartolomé Mitre. En la crónica, Darío introdujo tres innovaciones destacables. En primer lugar, flexibilizó el estilo decantándolo de cierto tono oratorio que aún subsistía en Martí; incorporó a la lengua cronística registros lingüísticos varios. Por solo dar un ejemplo: incorporó lunfardismos en su decir, esto es «la jerga de la furca y la ganzúa», con una notable y personalísima capacidad de aclimatar en su prosa cualquier materia del más diverso origen, apueblándola con naturalidad. Así incluye «noches de farra» (a las que era afecto su «inquerida bohemia», la cursiva es mía) o llama al poeta Jean Richepin, «Píndaro atorrante», con acertada designación, para quien era nocherniego como el Arcipreste o los avechuchos de Minerva. O bien, expresiones del «cocoliche» (media lengua que funde materia del español y dialectal italiana), como cuando habla de Los amores de Giacumina, novelita que él prefería entre otras de más renombre rioplatense, por el delicioso juego lingüístico que suponía; o maneras expresivas gauchescas y populares de los distintos países de Hispanoamérica. Estos niveles se codean, sin brechas, con adjetivos requintados y frases espiritadas. Y así como supo allegar lo distante en callida iunctura lingüística, también lo hará, en un segundo rasgo propio en el manejo de la crónica, con la incorporación en lo temático de una notable diversidad de asuntos, pues dio al género una inusual hospitalidad de materia. Fue lingüística y temáticamente de gran porosidad y adecuación.

Una tercera contribución destacable en su calidad de cronista es que hibridizó el género: lo que comienza como un comentario bibliográfico, vira hacia el ensayo o hacia el cuento; una tesitura descriptiva, se inclina hacia lo lírico y se transpone en un poema en prosa o en una «fantasía», como entonces se decía; un apunte biográfico o anecdótico se enlaza con lo mítico… En esto debe vérselo también como un precursor de Borges.

Pese a los muchos intentos de agavillar sus obras completas, la tarea está aún lejos de cumplirse. Si bien en el campo de la poesía se ha recogido casi todo y quedan solo algunos textos huidizos al rodeo de la investigación, en el de la prosa estamos muy lejos de colectar todo lo disperso.9

El centón más firme y rico de la prosa dariana sigue siendo las páginas del diario argentino La Nación, donde Darío comenzó a publicar en febrero de 188910 y lo hizo por veintiséis años, ininterrumpidamente, hasta su última crónica: «Apuntaciones de hospital», escrita en Nueva York, desde el lecho de enfermo, en julio de 1915.11

Hace medio siglo, cuando era ayudante de cátedra de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de La Plata, trabajé intensamente la colección del gran diario argentino. Como premio al esfuerzo alcancé a publicar dos tomos de Escritos dispersos de Rubén Darío.12 Con ellos sumé 700 páginas desconocidas a las potenciales obras completas darianas. Quedó inédito —lo está aún parcialmente— un tercer tomo de aquel material.13

Las tres cuartas partes de sus libros en prosa reúnen el material publicado inicialmente en La Nación. Así es el caso de: Peregrinaciones, La caravana pasa, Tierras solares, España contemporánea, Letras, Todo al vuelo, Opiniones, La isla de oro, Historia de mis libros. Además, claro, de dos tercios de sus cuentos. A ello debemos sumarle Las repúblicas hispanoamericanas y Cabezas, obras que se integrarían con piezas publicadas en Mundial Magazine.14

Quedaron sin editar por su autor libros completos que recogí en los dos tomos dichos: El castellano de Víctor Hugo, Films de Paris, Articles de Paris, El mundo de los sueños, y vasta cantidad de crónicas sobre materia diversísima.

La producción prosada de Darío constituye una selva selvaggia para los investigadores, pues publicaba dos y tres veces muchos de sus trabajos, con cambios titulares, en diversas publicaciones periódicas.

Fue La Nación la que lo mandó como corresponsal a España y luego a París. Y la que le dio sustento económico en su vida. Fue su hogar de papel y el medio por el que difundió casi toda su prosa.15

La obra dariana ha tenido notable trascendencia porque no solo revolucionó la poesía y la prosa, sino la lengua misma. Hoy nos beneficiamos de sus contribuciones en plurales campos.

En la lírica, Darío inició su renovación en 1888 con Azul… Este libro primicial generó un «azulamiento», como dijo Roberto Payró, amigo del poeta, en la poesía del momento y una cascada de imitaciones lamentables y epigónicas de las que no se puede hacer responsable a Rubén. La epidemia arreció cuando apareció Prosas profanas (1897). Esta descendencia involuntaria se manifestó en parodias de las más diversas intenciones. Uno de los textos en que más se cebaron la caricatura y el pastiche fue la magnífica «Sinfonía en gris mayor», que motivó sinfonías en «color fresa de leche» o en «verde mayor». La viruela —en solfa o en serio— prendió en todos y todos «rubendarizaron». Y, como se convalidó dijera Benavente: «Bienaventurados vuestros discípulos porque de ellos serán vuestros defectos»; o lo de Oscar Wilde: «La caricatura es el homenaje que el mediocre rinde al genio».

Después de un agitado periplo centroamericano, estadounidense y europeo, recaló Darío en Buenos Aires, don-de permaneció por un lustro entre nosotros (1893-1898). El período porteño fue esencial para la consolidación poética de Darío. Encontró un haz sostenido de amigos que lo acompañaron y respaldaron, incluso, que pagaron las ediciones de sus dos obras porteñas —Los raros y Prosas profanas—, un ambiente de alta cultura artística, una variada gama de peñas, cenáculos y ateneos en los que rodeados de camaradas en las letras, de admiradores y discípulos halló eco y respaldo; vasta gama de revistas y periódicos de calidad en los que esparció sus prosas y sus versos. «Fui para mí magnífico refugio la República Argentina, en cuya capital, aunque llena de tráfagos comerciales, había una tradición intelectual y un medio muy favorable al desenvolvimiento de mis facultades artísticas», evocará en sus apuntes sobre Prosas profanas, en 1913. Con motivo del centenario del 25 de Mayo, creación del primer gobierno patrio, en 1910, Darío le destinó el entonado «Canto a la Argentina». Y hacia 1915, a poco de su muerte, confiesa que pensaba destinarle un libro a su país de adopción intelectual. Los Cantos de vida y esperanza están dedicados a sus dos patrias: la nativa Nicaragua y la cordial Argentina.

Los dos mayores poemarios de Darío son, sin lugar a dudas, Prosas profanas y otros poemas (Buenos Aires, 1897)16 y Cantos de vida y esperanza (Madrid, 1905). El primero de estos libros se instaló como un hito en la expresión lírica en lengua española. Desde el hallazgo del título, con su oxímoron, en que aproxima las «prosas» —secuencias litúrgicas en verso latino sobre temas religiosos, que cultivaron desde Tomás de Aquino a la monja Hildegarda—, y el adjetivo de «profanas», de predominante base carnal y erótica, instala su contraste con aquella materia.17

En 1896, Darío es dueño pleno de su instrumento. Ha traducido, imitado, estudiado, ensayado, pulido y trabajado hasta lograr una obra de innegable impronta personal. Ha alcanzado su sello a fuerza de depuración, selección, sentido artístico exquisito y arte combinatoria.

Las «Palabras preliminares» del poemario de 1897 dicen que quiere alejarse de toda actitud magistral («Soy el ser menos pedagógico de la tierra») y de toda posición de cabeza de movimiento («Yo no soy jefe de escuela»). No obstante, afirma principios que son básicos de la nueva estética: la individualidad creadora, el acratismo estético, la condena de lo vulgar, lo guarango y el rastacuerismo; cierto grado de turrieburnismo («La torre de marfil tentó mi anhelo»); etc. Abre formas de evasión frente al presente cartaginés y craso explorando ámbitos como la Grecia antigua, la Edad Media, la América precolombina, el Oriente y el siglo XVIII francés.

Lo curioso es que el libro dariano ha influido en la Argentina en los niveles más diversos, con notable poder de pregnancia. Para dar un solo ejemplo: su presencia en las letras de tango es paradójica. El más alquitarado de sus poemarios, Prosas profanas, haciéndose sitio en las canciones populares. Daré solo, de muestra, algunos ejemplos. En el más arrabalero de los poemarios lunfas, La crencha engrasada, de Carlos de la Púa, leemos:

Y ayer, en el Florida matutino,

que cantara Rubén en verso fino,

te campanié de nuevo embelesado.

En «La novia ausente», tango con letra de Enrique Cadícamo, con música de Guillermo Barbieri, nos habla de una pareja de novios que vaga en la tibieza de la noche. «Al raro conjuro / de noche y reseda / temblaron las hojas / del parque, también / y tú me pedías / que te recitara / esa “Sonatina” / que soñó Rubén».

Los ejemplos abundan. El más definido es, sin lugar a dudas, la «Sonatina», de Celedonio Flores, en que las cinco primeras estrofas se corresponden ecoicamente, en su adaptación al andurrial y al conventillo, con las iniciales del antologizado y recitado poema de Darío:

La bacana está triste, ¿qué tendrá la bacana?

Ha perdido la risa su carita de rana

y en sus ojos se nota yo no sé qué penar;

la bacana está sola en su silla sentada,

el fonógrafo calla y la viola colgada

aburrida parece de no verse tocar.

Puebla el patio el berrido de un pebete que llora,

Tiran bronca dos viejas y chamuya una lora,

mientras canta «Pagliacci» un vecino manghín.

La bacana no ríe, la bacana no siente,

la bacana parece que ha quedado inconsciente

con el mate ocupado por algún berretín.

¿Piensa acaso en el coso que la espera en la esquina?…18

Le hubiera sido grato al poeta de Nicaragua escuchar estas letras en boca de cantores de tango en cafetines porteños, o en la voz de recitadores de boliche esquinero, y ver cómo sus versos alabeados se trasmundaban de ámbito y atmósfera, manteniendo viva en esa aclimatación extraña su capacidad sugestiva.

Por los elementos señalados de distanciamiento del presente y exquisitez expresiva, se simplificó la complejidad de su poemario porteño reduciéndolo muchos críticos a meras versallerías, juegos banales y falta de hondura lírica. Bastaría para barrer con esta simplificación, la relectura de un texto del poemario, «El reino interior», donde el alma, como una princesa encerrada en una torre se debate en una psycomaquia esencial.

Todavía hoy sigue pesando un prejuicio sobre Prosas profanas: que es un libro exterior, sin raíz lírica, pura superficie; brillante, sí, pero sin hondura anímica. La contraposición con el confesionalismo de varios de los poemas de la obra siguiente, Cantos, agrava el cargo. Al definírsela como «poesía de cultura» se la distancia de un lirismo auténtico. Cierta impersonalidad y formalismo del libro ratificarían aquel juicio. Aceptar que este poemario no es obra de un lírico es un absurdo. Habría que suponer que la intensidad anímica del poeta fue puesta en suspensión, o entre paréntesis, durante el lustro en que compuso las piezas que lo componen, para retomarla pocos años después en una de las obras más notables de la lírica del siglo XX: los Cantos de vida y esperanza, profunda desnudez de un alma. La índole lírica sí puede ser velada, vestida, transpuesta en símbolos, pero siempre estará como sustrato espiritual nutriendo cada poema.

Esa raíz suya es la que se ha asomado en los planos más diversos de su expresión manteniendo su tensionado conflicto de carne y espíritu, de cuerpo y alma, de Carnaval y Cuaresma, como en los debates medievales.

La socorrida comparación contrastada entre las Prosas y los Cantos repetidamente iterada por crítica superficial, no advierte que son dos manifestaciones de la misma unidad interior conflictiva. Su espíritu se movió «entre la Catedral y las ruinas paganas» y en la antonimia permanente de «la carne que tienta con sus verdes racimos / y la muerte que aguarda con sus fúnebres ramos». Eros y Tánatos. Como lo ha demostrado Pedro Salinas en su libro La poesía de Rubén Darío, uno de los más hondos y certeros análisis que se han hecho de la poesía del nicaragüense.19

Si algo puede encarnar ambas tendencias convivientes en su ánimo es la imagen del cisne, que aparece con esplendidez visual y externa:

El olímpico cisne de nieve,

con el ágata rosa del pico,

pule el ala eucarística y breve

que abre al sol como un casto abanico.

Este poema, «Blasón», se incluye en las primeras páginas de sus Prosas, el mismo libro que se cierra con este verso cuestionante: «El cuello del gran cisne blanco que me interroga». Es decir que conviven en la misma imagen, según la perspectiva de la mirada, lo decorativo estético y lo inquietante existencial humano profundo.

Para los críticos que sobreponen su personal interpretación a los textos mismos, el poeta, en el texto inicial de Cantos, que empalma con las Prosas, les dirige una advertencia esclarecedora:

En mi jardín se vio una estatua bella;

se la juzgó mármol y era carne viva.

Un alma joven habitaba en ella:

sentimental, sensible, sensitiva.

La lírica de Darío es una expresión de sí, de su hondón espiritual, traspuesto en símbolos e imágenes que, por veces, parecen ajenos a esa realidad profunda. Si se quiere una semejanza contemporánea, es el mismo procedimiento que utiliza Borges cuando traspone preocupaciones anímicas y aun situaciones biográficas, a símbolos y mitos antiguos. Habla de sí por ellos, en el «Poema de los dones»:

De hambre y de sed (narra una historia griega)

muere un rey entre fuentes y jardines;

yo fatigo sin rumbo los confines

de esta alta y honda biblioteca ciega.

La magnífica hipálage del verso final esclarece cómo expresa su angustia personal de ciego frente a la rica materia libraría que le es vanamente ofrecida. «Voy a hablar de mí, a propósito del mito de Tántalo», puedo decir con variante de la sabida frase de Flaubert.

La potencia dariana es de alquimia poética: transformar la lágrima en cristal, como la ostra margaritana genera, a partir del grano de arena que la hiere, una perla magnífica.

Cierro con dos apuntes, uno amical y otro del propio lírico, un par de definiciones que cifran su modalidad profunda. «Nadie sintió el horror de la muerte con mayor angustia. Nadie amó la vida con amor más intenso. Y no fue feliz, porque nunca supo cómo se busca y cómo se encuentra la felicidad», dice de él, que bien lo conoció, Ricardo Jaimes Freyre.

Fue un alma hondamente religiosa, con dejos de superstición popular temerosa. «Para mi uso particular tengo a bien conservar una pequeña nave, una navicella, una parva navis, si no completamente católica, muy cristiana.

Eso sí: los remos son de marfil y las velas de púrpura», confiesa con simpática imagen reveladora. Este es Rubén, quien lo leyó, lo sabe.

NOTAS

1 Darío es el único autor hispanoamericano del siglo xix que Harold Bloom incluye en su tan meneado canon.

2 Lugones, Leopoldo, en el discurso pronunciado en el funeral cívico por Darío; recogido en Darío, Rubén, Páginas olvidadas. Ediciones Selectas América, Cuadernos Mensuales de Artes y Ciencias, Buenos Aires, a. III, nº 39, 1921, pp. I-VII.

3 Recuérdese el magnífico poema compuesto a la muerte de Darío, a quien llama «Jardinero de Hesperia»: «Que en esta lengua madre la clara historia quede. / Corazones de todas las Españas llorad. Rubén Darío ha muerto en Castilla del Oro».

4 En un artículo de una revista social porteña, El Hogar, en 1927, Amado Alonso usó por vez primera esta designación que hoy manejamos desde la Asociación de Academias: «las mejores mentes de la comunidad panhispánica». Américo Castro comenta los trabajos de Amado Alonso y retoma la designación: «En el fondo, todos reconocen que la lengua panhispánica, con su admirable riqueza y elástica soltura, es un instrumento maravilloso», apunta, en La peculiaridad lingüística rioplatense y se sentido histórico, Buenos Aires, Losada, 1945, p. 15.

5 Ob. cit., en n. 2, p. V.

6 Borges, Jorge Luis: «Mensaje en honor de Rubén Darío», al II Congreso Latinoamericano de Escritores, recogido en Estudios sobre Rubén Darío. Compilación y prólogo de Ernesto Mejía Sánchez. México, Fondo de Cultura Económica, 1968, p. 13.

7 Lugones, Leopoldo, ob. cit. en n. 2.

8 En efecto, abierto el diario sobre una mesa se expandía en sus dos alas por un metro y medio de superficie, de ahí la designación popular.

9 El esfuerzo mayor para la prosa sigue siendo, con todas sus imperfecciones, Obras completas. Madrid, Afrodisio Aguado, 5 tomos, 1950-1955. Para la poesía: Poesías completas, Madrid, Aguilar, 1967. El último intento de diseñar sus obras completas se dio en el congreso reunido en Managua por la Sociedad Internacional Rubén Darío, que presidia Mimi Hammer, del 10 al 15 de enero de 1993. De entre los seis proyectos presentados, el mío fue votado y elegido como el oficial de la Sociedad. Lamentablemente, razones económicas impidieron llevarlo adelante. V. Memorias. Simposio Internacional sobre las obras completas de Rubén Darío. Managua, Nicaragua, del 10 al 15 de 1993. Managua, Fundación Internacional Rubén Darío, 1993, 224 pp. V. el mío en pp. 59-100.

10 «Desde Valparaíso. Llegada de La Argentina y del Almirante Barroso. Recepción y festejos. Domeyko», en La Nación, Buenos Aires, 15 de febrero de 1899, p. 1.

11 La Nación, 15 de julio de 1915, p. 1.

12 Barcia, Pedro Luis. Escritos dispersos de Rubén Darío (Recogidos de periódicos de Buenos Aires). Estudio preliminar, recopilación y notas de Pedro Luis Barcia. «Advertencia» de Juan Carlos Ghiano. La Plata, unlp, Inst. de Lit. Arg. e Iberoamericana, tomo I, 1968; el tomo II se publicó en La Plata, UNLP, 1977. Restó inédito, el tomo III, 380 pp. En esa época no se disponía de microfilms de los tomazos, y uno debía espigar hoja por hoja, día por día, por meses, por años, en mesas de trabajo, con lenta manipulación.

13 Algo edité tardíamente: Barcia, Pedro Luis, Nuevos escritos dispersos de Darío referidos a la Argentina. Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 2007; separata del baal n° 291-292, mayo-agosto de 2007.

14 V. Darío, Rubén. Las repúblicas hispanoamericanas. Edición y estudio de Pedro Luis Barcia. Buenos Aires, Embajada de Nicaragua, Buenos Aires, 1997.

15 El año que viene, con motivo del sesquicentenario de su nacimiento, editaré Darío y «La Nación», con el detalle completo de cuanto publicó en el diario y un estudio sobre su epistolografía con las autoridades del periódico.

16 He demostrado, documentalmente, que el poemario salió no en 1896, sino en enero del año siguiente. V. Darío, Rubén. Prosas profanas y otros poemas (18961996). Edición, estudio y notas de Pedro Luis Barcia. Buenos Aires, Embajada de Nicaragua, 1996; el estudio preliminar, pp. 15-68.

17 En la misma línea del cruce se sucederá títulos como El misal rojo, de Lugones,

o las Misas herejes, de Evaristo Carriego. «Y tal es este libro, que amo intensamente y con delicadeza, no tanto como obra propia, sino porque a su aparición se asomó en nuestro continente toda una cordillera de poesía poblada de magníficos y jóvenes espíritus. Y nuestra alba se reflejó en el viejo solar.» V. Barcia, Pedro Luis, «Prosas profanas y otros poemas», en Darío, Rubén, Del símbolo a la realidad. Obra selecta. Madrid, rae y aale, 2016, pp. 337-375.

18 He rastreado las proyecciones en: Barcia, Pedro Luis, Rubén Darío entre el tango y el lunfardo. Managua, Nicaragua, 1997.

19 Salinas, Pedro, La poesía de Rubén Darío (Ensayo sobre el tema y los temas del poeta). Buenos Aires, Editorial Losada, 1948.

Catedrático Emérito de Literatura. Universidad de la Plata y Universidad Austral. Académico. Ex presidente de la Academia Argentina de Letras y de la Academia Nacional de Educación