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Escribo estas líneas en los días en torno al centenario de la Revolución Rusa, del golpe de Estado en Octubre, no la rebelión de febrero que derrocó al Zar y alumbró una débil República, mientras releo a Figes y Solzhenitsyn, y repaso La Revolución Rusa (Debate) del maestro Richard Pipes.

Este último inicia su opus magna sobre la cuestión afirmando que los hechos de Octubre constituyen el hecho histórico más relevante del siglo XX. Los factores que conducen a la caída del régimen zarista primero y la insurrección bolchevique después, son múltiples y han sido sometidos a minuciosos análisis.

Los desastres de la Guerra, el (relativo) atraso económico, y sobre todo la incapacidad del zar Nicolás II por dar continuidad a las reformas aperturistas que necesitaba Rusia para entrar con buen pie en el siglo XX, son algunos de los factores estructurales clave que favorecerán el colapso del régimen. A este se ha de sumar un factor igualmente importante, la Intelligentsia imprescindible para canalizar la energía de la rebelión, en potencia para la revolución. La gasolina de este movimiento será el marxismo, entonces visto como una nueva religión laica, que prometía igualdad y modernidad; el conductor Vladímir Ilich Uliánov, Lenin.

La gasolina de este movimiento será el marxismo

La victoria aliada en la Segunda Guerra mundial tuvo diversas causas, entre ellas (imprescindible) el factor Churchill. De manera similar, en signo negativo, es necesario hablar de un factor Lenin para entender el triunfo de la Revolución octubre.

¿Quién fue Lenin?

De joven, Lenin nunca mostró ningún interés en la política. Hijo de una familia acomodada del régimen, fue un joven frustrado y de escaso talento o brillantez que acabará convirtiéndose en el primer totalitario, título de la reciente biografía que le dedica el periodista y escritor Victor Sebestyen. En 1927, un contrariado Stefan Zweig -que luego también se hará una reflexión similar con Hitler-, se preguntaba cómo era posible que un personajillo desgarbado hubiera llegado tan lejos en sus propósitos políticos.

Fue Pipes, en The Unknown Lenin, el primero en desmontar el mito santurrón del personaje al que se presuponía un colmo de virtudes de todo tipo (el libro de Pipes es el primero realizado teniendo en cuenta las casi 10 millones de palabras de “Collected Works”). La cosa rusa, rezaba el vulgo oficial durante años, se había torcido con Stalin que había echado por el suelo el sueño arcádico de la dictadura del proletariado. Justo lo contrario es verdad. Stalin simplemente extiende el régimen de Terror implementado en primer lugar por Lenin.

Lenin fue tremendamente despótico, cínico, indiferente a la vida humana. Stalin, que fue un verdadero psicópata, directamente disfrutaba con el sufrimiento ajeno y se divertía atemorizando incluso a sus propios colaboradores próximos, muchos de los cuales acababan purgados antes o después. Lenin será el paladín del anti-liberalismo: poseído por un polilogismo (Mises dixit) fanático, para él las personas serán meros instrumentos para la consecución de sus objetivos políticos. La revolución será la nueva máxima por la cual se justificará cualquier cosa: el Terror, la violencia o la mentira al por mayor. Lenin será el inventor de la propaganda y el padre de la ‘post-verdad’. Su trayectoria política, corta por su repentina muerte, dará sobradas muestras de crueldad y, al mismo tiempo, una gran cobardía. Un Frank Underwood a la enésima potencia trufado con múltiples trazas de Robespierre. La conquista del poder a toda costa. ¿Libertad para qué?

Estas intenciones totalitarias nunca fueron del todo ocultas, aunque sí debidamente presentadas entre buenas intenciones. Laszek Kolakowski en Main Currents of Marxism” destaca palabras del propio Lenin en el Tercer Plenario de 1921: “Nunca prometimos libertad o democracia.” Ese mismo año, el régimen totalitario bolchevique, quizás la forma más perfecta de totalitarismo vista nunca sobre la Tierra, sofocaba sin piedad la revuelta en la base naval de Kronstadt. Lenin puso a 20.000 soldados a disposición de Trotsky con la breve indicación de “sin piedad”. Al día siguiente de la ocupación del Palacio de Invierno, Lenin prohibía la prensa libre; pocos días después, el 7 de diciembre de 1917, creaba la Cheka, la policía contra-revolucionaria que tenía que eliminar a todos los elementos contrarios al régimen, sentando las líneas maestras de esta nueva creencia laica que pasaba a ser el comunismo bolchevique. Unas maneras de hacer a las que hoy nos referimos con su nombre.

Las causas de Octubre

Las causas principales de la Revolución de febrero (como del escenario previo en 1905) fueron la guerra y la incapacidad de reforma del régimen, incapaz de adaptarse a los nuevos cambios socio-económicos. Estos eran motivos para la rebelión (léase hechos de febrero de 1917), que como identificó Schumpeter es algo que “sucede”, mientras que las revoluciones (que incluyen un relato político dirigido por unas élites) “se hacen”. La revolución rusa no se explica únicamente por la guerra y la inoperancia del régimen zarista, hay que añadir el ingrediente fundamental de la Intelligentsia, esa élite capaz de moldear el discurso, el lenguaje (Orwell lo describió para legos en 1984) y con ello también el pensamiento y las masas, con el objetivo no de reformar para bien el antiguo régimen –objetivo de la rebelión–, sino para alcanzar el poder político a toda costa. El a toda costa es literal. Ahí están las hambrunas, las torturas y matanzas sistemáticas, los campos de concentración y las deportaciones masivas.

En este escenario el factor Lenin resulta crucial. Nadie como él -con la excepción quizás de Stalin (pero estaríamos en la discusión de quién fue mejor Mozart o Beethoven)– personifica el arquetipo revolucionario de conquista al poder sin importar cuál sea el coste social, institucional o humano. Se enfoque jerárquico, autoritario e indiferente al sufrimiento humano, su desprecio a la democracia, su odio hacia cualquier elemento contrario a su postura, son elementos claves para entender el golpe de estado de Octubre (Noviembre en nuestro calendario), y la subsiguiente guerra civil y dura dictadura totalitaria que le seguirá en la figura de Stalin, un oscuro georgiano que simplemente intensificará el régimen de Terror iniciado por su predecesor Lenin. Lo que se consigue con violencia y miedo, se mantiene que mantener con violencia y miedo.

Tocqueville nos enseñó cómo las revoluciones sociales son la mejor manera de no cambiar nada; desde luego no para bien. Rusia paso del estado absolutista de los zares al estado totalitario de los bolcheviques. Ambos sistemas controlados por la voluntad de un solo hombre, con un agravante: en el segundo caso se impuso un Estado absoluto, total, lo que implicó la supresión de la Iglesia, la sociedad civil, la libertad de pensamiento, la prensa libre, o todo aquello que quedará fuera del propio límite del Estado. No hubo nada positivo ni glorioso en la Revolución rusa y estos días no hay nada que celebrar, sí mucho que recordar para no repetir jamás.

Luis Torras es economista y consultor, miembro del Instituto Mises Barcelona y del Claustro Senior de Cátedra China, y autor del libro "El despertar de China".