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Conocí a Antonio Fontán siendo yo chico. No sé si en los últimos cuarenta o los primeros cincuenta, en los jardines de la «profesorera» madrileña, hoy Complutense, donde, ganada ya su cátedra de Granada, solía visitar a su ilustre maestro y padrino mío de bautismo, José Vallejo. A través de este entrañable amigo de mi propia familia, tuve prontas noticias de él como espíritu docto en letras y leal en sus afectos. Vallejo, hombre muy crítico y algo adusto, admiraba los saberes de Fontán y apreciaba su amistad, y para mí, que de muy joven aprendía latines en la propia casa de mi padrino y conocía sus exigencias, eso era el mayor y mejor aval. Cuando Vallejo murió en 1959, la semblanza necrológica que trazó Fontán revelaba que le conocía y quería tanto como quienes éramos su verdadera familia. Hoy coincidimos ambos en el Consejo del ejemplar legado Vallejo de la Universidad de Sevilla.

Una década más adelante, al animar a un grupo de amigos a escribir una columna política bastante crítica, bajo la firma colectiva de «Juan Ruiz», acudimos confiados a Fontán, a la sazón director del diario Madrid, y en él encontramos la más cordial de las acogidas, gracias a la cual, entre 1969 y 1972 escribimos, casi, un artículo semanal.

La amistad con Fontán, así forjada, me llevó al incipiente grupo liberal de Joaquín Garrigues. Coincidí, más adelante, con él en UCD, en los fecundos trabajos constituyentes y en los frustrados intentos de regeneración del partido, fracasados en el Congreso de Mallorca y, desde 1984, en la Coalición Popular, aledaño de AP, después PP, donde Fontán, como tantos otros, nunca fue debidamente aprovechado.

Esta larga cronología de intermitentes encuentros, colaboraciones, diálogos e incluso discrepancias, siempre presididas por una amistad sincera, me autorizan, creo, a esbozar un retrato de Fontán. Quien ha sido maestro de filólogos, de generaciones de periodistas y de no pocos políticos, tendrá, sin duda, mejores y más fieles retratistas. Yo pinto tan sólo lo que vi: un romano de la Bética; procedente del orden ecuestre que se corresponde a lo que, a la altura de nuestro tiempo, Seco Serrano denomina «la espuma noble de la clase media»; intelectual dedicado a la cosa pública.

Decir que Fontán es un hombre docto en Humanidades resulta una obviedad. Lo es por razón de oficio como catedrático de Filología latina, que siempre se ha tomado muy en serio. Pero no basta cultivar las Humanidades ni ser autoridad en sus técnicas para que el espíritu del estudioso vibre al son de sus acordes. Quienes hemos tratado a Fontán, participado en consejos y tertulias dirigidas por él, compartido tareas, colaborado en comunes empresas, sabemos que las páginas del Humanismo romano1 no son sólo un exponente del buen conocimiento de la cultura latina, desde los grandes romanos a los modernos filólogos, sino toda una pauta de vida que explica mucho de la actitud de su autor. Si Fontán escribe y publica sus Memorias -algo que debería hacer-, el lector encontrara en Humanismo romano la clave.

Los romanos, dice Schulz, no se distanciaron de su historia hasta tenerla siempre como presente. Y si el orto de la gran filología moderna coincide con el apogeo del historicismo, tengo la impresión que los filólogos clásicos tienden a codearse con los autores cuyas obras estudian como con sus contemporáneos. Baste pensar en Savigny como autor de un Sistema de Derecho Romano actual, en cómo Mommsen fusionaba los avatares políticos de Roma con los de las Alemania de su tiempo o cómo Wilamowitz se creía el último de los griegos. No es casual que Fontán, en el bello prólogo a la edición popular de los cinco primeros libros de Tito Livio, afirme 2: «Roma no es una experiencia histórica cerrada que empieza y acaba […]. Livio, igual que sus coetáneos, […] estaba convencido de que Roma duraría para siempre. Y así ha sido». Por eso, en su vida, Fontán ha cultivado valores que él mismo considera fuste del «humanismo» y este término, deriva de «humanistas» que, como mostrara hace casi un siglo Reitzenstein, es una creación típicamente romana, cualesquiera que fueran sus raíces griegas.

Fue desde el principio y ha sido siempre un intelectual. Pero desde muy pronto también compaginó enseñanza universitaria y acción política. Mediante un periodismo comprometido primero como muestran, aun antes de la dirección del Madrid, sus tempranos artículos en Arbor y la decisiva contribución a la fundación de La Actualidad Española, Nuestro Tiempo y Europa Press, a juzgar por lo que en su momento supusieron; con la participación activa después en UCD; como -permítaseme esta licencia con la fórmula que las circunstancias de la realidad imponen- amicus amicorum principis, al final. ¿Acaso no recuerda Fontán cómo Cicerón consideraba que la más excelsa virtud consiste en el gobierno del Estado y la realización desde el poder, con hechos y no con palabras, de los programas que los filósofos se limitan a predicar? (Humanismo…, p. 63). Pero la actitud de nuestro amigo es más senequista que ciceroniana , tanto en el realismo de su programa político (vd. Humanismo…, pp. 64 y 143 ss) y Fontán insiste en el realismo de los antiguos (Humanismo…, pp. 28 ss. y 64 ss.), como en su fe, a mi juicio excesiva, en la capacidad de influir en el poder mediante el consejo. El consilium, recuerda Schulz, es un principio romano básico, tanto en el orden familiar como en el administrativo y constitucional; pero Nerón ante Séneca es el prototipo, siempre actual, del poderoso sordo ante la razón.

¿Para qué se ha ocupado Fontán de la política y, tempranamente apartado de su primera línea, sigue a los ochenta años preocupado por ella? Se lo he oído más de una vez. Nada menos que para contribuir a continuar la historia de España. ¿Es eso megalomanía?

No, es, simplemente, patriotismo. Fontán cree en la entidad política que España es, como fruto de un devenir histórico y cuyo tracto orgánico no debía ser interrumpido. Si ese devenir requiere hoy una Constitución democrática, nuestro amigo ha contribuido decisivamente a su génesis -no se olvide que es uno de sus cuatro refrendantes- y estabilidad. Pero la patria es anterior a la Constitución y ésta se encuentra a su servicio. De ahí la fidelidad de Fontán a la institución monárquica, que no sólo posibilitó el tránsito a la democracia, algo ya por todos reconocido, sino que enraiza esa democracia en la historia nacional. Ahora bien, precisamente frente a los modernos historiadores del llamado «patriotismo constitucional» (v.gr.Viroli), los autores latinos dan testimonio de que el amor a la patria es anterior a la Constitución política de la ciudad, cuyo admirado destino se proyecta a través de todo tipo de regímenes, buenos y malos…

La vida política española no ha sido en las últimas décadas un camino de rosas, propicio para el fácil cultivo de ciertos valores ajenos a la práctica rufianesca del navajeo. Pero Fontán, sin dejar de estar de una manera u otra presente en la escena pública durante más de treinta años, se ha mostrado imperturbablemente leal, tolerante, liberal, amable y valiente.

La lealtad es una virtud eminentemente romana. Fontán nos recuerda el relato de Polibio de la ejecución, por los propios romanos, del compatriota que traicionó la palabra dada al enemigo cartaginés de volver al suplicio una vez cumplida su misión ante el Senado (Humanismo…, p. 26) y los testimonios son múltiples, incluso entre los extranjeros. Así, el autor del cuarto Evangelio pone en boca del gobernador romano «lo escrito, escrito está». Pero si alguien ha sido leal en la política española, de forma gratuita y, a la vez, distante, a instituciones, partidos y dirigentes y, para sus. amigos, hasta excesivamente indulgente, ése es Fontán.

La tolerancia es también una virtud romana, harto rara en la Antigüedad, que procede, a mí modesto entender, de otras dos: el culto a la libertad y la humanidad. Son muchos los filólogos que han dedicado a ello doctas y brillante páginas y Fontán se hace eco al inicio de su libro, ya citado. Pero, además, las ha cultivado intensamente en su quehacer. Como ha demostrado C. Barrera, a él se debió la estrategia liberal del periódico Madrid y la táctica de incorporar, a través de artículos de firma, los más brillantes exponentes de la oposición democrática de entonces, del reformismo intrarrégimen y de una generación llamada, en gran medida, a protagonizar diez años después la transición.

Más adelante, en el Senado constituyente, fue un modelo de presidente integrador, en el que encontraron acogida todos los grupos y actitudes. La polémica Disposición Adicional Primera, cuya frustración produjo la abstención del nacionalismo vasco en la votación final y en el referéndum de aprobación de la Constitución, hubiera ido por mejor camino de haber prosperado en UCD la actitud de Fontán. Si todavía estamos pagando que no fuese así, la pervivencia del propio Senado, como he contado en ocasión anterior (Cf. en esta Revista, nº21, 1992, p. 54), debe mucho al entonces prestigioso y hábil presidente, algo que no sé si hemos pagado aún. Solamente si el Senado llega a encontrar, por su composición y funciones, un lugar adecuado en nuestro sistema constitucional, el buen hacer de Fontán en aquella ocasión tendrá el resultado merecido.

Fue esa actitud la que permitió al tercer gobierno Suárez recobrar en 1979 el diálogo con el nacionalismo vasco a través de un Fontán fugaz ministro de Administración Territorial y, de haber seguido sus tesis, el parto del Estatuto de Guernica hubiera sido más fácil y el Estado de las Autonomías más firme. Valga por todos el testimonio del nada complaciente Carlos Garaikoetxea3. Cuando nuestro amigo se entusiasma con la Hispania de san Isidoro de Sevilla constituida ya en reino, subraya la pluralidad interna de sus pueblos. El rey isidoriano es princeps populorum (vd. Humanismo…, p. 225).

Y todo ello con buena cara. Con un punto de socarronería bética, pero con permanente talante amable y componedor. Componer para integrar porque la historia de España a continuar requiere la participación de todos. Roma communis patria nostra est, dice Modestino en un texto conservado en el Digesto.

Estas virtudes romanas tienen una raíz común, tanto etimológica como ética. Virtus significa, primeramente, valor militar, lo propio del varón. Los romanos, hasta Justiniano incluso, como revelan los proemios de algunas de sus Constitutiones, estuvieron siempre orgullosos de ello. Y el hombre cordial y tolerante que es Fontán ha mostrado reiteradamente ser un hombre valiente. En el periodismo de oposición, en la lealtad discrepante dentro de UCD, en el retiro forzoso y activo dentro del dispendioso -de recursos humanos- centro derecha español; en su gallarda pertenencia al Opus Dei que, me consta, le ha cerrado muchas puertas tanto en la vida política como, en los últimos años, cuando la plenitud de su currículo le hacía acreedor a galardones académicos.

A esta valentía ha contribuido sin duda la independencia económica y social de Fontán. Independencia frente a la Universidad, para poder pedir, en 1953, la excedencia de su cátedra, ganada en 1949, y volver a desempeñarla después durante once años en el entonces Estudio General de Navarra. Independencia frente al periodismo, como profesión y como empresa, y frente a lo que entonces era el Ministerio de Información. A ello contribuyó muy mucho su misma condición universitaria. Independencia ante la política para la que vivió, pero de la que nunca tuvo que vivir. Este es, al decir de Weber, el rasgo característico de los honoratiores, egregia y rara especie en extinción a la que, sin duda, pertenece nuestro amigo. Pero, a la hora de acuñar esta categoría histórica o idealtipo, Weber tuvo que recurrir a la lengua de la ciudad, porque era propia de ciudadanos egregios.

Tales son las virtudes romanas de Antonio Fontán.

NOTAS
1· Cito por la edición de Planeta, Barcelona, 1974.
2· A. F, La Roma legendaria, Círculo de Lectores, Barcelona, 1999, p. 11.
3· Cfr. Carlos Garaikoetxea, Euskadi. La transición inacabada. Memorias políticas, Planeta, Barcelona 2002, p. 78

Académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas