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Los últimos gobiernos socialistas intentaron hasta dos veces llevar a cabo propuestas para cambiar la Ley de Reforma Universitaria (LRU), quedando en una de ellas a sólo una semana de ver ultimado su trámite legislativo. Ello ofreció al Partido Popular la oportunidad de defender ante el Congreso todo un completo texto alternativo. El regreso del PSOE a la oposición lo convirtió en inesperado príncipe azul, capaz incluso de despertar a una bella durmiente dulcemente aletargada desde 1982: la Conferencia de Rectores. El llamado Informe Bricall sirvió de obligada danza festiva. Tampoco han faltado iniciativas desde ámbitos autonómicos, sirva el catalán Informe Pascual como ejemplo.

DOS MODELOS EN JUEGO

Para entender esta nueva situación, en la que el segundo gobierno popular ha venido gestando su propia propuesta, puede resultar ilustrativo recordar cómo -admitido por tirios y troyanos que el gobierno de la universidad es manifiestamente mejorable- pueden entran en juego dos modelos de solución.

Según el primero, la Universidad seguiría siendo capaz de autogobernarse, como ya lo fue -sin verse embrollada por muchos novedosos problemas, artificialmente creados- en la década de los setenta; antes incluso de que -consumada la transición política- reconociera la Constitución su derecho a la autonomía. Buena parte de las deficiencias que se han venido produciendo se deberían a disfunciones torpemente generadas por la propia LRU. No en vano fue elaborada a espaldas de nuestra realidad universitaria, endosando fórmulas ajenas, no sólo a su contexto propio sino también al de los países de nuestro entorno.

El segundo modelo recupera, por el contrario, la vieja rutina de los que -por unas u otras razones- han venido aspirando a lo largo de decenios a dominar el gobierno académico para servirse de él: la Universidad sería algo demasiado serio para dejarlo en manos de los universitarios. Es preciso reconocer que el esfuerzo desplegado desde los mismos centros universitarios para prestar credibilidad a dicha hipótesis ha sido meritorio, pues se han explotado exhaustivamente todas las posibles corruptelas a las que la LRU daba generosamente vía libre.

AUTOGOBIERNO INDEFENSO

Es fácil vislumbrar que el primer modelo podrá tropezar con especiales dificultades a la hora de encontrar defensores dentro de la propia universidad. No faltará, en primer lugar, un claro complejo de culpabilidad tras el espectáculo brindado. Una plaga como la del atropello rutinario de los principios de mérito y capacidad en el acceso al profesorado, sacrificados a una endogamia localista, hubiera sido impensable sin el absurdo diseño de la LRU, que la hacía fácilmente previsible. No obstante, la incapacidad de los universitarios más rigurosos para no acabar picando en tan burdo cebo ha quedado también fuera de toda discusión.

Añádase a ello un segundo fenómeno: tras casi veinte años de LRU, se ha acabado con buena parte de la afición. Muchos universitarios válidos han decidido pasar olímpicamente del día a día universitario, vicisitudes de su gobierno incluidas. El mundo de la investigación, entre otros, les ha ofrecido un campo de juego más racional, gracias a un diseño ajeno en su mayor parte a las claves de la actual legalidad universitaria.

Al margen de los principios inspiradores de la LRU, las decisiones clave sobre proyectos de investigación se han mantenido alejadas de la presión de los grupos de fuerza localistas. Para bien o para mal, se ha conservado el arrojo preciso para constatar que hay quien lo hace mejor y quien lo hace menos bien. Baste recordar el contraste entre el café para todos aplicado a los complementos docentes -adjudicados con arreglos a las pautas de gobierno académico LRU- y los sexenios de investigación, resueltos por comités absolutamente ajenos a ellas. Si a los proyectos vinculados a programas europeos nos refiriéramos, las trapacerías localistas aparecerían ya como anécdotas más propias de una casa de muñecas que de la realidad cotidiana.

La otra cara de la moneda se ve representada en el ámbito universitario por el consolidado gremio de los que a lo largo de veinte años se han dedicado a tiempo completo a explorar los entresijos del sistema de gobierno LRU. Gracias a su dominio de tan apasionante deporte, han venido ocupando cargos académicos y han obtenido -para ellos o para sus allegados- las ventajas gremiales, modestas pero acumulables, a que tales puestos dan acceso. Pretender que veteranos claustrales, que llevan años negociando ventajosamente sus votos, defiendan ahora que el Claustro deje de ser el centro del gobierno universitario, sería incurrir en apología del suicidio. Extrañarse de que expertos en hacerse reelegir por dicho Claustro no admitan sistema mejor que ése para elegir al rector desafiaría la lógica más elemental.

Dentro de la universidad no faltarán, en fin, quienes admitan la necesidad de cambios, aunque cuestionen implícitamente urgencias de calendario. Muchos profesores en formación, aun reconociendo que la actual endogamia es una vergüenza nacional, preguntan cautelosamente cuándo se vislumbrará el momento en que pueda entrar en vigor la nueva ley, sin disimular sus expectativas de poder, y aún apuntarse al último tren.

DOS AUTONOMÍAS

En los márgenes de este panorama universitario, rebrota el intento de gobernar desde fuera a la universidad. Resulta tentador poder administrar políticamente sus capacidades discrecionales como pequeñas deidades remuneradoras: utilizando dotaciones presupuestarias para anticipar el juicio final, premiando a los buenos y castigando a los malos. En unos meses, Holanda (curioso asunto…) se nos ha convertido en la nueva tierra prometida. Los mentores del Informe Bricall, el tándem socialista Quintanilla-Michavila e incluso el mismo Informe Pascual parecen haber encontrado allí Eldorado de nuestra futura universidad.

Hasta la izquierda parece apuntarse a un neoliberalismo sin disimulo oportunista: hagamos -se ha propuesto- un Consejo de Administración (sic), a medias entre la universidad y la sociedad (?), que sea quien nombre al rector. No es extraño que los más entusiastas miembros de los bizarros Consejos Sociales sintonicen con la propuesta. Lástima que no suelan aprovechar para aportar un modesto argumento, que podría resultar decisivo: poner sobre la mesa qué han brindado, que ya no tuviera en estos veinte años, a su respectiva universidad -si es ésa su función -, o -si lo suyo es más bien el control – qué desmanes de sus gobernantes han logrado evitar.

No menos entusiasmo muestran por dicha propuesta algunas comunidades autónomas, recelosas siempre de un libre juego de la universidad, partiendo quizá del convencimiento de que la defensa de la autonomía bien entendida comienza por la de uno mismo. La consabida pregunta: ¿qué hay de lo mío?, se traduce así en la exploración de campos de juego, donde la discusión no sea ya hasta dónde condicionará la ley la autonomía de las universidades, sino qué les toca en el reparto -aun a costa de ella- a quienes gobiernan las comunidades autónomas. En contra de lo que suele creerse, los dos intentos del PSOE de modificar la LRU no tropezaron tanto con la actitud de determinados rectores diferenciales como con la de grupos políticos nacionalistas, que se preguntaban qué iba a ganar con todo ello su gobierno autonómico.

¿QUIÉN DEFENDIÓ LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA?

Que tal sea el cuadro no puede escandalizar a nadie, rebosa lógica por los cuatro costados. Tan absurdo sería, sin embargo, reformar la ley ignorando estas realidades, como hacerlo considerándose obligado a plegarse dócilmente a ellas.

Lo más llamativo de las propuestas aludidas es la displicencia -si no mero olvido- con que se trata a la autonomía universitaria, reconocida por nuestro Tribunal Constitucional, con rango de derecho fundamental. Recuérdese -ya que ninguno de los documentados proponentes se molesta en hacerlo- que la LRU fue en su día declarada inconstitucional por haberlo atropellado.

Querer convertir a los Consejos Sociales -o figuras similares- en el centro del nuevo modelo, cuando fueron precisamente las competencias que la LRU les otorgó las que motivaron tan duro dictamen, no deja de resultar vistoso. Y eso que la moribunda ley no pretendía, ni de lejos, que los citados Consejos eligieran al rector; se limitaba a convertirlos en última instancia precontenciosa de un proceso tan proclive al gremialismo como la posibilidad de que siete catedráticos, de variopintas áreas de investigación, pudieran anular el fallo de una comisión de cinco, todos ellos expertos en la disciplina cuya plaza andaba en juego.

No falta, sin embargo, motivo para obrar con tal displicencia hacia la autonomía universitaria. Nadie desde la Universidad movió un dedo para defender su autonomía cuando la LRU -como bien pronto fue juzgada- se propasó. Si el Tribunal Constitucional la amparó fue, si no por propia iniciativa, casi de rebote. Sólo instituciones vascas, en defensa de una autonomía bien diversa, se sintieron motivadas para cuestionar la LRU. Todo invita a pensar que tampoco ahora se generaría dentro de la universidad una movilización capaz de poner freno a atropellos de mayor cuantía.

Mantengamos, no obstante, la esperanza de que pueda triunfar el primer modelo: la universidad puede y debe autogobernarse, en ejercicio de esa autonomía que la propia Constitución le reconoce. Si lo viene haciendo mal es porque la normativa vigente la ha animado a ello hasta lo indecible. Bastaría una buena ley para que cambiara el escenario. El problema es que será preciso para ello contar con universitarios dispuestos a luchar por su autonomía. Los actuales expertos en los entresijos del gobierno académico llevan demasiados años entrenándose concienzudamente para otras batallas.

DISCRIMINACION
POR RAZÓN DE SEXO

VALORES, PRINCIPIOS Y NORMAS
EN LA JURISPRUDENCIA
CONSTITUCIONAL ESPAÑOLA

Andrés Ollero

Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales
Madrid, 1999.

Como afirma el ex presidente del Tri bunal Constitucional, Miguel Rodríguez-Piñero, en el prólogo, Andrés Ollero plantea en su obra Discriminación por razón de sexo, un diálogo crítico, pero constructivo, con la jurisprudencia constitucional, precisando algunos conceptos y proponiendo puntos de vista alternativos. Pero, sobre todo, el análisis de una completa serie de casos concretos le sirve al profesor Ollero para poner de relieve -brillantemente- las incoherencias de un planteamiento netamente positivista subyase en las sentencias de nuestro Tribunal Constitucional y en buena parte de la doctrina jurídica. Si se acepta que las normas son distintasde los principios y de los valores jurídicos, pero a la vez se identifica el derecho sólo con el que ha sido positivado (a través de le ecuación Derecho = positivo = norma = ley), entonces acabamos por no saber cuál es realmente la naturaleza de principios y valores, sobre todo cuando existe un interés desmedido por minusvalorar (e incluso eliminar) toda posible dimensión hermenéutica en el ámbito jurídico. Todas estas cuestiones se plantean en el libro a través del análisis del concepto de igualdad y su naturaleza, del que se investiga si se trata de un derecho, de una norma, de un principio o de un valor.

CARLOS VIDAL

Catedrático de Filosofía del Derecho, Universidad Rey Juan Carlos