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Es manifiesto que España no se encuentra en el mejor momento del tercio de siglo, largo ya, que ha transcurrido desde el restablecimiento de la democracia. Pero España ha superado trances más difíciles poniéndose a trabajar políticamente, como hace más de treinta años, cuando en dieciocho meses el país pasó del «régimen» anterior a la nueva y moderna monarquía,que muy pronto sería legalmente constitucional y parlamentaria. Aquel año y medio admiró a mucha gente en nuestro entorno internacional y a la opinión pública de todo el mundo.

La diferencia entre lo de entonces y lo de ahora consiste en que, en la actual crisis, gran parte de los problemas nos vienen de fuera y en no pocos casos somos sujetos pasivos que dependen de lo que ocurra en otros lugares a los que no llega nuestra voz. Pero eso se compensa con el hecho probado de que a estas alturas iniciales del siglo XXI España está en posesión de instituciones, de técnicas políticas y de una experiencia nacional e internacional de la que no disponía hace seis lustros.

Nuestros problemas de ahora no se reducen a la famosa crisis económica que agobia al mundo, y que quizá afecta más a España que a otras naciones con mayores reservas y una economía más diversificada.

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Además, el Estado español se halla actualmente todavía en un proceso político de tanto alcance como la distribución del poder de la gestión pública en el seno de lo que se suele llamar el «estado de las autonomías», lo cual no deja de causar desconcierto y distorsiones entre los proyectos y realizaciones de unas comunidades y otras, generando enfrentamientos e insolidaridad. En no pocas de esas ocasiones el Estado, a causa del reparto de ciertas competencias con algunas comunidades se ha visto privado de los medios legales para ejercer su autoridad, aunque ésta haya de ser más de coordinación que de arbitraje.

Las comunidades son las que son y se hallan dibujadas en el mapa, igual que las antiguas regiones del siglo XIX, y de ordinario coincidiendo con ellas. Pero los españoles por razones de familia, de trabajo o personales se trasladan de unas a otras según su conveniencia, sus gustos o sus intereses, y pueden encontrarse con que son distintos en algunas de ellas los currículos escolares, los impuestos y, en determinados casos, hasta la lengua.

El Estado y la Administración diseñados en la Constitución se leen de una manera u otra en diversos lugares de la nación, incluso cuando se trata de establecer una industria o gestionar una empresa agrícola. Esto, unido a las rivalidades regionales que esas imprecisiones y contradicciones fomentan,complica más que en otros países la operatividad de las medidas necesarias para hacer frente a la famosa crisis.

En casi todos los países de nuestro ámbito eurooccidental la crisis o recesión de ahora es, sobre todo, económica. Pero en España es también política y toca al funcionamiento de la estructura del Estado y a la mecánica del debate de los partidos. En nuestro Parlamento y en nuestras asambleas territoriales se habla más de los «partidos», del Gobierno, de la oposición o de las disputas entre ellos y sus respectivos portavoces que de «las cosas».En momentos de atonía o placidez pública eso podía ser aceptable e incluso normal. Pero, ahora, con la que está cayendo… (como se suele decir) los políticos, sus partidos y la generalidad de los ciudadanos habrían de convertir en lema personal y colectivo para encabezar sus programa el grito de Ortega: «¡Españoles, a las cosas!».

Es lo que hicieron en los ya lejanos años de 1976 y 1977 los políticos y sus partidos, a los que siguió con serena impaciencia y con esperanza la inmensa mayoría de los ciudadanos y la opinión pública. Fue un ejemplo para naciones en crisis, no sólo crisis económica sino crisis general o crisis histórica de ser o no ser lo que se debe ser.

En aquellos meses se establecieron tres acuerdos básicos: uno de dimensiones históricas, otro político e institucional y un tercero de carácter económico y social. El primero, que no hizo falta declarar explícitamente en un texto, fue la aceptación de la Monarquía, cuyas inequívocas actuaciones iniciales habían consolidado la adhesión de los monárquicos y se habían ganado la aceptación de los que eran o se decían republicanos, que de palabra y de hecho decían: si es así, sí. El segundo, consistió en confiar la gestión legislativa y política a un Parlamento democráticamente elegido y de indiscutida legalidad. El tercero se puede leer en el preámbulo de los llamados «Pactos de la Moncloa». En él se reconocen los «desequilibrios de la economía española en un ambiente económico internacional en que no se advierten signos de una pronta recuperación». ¿Verdad que parece que estas palabras hayan sido escritas a principios del año 2009?

Enfrentándose con la realidad de la situación nacional, los firmantes de los acuerdos de octubre del 77, tras afirmar su legitimidad política, fundada en el resultado de las elecciones generales de junio de ese mismo año, declaraban los propósitos que, desde sus respectivas filosofías políticas de las que no abdicaban, compartían los partidos o sus portavoces representados o reunidos en las sesiones y debates de la Moncloa en aquel mes de octubre.

«Los representantes del Gobierno y de los diversos partidos políticos con representación parlamentaria —-decía el documento-— manifiestan su unánime preocupación ante esta situación y su deseo de afrontar y resolver constructivamente esos problemas en un clima de cooperación responsable que contribuya a la consolidación de la democracia. Para ello convienen en la necesidad de llevar a cabo dos grupos de acciones: las dirigidas a equilibrar la economía con actuaciones a corto plazo y las encaminadas a la realización de importantes reformas que encaucen la economía y la sociedad española hacia un futuro de libertad y progreso».

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A las alturas actuales de la historia si se produjera un acuerdo global similar al de los «Pactos de la Moncloa», habría de ser acogido con general aprobación en muchos países como las repúblicas iberoamericanas, en las que la indiscutida y secular identidad nacional equivale a lo que en el caso singular de España, por razones históricas, en aquellos de la década setenta representaba la Corona. Y desde luego, entre nosotros, Gobierno y oposición empezarían a pensar en recuperar el espíritu de aquellos tiempos con acuerdos prácticos y efectivos, aunque como entonces eso trajera consigo treguas y aplazamientos —-e incluso renuncias-— de legítimos propósitos políticos, incluso programáticos, de todos y cada uno de los participantes en este nuevo, y temporalmente limitado, consenso.

A la presente legislatura, salvo imprevisibles acontecimientos, le quedan tres años de vida y no hay nación que resista sin desprestigio de la llamada clase política tres años de una gresca verbal continua, cuyos efectos pueden erosionar la estructura del Estado y la deseable convivencia de los ciudadanos en un clima de libertad, tolerancia y respeto. En otros periodos difíciles, que también los ha habido, la superficie de las aguas no llegó aestar tan encrespada. Y se pudieron sanar algunas heridas y restablecer la urbanidad.

España está viviendo una situación de emergencia estructural, económica y social en la que todos los esfuerzos que se hagan para salir de ella son indispensables y quizá no basten. Eso se puede hacer sin merma de las libertades personales y públicas, oyendo a los partidos, a los agentes socialesy a la opinión pública, dejando para otros momentos de mayor tranquilidad asuntos y proyectos que no son de urgente aplicación, salvo los que constituyan un compromiso internacional de Estado.

Hay unos problemas de estructura política de la nación que se derivan de las pretensiones maximalistas de algunos de los nuevos estatutos de autonomía: tanto entre los que están definitivamente aprobados como entre los que se hallan pendientes de recursos ante el Tribunal Constitucional o han sido modificados en su aplicación, aunque no en la letra de su texto, por discutibles acuerdos con el Gobierno de la nación. En otros casos sehan producido —-o amenazan con producirse—- enfrentamientos regionales, o se generan agravios comparativos que pueden poner en riesgo la unidad de mercado del Estado español con perjuicio de nuestras relaciones internacionales.

Pero, por importantes que sean -—que lo son—-, todos estos asuntos pueden esperar. Lo mismo ocurre con proyectos que anuncian algunos ministerios, como el de Sanidad y el llamado de Igualdad, e incluso el de Educación, que hieren la conciencia de millones de ciudadanos y generan divisiones sociales de muy difícil recomposición.

Ahora toda la acción política ha de concentrarse en el tratamiento de la crisis económica con sus repercusiones sociales, no sólo en el empleo sino en la producción, en la inmigración y en la cultura, reforzando la solidaridad nacional que asegure la unidad de mercado y la justa distribución de los recursos entre los pueblos y las comunidades de España.

En una democracia moderna, como la de España, la responsabilidad de la gestión política, administrativa y económica es del Parlamento, no sólo del Gobierno ni de las cúpulas de los partidos políticos. En situaciones de emergencia como la que nos ha deparado el momento presente, aunque estemos a las puertas de las elecciones europeas, se han de dejar para otros momentos los debates más calientes y que más dividen a regiones y ciudadanos, desde la distribución de las aguas hasta las grandes cuestiones de ética social, como la integración nacional de los inmigrantes, la educación, la familia, la vida y la muerte.

Es un despropósito de algunos departamentos del Gobierno tratar de «justificar» su más que discutible existencia saliendo, como decía Ortega de otros gabinetes y otras fechas, cada mañana el ministro con su rifle o su escopeta para ver si caza al vuelo algún faisán que llevar a imprimir a la gaceta. Así, desde luego, se enriquecería el inabarcable conjunto de las colecciones legislativas tan llenas de disposiciones superfluas que no interesan ni benefician a nadie. Como dejó escrito en frase lapidaria el historiador romano CornelioTácito: plurimae leges pessima republica (muchas leyes, mal gobierno). Y, ahora con diecisiete gacetas más, que pésimo, insufrible gobierno para una nación en crisis.

Fundador de Nueva Revista