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En un reciente ciclo de conferencias sobre «La Física en el siglo XXI», el Profesor Carlos Sánchez del Río hacía notar que durante el siglo XX se había explorado lo infinitamente pequeño -el mundo de las partículas- y lo infinitamente grande –el universo- y que para el siglo XXI se intentaría explorar lo infinitamente complejo.

Con toda seguridad también se explorará lo cotidiano, es decir lo imperfecto, que muchas veces es tan difícil de tratar como lo infinitamente complejo. No es de extrañar que la descripción de los sistemas perfectos haya alcanzado límites de precisión inimaginables: la teoría de la electrodinámica cuántica -capaz de predecir la interacción entre fotones y electrones con una precisión de una parte en 108- es la descripción más precisa que tenemos de uno de los aspectos del mundo físico, y es el paradigma para las otras teorías físicas. La electrodinámica cuántica trata con sistemas perfectos, basados en electrones y fotones que son perfectos.

No sucede lo mismo cuando tratamos de entender las propiedades mecánicas de los materiales. La resistencia y la ductilidad de los ocupan el sitio que les corresponde en la red cristalina -los perfectos- sino de las imperfecciones en la estructura, o dicho con más precisión, de aquellos átomos que ocupan los lugares extraños donde la estructura es imperfecta; los núcleos de las dislocaciones, el frente de las fisuras o las fronteras de grano. La clave para hacer óptimas las propiedades mecánicas de los materiales se basa en el conocimiento y en el control de estas imperfecciones.

Para este artículo, se han entresacado del discurso original del que procede dos aspectos en los que la presencia de las imperfecciones parece necesaria para poder entender y actuar sobre ellos: el comportamiento mecánico de los materiales -tema de especial predilección por parte del autor- y la evolución de las estructuras sociales, biológicas o cósmicas.

Las imperfecciones en el comportamiento mecánico de los materiales

Se espera de la ciencia de los materiales que sea capaz de guiarnos en la fabricación de materiales capaces de trabajar en condiciones extremas y que se comporten satisfactoriamente -y aun inteligentemente- durante el período de vida previsto: metales capaces de soportar la irradiación de los reactores nucleares, cerámicas que resistan las altas temperaturas en la reentrada a la atmósfera de los vehículos espaciales, polímeros para implantes que sean compatibles con los tejidos humanos, materiales que sean superconductores a temperatura ambiente, fibras ópticas de altísimo rendimiento y materiales para fabricar máquinas liliputienses destinadas a la nanotecnología. A la vista de estas demandas, ya no queda sitio para el procedimiento tradicional de «ensayo y error» o de «selección» que se ha utilizado hasta ahora. El científico que trabaja en el campo de la Ciencia de los Materiales debe conocer por qué los materiales se comportan de la forma en que lo hacen y, todavía más, debe ser capaz de diseñar materiales para que se comporten de la forma que él quiere. Debe conocer la estructura de los materiales y sus imperfecciones, porque ellas son las que determinan su microestructura y, a través de ella, sus propiedades macroscópicas.

En la década de 1930, con la llegada de la mecánica cuántica, quedó pavimentada la carretera que nos tenía que conducir hacía el conocimiento de los materiales basado en su estructura atómica y electrónica. Se había iniciado el gran programa de la física del estado sólido.

En algunos aspectos de este programa -por ejemplo en el estudio de la conductividad en los metales- fue posible desarrollar una teoría cuántica de los sólidos planteando y resolviendo, de forma aproximada, la ecuación de Schrödinger. En otros aspectos -la deformación y la fractura de los materiales, por ejemplo- la complejidad de la situación física se resistió a este planteamiento. La fractura y las propiedades plásticas de los sólidos no son consecuencia del valor medio del comportamiento de los átomos, sino del comportamiento excepcional de unos pocos átomos situados en imperfecciones de la red cristalina. Para resolver estos problemas ha sido preciso introducir conceptos intermedios, como el de los enlaces atómicos, y diseñar con ellos modelos de las imperfecciones, para soslayar las enormes dificultades matemáticas que se presentan al tratar de resolver la ecuación de Schrödinger. Las imperfecciones han sido necesarias para entender el comportamiento de los materiales y, también, para controlar sus propiedades.

Las imperfecciones en la deformación de los metales

No es una exageración decir que, entre todos los materiales de uso común, los metales son los que han tenido una mayor influencia en nuestro desarrollo tecnológico. La exclusiva combinación de una gran ductilidad y de una gran conductividad (eléctrica y térmica) junto con la facilidad de aleación, han situado a los metales en una posición sin competidores. Curiosamente, la ductilidad de los metales se debe a las imperfecciones. Un metal perfecto -si existiera probablemente sería tan poco maleable como una piedra.

En los años 30 se hicieron cálculos para estimar la fuerza necesaria para deformar plásticamente un metal, y el resultado fue que el metal debería deformarse elásticamente entre el 3 y el 10 % antes de plastificar. En la práctica, sin embargo, un cristal de un metal puro plastifica con una deformación de tan solo el 0,01 %. Esta discrepancia en más de tres órdenes de magnitud entre la resistencia ideal y la real tiene un gran interés, tanto práctico como teórico, y es debida a la existencia de imperfecciones.

Sir Nevill Mott comenta esta situación en sus Memorias y se extraña de que por aquellas fechas -habiendo descubierto el neutrón, dice- este fenómeno no se hubiera explicado. Fue en 1934 cuando E. Orowan, M. Polanyi y G. Taylor postularon la existencia de una imperfección en el cristal -la «dislocación»- que justificaba los resultados experimentales. Mott introdujo una analogía que se hizo famosa; decía que nos imagináramos que desplazar un plano de átomos sobre otro en un cristal perfecto era equivalente a arrastrar una pesada alfombra tirando de uno de sus lados. Pero, si la alfombra tuviera una arruga -una imperfección- a lo ancho podríamos desplazarla, una distancia equivalente a la arruga, sin más que darle una suave sacudida. La arruga es la dislocación: habríamos conseguido una deformación plástica -un desplazamiento permanente- con menos esfuerzo que cuando no estaba este defecto.

La presencia de dislocaciones en los metales explicaba la facilidad con que se pueden deformar y conformar. A las dislocaciones se les había atribuido propiedades, se hacían modelos con ellas y las predicciones concordaban bastante bien con los experimentos, pero pasaban los años y no se lograba verlas. Mott, en sus memorias, cuenta que Frank, que trabajaba con él, hizo una teoría de cómo podían influir en el crecimiento de los cristales. Comentaba que un día, en un seminario, Frank dijo que al crecer un cristal deberían observarse en su superficie unas marcas en forma de espiral. En aquel momento se produjo una gran excitación cuando alguien del auditorio dijo que justamente esto era lo que él había observado, y se levantó enseñando unas fotografías que lo probaban.

Aunque eso era otra prueba indirecta de la existencia de las dislocaciones, todavía nadie había conseguido ver estas imperfecciones y, menos aún, moverse por el cristal. Esta prueba llegó, finalmente, gracias al trabajo de Peter Hirsch -hoy, también Sir- y de sus colegas en la época en que Mott estaba en Cambridge. Un buen día, en 1956, Hirsch y sus colaboradores estaban observando muestras metálicas muy delgadas en un microscopio electrónico de transmisión cuando vieron unas líneas muy finas que se movían. A veces vibraban, ancladas entre dos impurezas, y otras se deslizaban por la muestra y desaparecían. Mott recuerda este instante porque uno de los colaboradores de Hirsch entró corriendo en su despacho y le dijo: «Profesor, venga y vea una dislocación moviéndose».

A Sir Nevill Mott le gustaba comentar esta anécdota y añadía que a bastantes estudiantes europeos -alemanes probablemente- les impresionaba la familiaridad con que el estudiante había irrumpido en su despacho. Y es que es difícil olvidarse de la primera vez que uno ve las dislocaciones moviéndose. A principios de los años 70 tuve la suerte de observarlas, por primera vez, en Cambridge, en el laboratorio de Sir Peter Hirsch, en un video que él mismo me mostró.

Para entender y controlar la deformación de los metales necesitamos las imperfecciones. Los tratamientos térmicos -que ahora empezamos a dominar pero que hasta hace poco tiempo eran más arte que técnica- en el fondo no son más que procedimientos para modificar las imperfecciones introduciendo, en algunos casos, otras imperfecciones.

Las imperfecciones en la rotura de los materiales

La resistencia a tracción es una propiedad importante de los materiales. Una gran parte de los accidentes estructurales se deben a roturas de componentes que trabajaban a tracción. Este tipo de accidentes no se limita a la ingeniería; desgraciadamente también es frecuente en biología y en medicina. En los países desarrollados, alrededor del uno por ciento de los fallecimientos se debe a la rotura de arterias en el cerebro. Aunque las arterias están tan bien diseñadas que pueden soportar 100.000 latidos por día, puede formarse una protuberancia -un aneurisma- en sus paredes que acabe rompiéndose.

Hasta hace pocos años, la resistencia, la cohesión y la fractura de los materiales eran temas que los científicos más académicos ignoraban o eludían. Los ingenieros, por el contrario, no tenían más remedio que tenerlos en cuenta si querían mantener en pie sus estructuras. Para ello se hacían numerosos ensayos de tracción con los materiales que iban a utilizarse, se trataban estadísticamente los resultados -porque casi siempre tenían mucha dispersión- y se acababa sacando una «tensión admisible», que utilizaban para proyectar junto con los «coeficientes de ignorancia». Era una forma de abordar el problema totalmente pragmática, porque hasta mediados de este siglo no surgió una teoría coherente de la fractura de los materiales.
Fue en la década de los cincuenta cuando la comunidad científica se dio cuenta de que la resistencia a tracción de un material no bastaba para predecir la carga de rotura de una estructura, y que hacía falta introducir una nueva propiedad -la tenacidad de fractura- que midiera la capacidad que tiene un material agrietado -con imperfecciones- para soportar cargas. Desde estas fechas, la mecánica de la fractura se ha utilizado con provecho; primero por parte de los ingenieros navales, después por los aeronáuticos, más tarde por los industriales -en particular en relación con las centrales nucleares- y, últimamente, por los ingenieros civiles, que, aparentemente, son los más conservadores.

La mecánica de la fractura tiene sus raíces en un trabajo seminal de Griffith, publicado en 1920 y que no tuvo resonancia. Este trabajo estaba basado en la existencia de imperfecciones en los materiales -imperfecciones que Griffith postuló, pero que tardó treinta años en verlas-. El artículo seminal de Griffith se publicó en la revista Philosophical Transactions de la Royal Society, en 1920, cuando él tenía 27 años. El trabajo no fue rechazado ni se pusieron objeciones por parte de los editores: fue publicado y simplemente ignorado, por lo menos durante una generación. El reconocimiento de la importancia de la mecánica de la fractura empezó a comienzos de los años cincuenta, cuando se utilizaron las ideas de Griffith para investigar la rotura de los fuselajes presurizados de tres aviones Comet que explotaron en vuelo.

Griffith eligió el vidrio para realizar sus clásicos experimentos porque es frágil y rompe en régimen elástico, y de esta forma evitaba las complicaciones de las roturas elastoplásticas de muchos metales. Con la ayuda de un colaborador, Lockspeiser -más tarde Sir Benjamin Lockspeiser- midió la energía superficial y el módulo de elasticidad del vidrio y dedujo que la tensión de rotura debería valer alrededor de 13.000 MPa. No obstante, cuando ensayó varillas de vidrio de 1 milímetro de diámetro midió valores de la carga de rotura alrededor de 170 MPa, cien veces menores de lo que había predicho.

Para explicar este fenómeno tendremos que recurrir -igual que antes- a las imperfecciones; pero sigamos con los experimentos.

No satisfecho con los resultados que había obtenido, Griffith ensayó varillas cada vez más finas y observó que a medida que disminuía el diámetro aumentaba la carga de rotura. Llegó a ensayar fibras de vidrio de centésimas de milímetro de diámetro y obtuvo valores de la carga de rotura de 3.400 MPa. No era el valor teórico, pero se estaba acercando: había multiplicado por 20 los primitivos valores. Extrapolando estos resultados para fibras más finas, obtuvo valores del orden de 10.000 MPa. Cuarenta años más tarde se consiguieron ensayar fibras monocristalinas -casi perfectas, de unas pocas mieras de diámetro- de varios metales, de alúmina y de vidrio, y se registraron los altísimos valores predichos por Griffith muchos años antes.

Las teorías de Griffith -basadas siempre en la presencia de imperfecciones- se apoyaban en razonamientos tensionales y energéticos. Los razonamientos basados en los conceptos de tensión fueron comprendidos y aceptados relativamente pronto por los ingenieros, pero los basados en argumentos energéticos -más fundamentales y de aplicación más general- chocaron con una resistencia emocional y fueron ignorados, o mal interpretados, durante mucho tiempo. Para justificar la disminución de la tensión de rotura con el aumento del tamaño de las probetas de vidrio, Griffith postuló la presencia de imperfecciones en forma de grietas. De nuevo, la situación es análoga a la de las dislocaciones y la deformación plástica. Como ya se ha comentado, se tardó más de veinte años en «ver» las dislocaciones postuladas por Orowan. El camino recorrido en busca de las fisuras también fue largo, pero, después de treinta años, apenas quedaban dudas de que la interpretación de Griffith para explicar la fractura -basada en las imperfecciones- era correcta. Para entender y controlar la rotura de los materiales necesitamos las imperfecciones.

Aunque el trabajo de Griffith en Faraborough sobre la resistencia del vidrio se llevaba a cabo con el consentimiento oficial, la verdad es que pocos de sus colegas o superiores entendieron o apreciaron sus resultados. No obstante, tanto él como Lockspeiser estuvieron trabajando varios años con mucho entusiasmo. Por desgracia, una tarde Lockspeiser olvidó cerrar un mechero de gas -de los que usaban para fundir el vidrio- y por la noche se declaró un incendio en el laboratorio. Después de una investigación, se les dijo a los dos que no perdieran más tiempo jugando con el vidrio, y fueron transferidos al departamento de motores.

A continuación se trata de reflexionar sobre la contribución de las imperfecciones en la formación y evolución de distintas estructuras: desde las más próximas a nosotros, las sociales, hasta las más distantes, la estructura del universo, pasando por las estructuras de los seres vivos.

Las imperfecciones en la evolución

Las estructuras sociales, biológicas o cósmicas que podemos detectar en cierto momento dependen de su historia. Estas estructuras son la consecuencia de asociaciones e interacciones entre imperfecciones previas y constituyen también el marco dentro del que se generarán las imperfecciones que darán lugar a las estructuras del futuro.

Veremos que dentro de las estructuras sociales, los ideólogos equivalen a imperfecciones en contra del orden establecido; que los procesos evolutivos que transformaron a los primitivos antropoides en el homo sapiens se debieron a imperfecciones en el cerebro de aquellos; y que si el lector, en estos instantes, está leyendo este artículo es debido a ciertas imperfecciones que estuvieron presentes antes de que el universo tuviera una vida de una billonésima de billonésima de segundo.

Las imperfecciones en la evolución de un sistema social

Se puede observar un fascinante paralelismo entre las complejidades de los materiales reales -formados por agregados imperfectos- y el conjunto de ideas y gente -también una trabazón de imperfecciones- que son la esencia de la sociedad. Los principios que rigen la formación, unión y transformación de las estructuras, tanto en los materiales como en la mente humana, son los mismos, y la misma metáfora puede servir para visualizar un fenómeno físico, biológico o sociológico, incluido el arte.

La evolución de un sistema complejo -tanto si es una aleación como si se trata de un sistema social-, pasa por tres etapas; un período de nucleación donde las imperfecciones son imprescindibles, otro de crecimiento y, finalmente, uno de madurez.

El período de nucleación empieza lentamente, casi de forma balbuceante, en lugares que dependen mucho de las circunstancias locales, porque los núcleos -o las semillas- son necesariamente imperfecciones en la estructura existente -o en la ortodoxia vigente-.

La evolución de los núcleos es impredecible, porque dependen de las fluctuaciones del sistema. Solamente podría saberla la hechicera de Macbeth, a quien Banquo decía: «si tú puedes mirar dentro de las semillas del tiempo y decirme qué granos crecerán y cuáles no, entonces háblame». En la evolución de un sistema social, la semilla es el trabajo innovador de un ideólogo -que es una imperfección, algo en contra del orden establecido-. En la etapa de nucleación, las ideas nuevas suelen ser difíciles de aceptar, al igual que el inicio de una nueva fase dentro de otra preexistente. Un cambio de fase es análogo a una revolución política –en ella no se destruye a todos los individuos sino que se reestructura a la mayoría de forma que interaccionen de otra manera-. Al principio cuesta distinguir las ideas nuevas de otras sugerencias, imaginativas o disparatadas, que rápidamente se abandonan, incluso en las mentes de los ideólogos. No es infrecuente que una idea que fue rechazada al ser propuesta por vez primera, resulte aceptada y viable si han cambiado las condiciones ambientales. Esto mismo sucede con las estructuras de los materiales. Este panorama de cambios estructurales sugiere que la lógica de la ciencia puede ser poco lógica en las etapas iniciales.

En la etapa de crecimiento, el cambio solo progresa en una dirección y la gente que se encuentra en la frontera no suele tener dudas al elegir entre lo antiguo y lo nuevo.

En la etapa final, cuando la nueva estructura ha reemplazado prácticamente a la antigua, llega el período de madurez, de ajuste fino como respuesta a pequeños cambios energéticos. Las preferencias personales empiezan a modificar la ideología dominante, demasiado simplista quizá. Aparecen escuelas de artistas de segunda fila que tratan de refinar la obra del creador. Se forman localmente fases secundarias estables por segregación de átomos «impuros» y por la disgregación de pequeños grupos procedentes de la antigua y dominante matriz. El sistema se mueve lentamente hacia una madurez estable, que solo se convulsionará de nuevo si alguien, desde el exterior, cambia las condiciones de contorno y si las imperfecciones están presentes.

Las imperfecciones en la evolución biológica y técnica

Los procesos evolutivos que transformaron a los descendientes de Lucy -un homínido antepasado nuestro, de sexo femenino, de un metro cincuenta de altura y con el cráneo del tamaño de un coco- en el homo sapiens se debieron a las imperfecciones en su cerebro.

El aumento progresivo del volumen del cerebro y el incremento, más espectacular aún, de sus capacidades intelectuales, fueron los resultados de un proceso evolutivo activado por las imperfecciones. De este proceso se salvaron otros compañeros de viaje, infinitamente más numerosos, que nos precedieron hace centenares de millones de años y que probablemente nos sobrevivirán: los insectos. Los insectos que pueblan hoy en día la superficie del planeta no se distinguen -en los aspectos básicos- de sus remotos antepasados que vivieron hace 600 millones de años. Su cerebro, del tamaño de la cabeza de un alfiler, ha demostrado ser tan idóneo para resolver los problemas ambientales y para evadirse del acecho de los depredadores, que no se prestó al caprichoso juego de las mutaciones. Debe su estancamiento evolutivo a la perfección del modelo primordial.

Veamos otro ejemplo, basado en la creatividad humana. Cuando se produce un ingenio mecánico, simple y casi perfecto, éste apenas evoluciona. Si el ingenio es más tosco e imperfecto, se presta a ser reestructurado y a evolucionar.

La bicicleta es un medio de locomoción simple y eficaz, formado por dos ruedas conectadas por un sistema de transmisión y accionado por energía muscular. Ideado hacia la mitad del siglo pasado, ha resultado tan adecuado para la función que debía cumplir que apenas ha necesitado modificaciones durante el siglo y medio que ha transcurrido desde su invención. Ni siquiera la moderna bicicleta de Indurain difiere en sus aspectos básicos.

Muy diferente ha sido la evolución del ingenio mecánico inventado en 1769. Se trataba de un primitivo coche de tres ruedas accionado por un motor. Este ingenio -lleno de imperfecciones-, experimentó con el paso del tiempo sustanciales modificaciones hasta llegar al vehículo actual, al que, sin duda, también le espera una intensa evolución, si se pretende conseguir un medio de transporte rápido y más seguro.

La analogía entre las etapas evolutivas de la bicicleta y del coche -y la del cerebro de los insectos y el de los vertebrados- se basa en un rasgo común a las formas vivientes y a los aparatos mecánicos: que tanto las máquinas imperfectas como el imperfecto cerebro del primer vertebrado se han prestado al juego de la selección. Las imperfecciones han sido necesarias para poder evolucionar.

Las imperfecciones en la evolución cósmica

Los cosmólogos han recurrido a las imperfecciones para explicar el universo visible. Hace diez mil, o veinte mil millones de años, se inició nuestro universo con una titánica explosión: el Big Bang. En estos días se está revisando esta fecha a partir de los nuevos datos aportados por el telescopio espacial Hubble.

Muy pronto se le plantearon dos problemas al modelo del Big Bang: El primero es la desproporción detectada entre el número de fotones y el de nucleones -alrededor de mil millones de fotones por cada nucleón-. No parece que haya ninguna razón para que una partícula fuera especialmente favorecida, porque exista una especie de «democracia cósmica» entre ellas, en particular a muy altas energías. Podrían esperarse pequeñas variaciones, entre uno o dos órdenes de magnitud, pero un factor de 109 está pidiendo a gritos una explicación.

El segundo problema proviene de que el universo conocido parece que está formado exclusivamente por materia ordinaria –nucleones y electrones-, y no por antimateria -en forma de antinucleones y positrones-. El fallo de la «democracia cósmica» está mucho más acusado aquí que en el problema anterior. La física, tal como la entendemos, requiere una igualdad entre partículas y antipartículas en el momento de crearlas: ¿dónde han ido a parar las antipartículas?

Estos dos problemas pueden explicarse teniendo en cuenta la presencia de imperfecciones en los primeros instantes del universo, o, dicho con términos más técnicos, la «arbitrariedad» en la rotura espontánea de la simetría.

Según las teorías de «la gran unificación», las partículas responsables de las leyes físicas que regían el universo entre los primeros 10-43 segundos y los segundos eran las llamadas partículas x y sus antipartículas x 10-36. La ausencia de antimateria -de descendientes de las antipartículas x – y la abrumadora desproporción entre fotones y nucleones se puede explicar si se tiene en cuenta la presencia de imperfecciones en las distintas formas de desintegración de dichas partículas.

La ciencia de los materiales nos brinda una analogía para esta situación. Al romperse la simetría de revolución durante la cristalización de un líquido, se pueden formar muchísimas estructuras policristalinas. El tamaño y la distribución de los distintos cristales depende de la cantidad y distribución de las imperfecciones existentes en el momento de la cristalización. Esta analogía se puede extender a la rotura de las simetrías que observan los físicos teóricos y que se acaban de comentar.

La anécdota del asno de Buridan refleja muy bien esta situación: Jean Buridan fue rector de la Universidad de París, en los comienzos del siglo XIV. A este profesor se le ha atribuido una vida azarosa, bastante alejada de la que puedan llevar nuestros actuales rectores (fue amante de dos reinas francesas, Doña Juana de Navarra y Margarita de Borgoña). La historia de su asno, proverbialmente hambriento, consiste en que cierta vez se encontró justo entre dos suculentos montones de heno y, como era un asno, se murió de hambre: su situación -al ser totalmente simétrica- no le permitió decidirse por un montón o por el otro. Podemos estar seguros que un asno real, en vez de este asno filósofo, habría sucumbido a pequeñas imperfecciones -de en un montón o del otro- que le habrían motivado a romper la simetría. Esta es la arbitrariedad que se encuentra siempre en la rotura espontánea de la simetría, pero que puede resolverse si se conocen las imperfecciones existentes. (Por cierto: parece ser que esta historia no se encuentra entre los textos de Buridan; se cree que fue inventada por sus enemigos para desacreditarle.)

En estos últimos años, los cosmólogos han introducido la idea de que pueden existir muchos universos. De ser así, el universo en el que vivimos -que parece hecho a nuestra medida, como proclaman los defensores del principio antrópico- dejaría de ser un concepto central, al igual que lo era la tierra en la cosmología de Tolomeo, y nosotros seríamos unos habitantes de uno de los muchísimos universos.

Pero, curiosamente, su naturaleza única es una consecuencia de cómo se han roto las simetrías, o, dicho de otra forma, de las imperfecciones presentes en aquellos momentos. Estamos aquí, y lo estamos de esta forma, gracias a unas determinadas imperfecciones. La naturaleza de los distintos mundos que se han generado – a medida que se han ido rompiendo las simetrías después del Big Bang-, ha dependido de las imperfecciones que se han encontrado.

Si hubiera un gran número de universos, posiblemente alguno sería parecido al nuestro y, aunque no exactamente igual, tendría leyes físicas parecidas. Pero otros serían radicalmente distintos del nuestro, con unas leyes y un comportamiento difíciles de imaginar.

Si el número de universos fuera infinito, podría haber universos idénticos al nuestro -si es que tiene sentido hablar de cosas iguales cuando los universos están causalmente desconectados-. Habría universos con una revista igual que ésta y con un artículo igual al que el lector tiene en sus manos en este momento. También tendría las mismas imperfecciones, y, como se ha comentado, entre ellas unas serían necesarias para compensar otras.*

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* Extracto del discurso de ingreso del autor en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, celebrado el 23 de noviembre de 1994, pronunciado bajo el título «Sobre la necesidad de las imperfecciones».

Ingeniero y físico español. Profesor universitario de de Ciencia de los materiales de la Universidad Politécnica de Madrid