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Hace algunos años tuve ocasión de pronunciar una conferencia sobre literatura hispanoamericana en el Instituto Finlandés de París. En medio del duro invierno parisino y refugiados en la sede cultural de un país escandinavo, la persona que me presentaba se sintió en la obligación de hacer una glosa del clima tropical que mis palabras iban a traer a los pocos y ateridos espectadores que allí se habían citado. Llegado mi turno, no recordé entonces que Buenos Aires es la capital del mundo más cercana a la Antártida ni que ciertos supervivientes de un célebre accidente aéreo en los Andes hubieron de comerse los unos a los otros para no perecer de hambre y frío. Para muchos europeos la imagen algo borrosa de Hispanoamérica se identifica con paraísos más o menos exóticos, selvas fabulosas o cordilleras interminables donde habitan remotas poblaciones de indígenas. Sin ser falso del todo, el estereotipo choca con la realidad. Hoy en día, antes que un inmenso continente de naturaleza indómita, el avión que llegue a esas latitudes mostrará al viajero unos gigantescos conglomerados urbanos de una extensión casi infinita.

Hablar de Hispanoamérica es hablar, sobre todo, de esas ciudades que fundaron los primeros españoles, sin menoscabo de las aventuras vividas por los Núñez de Balboa, Orellana o Cabeza de Vaca. El poblador se asentó en núcleos urbanos y desde allí trazó los destinos de unas tierras colonizadas muchas veces a medias. Desde el descubrimiento, las ciudades constituyeron, cada una de ellas desde su área de acción, los centros rectores de la vida rural. Desde ellas se dictaron leyes, se excomulgaron rebeldes y se organizaron expediciones. Contra ellas marcharon las pocas rebeliones indígenas que conoció la dominación española. En ellas se levantaron monumentos y catedrales, se organizaron fiestas al hispánico modo y se escribió literatura. Y, por cierto, fue inevitable el encuentro de las bellas letras con la ciudad americana, ya que es muy probable que casi toda la literatura occidental se haya generado en el medio urbano, incluso cuando se ha dedicado a alabar la vida retirada de las aldeas. En las ciudades medievales nacieron los primeros intelectuales europeos, clérigos y amanuenses que, con el paso de los siglos, muy transformados, menos escolásticos e imbuidos de fervor misionero, cruzaron el Atlántico y empezaron a dar fe de los primores del Nuevo Mundo.

Una palabra recorre sin cesar las crónicas del descubrimiento: maravilla. Maravilla los pájaros, maravilla la floresta, maravilla el clima benigno y luminoso. Pero lo que también maravilló a los primeros españoles no sólo fue la naturaleza exuberante, sino también el paisaje humano y urbano. Bernal Díaz del Castillo, en una bellísima anécdota, reconoce que ante la primera vista de Tenochtitlán, la capital azteca: «Todos nos quedamos asombrados y dijimos que esas tierras, templos y lagos se parecían a los encantamientos de que habla el Amadís». No era para menos. Cuando en Europa el área metropolitana de París tenía trece kilómetros cuadrados, en América la ciudad de Moctezuma llegaba a los cien contando con la prodigiosa laguna sobre la que estaba construida. Tanta maravilla no podía, por desgracia, perdurar ni siquiera como recuerdo y el nuevo poder se encargó de destruir sus huellas al cegar las aguas que rodeaban a la ciudad indígena. Había que fundar un nuevo imperio con una radical revolución en las costumbres, en la religión, en el orden político. Y eso suponía la erección de una nueva urbe: México, futura capital del virreinato de Nueva España.

Así pues, en el caso de América, las ciudades impulsaron la expansión española. Sólo desde ellas se habían echado los cimientos de los imperios europeos. Primero fue Roma. Luego vinieron las ciudades medievales, desde donde se concibieron las cruzadas, o aquellas otras que fomentaron el comercio mediterráneo: Venecia, Génova, Valencia. Desde el norte, Bremen se vincula a la Liga Hanseática. Por último, ya en los siglos x v y xvi, Lisboa y Sevilla son principio y destino de los nuevos descubrimientos.

Por eso las fundaciones en América se hacen desde una perspectiva europea. Los pioneros pondrán los cimientos con la vista puesta en la metrópoli. A l principio se tratará de ciudades fortines. Hernán Cortés cuenta en sus Cartas de Relación que lo primero que hizo al llegar a la futura Veracruz fue construir un fuerte. Las murallas protegen vidas y un modo de vida: el de los españoles que intentan conservar costumbres propias en suelo extraño frente a las amenazas externas: los indios. Algunas ciudades-fortín fracasan. Buenos Aires, fundada en 1536, debe ser abandonada a causa del hambre y los continuos ataques de los indígenas. U n romance temprano, el de Luis de Miranda de 1554, refiere en versos desmañados las penurias de los conquistadores, aislados y forzados a comerse los unos a los otros para sobrevivir en una Buenos Aires que es llamada «ingrata»:

El estiércol y las heces,

que algunos no digerían,

muchos tristes lo comían

que era espanto.

Allegó la cosa a tanto

que, como en Jerusalén,

la carne del hombre

también la comieron.

Las cosas que allí se vieron

no se ha visto en escritura:

comer la propia asadura

de su hermano.

Pero, en la mayor parte de los casos, la implantación española prospera. Muchos fortines costeros se convierten en fortalezas portuarias desde las que se enlaza con la Península: San Juan de Puerto Rico o Cartagena de Indias; otras ciudades nacen en medio de caminos estratégicos:

Puebla, Salta o Tucumán; y las capitales se levantan sobre las ruinas de los vencidos (México) o son de nueva planta (Lima). Las zonas mineras concentran grandes núcleos urbanos (Potosí, Guanajuato o Villa Rica) y, por último, algunas pocas conservan algo del trazado indígena: la espléndida Cuzco.

«América no era otra cosa que el ideal de Europa. En el Nuevo Mundo sólo quería verse lo que se había deseado que fuera Europa», escribe Leopoldo Zea. Y con palabras más rotundas aún, lo declara Octavio Paz: «Somos un capítulo de las utopías europeas». Por eso las ciudades hispanoamericanas se construyen de acuerdo a cánones relacionados con los modelos renacentistas de la ciudad ideal y se procura darles toda la solemnidad jurídica y religiosa. Primero, el conquistador arranca un puñado de hierba, da tres golpes en el suelo y reta a quien se oponga a la fundación en el lugar señalado. Puede, asimismo, celebrarse una misa de acción de gracias, como sucede en la fundación de Santa Fe de Bogotá, a cargo de Jiménez de Quesada. Luego se redacta un acta de fundación con escribano y testigos. El futuro trazado urbano sigue una disposición de cuadrícula, de acuerdo con los dictámenes de Vitrubio, y en el centro mismo de la ciudad se alzan la catedral y el cabildo, representantes de dos poderes fundamentales: el eclesiástico y el civil.

Con el paso del tiempo y la consolidación del poder colonial, las grandes capitales de los dos virreinatos, Lima y México, empiezan a emular a la corte española en lujo y ostentación. Bernardo de Balbuena escribe en su Grandeza mexicana un elogio a la capital del virreinato de Nueva España. En la octava inicial se comprendía todo el argumento del poema:

De la famosa México, el asiento,

origen y grandeza de edificios,

caballos, calles, trato, cumplimiento,

letras, virtudes, variedad de oficios,

regalos, ocasiones de contento,

primavera inmortal y sus indicios,

gobierno ilustre, religión y estado,

todo este discurso está cifrado.

A Balbuena poco o nada le interesa contar acerca de la conquista, un hecho sucedido hace ochenta años. Ya existían suficientes crónicas y epopeyas sobre un asunto que, por lo demás, pertenecía a la historia. Este largo poema épico sólo se comprende desde la mirada sincera de un hombre culto que juzga una ciudad que le entrega un mundo rico y engrandecido frente a las estrecheces del campo, [[wysiwyg_imageupload:1451:height=187,width=200]]inculto y rudo. En efecto, Balbuena había vivido antes en Culiacán y en San Pedro Lagunillas, lugares carentes de atractivos culturales, y su estancia posterior en la Ciudad de M é x i c o supuso para él un gran alivio. Con exageración barroca el poeta califica a la capital como «centro de perfección, del mundo el quicio» y a la par que describe sus encantos, no deja de reparar en la humanidad que hormiguea por sus calles, atraída tanto por el afán de lucro como por los primores de sus jardines, plazas y paseos. Naturalmente esta imagen arcádica habría que contrapesarla con la que ofrece la vena satírica colonial, que, inspirada en Quevedo, emprende una dura recusación de la vida urbana en México y Lima durante los siglos xvii y xviii. Así, desde Perú, Juan del Valle y Caviedes pinta una extensa galería de tipos limeños por donde desfilan el médico incapaz, la alcahueta sinvergüenza, el falso poeta, la beata, el adulador o el hipócrita. En torno a las dos capitales bulle una vida artística y cultural de gusto barroco, como barroca es la sociedad que se nutre de ella. Balbuena, siempre idealista, asegura que «sólo el furioso dios de las batallas / aquí no influye, ni la paz sabrosa / cuelga de baluartes ni murallas». Ciertamente, la administración española consigue un régimen de extraña estabilidad. Españoles, criollos, mestizos, indios y negros, por este orden, componen una pirámide rígidamente estamentada.

O quizá no tan rígida como quisiéramos pensar. La clase alta tolera de vez en cuando algunos elementos de los escalafones más bajos. U n ángel con maracas aparece en un retablo de las iglesias jesuíticas del Paraguay. Comidas, bailes, canciones y vestidos indios o africanos se utilizan en la vida corriente de todas las clases sociales. Sor Juana Inés de la Cruz escribe loas cristianas salpicadas de elementos indígenas.

Por entonces, la Iglesia tiene una influencia económica y cultural más que notable. S o n eclesiásticos los más distinguidos escritores: los mencionado Balbuena y sor Juana Inés de la Cruz, fray Diego de Hojeda, etc. A finales del siglo x v i i en la ciudad de México había veintinueve conventos masculinos y veintidós femeninos para una población total de cien mil habitantes. Las órdenes eran ricas: tenían en propiedad grandes latifundios, además de dedicarse a lo que hoy llamaríamos negocios inmobiliarios, pues disponían de alquileres de haciendas y edificios urbanos. El convento de las Jerónimas, donde vivía la más grande escritora de la época colonial, sor Juana Inés de la Cruz, poseía una planta inmensa (quince mil varas cuadradas). La vida cultural generada en torno a él fue espléndida. Aparte de disponer de una magnífica biblioteca, sor Juana participó en las clases de teatro, música y baile que impartían las monjas. Y, sobre todo, desde el locutorio dirigía tertulias a las que asistían virreyes, nobles y eclesiásticos novohispanos. Sor Juana fue un personaje extraordinario. Hija natural de criolla y capitán español, siendo una niña su inteligencia excepcional cautivó a la corte virreinal, donde fue aceptada como dama de honor de la marquesa de Mancera. Su fama se propagó por toda Nueva España y luego por todo el orbe hispánico, sobre todo al ser examinada de muy diversas materias por un conjunto de doctores y académicos, sin que fallara una sola pregunta. Ingresó en religión como un medio de encauzar sus inquietudes intelectuales, que eran las de un humanista. A lo largo de su vida sobresalió como observadora infatigable de las leyes naturales y lectora sagaz de toda clase de tratados científicos y filosóficos a su alcance. Pero además, desde el convento dejó una profusa obra literaria, que reflejaba tanto la sumisión de la autora al orden político reinante como, indirectamente, una defensa de la mujer como ser razonante.[[wysiwyg_imageupload:1452:height=175,width=200]]

Y por fin llega el siglo xix, y con él la transformación del modelo hispánico de urbe y de literatura. El largo periodo de anarquía e inestabilidad generalizada después de la Independencia afecta profundamente a la vida de las ciudades. Según los políticos y los escritores (que en esa época vienen a identificarse unos con otros), el campo se convierte en el principal enemigo para el desarrollo de los nuevos pueblos americanos. El bandidaje causa enormes pérdidas en Chile, México y Argentina. Las guerras civiles o los levantamientos indígenas son un obstáculo fundamental para el florecimiento de unos países cuyos puertos sólo a partir de la década de los ochenta del siglo xix empiezan a despertar. Es entonces cuando asistimos a un periodo de bonanza económica auspiciada por la normalización relativa de la vida institucional. Nuevos gobiernos con hombres fuertes al frente se hacen cargo de la situación: Porfirio Díaz, Guzmán Blanco, Roca o Batlle tutelan el incipiente desarrollo. Con el dinero que llega de fuera se lava la cara de las viejas ciudades coloniales, dormidas en un sueño de medio siglo. Se derriban las quintas coloniales o se adaptan como conventillos, es decir, gigantescos dormitorios para los inmigrantes. Las murallas españolas se demuelen, como sucede en Lima en 1878. Se abren bulevares y se erigen fastuosos edificios para uso y disfrute de la oligarquía: los clubes sociales, confortables refugios para sentirse europeos en medio de América. Y, sobre todo, se imita a París. Las nuevas sedes institucionales, los teatros y los palacios que adornan las calles marcan el sello de la nueva mentalidad.

La literatura no es indiferente a la moda afrancesada y surge el modernismo. Rubén Darío proclama que si su esposa es española, su querida es de París. Antes, en Las tres tazas, José María Vergara observaba los cambios en las bebidas de moda en las tertulias bogotanas: chocolate en 1813, café en 1848 y té en 1865, o lo que es lo mismo, de las raíces españolas a la búsqueda de otras raíces más cosmopolitas. Saturadas de tres siglos de hispanismo, las sociedades criollas vuelven la cabeza al resto de Europa. Es el sueño de edificar un mundo distinguido, ya sea al estilo anglosajón o al francés, en medio de un suelo mestizo y marcado por las heridas de las guerras, la pobreza y el desorden. Por eso la literatura no dejará de subrayar las tensiones entre una ciudad naturalmente bárbara y el trágico destino de quienes pretenden civilizarla.

Entretanto, las grandes aldeas de los primeros años de la Independencia empiezan a convertirse en capitales pujantes. El mejor caso lo representan Ciudad de México y Buenos Aires, que superan el millón de habitantes al iniciarse el siglo. El escenario urbano se transforma. Nuevos transportes, el telégrafo y el teléfono, los comercios de moda y las librerías con las últimas novedades, son ya elementos del paisaje cotidiano. Bulliciosas y dinámicas, estas ciudades condensan las conquistas y contradicciones de una modernidad incipiente. El centro sigue siendo relativamente pequeño, lo mismo que el número de escritores. El «cogollito intelectual», como lo denominaba el crítico uruguayo Ángel Rama, se reducía a las redacciones de los periódicos, a las tertulias de unos pocos. Como escribe entonces el peruano Abraham Valdelomar: «Perú es Lima; Lima es el Jirón de la Unión; el Jirón de la Unión es el  Palais Concert», la cafetería limeña en donde se reúnen en la «belle époque» criolla los periodistas y políticos. Realmente los intelectuales llevan su vida activa en el centro mientras la ciudad crece interminablemente por la periferia, aumentando el número de sus barrios a costa de los pueblos cercanos. Más aún: desde su perspectiva inevitablemente ciudadana denunciarán los males que aquejan a las remotas poblaciones rurales. La literatura indigenista o la gauchesca, producida por gentes de ciudad y dirigida a lectores de su mismo entorno, surge como una búsqueda de justicia o una necesidad de calmar conciencias, pero delata muchas veces que esos problemas de los que se habla están lejos, demasiado lejos.

La modernidad trae también nuevos envoltorios para la literatura. A finales del siglo xix, Rubén Darío, José Martí, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones viven de sus colaboraciones en la prensa diaria. Todavía es pronto para sostener negocios editoriales. Ni el desarrollo económico ni los niveles de alfabetización lo consienten. Jorge Luis Borges recuerda que, en 1922, su primer libro de poesía llegó a agotarse debido a que él mismo se preocupó de colocar un ejemplar en los bolsillos de los abrigos de todos los redactores de un importante semanario bonaerense. Se ha dicho a menudo que el siglo XX significa el ingreso en la madurez de las letras hispanoamericanas. Ese tránsito a la mayoría de edad no se hace sin reflejar la dolorosa situación de tantas capitales aquejadas de una modernidad hipertrofiada, en donde grandes núcleos de población viven al margen de un desarrollo próximo, muy cercano, vivido por los vecinos adinerados o incluso por una clase media que sobrevive imitando modelos europeos o norteamericanos. Cabrera Infante ilumina La Habana nocturna en Tres tristes tigres; Carlos Fuentes[[wysiwyg_imageupload:1453:height=149,width=200]] hace lo propio con México D.F. en La región más transparente; Lima, esa ciudad nostálgica de su pasado, es ahora desnudada en Conversación en la catedral de Vargas Llosa o en los cuentos de Ribeyro; Buenos Aires se retrata en la mejor literatura argentina: Arlt, Marechal, Cortázar o Sábato.

Pero acaso quien de manera más universal se ha referido a la gran capital del sur sea Jorge Luis Borges. Desde su juventud, nunca dejó de nombrarla en sus cuentos, ensayos y poemas. A la vuelta de un largo periplo de seis años por Europa, el joven Borges redescubre su ciudad y le dedica tres libros sucesivos: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín. Uno de los poemas más hermosos de esta etapa emprende un paseo por la fisonomía aletargada de los suburbios, ajenos en apariencia al ruido de la vida en el centro:

Las calles de Buenos Aires

ya son mi entraña.

No las ávidas calles

incómodas de turba y ajetreo,

sino las calles desgarradas de barrio,

casi invisibles de habituales,

enternecidas de penumbra y de ocaso.

Y aquellas más afuera

ajenas de árboles piadosos

donde austeras casitas apenas se aventuran,

abrumadas por inmortales distancias,

a perderse en la honda visión

de cielo y llanura.

Son para el solitario una promesa

porque millares de almas las pueblan,

únicas ante Dios y en el tiempo

y sin duda preciosas.

Hacia el oeste, el norte y el sur

se han desplegado —y son también la patria— las calles:

ojalá en estos versos que trazo

estén esas banderas.

Esta ciudad inventada por la palabra de Borges, eterna en el tiempo y misteriosa, poco tiene que ver seguramente con la vida real de los arrabales porteños a principios del siglo x x . Escogiendo una hora propicia, la del crepúsculo, el poeta se echa a caminar para sumergirse en la visión indefinida, difusa, de las calles perdiéndose en el horizonte. La elección del lugar (el suburbio como centro singular de la ciudad) y del momento (no siempre estarían así de solitarias las calles) nos lleva a sospechar que ese Buenos Aires sólo tiene su realidad dentro del deseo del poeta, lo cual es una manera de decir que las calles son más de Borges que de Buenos Aires.

Esta interiorización del paisaje urbano refleja la consolidación de una literatura que no sólo atestigua hechos externos, sociales o políticos. Por el contrario, partiendo de la realidad inmediata, Borges crea una ciudad nueva, íntima, transfigurada por su mirada personal. A ella se dirige una y otra vez a lo largo de su vida en tonos variados. La subjetivización de la ciudad, cada vez menos hecha de edificios singulares o calles pintorescas, adquiere en su madurez acentos magistrales, como los que se escuchan en este soneto:

Y la ciudad, ahora, es como un plano

de mis humillaciones y fracasos;

desde esa puerta he visto los ocasos

y ante ese mármol he aguardado en vano.

Aquí el incierto ayer y el hoy distinto

me han deparado los comunes casos

de toda suerte humana; aquí mis pasos

urden su incalculable laberinto.

Aquí la tarde cenicienta espera

el fruto que le debe la mañana;

aquí mi sombra en la no menos vana

sombra final se perderá, ligera.

No nos une el amor, sino el espanto;

será por eso que la quiero tanto.

¿Una ciudad invisible? Despojada de accidentes que la hagan reconocible, este Buenos Aires ya es sólo una puerta, un mármol y un puñado de indicaciones de lugar. El poeta se sitúa en un aquí y ahora que lo mismo vale para su ciudad natal que para cualquiera de las nuestras. Intemporal y mítica, la Buenos Aires de Borges se desnuda del color local. Buenos Aires, la ciudad de las dos fundaciones, pasa a adquirir una figura irreal o, lo que es lo mismo, infundada.

Quizás esta falta de señas reconocibles sea la incómoda sensación que pueda asediar al visitante de tantas ciudades iberoamericanas de hoy, en donde se conjugan toda clase de estilos y procedencias. En Santiago de Chile, Lima o Montevideo, los barrios residenciales se adornan con chalés eclécticos, de aire morisco, oriental, afrancesado o hispanizante. Lima ha descuidado su pasado y, hoy en día, su centro parece una triste sombra de aquella espléndida urbe colonial. Sus famosas casas coloniales casi han desaparecido y las que quedan miran con temor a los espantosos bloques de cemento armado que las asedian. En el fondo se trata de un proceso que podría aplicarse a muchas otras capitales, aunque carezcan de la historia de la antigua sede virreinal. De un modo u otro, la superposición de estilos y la especulación desenfrenada contrasta los panoramas armónicos de las ciudades coloniales o republicanas de antaño. Más aún, el gigantesco crecimiento demográfico de las capitales a partir de la segunda mitad del siglo XX  ha dado lugar a una de las imágenes más tristemente difundidas del sub- desarrollo. Me refiero a la proliferación de barrios improvisados, depósitos inmensos y fantasmales de chabolas para los que el habla local ha reservado apelativos diversos: villamiserias en Argentina, poblaciones callampas en Chile, ranchitos en Venezuela, favelas en Brasil, barriadas en Perú, cantegriles en Uruguay… La vida puede ser peligrosa y difícil en ciertos lugares. Los extremos de dureza y alienación, corrupción, drogas y delincuencia infantil han sido captados dramáticamente por la literatura más reciente, como La virgen de los sicarios, del colombiano Fernando Vallejo.

La opresiva realidad de Hispanoamérica se siente ante todo en esas ciudades desordenadas y apocalípticas, en donde los proyectos utópicos de sus fundadores están hoy dolorosamente invertidos. Sólo queda al escritor el testimonio de un presente agónico («¡Pinche ciudad, qué fea eres!», gruñe un personaje de Gustavo Sainz sobre México D.F.) o refugiarse en un pasado arcádico, dichoso y particular, como sucede en algunos cuentos del peruano Ribeyro.

¿Cuál será la imagen de la ciudad hispanoamericana en el siglo XXI? Mudable por antonomasia, la ciudad del Nuevo Mundo se ha transformado a lo largo de siglos en estrecha dependencia con los cambios históricos que transcurrieron en su suelo, pero cuyas causas últimas residían en Europa. Esta ciudad muestra la cara europea de Hispanoamérica, si bien grotescamente traducida cuando se miran sus rasgos más desdichados. La literatura, nacida de ella y para ella, ha esbozado infatigablemente las distintas apariencias con que la sociedad se vestía. Por la misma razón, ha expresado los deseos y frustraciones de generaciones de hispanoamericanos que trataban de conocer sus países desde su mirador urbano. Hoy en día, en esta era globalizadora, cuando tal vez la cartografía mundial imite la de un trazado ciudadano, con sus zonas residenciales (Europa y los Estados Unidos), sus distritos de clase media (el sudeste asiático), sus barrios conflictivos (oriente medio) y sus suburbios marginales (África y parte de Iberoamérica), el futuro se hace poco menos que imprevisible.

Frágil y laberíntica, la realidad hispanoamericana parece volver a una época de caudillos nacidos en el campo, eternamente enfrentado al mundo urbano. Pero, aunque ahora se proclame un ciclo de reconversiones populistas tras el fracaso neoliberal, esto no quiere decir que el nuevo experimento vaya a tener éxito. La historia ya ha mostrado la imposibilidad de estos programas desde los años cincuenta del siglo pasado. Como en aquel capítulo de Las ciudades invisibles de Italo Calvino, la mejor metáfora de la ciudad y la literatura misma de Hispanoamérica residiría en la misteriosa localidad de Ersilia, población siempre efímera, en la que sus habitantes deciden, al poco de construirse sus viviendas, abandonarlas para marchar un poco más lejos y refundarse de nuevo como comunidad. Siempre insatisfechos, vuelven a fundar Ersilia una y otra vez, «hasta que viajando así por su territorio encuentras los huesos de los muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma». Sin embargo, no deberíamos tomar estas palabras como una toma de posición nihilista, al menos en un plano estrictamente intelectual. Mientras la búsqueda se dilate, siempre existirá la esperanza de un futuro mejor. La misma insatisfacción con los modelos de sociedad ha generado el rumbo de la producción literaria del continente. Por eso la encrucijada en la que se encuentra Hispanoamérica, aunque esté muy lejos de resolverse en el plano social y económico, siempre brindará una cultura viva, dinámica, insatisfecha consigo misma y con el mundo.

Miembro de la Real Academia Hispanoamericana. Profesor de Literatura, Universidad de Navarra