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¿Quién no ha oído hablar de Darwin? Si se hiciera una encuesta popular, entre personas del mundo occidental, con un nivel cultural medio, preguntando por el nombre de los cinco científicos más famosos de la historia de la ciencia, seguro que la mayoría de la gente incluiría en su lista los nombres de Einstein y Darwin.

 El primero tuvo su homenaje especial en 2005 cuando se celebró el Año Mundial de la Física para conmemorar el centenario de la publicación de sus cinco artículos en 1905, entre los que se incluía el que daba a conocer la teoría especial de la relatividad (Cfr. «Al concluir el año Einstein. La divulgación científica en España», Alberto M. Arruti, Nueva Revista 102, págs 124127). Por la misma razón, el año que viene, 2009, merece en toda justicia ser considerado el Año Mundial de Darwin, ya que a lo largo del mismo se conmemorará el bicentenario de su nacimiento (el 12 de febrero) y el 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies por medio de la selección natural.

Se puede estar de acuerdo con lo que propone el naturalista inglés o se puede discrepar, pero lo que es incuestionable es que su propuesta ha calado en el ámbito de la ciencia en particular y en el de la sociedad occidental en general. Para muchos la forma de ver al hombre y la manera de entender su lugar en el cosmos ya no es la misma que se tenía antes de Darwin.

Sin embargo, pese a la aceptación general de la teoría de la evolución propuesta por Darwin, no hay unanimidad acerca de su valor y su alcance. De hecho, su teoría ha sido objeto de numerosos debates y de diversas polémicas que llegan hasta nuestros días. El darwinismo ha sido criticado no sólo por los denominados círculos religiosos fundamentalistas, sino que hay biólogos agnósticos y ateos que también han cuestionado y puesto en entredicho sus supuestos fundamentales. La diferencia entre unos y otros es que los primeros niegan la evolución en cuanto tal y los segundos lo único que hacen es preguntarse si ésta se produce como dijo Darwin o si lo hace de otra forma, pero no se cuestionan el hecho evolutivo en sí.

Cada vez resulta más claro que lo que se discute no es la evolución en sí misma. En esto casi todo el mundo suele estar de acuerdo, ya que quienes abordan el tema de la evolución suelen aceptar que ésta es un hecho incontestable. Lo que se debate son las interpretaciones ideológicas que suelen acompañar a este fenómeno y el alcance filosófico que se les quiere dar. La polémica científica no radica en si la evolución ha sucedido o no, sino en cómo ha acontecido. En lo que discrepan los científicos especializados en el tema es en determinar cuál fue el motor de la evolución, o el ritmo al que se produjo. Pero donde la polémica es más acentuada, y se presenta con unos matices más agrios, es en lo concerniente a los aspectos ideológicos que incumben a esta teoría.

Es impensable que algún día la teoría cinética molecular de los gases despierte el interés de las masas, y ya no digamos las pasiones, pero, justamente, ambas cosas suceden con la teoría de la evolución. El motivo es muy simple. Se trata de una teoría que nos afecta de un modo radical, nos incumbe de una forma esencial.

Darwin nació en Shrewsbury el 12 de febrero de 1809. Empezó sus estudios universitarios en Edimburgo, donde intentó hacer medicina para complacer a su padre —también médico— pero tuvo que abandonar por ser incapaz de soportar el sufrimiento de los pacientes en el quirófano, especialmente cuando se trataba de niños. Por temor a que tuviera una vida ociosa, no en vano era un joven de clase acomodada que dedicaba tanto tiempo como podía a la caza y a las excursiones, su padre le instó a que estudiara teología y se [[wysiwyg_imageupload:751:height=181,width=180]]hiciera cura rural de la Iglesia anglicana. Cursó teología en Cambridge  y cuando estaba listo para ordenarse y ejercer el ministerio pastoral recibió una oferta de su buen amigo Henslow, profesor de la insigne universidad y también sacerdote anglicano, para que embarcara en el buque Beagle en calidad de naturalista y de acompañante del joven capitán Fitz Roy. Con este bergantín dio la vuelta al mundo en un viaje que duró más de cuatro años y que no sólo cambió la vida de Darwin, sino la de la biología y, en parte, la de la propia cultura occidental.

 A su regreso, Darwin se dedicó a poner en orden la inmensa cantidad de datos que había recopilado. La observación de la variedad de pinzones en las islas Galápagos le había hecho caer en la cuenta de que las especies se podían transformar por causa de los cambios en el hábitat, de forma que unas especies pudieran surgir a partir de otras, con esta propuesta Darwin se oponía a la doctrina que sostenía que las especies existentes y extintas habían sido creadas por Dios tal como las conocíamos y que no podían cambiar. No radicaba aquí la novedad de la propuesta darwiniana, sino en el mecanismo que proponía como motor de las transformaciones: la selección natural de las variedades que facilitaban la supervivencia y que se habían producido al azar (la propuesta de que la selección natural operaba sobre las mutaciones genéticas al azar es posterior a Darwin y corrió a cargo de Hugo de Vries).

Esta misma idea se le había ocurrido, independientemente, a Wallace, por ello, y tras veinte años de paciente trabajo, Darwin se apresuró a redactar una publicación en la que se expusiera su teoría. El 24 de noviembre de 1859 salía a la luz su famosa obra, ese mismo día se vendieron todos los ejemplares de la primera edición. A nadie se le ocultaba que la polémica estaba servida. Aunque Darwin no hacía apenas referencia alguna al ser humano, éste, en cuanto viviente que es, también estaría sujeto a las mismas leyes biológicas que los otros animales. Dicho de otra forma: la especie humana también debía de proceder de otro animal, como sucedía con todas las otras especies. Obviamente la forma predecesora debía ser de tipo simiesco.

Algunos quisieron ver en la teoría de la evolución el arma intelectual con la cual poder poner fin a la antropología emanada de la religión. No es de extrañar, pues, que diversos grupos religiosos estadounidenses reaccionaran de forma muy enérgica contra esta teoría y la rechazaran de plano sosteniendo una interpretación literal de la narración bíblica de la creación que se hace en los primeros capítulos del Génesis. La polémica entre los ultradarwinistas y los ultracreacionistas se desató de inmediato, tal como lo atestigua el agrio debate mantenido por Thomas Henry Huxley (el bulldog de Darwin) y el obispo anglicano Samuel Wilberforce. Seguro que en el relato que nos ha llegado de ese debate se ha colado mucha narración más legendaria que literal, pero también es cierto que no hay duda alguna de que debió tener momentos muy tensos y agrios. En 1925 se produjo el juicio del mono en Dayton, un pueblecito de Tennessee (EE.UU.). Allí John T. Scopes, un joven maestro, fue condenado, simbólicamente (no en vano el juicio había sido buscado intencionadamente), por enseñar la teoría de la evolución en la escuela. Cuatro décadas tardó en derogarse la ley por la que había sido sentenciado. Durante las décadas de los ochenta y los noventa la disputa judicial entre los ultracreacionistas y los ultradarwinistas ha continuado en los Estados Unidos. En la actualidad los críticos del darwinismo suelen esgrimir la teoría del Diseño Inteligente, alegando que no rechazan las propuestas de Darwin con argumentos teológicos sino científicos. Sin embargo la teoría del DI no es objeto de buena acogida por la mayoría de los biólogos.[[wysiwyg_imageupload:753:height=110,width=180]]

 El debate inacabable entre estos dos grupos igualmente radicales parece estar lastrado por un montón de confusiones. La teoría de la evolución, en cuanto propuesta científica que es, tiene un valor y un alcance limitados. Por motivos metodológicos no puede (al igual que cualquier otra teoría científica) responder a preguntas fundamentales del tipo: ¿cuál es el sentido de la existencia humana? Los interrogantes metafísicos, que son planteados de forma inevitable y universal por el espíritu humano, han de ser abordados desde otras áreas del saber  humano distintas a la ciencia. No es lo  mismo la evolución como hecho científico que el evolucionismo como interpretación filosófica de la realidad, del mismo modo que no es lo mismo el naturalismo metodológico de la ciencia que el naturalismo ontológico del cientificismo materialista (postura que no es científica). En cuanto a los creacionistas hay que recordarles que un error no se combate con otro error, de modo que no hay que confundir las nociones de creación con la de creacionismo. De hecho, el propio Darwin se refirió varias veces al Creador en la sexta edición de El origen de las especies, dando por hecho que era Él quien creó la primera especie. Esta edición se cierra justamente con las siguientes palabras: «Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo (obviamente se está refiriendo al de la selección natural de las variaciones favorables para la supervivencia producidas al azar), infinidad de formas las más bellas y portentosas», dando a entender que evolución y creación no son de suyo conceptos, ni realidades, incompatibles.