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La lectura del Quijote constituye una extraordinaria aventura. Nadie que lo haga con atención sale indemne de la prueba. Las ideas que pueden tenerse de la obra o de su interpretación quedan suspendidas. Su lectura introduce un novum en nuestra vida, de manera que ésta queda zarandeada y conmovida. Pocos textos hay que posean esa tremenda dynamis. Nos interpela de tal modo que a la fuerza nos vemos en la necesidad de responder. En ciertas obras de arte —literarias, musicales, pictóricas—, sucede ese fenómeno. Tienen la virtud de pulverizar el espesor del tiempo transcurrido entre ellas y nosotros.

Sucede con algunas obras que enumero a vuela pluma, sin ninguna pretensión de ser exhaustivo. Incluso con cierta dosis de arbitrariedad y de capricho. Con la mayoría de las obras dramáticas de Shakespeare, con las principales tragedias de Sófocles, Esquilo y Eurípides, con la Pasión según San Mateo y según San Juan, o con muchas de las cantatas de Juan Sebastián Bach (mal que le pese a Hans Blumemberg, que piensa que el hiato histórico entre ellas y nosotros difícilmente puede ser salvado). Con La divina comedia del Dante. Y por supuesto con el Quijote cervantino.

En cada una de ellas es diferente el modo a través del cual terminan instalándose en nuestro mundo. Nos interpelan con mayor fuerza y contemporaneidad hiatos temporales o históricos irremediables en obras de tal dimensión que la mayoría de las obras de nuestro tiempo. No existen artística. Mal que nos pese a nuestras conciencias post-estéticas hemos de referirnos a ellas con esa denominación rancia, añeja e irritante que es, hoy por hoy, insustituible: la palabra «genialidad».

Se han efectuado esfuerzos por mostrar el carácter históricamente local del experimento cervantino. Se la ha querido considerar una parábola simbólica de la gesta española en Europa y en América durante el siglo cuya resaca vive el propio Cervantes. O se ha visto en ella una sublimación, en clave paródica, del «quijotismo» de su autor a lo largo de su biografía (especialmente en sus años juveniles, cuando las armas parecían vencer a las letras). O de los amargos desengaños que tuvo que padecer, unido a burlas y humillaciones en razón de su menesterosidad, o de la constante y continua persecución de la ley que le hostiga desde los comienzos de su vida adulta, y sobre todo del entorno de indignidad en el que vive y convive.

El experimento cervantino trasciende y traspasa el gesto moderno por parodiar las novelas caballerescas, abundando en una crítica extendida por la corriente erasmista o por Vives. Esa intención primera es desbordada. El texto va cobrando fuerza y grandeza al tiempo que se va escribiendo. Sus propios personajes van siendo trazados y dibujados con perfiles cada vez más extraordinarios a medida que el autor los va colocando en las situaciones que componen el escenario de la obra. Alcanzan su perfección en la segunda parte, en donde adquieren una dimensión de veracidad.y hondura humana que sólo poseían de forma embrionaria en los comienzos de su andadura.

El efecto que puede producir esta novela es demasiado poderoso para circunscribirlo al carácter de signo o síntoma de un contexto histórico, nacional o mundial. Incluso es poco situarla como bisagra que abre las puertas de la modernidad, o que descubre ésta en todas las posibles travesías que su toma de conciencia puede promover. Comprenderla como forma simbólica de una determinada gesta hispánica, marcada por la historicidad del contexto de la España que inicia su declive, es, como ya he insinuado, insuficiente. Pensar en esta novela únicamente en el ámbito circunscrito de una historia de las formas literarias me parece empobrecedor. Sin que nadie pueda escatimarle su carácter fundacional respecto a lo que, por novela, puede entenderse a partir de su regio modo de instalarse en nuestra conciencia de lectores.

Ha suministrado magnífica munición a las mejores reflexiones sobre la iniciación del género moderno de novela, el que en esta obra se inaugura de manera originalísima, y que luego posee su propia travesía a través de la conciencia moderna respecto al género. Pero el efecto que puede producir trasciende y traspasa esas posibles aproximaciones.

Importa salir al paso de un equívoco que esta obra ha suscitado en alguno de sus mejores lectores. Tengo por tal al gran teórico y crítico de la literatura Erich Auerbach, quien dedica un interesante pasaje de su libro Mimesis al Quijote. Y en particular al célebre engaño que Sancho Panza perpetra a su señor en la ocasión del encuentro con una Dulcinea del Toboso encantada, de pronto convertida en una vulgar y hasta soez moza campesina. Que hasta en su pésimo olor a ajos delata, al fino olfato del propio don Quijote, su bajísima extracción social.

No voy a sintetizar ese excelente comentario de uno de los mejores estudiosos de la tradición literaria occidental.(y a través de uno de sus libros más reconocidos). Erich Auerbach da muestras de un conocimiento cabal del mundo de la novela cervantina, al que sabe comprender con hondura. Descubre la alegría creadora que en esa novela, a través del inagotable caudal de imaginación literaria de su autor, se transmite a don Quijote y a Sancho Panza. Estos enriquecen, en su mutua relación, sus personalidades, que se van construyendo y reconstruyendo a medida en que el autor los va situando en las más diferentes escenas. Especialmente en la segunda parte de la novela.

No es fácil sintetizar el gran número de aciertos de esta interpretación, una de las más penetrantes que conozco de la obra cervantina. Quiero sólo circunscribirme a la tesis nuclear de ese estudio. En él se intenta demostrar que, pese a su grandeza inmensa de naturaleza literaria, esta obra no alcanza inflexión trágica, o no logra conceder al personaje cómico ese aliento trágico que algunos grandes personajes de alta comedia pueden llegar a poseer.

La razón de ello estriba, al decir de Erich Auerbach, en que el personaje,dominado por su «idea fija», desdoblado en el ingenioso hidalgo o caballero que muestra sabiduría, inteligencia y agudeza ingeniosa siempre que no se roce el tema caballeresco, se vuelve un personaje rígido, dominado por su locura, evidenciando la excesiva sequedad de su talante saturniano o melancólico cuando es atacado y zarandeado por esa idée fixe que se apodera de pronto de su ánimo y de su mente.

Coexisten , al decir de Auerbach, dos personajes en uno. Esa duplicidad esquizofrénica es una constante fuente del más hilarante humor; de manera que nunca se sabe qué es máscara de qué, si la insania mental y la idea fija de la más acrisolada cordura, o el buen sentido lo es del resquicio de mundo ideal que relampaguea en plena perturbación delirante.

Erich Auerbach destaca el carácter en cierto modo «irresponsable» de todo ese contexto de personajes, agudos o graciosos, o de fresca inspiración costumbrista, que van trazando un auténtico retablo de la vida española de la época, pero en cuyo tratamiento literario no se apercibe ninguna indirecta lección ética o moral, por no hablar de crítica política. Lo que se muestra es estoicamente aceptado, del mismo modo como se contempla con exterioridad, cual si se tratase de un fenómeno en sentido teratológico, el peculiar modo lunático, o decididamente loco, de comportarse el personaje principal.

Como si fuese verdad que el autor tan sólo se preocupase por devastar el universo literario de los libros caballerescos, o por perpetrar un único compromiso contraído con las buenas letras, pero sin descubrirse intención de otra especie en la novela, o compromiso de otro cariz.

Ese carácter «irresponsable» que advierte. Auerbach procede, seguramente, de los prejuicios propios en que el autor se acerca a la obra. ¡Por supuesto que el contexto hispano que en ella se descubre no muestra indicios ni huellas de lo que en otros contextos, impregnados de tradiciones morales diferentes (luteranas, por ejemplo), puede sentirse o pensarse como «responsabilidad»!

No es cierto que el personaje no sea trágico, ni que la novela carezca de trasfondo de gran tragedia. Aquí Erich Auerbach utilizó de forma falaz y sofística muchos de los estupendos argumentos que, sin embargo, le sirvieron para caracterizar del mejor modo la novela y sus principales personajes. O se dejó llevar por los prejuicios con que se comprenden, con excesiva frecuencia, las realidades morales de nuestro mundo hispano en ambientes culturales centroeuropeos.

Para comprender el Quijote como obra trágica es preciso retener, en libre interpretación, la idea de «cesura trágica» que elabora Hölderlin en sus preciosas notas sobre Edipo rey y sobre Antígona. Esa cesura trágica constituye, sin duda, la inflexión, a la que Aristóteles en su Poética denominó «peripecia», que precipita hacia el infortunio (trágico) una condición o un ethos inicialmente afortunado.

En la tragicomedia como género común a toda gran novela, o como modalidad propia de la modernidad desde sus primicias, esa inflexión se produce siempre, o casi siempre, hacia el final, y es debida en parte a un evento en virtud del cual la trama alcanza su revelación. Y en este punto el Quijote, como novela, es fundacional, de manera que una y otra vez, en las travesías novelescas de la conciencia moderna, se mimetiza ese recurso.

Me refiero a eso que, con muy buen criterio, René Girard, en un libro excelente, llama la «verdad novelesca» que toda «mentira romántica», de natural generalmente libresco, siempre enmascara. Así en el Quijote como primicia del género. Así también en Madame Bovary de Flaubert, o en La educación sentimental del mismo, o en la gran obra de Proust, o en tantas otras novelas en las que, como diría Gregory Lukacs, en su Teoría de la novela, de pronto el espesor radical, cruel, asesino del tiempo, en el sentido crudo de kronos, siempre o casi siempre como emisario de la muerte, parece asomar y despuntar.

En pocas páginas se precipita esa peripecia que conduce a la tragedia. El tiempo en su capacidad de corrosión y deterioro, en su icono caníbal y asesino (inmortalizado en el Saturno goyesco), hace de pronto su aparición. Todo el lento y sensual deambular de la novela entra en barrena. Toda la suspensión de episodios de alta comedia, balanceados en páginas y más páginas de inagotable caudal humorístico y festivo, acusan de repente, del modo más rudo y conciso, el más cruel de los declives. El lector experimenta un zarandeo singular. Deja de regocijarse. Vive un clima de taciturna tribulación. Todo su gozo se derrumba en la más desolada consternación. La fiesta se ha terminado. Comienza de hecho la tragedia. Debe decirse, con Nietzsche, con Octavio Augusto: Comoedia finita est.

Eso sucede en el Quijote a través del singular combate segundo con Sansón Carrasco, o con el Caballero de la Blanca Luna. Un acontecimiento que está sabiamente anticipado por el encuentro de don Quijote con un verdadero aventurero que juega sus lances en la realidad, en el marco mismo del «curso del mundo», y no en ese mundus intelligibilis quijotesco que a la vez bordea la ficción, la imposibilidad, la utopía y la estulticia enloquecida, o el delirio puro y simple. Ese personaje importante es el bandolero catalán Roque Guinard, al que Martín de Riquer, en su monografía Para leer a Cervantés, dedica unas excelentes páginas.

El instante de inflexión trágica se produce a través de esa derrota que don Quijote sufre en manos del vengativo Sansón Carrasco, que anteriormente, bajo la máscara del Caballero de los Espejos, había sido vencido en buena lid por nuestro caballero. Se desbarató de ese modo el plan fraguado por el bachiller con el barbero y con el cura para recuperar a don Quijote a su antiguo status de hidalgo provinciano.

Esa derrota zarandea y conmueve hasta tal punto la idea fija, foco de la locura quijotesca, que el personaje se sume en una delatora melancolía: un humor o temperamento que de pronto invade el texto, contamina y contagia al lector, y promueve, finalmente, el gran presagio de un final trágico: aquel en el cual Alonso Quijano abjura de su idea fija, y mata definitivamente al personaje que ha creado y construido, preparándose para una muerte en paz consigo, con su contexto y con Dios.

La fuerza de ese viraje trágico es tanto mayor cuanto más económico y parco en detalles es el relato de esa última transformación; la que conduce a don Quijote, o al Caballero de la Triste Figura, o al Caballero de los Leones, hasta el estribo en el cual el moribundo Alonso Quijano el Bueno recupera la cordura para aprestarse a su última singladura, la que le conduce de este mundo al mundo futuro, o hacia las postrimerías. Se produce un vuelco en la fortuna, un giro de la fortuna al infortunio: el que la terrible derrota provoca en el ánimo abatido del héroe, que es humillado ante sí mismo, y lo que es mucho peor, ante su idolatrada Dulcinea.

El despertar a la lucidez, o a la cordura, significa el trágico desmentido de un sueño delirante, pero cuya vibración y destello de ilusión y crítica no pueden pasar desapercibidos. Con el restablecimiento de la sensatez se da toda la razón al «curso del mundo», que en cierto modo destroza y derrumba de su efímero pedestal al personaje. Este, aun al precio de contaminar en regocijada ficción su hilarante pérdida del sentido, no dejó de sugerir y de suscitar un pálido, pero efectivo, rescoldo y cerco de ambigua y tornasolada luz: la luz soñada o ensoñada que a través de su gesto se nos descubre, y que de forma enigmática se trasluce en su extraordinaria e ingeniosa forma de discurrir, a través de la cual vuelve siempre equívoca y misteriosa su innegable chifladura. Como por ejemplo en su excelso discurso sobre la Edad de Oro.

El desencanto del mundo que ese despertar produce, verdadero anticipo de lo que Max Weber conceptuará como carácter de la modernidad, no es en absoluto un buen presagio o un bueno augurio. Más bien constituye un «agüero siniestro» de ese Weltlauf (o «curso del mundo») que, carente de instigaciones delirantes o enloquecidas, como las propias del empeño de nuestro caballero, se abisma en la planicie sin esperanza de la existencia irredenta, o de la vida que carece de rumbo, de oriente y de sentido. Una inanidad abruptamente anticipada y presagiada por ese curso del mundo que desbarata todos los proyectos y las empresas de nuestro caballero, hasta el punto que éste siente vivir en un verdadero mundo encantado, sometido a hechizo por un maligno enemigo que tuerce y hace fracasar todas sus empresas caballerescas.

Ese curso del mundo ha sido el causante de que, de pronto, sea para siempre derrotado nuestro héroe, que se refugia en una elaboración melancólica del duelo por la derrota. Y que porfía por ingeniar una existencia pastoril de transición antes de que definitivamente compruebe cómo se derrumba el personaje compuesto, aprestándose para una transición —una vez recobrada la cordura— de esta vida hacia la otra.

Hay, pues, tragedia; hay inflexión trágica; hay modificación radical del sentido y curso del drama, de manera que, de pronto, la novela adquiere un sentido radicalmente diferenciado. Cambia de dirección, de ruta, y adquiere una grandeza y una sublimidad que hasta ese momento era únicamente una posibilidad, quizás remota.

Ese pasaje de la derrota de don Quijote, y de los acontecimientos que precipita, al producir un efecto retrospectivo por la totalidad del texto que el lector está leyendo, promueve en éste un efecto que podría llamarse transferencial. El lector sabe que se está hablando de él, de su vida, de su experiencia: de te fabula narratur.

El lector experimenta en relación a ese personaje humillado y derrotado, al borde de recuperar la lucidez mental y de aniquilar la criatura de su locura, una honda e intensa compasión y un profundo temor, como quisiera Aristóteles en su análisis de los caracteres trágicos. Solidaridad y compasión ante el funesto destino de ese personaje, que en realidad quiso hacer frente, a su manera, al curso del mundo, o a esa prosa mundana sin hechizo y sin encanto, o decididamente encantada por un malvado hechicero o por un Merlín falto de escrúpulos.

Y al mismo tiempo experimenta temor, consternación y rechazo a esa injusta manera en que el Destino, encarnado en el curso del mundo, se ceba con ese personaje, a través de la singular batalla del Caballero de la Blanca Luna, derrumbándolo de su pedestal. E hiriéndole en el núcleo de su conciencia y de su ánimo de manera letal, mortal.

Todo lo cual, precisamente por efectuarse bajo el ambiguo balanceo que produce esa mediación bendita que es el más extraordinario despliegue humorístico de la literatura universal, genera un efecto de profunda purificación interior, iluminadora y esclarecedora: lo que Aristóteles concibió como catarsis.

II

Una ráfaga de preguntas intempestivas atraviesa de parte a parte la gran novela cervantina, apareciendo y reapareciendo una y otra vez, y contagiando con su capacidad de transferencia la relación que el texto contrae con el lector de cualquier época o edad.

¿Tiene el mundo necesidad de que se reinstaure el orden de la caballería? ¿Es ineludible, para la propia supervivencia del mundo, o para su mejora sustancial, o con el fin de alentar y propiciar su transformación, que se vuelva a acoger el orden caballeresco que don Quijote porfía por reimplantar?

Cualquiera que adquiere un compromiso relevante con alguna actividad en la que cifra su singularidad o su pasión se encuentra ante la novela de Cervantes en una encrucijada que le invita a responder. Cualquier persona que contrae una importante implicación en sus vínculos familiares o amorosos, en la relación con su vocación o profesión, en sus convicciones religiosas o en sus compromisos éticos, o en sus responsabilidades cívicas, o en sus proyectos y propuestas de creación artística o filosófica, no sale inmune de la prueba a través de la cual esta gran novela le interpela.

El efecto ético de está novela en el lector puede ser extraordinario. Es verdad que quizás ninguna obra literaria haya sido tan unánimemente alabada en su calidad de regocijante entretenimiento, o de puro juego hilarante, desternillante. Quizás ninguna obra sabe contagiar, como ésta, la pura y espontánea alegría que la creación de sus escenarios genera: ese infinito jolgorio que el desbocado humor del texto transmite. Pocas obras literarias hay tan graciosas, tan rebosantes de ingenio, hilaridad, ironía y toda la extensa gama del humor más refinado y magnífico. Pero eso no significa, como cree Erich Auerbach, que la obra carezca de inflexión trágica, de cesura trágica, de desvelamiento y revelación propios de toda gran tragedia. O de anagnórisis, o reconocimiento trágico, como al final de la obra sobreviene a través de la recobrada cordura de Alonso de Quijano.

Lo que se nos narra en esa obra es la tragedia de una ominosa derrota, capaz de aniquilar un gran personaje de ficción (don Quijote) construido por el sujeto del relato, Alonso de Quijano, y que al terminar el texto es devuelto al mundo de sombras (ficticias) del cual surgió.

Se expone y expresa, del mejor modo, la melancolía de ese personaje principal, que va mostrando un progresivo distanciamiento y desasimiento, en las páginas finales de la novela, en relación a su propia criatura de ficción; esa figura inventada, con luminoso desvarío, que había tomado posesión pasional de su mente, de su imaginación y de su cuerpo.

En pura ironía trágica ese personaje es combatido y vencido por otro caballero andante, que sabemos como lectores que constituye una ficción dentro de la ficción, o un acomodo al delirio quijotesco del infatigable bachiller Sansón Carrasco. Para decepción y tristeza de todos los lectores ese obstinado personaje pone fin a la gran representación.

Encarna una figura voluntariamente construida, el Caballero de los Espejos y el Caballero de la Blanca Luna, c o n el fin de atentar y finalmente aniquilar, la voluntad de iluminada locura de don Quijote. Esas escenas finales conducen a Alonso de Quijano el Bueno a poner sus pies en el estribo. También a su camuflado autor y creador, Miguel de Cervantes, que muere muy poco después de despedirse de su criatura de ficción.

Una profunda grieta en el sentido general de la construcción novelesca, con la consiguiente consternación general en la experiencia lectora, sobreviene cuando, en Barcelona, don Quijote es derrotado por Sansón Carrasco, de forma que poco a poco y a través de la mediación de una melancolía profunda, y de un sensible cambio en sus gustos, o en sus lecturas predilectas, don Quijote se reintegra en el ámbito matricial de su cobijo y sustento. Todo un mundo creado y concebido parece resquebrajarse o amenazar la más alarmante de las ruinas.

Don Quijote parece preferir, de pronto, libros de espiritualidad a sus queridos libros de caballerías. Se orienta hasta reencontrarse con un cuerdo despertar, preparándose así para los días finales, en que abjura de su demonio caballeresco y se dispone para la muerte que en seguida le visita.

En esa coyuntura textual todos los personajes de la novela, comparsas de la misma, experimentan algo más que la frívola sensación ducal de que el entretenimiento y la burla se han terminado. Hay una sensación desolada y dolorosa que se comunica al lector: la de que esa extraña locura de don Quijote configura un reino que no es de este mundo. El Quijote no deja de ser una versión novelesca, genial, de un sustrato cristológico que subyace y sobrevuela su probada modernidad inaugural.

Justamente las travesías quijotescas de la conciencia moderna se caracterizarán por intensificar ese carácter, o por despertarlo y hacerlo emerger de forma particularmente visible. Así por ejemplo en el probado quijotismo que supo imprimir Dostoyevski a su príncipe Mishkin, y en general a la más grande quizás de todas sus novelas, El idiota. En la que ese sustrato cristológico, ya latente en el Quijote, irrumpe de pronto en esa figura y en el revelador título con el cual se le descubre.

Pues de un idiota (en sentido dostoyevskiano) se trata, cuya naturaleza transferencial con respecto a todos los personajes que con el príncipe se cruzan constituye una de las características más intensas de la novela de Dostoyevsky. Los descubre, los autentifica (en su verdad y falsedad, en su mentira o impostura.) Se trata también, como en el Evangelio de Juan, de un personaje cuyo reino no es tampoco de este mundo. Y cuya pérdida se constata de forma tremenda y trágica cuando desaparece de la escena, o pone fin a la gran representación.

De hecho la sal y la levadura que permiten a este mundo liberarse, emanciparse y redimirse de su dura y fea prosa siempre tienen ese carácter intempestivo y descomunal, pero a su vez irónico y hasta humorístico. Pues una ironía trágica inunda — con fondo de melancolía, balanceada por la más gozosa catarata de recursos cómicos de toda la literatura universal— de punta a cabo en la novela cervantina.

Acertó Hegel en comprender en parte las vicisitudes de la novela cervantina en su figura la virtud y el curso del mundo, tal como es presentada y expuesta en una de sus obras principales. Y hasta sugirió con ello una inserción previa a la consolidación, a través de lo que llama, en la Fenomenología del espíritu, «el reino animal del espíritu» o el «zoológico espiritual», de la figura en la cual esa prosa mundana contra la cual arremete don Quijote se constituye finalmente en la modalidad de una incipiente sociedad capitalista. En ella ya no puede tener sentido alguno lo que podía, todavía, consentirse como locura en el mundo de transición —manierista, y de cambio de siglo— en que se sitúa la novela: el restablecimiento del orden de la caballería.

Pero no es este aspecto histórico el que me resulta conmovedor en una novela que posee tanta vigencia en nuestra actual realidad histórica como pudo tenerla en el contexto del combate — tan eficaz y letal — de su autor, Cervantes, en contra del virus textual que llegó a ser la lectura sin critica de novelas de caballerías. Me importa resaltar la vis provocadora que esa obra tiene, su capacidad de suscitar en todo lector sensible y receptivo. Se trata de una interpelación personal.

En esa novela se dibuja con maestría sin par una figura de hybris en la que el registro humorístico, cómico y de alta comedia prevalece sobre la siempre latente tragedia. Pero de tal manera que ésta, a modo de dormido volcán, una y otra vez está a punto de romper barreras y cortapisas, cosa que sucede al cabo en el estallido final, tras los sucesos que tienen por escenario Cataluña y Barcelona. Nos sitúa, como lectores, en condición expectante, gozando de la comicidad constante de las escenas, pero en nada ajenos al trasfondo de tragedia que preparan.

La obra nos compromete e interpela en la lectura en la necesidad de transformar nuestro carácter y destino, o de remover nuestras más íntimas convicciones. Es, a todas luces, una puesta a prueba de nuestra propia vocación o dominante pasión. Y de confrontarla de forma crítica y combativa con ese curso del mundo, o Weltlauf, para usar una feliz expresión de Hegel, que tanto hoy como ayer sigue su propia marcha, con la opacidad sin brillo que le caracteriza o con el rumbo errático que le es específico.

Ese curso del mundo siente la más radical indiferencia, o hasta un profundo fastidio, o un desdeñoso malestar, cuando no una ocasión magnífica para la burla y el escarnio, ante toda forma vocacional o pasional que no se atiene, pura y simplemente, a la lógica implacable (económica, política, cultural) que los poderes terrenales imponen con férrea mano o con inexorable ley.

Todo intento de introducir, frente a ello, algún estilo de singularidad pasional tiene siempre el carácter de un vago remedo, más o menos descarado o ajustado, de esa insigne locura de nuestro héroe cervantino. Que tuvo, sin embargo, capacidad de contagio, y no sólo en relación con la evolución del personaje de su escudero, sino por ese asombroso modo en que, sobre todo en la segunda parte, termina imponiéndose como forma de la novela.

Todos bailan al compás de la ficción que don Quijote introduce. Remedan el estilo de sus pláticas, porfían por aventajarle en arcaísmos o en introducir ingeniosos escenarios, y hasta personajes, acordes con su enloquecido mundo fantasioso y fantástico. En primer lugar la inteligente Dorotea, convertida en princesa Micomicona; y al final todos los demás, el cura, el barbero, el bachiller, por no hablar de Altisidora, la dueña Rodríguez y todo el universo creado por los duques aragoneses. Y es que el curso del mundo es extraordinariamente opaco y decepcionante, y siempre existirá una nube de desocupados, libres de la necesidad por razones sociales o económicas, que desearán dar cierto regocijo y rumbo a sus vidas si algún personaje audaz les proporciona el guión de su locura contagiosa.

Esta novela ha sido siempre interpretada desde cánones excesivamente objetivos. Es cierto que toda obra, y sobre todo la obra insigne, posee siempre el sello y la marca de su contexto histórico y geográfico. El Quijote fue un esfuerzo —que se reveló letal — de poner fin a la literatura caballeresca. Fue, sobre todo, la bisagra que dio el finiquito a ese género de antiguo testamento novelesco, y el nuevo que el propio Quijote inaugura, y que luego dará lugar, cual nuevo Amadis, a una prosapia toda ella orientada por este protofenómeno, en sentido goethiano, que es el Quijote.

Después de él se hace inteligible toda la gran novela posterior, incluido el gran momento decimonónico. Madame Bovary, enferma de lecturas, que concede argumento a su vida sentimental a través de los textos que en ella generan mímesis, es una prueba relevante. Lo mismo la regenta de Clarín, toda ella impregnada de literatura asumida y consumida, a partir de la cual se siente y vive. Esa mímesis de la vida en relación al guión y al argumento textual es uno de los grandes hallazgos del Quijote. En él todo es de tal modo que se alumbra ya el juego de literatura y metaliteratura del Barroco, y que terminará invadiendo la gran novelística moderna y contemporánea.

Y hasta queda anticipado el sueño posmoderno de una Babel textual que no admite quicio ni resquicio a ningún gesto que no se halle inscrito, escrito o prescrito por un universo textual sin fisuras, con vampírica capacidad de absorción de vida y obra, y que compone una red infinita, inabarcable. Así lo atestigua esa posmodernidad que en el Pierre Menard , autor del Quijote de Jorge Luis Borges adquiriría carta de ciudadanía. Y es que la novela cervantina está, toda ella, transida de ese monoteísmo de la textualidad que parece constituir el principal dogma de la conciencia posmoderna.

Todo en ella es textual, o mímesis de una previa textualidad que es convenientemente escenificada, e inscrita en texto. Esa novela, en su segunda parte, cita y comenta la primera, elevándola a un nivel de metatextualidad excepcional, algo así como el presagio y el preludio de todo el juego de lenguaje y metalenguaje, o de ficción y metaficción, que decidirá el rumbo de la estética y de la cultura del Barroco.

Pero con el agravante de que el inesperado acicate de la novela espuria, o del falso Quijote de Avellaneda, intensifica esta tendencia hasta el paroxismo, de manera que la novela se convierte de pronto en crítica y autocrítica de sus versiones legítimas y de sus falsificaciones. Los ademanes posmodernos por tender puentes entre los abismos separadores de creación y crítica, o de producción y recepción, de forma que toda invención o innovación componga un gesto de reescritura sobre previas escrituras, o de interpolación irónica o crítica sobre previas colonizaciones textuales, todo ello se realiza del más asombroso modo en la segunda parte de esta novela sorprendente.

Más que este aspecto interesante y esencial he querido resaltar, en esta intervención, la capacidad que esa novela posee de interpelar y provocar al lector en el ethos de su vida, o en la orientación de su conducta, o en su propia responsabilidad; se trata de una propuesta o proposición de carácter ético o moral. Y con fuerza suficiente para iluminar, de manera relampagueante, la conducta, y de invitarla a formas de cambio y modificación.

Esta novela es algo más que un juego de hilaridad intertextual para regocijo de teóricos, críticos o escritores posmodernos. En esa novela la literatura se convalida como forma de experiencia que invita y suscita prueba, prueba existencial y prueba de conocimiento (y de reconocimiento). Pero lo consigue por exceso y repleción; colmando todas las expectativas que un espíritu posmoderno, obcecado por la burbuja textual (sin aperturas ni ventanas), pueda albergar.

En este sentido el Quijote puede promover una interferencia radical en nuestro rumbo vital, siempre que seamos receptivos a su gran desafío. Es una obra que produce, o puede producir, un efecto de transferencia (y de transformación en nuestro ethos.) O que, por lo mismo, puede modificar, con éste, también nuestro destino; nuestro daimon.

El Quijote promueve travesías a todo lo largo y ancho de la conciencia moderna. Incluso atraviesa ésta y se sitúa de lleno en plenos misterios gozosos de una posmodernidad que parece también, en este texto, anticipada, pero a la vez trascendida. Todo en esta novela comenta el díctum relativo a la naturaleza textual del mundo mismo. En ella todo es texto y contexto. El mundo es en ella un libro abierto. Pero también, y de forma dialéctica, esa textura del mundo la ofrece a una experiencia vital que se adelanta y se anticipa a todo dogma moderno relativo al «giro lingüístico», o a todo tópico posmoderno sobre la interpretación infinita. O sobre una hermenéutica sin comienzo ni finalidad.

A través de ese grafismo alargado que constituye nuestro personaje, o de su réplica rechoncha, ancha de caderas, generosa de carnes, que es Sancho Panza, su escudero, algo espiritual acontece, atravesando del modo más eficaz la conciencia desventurada que se desploma en la capciosa alternativa entre la mónada textual y el más acentrado vacuum vital y pasional; o entre la literatura autorreferencial y, frente a ese dogma de nuestra conciencia más reciente, un ethos que boga a la deriva zarandeado por el más atroz curso del mundo.

Siempre, en esa desconsolada alternativa, resuena la locura iluminada del más ingenioso y cuerdo de nuestros héroes, confiriendo sentido y pulso a un mundo perfectamente desnortado. Su mismo desvarío resplandece, cual faro en medio de las tinieblas, en ese curso del mundo que no podría existir sin las irradiaciones que la lucidez puede promover en sus mismos modos de fulgurar desde el refugio del hilarante desvarío.

Está novela es, por todo lo dicho, algo más que un puro juego regocijante. Es un símbolo moral, término con el cual expresaba Kant, en su Crítica de la capacidad de juzgar, su definición de la belleza. Por eso su capacidad de interpelación es tan grande. Y trasciende y traspasa todo el espesor de siglos que entre su redacción definitiva y nosotros ha ido acumulando la historia, para escarnio y prueba, o experimentum crucis de todas las hermenéuticas.

Y es que esa obra posee dynamis suficiente para provocar, siempre que nos prestemos a ello como atentos lectores entregados al goce del extraordinario juego que nos propone, una verdadera transformación en nuestras vidas. O en la significación ética y ontológica del curso que éstas adquieren a través de nuestra propia experiencia y andadura.

Y esa interpelación ética, moral de la novela asume, como he señalado, impronta trágica en esas páginas finales tan sorprendentes, en las cuales el sentido y curso de la novela sufre una drástica inflexión, o una cesura trágica que modifica radicalmente la significación que la obra iba poseyendo hasta ese instante. La obra termina descubriéndonos eso que Schopenhauer entendió como parábola simbólica de toda vida humana: ésta es siempre comedia en las distancias cortas, en la regocijante sucesión de episodios o de pasajes; pero tomada en su conjunto es siempre una tragedia.

III

Hace ahora un siglo, y en ocasión de la misma efeméride, aparecieron dos textos que resultaron ser providenciales, uno de Unamuno y otro de Ortega y Gasset. Dieron lugar a sendos libros, Vida de don Quijote y Sancho y Meditación sobre el Quijote, que en cierto modo fueron fundacionales en relación con un proyecto que entonces se fraguó: el de un pensamiento rigurosamente filosófico generado desde nuestro universo hispano.

Durante el siglo XX se han podido añadir otros importantes nombres, como los de Eugeni d’Ors, Xenius, el de Xavier Zubiri o el de María Zambrano, por referirme a los que mejor supieron aunar una característica de la filosofía española, el rigor conceptual y la aventura ensayística. En ese mismo barco estamos bogando también en nuestra hora presente.

Lo cierto es que entonces la cita con el Quijote fue un excelente modo por promover claridad y conciencia de sí en ese hermoso propósito que a todos los que nos dedicamos en esta comunidad hispana al oficio y a la vocación filosófica nos motiva especialmente.

Cabe incluso, en virtud de ese carácter transferencial de la obra cervantina, permitirle que actúe de catalizadora de los principales signos de identidad de esa aventura filosófica en nuestras lenguas hispanas. Por ejemplo la gran atención, común a esta tradición de pensamiento, que suele concederse a la dimensión pasional de nuestra propia condición humana, que muy bien se aviene con la desmedida pasión quijotesca.

Pero hay sobre todo un aspecto, que en esta conferencia he subrayado con particular énfasis, que puede constituirse en uno de los caracteres más propios y específicos de nuestra tradición de pensamiento filosófico. Me refiero a la conciencia trágica. O a una comprensión de nuestra existencia, o de nuestra condición humana, en términos de tragedia.

He querido, sobre todo, subrayar ese carácter, pues es el que espontáneamente más me provoca en esta inmensa novela, sobre todo en sus tramos finales, cuya iluminación retrospectiva sobre el conjunto de la obra es evidente. Y he querido también destacarlo por una razón que me atañe particularmente y que también tiene significación en el marco en que esta intervención se produce.

Se ha dicho a veces, creo que con poca razón, que ese séntido trágico de la vida, que de Miguel de Unamuno en adelante descubrimos con intermitencia en muchas de las mejores reflexiones filosóficas hispanas de nuestro siglo, no tiene quizá resonancia en nuestro mundo catalán y barcelonés, siempre ahogado y anegado en los gozosos misterios del arte, de la arquitectura, de la estética y de la ciudad. Todo mi proyecto filosófico intenta ser un desmentido de esa falsa apreciación (desde mi libro Drama e identidad hasta mi personal aproximación al pensamiento de Joan Maragall, gran amigo de Miguel de Unamuno.)

No es ninguna casualidad que sea en Cataluña, y sobre todo en Barcelona, donde sobreviene esa cesura trágica a la que he aludido en mi conferencia, y esa gran peripecia (en el sentido de la Poética de Aristóteles) según la cual una obra que podría ser, hoy, perfectamente comprendida y gozada como la quintaesencia de una travesía de la conciencia posmoderna, en donde el componente lúdico, de recreo y juego es dominante, asuma un carácter diferente, o se gire hacia una modalidad ineludiblemente trágica.

Eso sucede desde el instante en que don Quijote y Sancho despiertan, sobrecogidos, en territorio catalán; en una Cataluña herida en guerras intestinas, o en bandas de pillaje y de lealtades clientelares, como la que tan excelentemente queda reflejada en los episodios finales de la novela; una Cataluña que es reconocida por nuestro caballero, cuando siente unos pies encima de su cabeza al despertar, por aquello que cree que se halla colgado de los árboles del bosque, una nube de ahorcados; y que finalmente resultan ser los pies de la patrulla de emboscados del personaje que mayor realce épico tiene en toda la novela, el bandido Roque de Guinart, inserto en medio de las célebres reyertas entre los nyerros y los cadells.

Es en territorio catalán, y en particular en Barcelona, donde esa gran mutación del género de la novela sobreviene; ya que a raíz de la derrota de don Quijote en el combate con el Caballero de la Blanca Luna, se produce ese tránsito de la gran comedia a la tragedia. O a que el fondo latente trágico emerja de pronto, invadiendo el espacio textual en las páginas finales.

Es cierto que la interpretación posmoderna goza hoy de excelentes bazas para acometer esta obra genial, en la que las fronteras de la creación y de la crítica se diluyen. Y en la que desde el principio se asiste a verdaderos debates de crítica literaria, como en el escrutinio del cura y del barbero. O al hecho, siempre resaltado, de que sea la trama literaria de las novelas de caballerías la que determina el guión de vida y obra del personaje principal. O que la mímesis no significa, en esta novela, la representación literaria de la vida, sino que, de forma radicalmente invertida, ésta se construye, en el caso de don Quijote, en mímesis de un determinado universo literario (las novelas de caballerías.)

En esa novela, a modo de principio fundacional que sienta precedente sobre otras muchas novelas insignes, es siempre la vida la que imita a la literatura (y nunca ésta la que constituye un reflejo, o una mímesis, de la realidad social, convivencial, histórica o sociológica).

El juego de relato y metarrelato es continuo y constante en el Quijote. La segunda parte se inaugura con la noticia de la publicación de la primera parte, en cuyo conocimiento y comentario intervienen los propios cadelb. protagonistas de la novela. Y llega al máximo refinamiento y extremo de introducir la más letal de las críticas que podía hacerse a la versión espuria del Quijote de Avellaneda.

Por esta vía puede llegarse a una glorificación de esa travesía quijotesca en la conciencia posmoderna que reforzaría uno de los argumentos filosóficos más preponderantes y hegemónicos en estos últimos años. Sólo que es posible también interpretar esa gran obra de manera que se atraviese esa conciencia y se alcance una comprensión que desmienta el carácter antitrágico de la misma, o su sordera respecto a toda consideración ética o moral.

He recordado, en este sentido, el carácter de símbolo moral, en sentido kantiano, que esa obra puede poseer. O su capacidad de interpelación en nuestra vida, y en la orientación de nuestra conducta, de manera que ésta se halle, ante esta novela, en la necesidad de responder, o de asumir su mensaje de forma responsable.

Llamo la atención, con todo ello, sobre la peculiaridad que nuestro pensamiento español e hispano puede generar en el actual concierto filosófico. Quizás sea la construcción de una conciencia trágica lo que puede dar vuelo a un pensamiento hispano sensible a temas como la pasión, la conciencia del límite, las formas trágicas y las interpelaciones éticas o morales que inciden, de forma transferencial, sobre nuestra vida y conducta.

En ese sentido, la novela cervantina podría servir también de catalizadora de aventuras en el terreno del pensamiento filosófico hispano de este recién estrenado siglo y milenio, catapultándolo hacia un horizonte ecuménico, universal, mundial.

Catedrático de Estética, Universidad Pompeu Fabra de Barcelona