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 «Vosotros, bravos, cuyas almas libres desprecian soportar los insultos foráneos, sumad la rabia a la resolución», dice Lincoln. Inmediatamente antes, el bufón Betts ha introducido un silogismo que constituye la primera conclusión: «Libre es nuestra nación, / libres somos nosotros». Si no nos rebeláramos, añade luego Lincoln, «nos vendría / mejor ser sus esclavos». Hacia 1600, esos conceptos, en la lengua inglesa, habían comenzado a asumir una segunda acepción, que explica —por lo menos, en parte— por qué, mucho después, en la segunda mitad el siglo XVIII, cuando se sublevaron los colonos británicos norteamericanos y acabaron por proclamar su independencia, emplearon parecida argumentación. Presumís de guiar una  nación de gentes libres —alegarán más de una vez—, pero queréis esclavizarnos. Os probaremos que somos, en rigor, más libres que vosotros.
A primera vista, se podría pensar que se trata de argumentos manidos, como propios que son de la cultura occidental desde sus orígenes griegos. Desde entonces sabemos —y repetimos a manera de hábito— que todo ser humano propende a la libertad por naturaleza. Pero, en el diálogo de la escena IV de Tomás Moro y en los documentos norteamericanos —a casi doscientos años de distancia— hay más elementos. Son libres porque su nación es libre. Y no se trata de cualquier nación, sino, concretamente, de la nación británica.
¿La británica o la inglesa? Hace años, me pregunté esto mismo al leer un opúsculo secundario de John Stuart Mill y vivir la experiencia —habida, por fortuna, muchas veces— de que la erudición paga réditos. En el texto se hablaba de la English nation. El original estaba escrito y publicado, sin embargo, en latín, y se leía populus Anglius. La traducción era de 1804, justo los días en que ganaba toda Europa el concepto de «nación soberana», perfilado en Francia desde 1789. Antes, no.
Buscaba eso. Pero lo que encontré fue esto otro: el proceso en virtud del cual, en la cultura inglesa —y británica—, la idea de su propia libertad se considera idiosincrática, no solo propia de los ingleses, sino en contraste con otros pueblos. Incluyen desde luego a los españoles. Pero no se preocupen; es medio continente el que consideran sometido a esclavitud. Justo por eso, en la escena IV del drama, esa proclamación de libertad surge al socaire  de los abusos que atribuyen a holandeses y franceses afincados en Londres.
Pues bien, eso —por lo que sé— era más propio del entorno de 1600 que de los días de la vida mortal de Moro. Surgió precisamente al calor de los sucesos que le llevaron al cadalso. Fue esto último, como saben, fruto de una decisión caprichosamente bíblica. Pero, hoy mismo, si preguntan a algunos ingleses que hayan hecho la secundaria —dicho coloquialmente— qué piensan de lo que hizo Enrique VIII, no faltarán quienes les digan que pudo ser despótico, pero que la constitución y la pervivencia de la iglesia anglicana y de la identidad singular entre su mandatario supremo y el rey (ahora, la reina) es símbolo y baluarte —al mismo tiempo— de la libertad de sus gentes. Inglaterra es uno de los países —pocos (poquísimos)— donde la expresión «libertades» retiene la acepción de que gozaba en media Europa hasta el entorno de 1800. Y el origen es ese: tras la crisis provocada por Enrique VIII, se desarrolló una… ¿sensibilidad?, yo diría más bien una retórica, muy bien documentada en la publicística de finales del siglo XVI y todo el siglo XVII, en virtud de la cual el británico era el pueblo libre (free) por antomasia, en contraste especial con los «papistas», que son slaves. No me parece osado suponer que es un lejano eco de la concepción aristotélica del hombre libre frente a la afirmación —aristotélica también— de que hay «esclavos naturales». El despojo de los derechos civiles que impusieron a los católicos los reyes primero y los parlamentarios ingleses después —y que duró hasta muy entrado el XIX— se justificaba, en último término, en ese hecho. Quien no quería ser libre, no  merecía que las leyes se lo garantizaran. Con el tiempo, la argumentación no fue a menos, sino que culminó —en términos legales— con el sarcasmo del Act of Tolerance de 1689, en el que se reconocía la completa libertad de cultos, salvo el de quienes, no siendo anglicanos, afirmaran su fe en la Santísima Trinidad. Verde y con asas.
¿Monumental sarcasmo o alienación? ¿O las dos cosas? Yo no echaría en saco roto la eficacia que tiene este tipo de alienaciones en la formación de una cultura compartida. Recuerden que Rousseau, en el proyecto de constitución para la Córcega, mediado el siglo XVIII, advirtió que la solidez de los estados dependía en buena medida del sentimiento nacional compartido por los súbditos, y eso hasta el punto de que, si carecían de él o era débil, había que fomentarlo; crearlo si hacía falta. Visto desde España —desde la de hoy y supongo que desde la del siglo XVII principalmente—, es un motivo de reflexión. A muchos españoles, nos repugna seguramente la sola posibilidad de que nuestros mandatarios fomentasen el sentimiento nacional. Careceríamos de argumentos para echárselo en cara a otros. Pero la eficacia de esa alienación está certificada por la historia y es uno de esos casos en que la verdad resulta inquietante, molesta y hasta desagradable.
Ahora relacionen, si quieren, ese hecho con la escena VI del drama Thomas More, cuando es él mismo quien sosiega a la gente sublevada con un insuperable… ¿sofisma? Y es que —les dice— «Incluso / la rebelión precisa de obediencia».
Es cierto; uno lo tiene tan claro que tituló hace años el capítulo de un libro que trataba de eso —concretamente,  las rebeldías populares del siglo XVIII en el mundo hispano— «La revolución conservadora». Había observado que lo primero que hacen los rebeldes es dotarse de autoridad y, muchas veces, rehacer jerarquías e incluso uniformarlas —físicamente, por medio de vestidos ad hoc—, acudir desde luego al tambor para anunciar las órdenes y, muchas veces, desarrollar la parafernalia que los convierte en un remedo de aquellos a quienes han logrado o querido vencer. No sé si hay una sola revolución que escape a ese hecho. Por lo menos, me atrevería a asegurar que son así todas las revoluciones que han triunfado en la historia. (Cosa dramática por cierto; quiere decir que, al final, siempre triunfa el orden, y no precisamente entendido como virtud.)
Más allá de la relación entre Shakespeare y Tomás Moro, el drama tiene estos y aún más detalles que alimentan la sensación de continuidad con el día de hoy. Pero no es la menor precisamente la que se representa intencionalmente en el texto, que es la personalidad del protagonista y el desenlace final de aquellos sucesos. Escrito unos ochenta años después de que ocurriera, la coincidencia de la fisonomía que se atribuye a Tomás Moro con la que los historiadores hallan en los documentos de la época no es menos llamativa que todo lo demás. Hay una continuidad manifiesta, que llega a nuestros días. Que se la diera Shakespeare es un añadido cuyo misterio explica Pearce mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo. Es, eso sí, un misterio que uno diría alentador, amén de apasionante. En el fondo, equivaldría a suponer que el drama se escribió para recordar lo que alguien había hecho y uno no se sentía capaz de hacer.
Catedrático de Historia Contemporánea en el CSIC.