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I

“¿Por qué no haces un streap-tease?”, le espeta Marcello a Nadia, una actriz que acaba de divorciarse. La fiesta necesita nuevas atracciones para evitar que el ambiente decaiga. Está cerca el amanecer y el sueño está ganándole la partida a Baco. Otra de las actrices que hay por allí se ofrece: “Si ponéis En un mercado persayo me quedo en pelotas”. “No, estamos hartos de verte desnuda”. Por fin, la homenajeada, Nadia, decide hacerlo y pide que pongan Patricia en el tocadiscos.

Contemplando la danza de los siete velos que el director Robert Carsen ha concebido para la nueva producción de Salomé en el Teatro Real, es difícil no recordar aquellos momentos de la coda de una película esencial, majestuosa, que cumple este año su cincuentenario. La dolce vita (Federico Fellini, 1960) comparte con la obra de Wilde y Strauss el haber sido acogida con singular escándalo. Como suele ser habitual en estos casos, consecuencia de una lectura superficial y tangencial de la obra.

Todavía hoy muchos piensan que la película de Fellini trata de consagrar la frivolidad, de mostrar un modo de vida a imitar, cuando es el fresco más demoledor de la modernidad, de nuestra época más actual. El tiempo de la imagen, de lo refractario, que arrasa con los ideales de sus protagonistas, si es que alguna vez los tuvieron. “A la salud de Nadia, que recuperó su libertad”, brinda Marcello, el protagonista, en la fiesta que corona la inmolación espiritual de sus personajes. Pronuncia un brindis que hoy resuena con singular actualidad: “Por la anulación de su matrimonio, por la anulación de su marido, por la anulación de todo. Dime, ¿es como volver a ser virgen?”

Este ambiente de abolición total puede respirarse entre las cuatro paredes de acero de casino que Carsen levanta el escenario. En una idea brillante, pensó que el Cesar Palace, una de las casas de juego más importante de Las Vegas, era el lugar idóneo para pasear a Salomé, muy cerca de las muchas que hoy se pasean por sus salones. Tampoco podemos dejar de pensar en la Sharon Stone de Casino (Martin Scorsese, 1995), vapuleada por el dueño del lugar, interpretado por Robert de Niro. Rodeada de desierto, esa ciudad norteamericana, con sus neones y su bullicio, es escenario de las más brutales metáforas acerca de lo superficial con que podamos encontrarnos. Carsen encontró el paralelismo perfecto con la historia que primero vimos escrita en el Evangelio.

Este ejercicio simbólico alcanza a la famosa danza de los siete velos. En vez de una actriz que acompaña los bellísimos compases compuestos por Strauss hasta un estadio próximo al desnudo, Carsen escenifica una fiesta muy actual, tan anciana como sus protagonistas. Vestida igual que su madre, Salomé inicia la danza rodeada de los invitados a la fiesta, como cincuenta años después hará Nadia Gray en La dolce vita. Los siete velos son siete pañuelos que caen sobre los rostros de los admiradores de la hijastra de Herodes, que terminan al final tumbados en el suelo, desnudos, tanto como sus mentes en ese momento, que siguen con la vista el ritmo infernal que marca aquella mano deseada. “No comprendo cómo el marido le dio el divorcio”, dirá uno de los invitados al final en la película de Fellini.

La producción de Carsen intenta rescatar a Salomé de la imagen tradicional de femme fatale. Esa que encontramos en Canción de otoño en primavera, de Rubén Darío: “Yo era tímido como un niño. Ella, naturalmente, fue, / para mi amor hecho de armiño. / Herodías y Salomé…”. En vez del reclamo del desnudo de la mujer, en esta producción nos encontramos con el sórdido reflejo de quienes desean que ella se quite la ropa. “La danza tiene la importancia para Salomé porque puede cambiarle la vida para conseguir lo que quiere. Es un acto de venganza contra sus padres y su entorno, y espera que les haga daño”. Es un precio, una transacción. Por eso, la sensualidad por la que opta Carsen es distanciada, grotesca, sin base alguna de verdad, envuelta en una agobiante atmósfera de sordidez. Salomé existe para ser mirada.

La primera vez que la vemos está al otro lado de una gigantesca pantalla. Es una realidad virtual, lejana, como muchas de las personas que podemos contemplar hoy a través de la pantalla del televisor, el ordenador, el teléfono móvil.

El mismo nombre de Salomé no aparece nunca en los Evangelios, sino que surge por primera vez en los escritos del historiador de Roma, Flavio Josefo. En la literatura posterior, las figuras de Herodías, su madrastra, y Salomé tienden a confundirse, hasta su completo desdoblamiento en los escritos del siglo XIX. Como en la escena de la danza de esta producción, no acaba de saberse quién es quién. En la obra de Oscar Wilde aparecen como las dos almas de un mismo personaje: el que quiere permanecer y el que quiere irse de allí; el que huye hacia delante y el que desearía cambiar. A pesar de toda la gente que las rodea a la fiesta, ambas están solas.

II

Cuando Strauss salió de aquel teatro berlinés ya no le cabían más dudas que el tema de Salomé debía ser el que abordara su primera incursión en la ópera. Hizo bien en insistirle que fuera a verla el poeta vienés Antón Lidner. Hasta le envió algunas escenas escritas para un libreto. Pero lo que terminó por convencerle fue aquella producción dirigida por el gran Max Reinhardt, con la actriz Gertrud Eysoldt como Salomé, con aquella traducción alemana tan precisa del original de Wilde. Había que hacer algunos arreglos para que fuese una ópera.

La partitura se concluyó el 20 de junio de 1905. Se estrenaría el 9 de diciembre en Dresde. La reacción entusiasta del público desató la curiosidad sobre aquella composición. En Austria, el argumento de la ópera no terminaba de convencer a los censores para que subiera al escenario de Viena, a pesar de los intentos de su director, Gustav Mahler. El estreno en tierras austriacas tuvo que desplazarse a Graz, en el mes de mayo del año siguiente. Hasta aquella pequeña localidad austriaca se desplazó la flor y nata de la composición y el arte vienés. Gustav y Alma Mahler acompañaron al matrimonio Strauss en los días previos al estreno. Después de citarse para comer en el Hotel Elefant, decidieron improvisar una excursión a la cascada de Gölling esa misma tarde. Alma recuerda un Richard Strauss hipotenso, concentrado en disfrutar del recorrido y del bellísimo paisaje al pie de la cascada, sin ninguna prisa por volver, como si deseara evitar el momento de estrenar (Recuerdos de Gustav Mahler, Acantilado, 2006). “Sin mí no pueden empezar. Pues que esperen”, y se volvía a acomodar alrededor de la mesa donde habían merendado. Así hasta que empezó a oscurecer y Mahler, sin poder resistir más la espera, le espetó medio en broma medio en serio que si no partían en ese momento, él mismo dirigiría en su lugar.

Berg, Shoenberg, Zemlinsky, hasta un Giacomo Puccini que venía de Budapest, se sentaron aquel día mucho más tranquilos en el patio de butacas, expectantes por lo que se contaba de Dresde el día que se escuchó por primera vez. Todo el mundo quería estar esa noche en Graz. Son los grandes acontecimientos que, si hubiese estado allí todo el mundo que luego dijo estar, quizá se podrían llenar dos teatros. El mismo Adolf Hitler llegó a asegurar que estuvo en aquel estreno.

Los matrimonios Strauss y Mahler desayunaron juntos al día siguiente. La función había sido un rotundo éxito, a pesar de los rumores que apuntaban protestas y escándalos. El público se mostró encantado, en una reacción que nadie hubiera imaginado antes de comenzar. A Mahler, acostumbrado a que sus obras se recibieran con un halo de escepticismo e indolencia, aquello le dejó pensativo. Strauss le dijo que ése era su principal problema, que se tomaba todo demasiado en serio, que no valía la pena lidiar hasta la extenuación con lugares como la Ópera de Viena, donde jamás estrenarían Salomé. “Strauss y yo cavamos túneles en lados distintos de la misma montaña. Ya nos encontraremos”.

III

Strauss utiliza la disonancia en esta ópera como recurso expresivo y no estructural. “Las disonancias están al servicio del texto: son doce motivos entrelazados, que están magníficamente orquestados”, nos dice el director musical, Jesús López-Cobos. El acorde de “Estás maldita” que le profiere Juan cae como una losa sobre Salomé. “Sus ojos son lo peor de todo”. La entrada de Jokanaan (Juan, en el original de Wilde) es una mezcla de misticismo y temor. “Su carne debe ser fría como el marfil”. De donde viene él parecen no importar los hombres ni lo puramente humano. Es su primera visión de la virtud, que siempre aparece tan inalcanzable esa vez. Salomé, sin embargo, ve únicamente al hombre: un cuerpo, unos cabellos, una boca. “Jamás, hija de Sodoma, estás maldita”. Cuando él se va, quien de verdad queda encerrada es ella, aunque sepamos que Juan terminará sus días en la celda de aquel palacio. Sin embargo, todo lo que dice surge de una textura musical que la hace libre y rotunda. La música del interludio, que nos lleva del encuentro de Salomé con el profeta a la escena en el interior del palacio, resuena en el foso con contundente como una sentencia.

López Cobos firma la que quizá ha sido su lectura más inspirada en el foso del Teatro Real. Parte de un conocimiento y un cariño evidentes por la partitura. “Ensayamos con los textos porque la música es enormemente descriptiva. Wagner abrió una ventana y Strauss, una puerta. Luego, el salto definitivo hacia lo nuevo lo daría Schoenberg”. La soprano sueca Nina Stemme, apoyada en una voz portentosa, firma una actuación excepcional: compone una Salomé frágil, intentado abrirse paso en medio del hastío que la corroe de forma persistente. La otra soprano, Annalena Persson, prefiere una Salomé desafiante y resabiada. El Jokanaan de Mark Doss resuena amplio desde la profundidad de su mazmorra. En Stemme, la de Juan es la turbadora sorpresa de la autenticidad, en medio de ese mundo forrado de acero, del color agreste y monótono de las cajas de caudales. En Persson, es la un descubrimiento. Stemme termina por dejar poso, como toda la música que debe cantar el personaje en esta ópera. Salomé es un auténtico vendaval sonoro. Persson, por su parte, posee una voz de menos peso que la de Stemme, pero es afilada y certera como un cuchillo.

El encuentro entre Juan y Salomé es una fabulosa metáfora sobre la incomunicación, sobre el trágico destino que conlleva no poder entenderse. Quizá no hay salida: la historia de Salomé es la de un deseo fatuo, la de una tragedia sin redención posible.Antes de tramar su venganza, termina acurrucada en el fondo del escenario como meses antes lo estuvo en ese mismo lugar la Lulú de Alban Berg.


Salome, de Richard Strauss

Gerhard Siegel, Peter Bronder, Doris Soffel, Irina Mishura, Nina Stemme, Anabella Persson, Wolfgang Koch, Mark S. Doss.

Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Teatro Regio de Turín y el Maggio Musicale Fiorentino, Robert Carsen (dir. escena).

Orquesta Titular del Teatro Real, Jesús López Cobos (dir.)

Teatro Real, Madrid, 14.4.10

Periodista y crítico musical