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«En el clásico de Frank Capra Qué bello es vivir, George Bailey, —personaje interpretado por James Stewart— tiene la oportunidad de ver cómo hubiera sido el mundo si nunca hubiera nacido. Estaría muy bien si pudiéramos hacer lo mismo con los Estados Unidos, mirar cómo hubiera sido el mundo si estos no hubieran sido la más preeminente superpotencia que lo ha modelado durante las últimas seis décadas, e imaginar cómo sería si América declinara, como hoy muchos predicen» (p. 1). Así comienza The World America Made, la última obra publicada por Robert Kagan, analista político de reconocido prestigio y autor de obras de gran impacto como Poder y debilidad (Taurus, 2003) o El retorno de la historia y el fin de los sueños (Taurus, 2008). Asesor de política exterior de Mitt Romney durante la pasada campaña del candidato republicano en las elecciones presidenciales norteamericanas, Kagan se ha consolidado en los últimos años como uno de los autores de mayor relevancia e influencia en Washington. El propio Barack Obama citó y respaldó la tesis central de un artículo suyo —basado en el libro objeto de la presente reseña— en su discurso sobre el Estado de la Unión de 2012, convirtiéndolo en una de las obras más citadas y comentadas sobre política exterior de los últimos años.

Siempre polémico, Kagan vuelve a la carga con esta nueva obra cuyo objetivo, como indica su párrafo inicial, es responder a la pregunta de cómo sería el mundo si Estados Unidos no fuera la gran superpotencia hegemónica, y analizar cuáles serían las consecuencias o riesgos inherentes al declive o fin de dicha hegemonía, en caso de que esta se produjera. Para ello, al igual que en sus anteriores obras, Kagan adopta un enfoque pragmático de las relaciones internacionales, basado siempre en la experiencia histórica y en el análisis de los hechos y las actuaciones de las principales potencias en el pasado, como fórmula para interpretar el presente y especular sobre el futuro. Según Kagan, la historia nos demuestra que los órdenes mundiales son pasajeros, se alzan y decaen, y en cada periodo histórico las naciones más poderosas han imprimido su particular sello en las relaciones internacionales. Cada orden mundial hegemónico, a través del poder político, económico y militar de la potencia dominante, ha hecho que una serie de valores, instituciones, maneras de concebir el mundo y sistemas económicos que le son inherentes se impongan a los demás. Así ha sido desde el Imperio Romano hasta nuestro tiempo. Tras las guerras napoleónicas, la hegemonía británica y el balance de poder entre las distintas potencias europeas establecieron una era de relativa paz y estabilidad, y de progresiva expansión del libre comercio y las libertades en el mundo. Al comienzo del siglo XX muchos pensaron que la humanidad había alcanzado «un punto culminante en su evolución y que las grandes guerras y la tiranía habían quedado obsoletas» (p. 6). Años más tarde, dicho orden fue destruido con el ascenso del nacionalismo y el totalitarismo, y las dos grandes guerras mundiales trajeron una devastación y un horror sin precedentes en la historia.

El autor argumenta cómo el origen del actual predominio de la democracia liberal y del libre comercio a nivel global no es otro que el de la creación de la nueva hegemonía americana tras la Segunda Guerra Mundial, y plantea pues, la pregunta: ¿puede suceder en nuestros días lo mismo que sucedió en el siglo XX si desaparece dicha hegemonía? Según Kagan, muchos autores e intelectuales creen que no, que el nivel de desarrollo actual, el aumento de democracias liberales en el mundo y la interdependencia económica entre las potencias en la globalizada economía de nuestros días evitaría que eso sucediera de nuevo. Para él, dicho planteamiento es ciertamente ingenuo. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, a pesar de la guerra fría, la hegemonía de los Estados Unidos ha favorecido un avance sin precedentes de las democracias liberales y de la libertad de comercio mundial que unida a los avances tecnológicos, culturales y sociales, ha favorecido el nivel de desarrollo y progreso humano que conocemos hoy. Reforzado por las instituciones internacionales —sostenidas gracias al poderío militar y la influencia de los Estados Unidos—, el presente orden internacional ha facilitado el progresivo aumento de las democracias en el mundo, pero eso no significa necesariamente que dicha tendencia no pudiera cambiar, y que si los regímenes autocráticos ganaran poder, podría incluso invertirse.

Repitiendo los argumentos ya expuestos en su obra El retorno de la historia y el fin de los sueños, Kagan ofrece como ejemplo para reafirmar su tesis el papel que Rusia y China han jugado en cada conflicto o crisis que se ha producido en los últimos años. No parece muy lógico deducir que, si las autocracias se han dedicado a proteger y promocionar la creación de otras autocracias en el mundo, si decayera el poder norteamericano comenzaran de repente a promover las instituciones democracias liberales. El apoyo de Rusia a regímenes como los de Irán, Siria o Venezuela, o el de China a Corea del Norte o a diferentes dictadores africanos, inclinan al autor americano a pensar que más bien sucedería todo lo contrario.

El progreso que hoy disfrutamos no es para Kagan una inevitable evolución de la especie humana, sino el producto de una única y quizá transitoria configuración de poder en el orden internacional. Si la balanza de poder cambiara, es posible que las características del mundo cambiaran también. «Quizá la democracia se ha expandido a más de un centenar de naciones porque la más poderosa nación en el mundo ha sido una democracia. Quizá el increíble crecimiento económico mundial de las pasadas seis décadas refleja un orden económico modelado por la economía de libre mercado que es líder mundial. Quizá la era de paz que conocemos tiene algo que ver con el enorme poder acumulado por una nación» (p. 5). Para Kagan, «la lección del siglo XX, quizá olvidada en el XXI, es que si uno quiere un orden más liberal, no habrá otra alternativa para las naciones democráticas que la de construirlo y defenderlo. El orden internacional no es una evolución; es una imposición. Es la dominación de una visión sobre otras —en este caso, la dominación de los principios liberales económicos, políticos y de las relaciones internaciones sobre otros principios no liberales—» (p. 97).

Kagan reivindica el papel crucial de los Estados Unidos en el mundo que hoy conocemos, y relaciona la inusual combinación de su vasto poder y de la remarcable aceptación global del mismo, como los factores principales que han evitado no solo el crecimiento de los regímenes autocráticos, sino también que haya habido ausencia de conflictos armados entre las grandes potencias. El orden mundial que conocemos se sustenta, así, en la hegemonía de los Estados Unidos y, como todos los órdenes mundiales precedentes, ha sido modelado por sus intereses y preferencias. El paulatino proceso de democratización, la libertad del comercio mundial, la globalización y la interdependencia económica entre los distintos países son su resultado, y constituiría un grave error creer que dichos avances podrían sostenerse sin un poder equivalente que los sostuviera en el futuro. «La muy aclamada teoría de la paz democrática sería más persuasiva si las grandes potencias fueran todas democracias. Podría explicar por qué Francia y Alemania no han ido a la guerra, pero no explica por qué Rusia y China no se hayan envuelto aún en conflictos con otras potencias» (p. 65). La interdependencia económica no evitó las dos grandes guerras del siglo XX. Hoy sería ingenuo confiar en que criterios meramente económicos constituyan la base de todas las consideraciones de las potencias sobre la paz y la guerra.

Kagan entiende que, antes al contrario: «Nacionalismo, honor, temor, la ambición de poder y otras emociones humanas modelan el comportamiento de las naciones tanto como modelan el comportamiento de las personas que habitan en dichas naciones» (p. 65). Por ello, para Kagan, el argumento de que no es necesario imponer el orden mundial liberal, de que «simplemente sucederá» (p. 97), no se sostiene, como tampoco la percepción generalizada de que la prevalencia del sistema de economía de libre mercado y del libre tránsito de mercancías a nivel global es fruto de una evolución natural de la economía, y de que existe un consenso general en que es la mejor herramienta para crear riqueza y prosperidad. Asumir que ninguna potencia estaría dispuesta a acabar con «la gallina de los huevos de oro» es igualmente erróneo, y existe un alto riesgo de que el proteccionismo y los controles sobre el tránsito de mercancías desarrollado tradicionalmente por las autocracias prevalecería a la libertad comercial que hoy garantiza el control de los mares por parte de EE.UU.

Por último, Kagan cuestiona el planteamiento mismo de que Estados Unidos esté en decadencia. Para él, los autores que afirman la existencia misma de esta exageran, y parten de una mitificación errónea de la influencia de los Estados Unidos en el pasado. Si bien es cierto que EE.UU. actualmente no impone siempre su voluntad en las relaciones internacionales —como demuestra la gestión del conflicto Sirio o las tensiones con el régimen norcoreano o venezolano—, también es cierto que nunca lo hizo. Vietnam, Cuba, Venezuela y el aumento del populismo en Latinoamérica son buen ejemplo de ello. EE.UU. sufrió varias derrotas en la guerra fría pero mantuvo su hegemonía. Por ello, Kagan concluye la obra afirmando que no podemos dar por sentado que dicha decadencia sea inevitable, sino que deberíamos ser conscientes de que vivimos en un mundo que, con sus virtudes y defectos, «constituye una remarcable excepción en la historia de la humanidad», y las democracias libres debemos poner todo nuestro empeño en preservarlo. Es un argumento del autor que recuerda aquella inscripción en el Washington Mall, junto al monumento a los caídos en la Guerra de Corea, que afirma que Freedom is not free (La libertad no es gratis). De lo contrario y, volviendo a Kagan, «quizá algún día no tengamos elección y tengamos que verlo desaparecer. Hoy sí que la tenemos» (p. 140). 

ASESOR PARLAMENTARIO. PARLAMENTO EUROPEO