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En las últimas versiones de la muerte de Hipatia, sobre la cual podemos remitirnos al estudio serio y ponderado de Maria Dzielska (Harvard University Press, 1995), se toma la parte por el todo, lo accidental por sustancial, lo anecdótico por regla, y se describe de modo explícito o por asociación toda la Iglesia alejandrina como una comunidad fanática, analfabeta, apegada a la interpretación literal de la Escritura, que no admite ninguna reinterpretación de la Revelación bíblica, y opuesta a todo lo que signifique griego o helénico. Lo malo no es ya sólo falsear la poliédrica realidad del cristianismo antiguo, en que convivían tendencias y orientaciones de muy diversa laya. Es que, de todo él, es precisamente en Alejandría en donde más peso tuvieron las escuelas más letradas, más proclives a la interpretación simbólica de las Escrituras y más tendentes a la integración de la paideia griega.

Vaya por delante el carácter tumultuoso y conflictivo de una ciudad que es otro ejemplo más, como el Toledo medieval, de que la supuesta tendencia natural de las religiones a la convivencia pacífica y fecunda no pasa de mito histórico bien intencionado. La Nueva York de hoy tiene poco que ver con la realidad de los siglos pasados. El apogeo cultural de Alejandría sí se benefició de la coexistencia de distintas tradiciones religiosas, pero esta coexistencia no solía ser pacífica. Antes al contrario, fue una fuente incesante de conflictos que plantearon graves problemas a los gobernadores ptolemaicos, romanos y bizantinos, y también a los patriarcas cristianos. La misma ciudad en que la Biblia se tradujo al griego (siglo III a. C.) y en que Filón (siglo I d. C.) adecuaba el judaísmo a la filosofía platónica, vivió durante más de seis siglos múltiples choques violentos entre griegos, egipcios y romanos, y entre paganos, judíos y, desde el siglo II d. C., también cristianos. Las luchas étnicas, sociales y religiosas fueron constantes y no pocas veces los romanos se conformaron con imponer una paz frágil y provisional. Pero esta tendencia permanente al tumulto no fue obstáculo para que Alejandría se convirtiera, desde época helenística hasta el siglo V d. C., en el gran faro cultural del Mediterráneo.

Era lógico, inevitable incluso, que el cristianismo de Alejandría participase del carácter tumultuoso que impregnaba la ciudad; pero también, y con mucha mayor fecundidad, de la gran tradición de estudio e investigación científica, textual y filosófica que había comenzado con los Ptolomeos y en la que los judíos llevaban insertos ya cuatro siglos. El reciente libro de Attila Jakab, Ecclesia Alexandrina (París, 2001), da cuenta de la implantación y desarrollo del cristianismo en la ciudad. En Alejandría se formaron muchas de las grandes figuras de la teología y la patrística de los siglos II al V, que irradió todo el Imperio con obras de gran calidad literaria y filosófica, fundamentales en la fijación de las doctrinas conciliares. La llamada escuela catequética de Alejandría cuenta entre sus filas a Clemente, Orígenes, Dídimo, Atanasio, Cirilo, Sinesio. Incluso entroncan en la tradición alejandrina otras figuras del Asia Menor, como Eusebio de Cesarea, y los Capadocios (Gregorio de Nazianzo, Gregorio de Nisa, Basilio), que descienden directamente de sus textos y métodos intelectuales. De muchos de ellos podrán discutirse determinadas posiciones intelectuales, y varias acciones de quienes tuvieron mando episcopal. Pero si de algo no se puede tachar a las grandes figuras del cristianismo alejandrino es de analfabetos iletrados o de enemigos de los libros. Sus obras ocupan muchos de los mejores volúmenes de la Patrología de Migne. En especial el tan denostado Cirilo es uno de los grandes maestros de la teología del siglo V. Uno de los grandes proyectos de investigación europeos se dedica a la edición crítica de sus obras. Y no es por mero afán anticuario: una revista internacional creada y editada en Bolonia, Adamantius (en honor del incansable Orígenes), se dedica en exclusiva a la investigación sobre la escuela de Alejandría, y crece cada año en número de artículos especializados sobre unos textos y métodos cuya profundidad aún ofrece muchas sorpresas.

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Esta erudición alejandrina hace gala, además, de la mayor apertura de miras que podemos encontrar al estudiar el cristianismo antiguo. Lo que hoy llamaríamos diálogo de fe y razón se reflejaba entonces sobre todo en la interpretación de la Escritura. Otras escuelas de menor brillo, como la antioquena, mantenían una aproximación literalista a la Biblia y desconfiaban del método alegórico como una puerta abierta a la contaminación de la Revelación por la filosofía griega. En Alejandría, por el contrario, la orientación en favor de la alegoría es entusiasta. Clemente dedica parte del libroV de los Stromata a justificar la interpretación simbólica de la Biblia, con lo que sigue en el cristianismo los pasos de Filón en ámbito judío. Y sin empacho alega en su favor los múltiples usos que los griegos hacen del simbolismo como explicación de pasajes difíciles de los poetas y filósofos, incomprensibles si se interpretan en su literalidad pura. Las críticas de la apologética anticristiana, como el Discurso verdadero de Celso, apuntaban al seguimiento ciego de la Escritura y,entonces como ahora, se deleitaban en citar con tono acusador pasajes bíblicos de difícil cumplimiento literal. Orígenes, discípulo aventajado de Clemente, le responde punto po punto en el Contra Celso, interpretando cada pasaje con el mismo método alegórico que los más respetables filósofos, desde el neoplatonismo a la Estoa, llevaban siglos aplicando a los poemas homéricos y a los Diálogos de Platón. Lo mismo hará Cirilo en su Contra Juliano, que responde a su vez al Contra los galileos del último emperador pagano. Se podrán reprochar, si se buscan, algunos errores intelectuales a los alejandrinos: pero no precisamente el de la adhesión ciega a la letra del texto, ni la creencia de que la fe es incompatible con la razón. Al contrario, si los principios opuestos, es decir, la reinterpretación de la Escritura de acuerdo a criterios de racionalidad y adecuación al contexto cultural, han triunfado en la mayor parte de la tradición cristiana, es en buena medida gracias a la labor exegética alejandrina.

El gusto por el estudio y la aplicación de la interpretación filosófica a la Escritura son en realidad manifestaciones de una actitud más amplia: el filohelenismo, el afán por tender puentes con la civilización griega, de trenzarla con la bíblica en un solo tronco nuevo. Había, cierto es, sectores cristianos poco proclives al cultivo de los filósofos y poetas griegos, porque temían que el paganismo contaminase de errores humanos la Verdad revelada. El famoso dicho de Tertuliano «¿qué tienen que ver Atenas y Jerusalén, la Academia y la Iglesia?» es un clásico de esta actitud. Pero de nuevo, el cristianismo alejandrino no participa en general de tal cerrazón, sino que estuvo en la vanguardia de la helenización que había de triunfar y convertir al cristianismo en transmisor de la cultura clásica hasta la modernidad. Clemente o Sinesio no sólo conocen a la perfección a Homero, Platón y a los demás grandes autores antiguos y contemporáneos. No sólo los citan y transmiten. Además, aplican sus métodos y presentan el cristianismo en moldes griegos, para adecuarlo a unos patrones culturales cuya superioridad era indiscutible. En el Protréptico, una exhortación a la conversión que adapta al cristianismo un género literario cultivado, entre otros, por Aristóteles, Cicerón y Jámblico, Clemente de Alejandría presenta al Logos con el mito del canto de Orfeo que arrastraba con sus sones a la naturaleza, y acaba exhortando a seguir los misterios del Logos con imágenes tomadas de Eleusis y de las Bacantes de Eurípides. Entre medias, doce capítulos que, al hilo de la refutación del paganismo, transmiten preciosos fragmentos de poetas trágicos y filósofos presocráticos que de otro modo no conservaríamos.¿Dónde está el desprecio por Atenas y por la sabiduría de Grecia? No, desde luego, en Clemente, ni en la tradición que continúa su actitud abiertamente filohelénica. En el proceso de inculturación cristiana en la paideia griega que han descrito con brillantez, entre otros, Werner Jäger (Cristianismo primitivo y paideia griega, trad. esp. Madrid 1995) y Henry Chadwick (Early Christian Thought and the Classical Tradition, Oxford 1966), el motor fundamental es precisamente alejandrino. Los Capadocios no lo habrían podido llevar a su plenitud sin las raíces que los sustentaban.

Claro que todo apogeo tiene sus puntos oscuros y su decadencia. Desde mediados del siglo V, esta orientación perdió su primacía y Alejandría se fue sumiendo en un aislamiento cada vez mayor. La rivalidad con Constantinopla y el declive de la situación fomentaron las tendencias disgregadoras. El idioma nacional egipcio, el copto, se fue imponiendo al griego, y el pensamiento acompañó a la lengua. El sucesor de Cirilo, Dióscoro, heredó el carácter de su antecesor, pero no su sutileza teológica y finura conceptual, y al cabo las posiciones alejandrinas fueron derrotadas en el concilio de Calcedonia del 451, que marca la separación formal del Patriarcado de Alejandría de la Gran Iglesia. Precisamente cuando se impuso el talante simplista y agresivo que está en la raíz de la muerte de Hipatia empezó el declive de tan gloriosa escuela. El testigo de la apertura y el filohelenismo alejandrinos fue recogido por Constantinopla. El monacato, surgido precisamente en Egipto a fines del siglo III, y muy favorecido como nuevo modelo de santidad por los patriarcas de Alejandría, parecía de caer bajo Dióscoro hacia un instrumento de presión política. Pero fue domeñado en Calcedonia y se convirtió inmediatamente en la gran vía de transmisión de la cultura clásica a lo largo de todo el Medioevo, mediante la copia continua y conservación de manuscritos que han preservado las grandes obras de la Antigüedad (Nigel Wilson, Copistas y filólogos, trad. esp. 1986). Los monjes fueron, en su gran mayoría, exactamente lo contrario de los vesánicos destructores de libros a quienes se quiere culpar de la pérdida de las obras clásicas. Mutatis mutandis, en la Alemania de los años treinta, y en otras épocas y lugares también hubo profesores, los menos, que participaron en depuraciones, censuras y quemas de libros. Y no faltan películas que los retraten. Pero, más allá de las boutades, nadie sostiene que los profesores se dediquen sobre todo a destruir la cultura y quemar libros. Tampoco los monjes. Es casi una obviedad, pero cumple repetirlo cuando está de moda decir alegremente lo contrario.

El final de la época de gloria del Patriarcado alejandrino es, como todo cierre, un espectáculo de decadencia que contrasta con el pasado esplendor. Pero su gran obra histórica estaba ya cumplida, y no es por el estertor de la agonía como se debe juzgar la vida anterior del moribundo. No juzgamos la democracia de la Atenas clásica por el juicio de Sócrates, sino por los discursos de Pericles. Ni la civilización romana por las orgías de Heliogábalo sino por la paz de Augusto. Del mismo modo, ninguno de los episodios desgraciados que jalonan la historia de la Iglesia alejandrina, por mucho que se agiten, empaña un logro intelectual clave en la Historia occidental: la unión de lo mejor de la Revelación bíblica con lo mejor de la tradición griega.

Profesor de Filología Clásica. Universidad Complútense de Madrid