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La liberal-democracia se fundamenta en el pluralismo, esto es, en la aceptación de visiones del mundo varias y diversas. Distinto del relativismo, es inseparable de la tolerancia y se afirma en el rechazo del dogmatismo y del fanatismo1. Nadie parece negar lo imprescindible de una sociedad plural, ni la existencia dentro del Estado de «pueblos», en el sentido cultural del término, cuya lengua y costumbres, democráticamente validables, pueden y deben verse reconocidas constitucionalmente. Así, en el Segundo Manifiesto del Foro Babel (20 de junio de 1998), Por un nuevo modelo de Cataluña, leemos: «Es una exigencia democrática del ordenamiento constitucional vigente proteger la libertad de ideas y de creencias de los individuos y la pluralidad de partidos y asociaciones con ideologías diferentes […]. Por otro lado, si bien los sentimientos de pertenencia a un grupo social, cultural o ideológico son también legítimos, como es obvio, no lo es condicionar en su nombre la actuación de los poderes públicos, ni introducir desigualdades en los derechos de los ciudadanos». Consecuentemente, «hay que crear condiciones iguales para que todas las personas puedan integrarse en los grupos sociales, culturales o ideológicos que libremente prefieran». Pluralismo y ciudadanía -igualdad de derechos y obligaciones, participación mediante distintas formas legítimas en la sociedad y el Estado- no pueden, por tanto, separarse.

El protagonismo de las clases y de los grupos sociales ha cedido ante el de las identidades territoriales, nacionales, de género o de raza, individuales incluso

El término pluralismo conoce en España una extraordinaria difusión, convertido incluso en retórica, desde el momento, tal como antes se ha señalado, en que es plenamente aceptado como consustancial a un régimen democrático. Los problemas surgen, y quizás así se explique en parte el abuso del concepto, cuando se confunde, indebida y conflictivamente, con el de identidad. Es harto frecuente la deriva terminológica: parece tratarse de pluralismo y en el mismo contexto emerge la identidad. Y ello sin contar con el propio apogeo del término.

El nuevo paradigma cultural

Apogeo del término: se ha subrayado, en efecto, la vigencia en el ámbito de las ciencias sociales y de las humanidades, del concepto de identidad, a veces indiscernible de los de cultura y memoria, dentro del desplazamiento, ya no tan nuevo, de la historia social por la historia cultural. Recientemente subraya Alain Touraine, en su libro Un nuevo paradigma para comprender el mundo de hoy, que ya no podemos comprender el mundo en términos sociales sino culturales: «Durante medio siglo hemos representado y organizado nuestra existencia en términos económico-sociales, un modelo en el que los conceptos eran capital, trabajo, huelgas y mercado. Y todo eso se ha ido abajo, no estamos ya en ese paradigma [… ] Estamos en un nuevo paradigma, el paradigma cultural […] Hemos pasado de una sociedad de lugares a una sociedad de flujos, con movilidad, inmigración, encuentro y choque entre culturas».

El protagonismo de las clases y de los grupos sociales ha cedido ante el de las identidades territoriales, nacionales, de género o de raza, individuales incluso. Los factores culturales identitarios desplazan a las variables demográficas, económicas y sociales. La identidad suele entenderse, en definitiva, como aquello que se pretende común a cualquier colectivo -atrevida pretensión por cuanto ni siquiera es fácil aprehender la identidad individual, única posible, por otra parte, para Alain Touraine-. No sin voces discrepantes, en la realidad política y social española el problema de la identidad se sesga abiertamente hacia una dimensión especial de aquélla: la territorial, regional o nacional. Y los conflictos básicos ya no se fundamentarían, ni ahora ni históricamente, en las diferencias económicas, sociales e ideológicas, sino en razones culturales2.

En el identitarismo confluyen elementos diversos: el multiculturalismo, la antropología cultural, en especial la interpretativa y simbólica de Clifford Geertz, con antecedentes en el Verstehen weberiano. También la crítica «gauchista» al sistema. Este último aspecto interesa sobre todo, para una mejor comprensión de nuestro particular tiempo presente, dada la extensión del «filonacionalismo contemporizador», tan común en ámbitos intelectuales y políticos. Crítica «gauchista» al sistema desde los movimientos antiglobalizadores. En palabras de Savater: «En Génova, Porto Alegre y otras concentraciones reivindicativas similares siempre han encontrado un foro propicio los representantes del nacionalismo vasco radical, junto a los kurdos y chechenos».

La manipulación de las culturas

En definitiva, todas las culturas son intrínsecamente valiosas y ninguna lo es más que otra: tal sería la perspectiva del multiculturalismo identitario. Después, desde nuestro eurocentrismo -o españolismo- hemos juzgado lo que no conocíamos y hemos intentado suprimirlo. Un acabado ejemplo es la propaganda oficial del Foro de las Culturas de Barcelona: «En un momento en el que la mundialización económica rompe las barreras del Estado nación hay que dar la palabra a las culturas, los pueblos [… ] para que puedan aportar nuevas visiones y propuestas a los graves problemas que cinco siglos de dominio de los Estados han generado». La identidad oprimida es aquí, obviamente, la catalana y el Estado opresor, el español. Finalmente, suele omitirse cómo el nacionalismo de la identidad encubre frecuentemente el regionalismo de los intereses. Lo señala Edurne Uriarte: «Los sentimientos, los hechos diferenciales y la trascendencia histórica se confunden con las superficialidades y mezquindades materiales. No se sabe dónde acaba la creencia en los derechos de la identidad y dónde empiezan las aspiraciones al poder de los líderes regionales […]. Impera un clima dominante en el que la apelación a las «identidades y singularidades» legitima por sí misma cualquier reivindicación y actitud. Tanto es así que apenas nadie osa denunciar el regionalismo de los intereses protegido y confundido como está por el envoltorio sagrado de la identidad».

El éxito del término «identidad» está estrechamente relacionado con su utilización para la discriminación política

En el paso del pluralismo a la identidad vienen confluyendo, por tanto, muy variadas razones: junto a las ideológicas, las políticas y económicas en una difícilmente discernible amalgama. El éxito del término está estrechamente relacionado con su utilización para la discriminación política, pues reclamar «una identidad étnica como base para la organización política conlleva la negación del principio político de ciudadanía por igual para todos los habitantes del territorio»3. En rigor, lo identitario, lo étnico, supone un rechazo del pluralismo, al predicar la absoluta homogeneización interna del pueblo, la cultura, la etnia. No puede omitirse el papel jugado por una sedicente «izquierda» en este desplazamiento hacia lo identitario, fundamento de los nacionalismos vigentes. El testimonio de Savater es suficientemente expresivo: «Respecto al caso vasco, la actitud de numerosos intelectuales de izquierda siempre ha sido particularmente lamentable. Hay figuras celebradas por su «compromiso político y social» capaces de irse como escudos humanos a Bagdad pero a los que jamás hemos visto como escudos de ninguno de los concejales amenazados a pocos kilómetros de sus casas, capaces de asistir con todo entusiasmo y sin que nadie les convocase perentoriamente a las manifestaciones contra la guerra de Irak o contra la gestión gubernamental del caso Prestige, pero con los que todo ruego ha resultado inútil cuando se trataba de que viniesen a una manifestación en defensa del Estatuto y de la Constitución en el País Vasco».

La identidad se convierte en una ideología política encaminada a convertir sociedades heterogéneas en pueblos homogéneos, entidades metafísicas más allá de la voluntad de sus ciudadanos constreñidos física y moralmente. Se ha denunciado así la actual situación de Cataluña: «Nos preocupan tres órdenes de cuestiones. En primer lugar, que los sentimientos de identidad sean convertidos en ideologías políticas y que, basándose en ellas, las señas de identidad de un determinado grupo de ciudadanos puedan ser consideradas las únicas legítimas y propias y, por el contrario, las de otros sectores sociales sean consideradas impropias o foráneas y, por tanto, ilegítimas. En segundo lugar, nos preocupa que la ideología nacionalista -que respetamos pero no compartimos- pueda ser elevada a la categoría de ideología oficial de nuestras instituciones y que la misma puede llegar, incluso, a invadir sectores de la actividad ciudadana privada. En tercer lugar, nos preocupa que, en una sociedad a la que se reconoce como plural, los partidos que no se declaran explícitamente nacionalistas tengan también como eje central de su discurso político e ideológico la obsesión por la identidad, entendida como un cliché cultural uniforme, preestablecido, indiscutido y unidireccional»4.

La consecuencia de la sublimación de lo identitario conlleva la exigencia de la autodeterminación: el derecho inalienable a que una nación se autodetermine y constituya un Estado propio. Tal derecho podrá no ejercerse de momento, pero se actualizará cuando una mayoría social -sobre la que se ejerce todo tipo de presiones- lo demande, ya que la autodeterminación se entiende como la única defensa real de la identidad. Lo afirma con claridad, acabado ejemplo de cuanto se viene exponiendo, Salvador Cardús, para quien la identidad no es tanto el resultado de referencias culturales bien definidas -lengua, tradición literaria, historia… – cuanto la existencia de mecanismos que permiten una identificación del individuo con la comunidad de referencia. En definitiva, no puede concebirse una nación cultural viva por más que se asegure la permanencia de unos contenidos que permitan su identificación, ya que éstos son cambiantes y complejos. Es necesaria la existencia de una nación política, es decir, de «una comunidad con derecho a establecer unas condiciones de ciudadanía política». En fin, los esfuerzos teóricos, más claros en los fines que en la argumentación, de Xavier Rubert de Ventós ilustran plenamente acerca de la deriva conceptual que venimos describiendo, al soñar de esta forma el futuro de Cataluña: «Una independencia sin interferencias […] una capacidad de decisión sin mediaciones, ni deseadas ni rentables […] poder pactar su seguridad aquí y sus infraestructuras allá; sus símbolos con unos y su política social con otros -en cada caso con quien más ofrezca y convenga-. Esto y no otra cosa es la independencia del país». La aparente -e innecesaria, ya lo hay- exigencia de pluralismo concluye, al margen de la imposibilidad práctica de definir el sujeto activo que pueda ejercitarla (Vidal-Quadras), en la demanda, expresa o velada, de independencia a través de una autodeterminación, derecho permanente e indiscutible, que se ejercería a través de la celebración de los referendos que fuesen necesarios hasta lograrla.

¿Cuáles son las consecuencias intelectuales y políticas de nuestros delirios identitarios? Las líneas que siguen han de entenderse a partir de la afirmación, se ha dicho ya, de la indisociabilidad de pluralismo y democracia, pero también de la razón profunda de las identidades múltiples, dinámicas, abiertas al cambio y que incluyen no sólo elementos contrarios sino contradictorios5. Por otra parte, el reconocimiento de un auténtico pluralismo nacional y su adecuada interrelación podría venir, considera Andrés de Blas, encajando la nación española en el tipo ideal de nación política, más abierta al papel del Estado, al reconocimiento de una nación de ciudadanos, mientras que las demás realidades nacionales se acomodarían mejor al modelo de nacionalidades culturales con su rasgos específicos. Admitidos todos los nacionalismos, el español incluido, la convivencia se garantiza con el adecuado reparto territorial del poder, la adopción en profundidad del valor de la tolerancia y la aceptación de un mecanismo de lealtades compartidas a las distintas realidades nacionales: «El sentirse al mismo tiempo catalán, español, europeo y ciudadano del mundo es una posibilidad que está ahí, favorecida por el curso de las cosas y por el avance hacia una «pluralidad de jurisdicciones» como rasgo dominante de la vida del momento. Tales lealtades son hoy visibles en la vida española». Visibles, pero peligrosamente amenazadas.

Volviendo sobre la forma en que los problemas identitarios vienen incidiendo y deteriorando la convivencia democrática en la España de hoy, hay que subrayar, en primer término, un desenfoque básico, insólito en cualquier sistema democrático: la nación española y el debate sobre sus problemas resultan desplazados por los intereses regionales y las reivindicaciones nacionalistas que absorben plenamente las energías del país, en una permanente ceremonia de la confusión sin principio ni fin. Aún más, como dice Savater: «Nunca lograré entender por qué esta actitud se considera más progresista ni más de izquierdas que la opuesta». Al final, no se pretende tanto mejorar la democracia, el funcionamiento del país que exigiría, quizás, una revisión a la baja de determinados aspectos de los estatutos de autonomía, sino por el contrario, ampliar transferencias hasta la reducción al mínimo del Estado actual.

En segundo lugar, la forma habitual de entender lo identitario niega, reiterémoslo, radicalmente el pluralismo. El «entusiasmo étnico», en expresión de Savater, aprecia el pluralismo sólo en el sentido de que cada etnia se encierra en sí misma. Distinta de las demás, impone internamente una férrea homogeneidad, negando la libertad de elección propia de la condición ciudadana. La caracterización del nacionalismo, realizada por Vidal-Quadras en Ardores caniculares, como ideología totalizadora y absorbente, incluye tres postulados inamovibles: «a) Todo individuo queda adscrito, por nacimiento o por asimilación, a una nación con carácter exclusivo; b) el objetivo último e irrenunciable de toda nación es alcanzar su plenitud histórica dotándose de un Estado independiente que se relacione en pie de igualdad con los demás Estados, y c) en el interior de cada nación ha de existir homogeneidad cultural y lingüística».

La lente identitaria «fija la foto, toma lo inevitablemente provisional por definitivo, lo temporal por eterno, lo contingente por necesario». Supone, en fin, una «epistemología esencialista»

El pluralismo, transformado en identidad se convierte, por tanto, en un conjunto de homogeneidades separadas, yuxtapuestas. Para Savater «lo malo del nacionalismo no es el deseo de autodeterminación en sí, sino esa ilusión epistemológica de que nadie puede encontrarse en casa sin sentirse comprendido si no es entre sus iguales absolutos. El error nacionalista no está en el deseo de mandar en su casa sino en creer que sólo allí merece vivir su propia gente». La identidad, en último término, hace difícilmente evitable el conflicto, desde el momento en que, utilizada por los nacionalismos, supone la permanente búsqueda de elementos diferenciadores en aras de una identidad nacional que, en el caso de Cataluña, se ha traducido en una política lingüística discriminatoria para el castellano, la lengua usual para más de la mitad de los catalanes. Y supone un fuerte atentado a la libertad de los ciudadanos sometidos a las más fuertes presiones, especialmente, a la de ser expulsados del seno de una nación monopolizada. Además, el culto a la identidad propicia el retorno al viejo mito del carácter nacional, deforma y manipula, en consecuencia, la historia y nos aleja de los ideales ilustrados que han servido de inspiración para la construcción de Europa. La lente identitaria, leemos, «fija la foto, toma lo inevitablemente provisional por definitivo, lo temporal por eterno, lo contingente por necesario». Supone, en fin, una «epistemología esencialista» desde la que se retoma el mito, sólo aparentemente superado, del «carácter nacional».

El mito del carácter español excluyente

La asignación de rasgos permanentes a los pueblos, positivos o negativos según las circunstancias, tiene una larga tradición puntualizada por Caro Baroja. No es cosa de recordar aquí la crítica del ilustre historiador y antropólogo a un mito en su libro El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo, acentuado por las tesis nacionalistas de las nacionalidades y las doctrinas fascistas que quisieron fijar los «caracteres nacionales» recurriendo a expresiones como «buen o mal español», «hijo renegado», etc., para atacar al enemigo. Mito, pues, el del carácter nacional, «amenazador y peligroso». El mito de un carácter español, más o menos fijo a través del tiempo, parece hoy totalmente desvirtuado. Tanto más cuanto ni siquiera resulta fácil señalar la existencia actual de un auténtico nacionalismo español. Andrés de Blas afirma que «lo que queda del nacionalismo español es un sentimiento de lealtad al Estado que ha sabido llevar a cabo el reparto de poder hacia abajo y hacia arriba con indudable valor». En cualquier caso, el nacionalismo español excluyente, fundamentalista, con su correlato de un «carácter nacional español», no parece existir ni como ideario de una formación política ni como movimiento social o proyecto cultural. Definitivamente, el viejo mito de un «carácter español», dotado de rasgos precisos y más o menos permanentes, ha desaparecido totalmente de nuestra realidad cultural.

Ya no hablamos, por tanto, de un carácter nacional español. Ya no se dogmatiza, como se hizo en épocas pasadas, sobre los rasgos del «buen o mal español». Sigue habiendo, sin embargo, como en los tiempos de Arana, «buenos o malos vascos». Y casos se dan de quienes han sido sucesivamente censurados por su deficiente adscripción a una u otra nacionalidad: «Si cuando era joven -decía Caro Baroja– era un mal español y ahora que soy viejo resulta que soy un mal vasco o un mal catalán y esto me ocurre porque no quiero comulgar con ruedas de molino. ¿A qué consulado tengo que ir para renovar mi pasaporte?». El primer principio de identidad referido «al vasco» o «a lo vasco», «se ha encontrado ya desde hace mucho -y hoy se sigue o se pretende seguir encontrando- en el idioma». De ahí los procesos de «reuskaldunización» de todo el país que ha perdido el idioma en tiempos conocidos y de «euskaldunización» de tierras de las que no se sabe cuándo se perdieron.

También se afirma una cultura étnica o nacional catalana, articuladora de un sistema «sociocultural catalán» que, en términos de Carod-Rovira, reúne «aquello que debería saber, aquello que debería hacer, cómo debería comportarse, frente a qué estímulos debería reaccionar alguien que, con plena consciencia, perteneciera a la comunidad nacional de los Paisos Catalans». El carácter nacional catalán supondría, para el líder independentista, «simbología y mitología nacional», «comunicación gestual nacional» y «normas y hábitos de conducta», tales como «llevar los casados el anillo en la izquierda, celebrar la onomástica, cierta discreción en el transporte público, tendencia general a vestir con colores más bien oscuros, cierto sentido práctico de la vida, valoración colectiva del trabajo y del dinero, situación de apertura mental, simpatía por los grupos étnicos que luchan por su afirmación y cierta tolerancia frente a la vida privada»6. Este «carácter nacional catalán» trata de reforzarse con campañas como Viure en catalá, con las que se quiere construir «un universo social monolíngüe, no contaminado por rótulos, carteles, películas o etiquetas en castellano».

Las maneras de ser y el lenguaje

El principal fundamento de las «identidades nacionales» sería, por tanto, la lengua, entendida como «un sistema de signos, verbales o escritos, que traduce más que las cosas, una manera determinada de ver o de concebir las cosas. Una lengua expresa una manera de ser. Y una manera de ser es ya, en sí, una manera de enfocar la realidad, una manera de sentir y una manera de pensar. Y, en consecuencia, una manera de ser» (Joan M. Pujals). Desde el identitarismo nacionalista las lenguas dejan de ser instrumentos de comunicación. Ya no unen, ahora dividen y enfrentan, relegando la lengua común a todos los españoles, arrinconando lo que viene siendo, en palabras de I. Lozano, la «lengua franca».

Las «actitudes populistas» -idealización del pueblo, etnicismo lingüístico, rasgos anímicos peculiares…- derivan lógicamente del «carácter nacional» y resultan, desde el odio al que viene de fuera y la forzada homogeneización interior, cercana al fascismo y a la onorata societá -complicidad en el silencio, colaboración por interés o por miedo de gentes dispersas, más o menos conocidas…-, tal como mostró clarividentemente Caro Baroja en El laberinto vasco.

Hay que poner de relieve, en este punto, la influencia -señalada por Juaristi– que para una generación de vascos -«nacionalistas en los sesenta, vagamente socialdemócratas en los setenta y absolutamente desengañados ante la zarabanda de identidades del cambio de siglo»- han tenido las ideas de Caro Baroja. Dos especialmente: lo inevitable del conflicto entre el discurso de la historia y las ciencias sociales y los intereses políticos, por una parte, y, por otra, el carácter mutable y precario de las identidades colectivas. No hay, pues, una identidad nacional vasca. No hay una, sino muchas maneras de ser vasco.

En sus libros Los vascos (1949), Sobre la identidad vasca. Ensayo de una identidad dinámica (1983) o El laberinto vasco (1985), reiteradamente citado, sostendrá Caro que el problema vasco «no es sino un problema de los vascos» o, más precisamente, que «los vascos mismos son el problema». No hay que ir a buscar causas exteriores. Los políticos complican innecesariamente lo que es susceptible de un análisis más sencillo: la raíz de la violencia cree encontrarla Caro en una «autovisión errónea de los propios vascos, autovisión de la que surge, paradójicamente, el ideal de una identidad integradora», que pugna abiertamente con la realidad. Crítico del unitarismo liberal del siglo XIX y de la legislación vindicativa del franquismo, habrá de romper, a partir de 1980, con los medios nacionalistas vascos por su política lingüística, su hostilidad hacia la autonomía navarra y «la falta de decisión -cuando no la retórica exculpatoria- de las autoridades nacionalistas ante el terrorismo de ETA». Totalmente defraudado, abrumado por el desastre, dirá: «La única esperanza para Euzkadi es el cansancio, pues este país vive en tiempos de tragedia y la tragedia se basa en una falta de adaptación absoluta a su espacio y a su desconocimiento total del tiempo en que vive».

Una Europa menos capacitada

Por último, ¿a qué nos lleva desde una perspectiva europeísta el nacionalismo etnicista? Observa Caro Baroja cómo los políticos vasquistas han seguido fielmente desde finales del siglo XIX un programa fundado en que las diferencias del País Vasco con el conjunto de España sean cada vez mayores: «Para ello se llevó a cabo una gran reforma en la ortografía de la lengua vernácula, tarea en la que participaron lingüistas, luego se empezaron a crear neologismos, para desterrar todo lo que sonara a aportado por otras lenguas. Después se hizo una literatura de tipo político e ideológico». Lo mismo, con matices y diferencias temporales, puede decirse de las políticas de los demás partidos nacionalistas, para los que no ya la diferenciación si no el enfrentamiento -el «otro» entendido como enemigo- acaba constituyendo el fundamento de su estrategia para alcanzar el poder. Así, el discurso de investidura de Pujol -abril de 1980- marcó el punto de inflexión de un nacionalismo autonomista a un nacionalismo identitario, orientado a homogeneizar lingüística y culturalmente a toda la población. Si los ideales ilustrados buscaban las raíces humanas, aquello que todos compartimos más allá de cualquier diferenciación cultural, la sustitución forzada de comunidades de ciudadanos por comunidades étnicas en la Unión Europea, podrá favorecer propuestas del mismo signo en diferentes lugares.«Sería el fin de la Europa cosmopolita, plural e ilustrada que se pretende conseguir», según Savater. En realidad, la mayor parte de los movimientos nacionalistas que podemos encontrar en Europa se inspiran en una concepción identitaria encerrada en sí misma y referida a una etnia mitificada. La cuestión central sería entonces, dice Chevenèment, «si queremos construir Europa sobre la base de concepciones étnicas o si, preservando la herencia del Siglo de las Luces, hacemos valer la concepción política ciudadana de las naciones, es decir, sociedades fundadas no sobre los orígenes sino sobre la voluntad de vivir juntos».

La ética frente al poder

Las autonomías tienden a construir, coactivamente si es preciso, «espacios naturales», inmutables, autosuficientes, «espacios morales», en términos de Caro Baroja, egocéntricos, sociocéntricos y etnocéntricos. Les acompaña un vigoroso sentimiento restaurador que no admite dilaciones ni cortapisas para concretarse institucionalmente: «Porque se está resucitando la vieja Magia de la voluntad, [cuyos] métodos son de un arcaísmo que asusta. El autonomista «quiere». Y no pide, ruega o se esfuerza de modo denodado, para obtener lo que quiere como mago […] coerción, coacción, alboroto […] Lo que hay que hacer es amenazar, conjurar… y obtener». Llama la atención, sin embargo, un hecho. La identidad, si es que la hubiere, habría que buscarla, como ha dicho el propio Caro, en el amor: «Amor al país en el que hemos nacido o vivido. Amor a los montes, prados, bosques, amor a su idioma y sin exclusivismo. Amor a sus grandes hombres y no sólo a un grupo de ellos. Amor también a los vecinos y a los que no son como nosotros». Esta forma de identidad, tan llena de una dimensión ética, tan profundamente humana, queda totalmente excluida de las proclamas nacionalistas, escritas exclusivamente en el lenguaje descarnado del poder.

Juaristi sostiene que sólo el Estado nación permite el desarrollo de la democracia moderna (…) y, gracias al control democrático del poder, paliar los efectos destructivos de la industrialización y el mercado, encauzándolos hacia metas generales de bienestar y prosperidad

Ha sido, seguramente, Jon Juaristi quien entre nosotros ha hecho la más firme reivindicación, expresa y sin ambigüedades, de la nación-Estado como la menos mala de las formas de organizar la «polis» y de asegurar una cohesión social fundada en el pluralismo y la libertad. Apoyándose en autores como Barber, Ignatieff, Kaplan o Lind, Juaristi sostiene que sólo el Estado nación permite el desarrollo de la democracia moderna, hace posible superar el estado de naturaleza -el permanente conflicto de todos contra todos- y, gracias al control democrático del poder, paliar los efectos destructivos de la industrialización y el mercado, encauzándolos hacia metas generales de bienestar y prosperidad. La nación no es en Europa una estructura obsoleta, sino que mantiene una vigencia cierta en cuanto espacio solidario en el que un conjunto de personas se han dotado de una Constitución que garantiza a todos la igualdad de derecho. Tal es la función del Estado democrático de derecho que se identifica, así, con la nación entendida en un sentido jurídico-político. Dentro de ella pueden perfectamente convivir comunidades -naciones culturales- basadas en rasgos históricos, culturales o lingüísticos y fundadas en un sentimiento de pertenencia. Es más, los grandes Estados-naciones parecen preservar mucho mejor la libertad, personal y cultural, que los pequeños Estados orientados a la homogeneidad lingüística y cultural (Hobsbawm). El término «Nación de naciones» referido a España sólo cabe entenderlo, y así creo que lo han empleado Jover y Seco, entre otros, en el sentido de una nación española en el sentido jurídico-político -lo que no debe ocultar su dimensión cultural- en la que se incluyen distintas naciones culturales.

Nación y patriotismo

Recientemente, Andrés de Blas ha puesto de relieve que la nación de España, entendida en el sentido últimamente citado, es decir, como «una comunidad de ciudadanos sujeta a un régimen común de derechos y libertades, espacio de una solidaridad histórica renovada día a día por los avatares de una vida en común [… ] se sostiene bien hoy por hoy», pese a la ofensiva de los nacionalismos periféricos reforzada desde los años finales de la Dictadura y pese a las ambigüedades de una parte de las fuerzas políticas democráticas. Por supuesto, España no es sólo una nación en el sentido jurídico-político. Es también una cultura, una de las grandes culturas universales que traspasa siglos y continentes, que hemos de entender como el conjunto -y algo más- de las culturas ibéricas y que perduraría aunque desapareciera la nación jurídico-política.

Afirma De Blas que si no queremos que España como creación histórica, capaz de englobar a todos sus ciudadanos, siga sufriendo la permanente erosión a que le vienen sometiendo los procesos de construcción de hechos nacionales distintos del español, es necesario que el Estado ponga a disposición de una empresa de renovación los medios indispensables requeridos por una sociedad moderna: medios de comunicación, instituciones culturales y educativas, acción exterior y el trabajo de una Administración coordinada con las restantes administraciones existentes en un Estado plural. Apela, finalmente, al patriotismo, un patriotismo abierto al pluralismo y que no niega reconocimientos a la posibilidad de nuevos espacios políticos por encima y por debajo de su Estado y de su nación. Estado nación más que compatible, indispensable para la existencia de un auténtico pluralismo que sin él deviene imposible. La llamada al patriotismo que hace De Blas supone dar continuidad a una larga tradición que arranca del reformismo ilustrado, aflora en el proceso gaditano y se mantiene en nuestra tradición liberal hasta llegar a la Generación del 98 y sobre el que teorizarán Ortega y Gasset y Azaña.

NOTAS
1 Cfr. G. Sartori, ¿Qué es la democracia?, Madrid, 2003, pp. 201 y ss.; D. Nicholls, Three varieties of Pluralism, Nueva York, St. Martins Press, 1974.
2 Cfr. C. Forcadell Alvarez, «La historia social, de la clase a la identidad», en E. Hernández Sandoica y A. Langa, eds., Sobre la historia actual. Entre política y cultura, Madrid, 2005, pp. 1535; asimismo, P. Gómez García (coor.), Las ilusiones de la identidad, Valencia, 2001.
3 P. Gómez García, op. cit. Cit. por C. Forcadell Álvarez, op. cit., p. 32.
4 F. de Carreras, F. Pérez Romera, M. Riera, «Foro Babel», El País, 28 de febrero de 1997.
5 Cfr. J. VidalBeneyto, «Cultura, saber social y pedagogía ciudadana», El País, 16 de octubre de 1998. Especialmente, C. Lévy Strauss, L’Identité, París, 1998; P. Ricoeur, Soi mème comme un autre, París, 1990.
6 En M. Porta Perales, Adeu al nacionalisme. Cit. por A. Santamaría, op. cit., pp. 5556.

Catedrático Emérito de Historia Contemporánea, Universidad Carlos III