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Tras las primeras Sátiras, urdidas en edad juvenil y llenas de rencor ante la sociedad por la precaria situación personal a que lo había conducido la guerra civil, Quinto Horacio Flaco tiñe de elementos estoicos su epicureísmo inicial en una segunda etapa creativa —la que alumbró el resto de las Sátiras y los Epodos—, caracterizada por el pacto social que supuso para él entrar en el círculo de Mecenas a través de su amigo y Doppelgänger Virgilio. La tercera fase está representada por los cuatro libros de las Odas o Cármenes (Carmina), sin duda la obra maestra del poeta de Venusia. En las Odas, Horacio se propone trasplantar a suelo romano el canto de los primitivos líricos griegos, en especial de Alceo, Safo y Anacreonte. La empresa entraña, entre otras dificultades, la de adaptar las formas métricas de la monodia helénica a los moldes rítmicos latinos, pero el poeta logra salir airoso de la difícil prueba, trascendiendo ampliamente la dependencia en que se encuentra respecto a sus modelos y alcanzando un grado inigualable de originalidad en los resultados. La voz individual de la melancolía o de la vivencia amorosa raras veces se dejan oír en toda su plenitud romántica en el corpus lírico de Horacio, que sacrifica en su poesía la individualidad para poder llegar más fácilmente al sentimiento humano general, a la voz de todos. De ahí la facilidad de sus Odas para conectar con jóvenes y viejos, con gentes de las más diversas épocas y naciones, porque su obra fue creada para ser universalmente asumida. No le pidamos borrascosas pasiones ni mundos enfermizos: para eso están Catulo, Propercio y Tibulo. Horacio es la mesura, el clasicismo, la euritmia, el justo medio, el perfecto equilibrio. Ello no obsta, sin embargo, para que toda relectura de sus Odas conduzca siempre a un valioso hallazgo, a una grata sorpresa. El Carmen que prefiero de todos es el IX del libro III, donde Horacio pierde buena parte de su flema y se arroja al vacío. Lidia y Horacio se han peleado. El poeta se ha echado una nueva amante, la rubia Cloe, y Lidia un nuevo amigo, el bello Calais. Bajo las hipérboles dictadas por los nuevos amores alienta, sin embargo, la memoria quemante del antiguo. Lo que fuera en origen palpitación y tacto, soledad y abandono, labios secos y lechos vacíos, se convierte por obra y gracia del arte horaciano en palabras y versos inextinguibles. Hubo un día en que la rubia Cloe y la vehemente Lidia fueron simples mujeres, y ahora son nombres embalsamados in aeternum por el poeta que las amó. En su metamorfosis, como en la del propio Horacio, nadie ha sufrido, nadie ha muerto. Las palabras de Horacio no envejecen ni cambian. Son para siempre.

Filólogo. Profesor de investigación del ILC/CCHS/CSIC. Poeta. De la Real Academia de la Historia.