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La elección de Barack Obama como presidente de EE.UU. supone el mayor éxito de relaciones públicas de la historia de Estados Unidos y el mejor ejemplo de recuperación instantánea de legitimidad o «poder blando» por un país hegemónico nunca visto. De golpe, los difusores del antiamericanismo han pasado de moda y al menos durante unos meses no escucharemos a tantos europeos dispuestos a dar lecciones a EE.UU. sobre cómo hacer las cosas mejor desde una superioridad moral incontestable y sin ser capaces de ponerse ellos a hacerlas.

Barack Obama simboliza una generación nueva y un estilo posmoderno de hacer política, más basado en relatos y emociones que en ideologías y partidos. También encarna una aspiración kennediana a la ciudadanía global, con una historia personal que conecta con Indonesia y con Kenia y con los barrios más marginales de Nueva York y Chicago. Su inesperada victoria frente al formidable aparato del partido demócrata y frente a un candidato republicano con mucha más experiencia supone una recuperación del componente de idealismo y de utopia en la política, aunque por su manera de gestionar la campaña esta dimensión no está reñida con una gran capacidad personal de reflexión, planificación y frialdad a la hora de tomar decisiones. Su elección no sólo derriba barreras raciales, sino que vuelve a hacer atractivo el sueño americano en su país y en todo el mundo, algo diametralmente opuesto a lo que ha proyectado el Gobierno Bush durante ocho años. El presidente saliente deja una nación dividida, en recesión y metida en dos guerras mal planteadas y de resultado incierto. No es casualidad que el sector más templado y cosmopolita del Partido Republicano —con notables como Chris Buckley, Scott McClellan, Charles Fried, Susan Eisenhower y Colin Powell— se haya pasado con armas y bagajes al campo de Obama.

Resulta casi increíble que la democracia norteamericana sea capaz de regenerarse tan rápidamente, en primer lugar a través de una campaña electoral en la que ambos candidatos han enarbolado de modo sincero la bandera del cambio y han hablado directamente a una sociedad preocupada con el legado de Bush y la crisis económica, pero movilizada y dispuesta a protagonizar el futuro. La regeneración continúa estas semanas de transición con una escenificación de unidad en los grandes temas en torno al presidente electo, desde la crisis financiera y económica pasando por la seguridad y la defensa. De modo admirable el pasado 17 de noviembre Obama y McCain se reunieron en Chicago. El encuentro entre los rivales concluyó con el ofrecimiento del senador republicano de ayudar a la nueva Administración demócrata en los asuntos más importantes. Asimismo, en la selección del equipo de Obama está primando por ahora el pragmatismo y la búsqueda de los mejores para cada puesto. El presidente electo se ha movido en el último año hacia el centrismo inteligente que encarnó Bill Clinton. Pero lo más notable ante una crisis financiera y económica sin precedentes es que EE.UU. vuelve a dar ejemplo de patriotismo y demuestra tener unas clases dirigentes bien preparadas tanto para gobernar como para tener éxito fuera de la política. La llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, el hijo de un estudiante de Kenia y una antropóloga de Arkansas, es un ejemplo de la movilidad social y la capacidad de integración de la sociedad norteamericana. Con sus dotes excepcionales el presidente electo hubiera triunfado en el ejercicio del derecho, la vida académica, la judicatura, la acción social o la literatura. Pero ha elegido servir a su país a través de su dedicación a la vida pública, el camino más difícil sin duda para lograr las más altas metas. Una vez más cobran sentido las palabras del discurso de inauguración de John F. Kennedy, «hoy no certificamos la victoria de un partido sino que celebramos la libertad».

Decisiones estratégicas: Entre la valentía y la prudencia.

GASPAR ATIENZA BECERRIL ANALISTA INTERNACIONAL

Aunque la decisiva victoria de Barack Obama sobre John McCain es por sí misma un hecho histórico, serán todas y cada una de las decisiones que habrá de ir tomando a partir del 20 de enero las que definan su presidencia. Hasta ahora el senador por Illinois ha sabido tomar las decisiones más acertadas para llevar a buen término la campaña electoral más agotadora del mundo: el formato de la campaña, la elección de asesores, los eslóganes y mensajes, etc. Pero es ahora, una vez culminado ese largo proceso, cuando más se pondrá a prueba su buen juicio, su capacidad para decidir y seleccionar, sus estrategias a medio plazo —si es que ese plazo existe en política—. Además, las ilusiones generadas son también una enorme carga. ¿Podrá colmar tantas expectativas de tan diversa índole?

En las próximas semanas Obama comenzará a diseñar su presidencia, y sus primeras decisiones, como cuando fue elegido presidente del Harvard Law Review, nos enseñarán el camino que pretende tomar. Es momento de confeccionar el equipo de gobierno y nombrar asesores, de determinar a qué asuntos hay que dar prioridad, de decidir en qué hay que ser valiente y en qué conviene extremar la cautela. También es el momento de decidir entre dar a la presidencia la carga ideológica que algunos temen o hacer la política pragmática y pospartidista que hasta ahora ha prometido. EE.UU., como decía E.J. Dionne en el Washington Post, es una nación no ideológica, pero buena parte del sector conservador —Wall Street Journal incluido— considera la llegada de Obama a la Casa Blanca una pesadilla hecha realidad: el inicio de un movimiento liberal —es decir, socialdemócrata en terminología política estadounidense— que dominará todos los departamentos gubernamentales. Según George Packer, del New Yorker, la pesadilla política de los conservadores incluye la seguridad social universal, las energías limpias, el derecho a defensa legal para los sospechosos de terrorismo, una mayor presencia sindical, una nueva regulación del sector financiero y una subida de impuestos para los más adinerados…; más o menos todo lo que Obama ha prometido en la campaña.

Pero si Obama quiere ser el presidente pospartidista que anunció en su campaña, habrá de recabar el apoyo de conservadores y con ellos iniciar las reformas que el sistema necesita. Para ello lo primero que debe hacer es restaurar la confianza en el sector público: los americanos no confían en él y para cambiar este motor clave para cualquier reforma tendrá que contar con el apoyo de las empresas privadas, de los lobbies e inversores. En un país sumido en graves complicaciones económicas y financieras, en el que la mala regulación ha sido tanto o más perjudicial que la falta de regulación, el sector público está dañado y necesitado de ayuda.

Pero donde los demás ven dificultades, él ve oportunidades. La crisis económica, decía su jefe de gabinete, Rham Emanuel, hace poco, permite hacer cosas que los americanos han desestimado durante años. Por ello, una vez en el gobierno se ampliará la seguridad social, se iniciarán políticas energéticas y se hará la educación más accesible, medidas, en definitiva, dirigidas a paliar las dificultades económicas del americano medio. Pero, estas medidas ¿serán valientes o cautelosas? Durante los años noventa los moderados intentos de expansión de la seguridad social fracasaron, pero durante los ochenta las arriesgadas políticas de Reagan fundamentadas en su anticomunismo y liberalismo económico tuvieron más éxito; quizás, más allá de la ideología, haya llegado el momento de tomar decisiones arriesgadas.

Con sus iniciativas políticas Reagan se convirtió en líder para conservadores y liberales que, como Obama, vieron en él una admirable forma de hacer política pese a las discrepancias ideológicas. Y si Reagan fue valiente, ¿por qué no debe serlo Obama? El valor tiene su riesgo, pero también lo tiene el exceso de prudencia. Ahora Obama tiene que decidir el ritmo a que debe enfrentarse a los problemas más acuciantes y el lanzamiento de sus grandes líneas de acción política. Tanto en materia económica como de política exterior tiene que decidir si el gobierno de los EE.UU. debe, y puede, tomar medidas arriesgadas que cambien de forma drástica el rumbo del país y su dañada reputación o si éstas deben ser implantadas de forma paulatina y progresiva. El riesgo no asegura el éxito, pero la prudencia puede decepcionar a muchos electores. Si a ello añadimos las complicaciones de la vida política — gran parte de las medidas ya expuestas tendrán efectos a medio y largo plazo, pero el escrutinio público exige mejoras visibles pronto y rápido—, la decisión entre valentía y prudencia se complica.

Además, son tantos los frentes abiertos que algunas decisiones serán alternativas más que complementarias; por ejemplo, ¿es complementario acatar todas las promesas y reformar la seguridad social y rebajar los impuestos al tiempo que afrontar la crisis económica?, o ¿debe establecer diferentes fases para diferentes políticas y dar prioridad a determinadas materias como sugería David Brooks del New York Times? En algún asunto internacional la paradoja es similar: EE.UU. debe presionar a Irán sin recurrir a la fuerza armada y bajo el paraguas de la ONU, pero para ello necesita el apoyo de Rusia, con quien se encuentra en su peor momento diplomático desde la caída del muro de Berlín. Y ¿puede mejorar la diplomacia con Rusia sin empeorar su relación con Georgia? Complejas decisiones.

Irak y Afganistán, en cambio, sí parecen complementarios pues en cumplimiento de sus promesas electorales, del entendimiento del general Petraeus y de los dirigentes iraquíes, se debe (y se puede) retirar tropas de Irak y reforzar las desgastadas delegaciones militares en Afganistán, donde la situación ha empeorado.

Hasta ahora Barack Obama ha mostrado su buen juicio y organizado la campaña electoral más eficaz de los últimos años venciendo a dos tremendas maquinarias electorales: la de los Clinton y la republicana. Pero eso ya ha quedado en el pasado, y será la elección de miembros de gobierno, asesores y altos cargos la que nos indicará si estamos ante una presidencia valiente o precavida, ideológica o pragmática. Las decisiones a este respecto de George W. Bush en el año 2000 constituyeron una clara declaración de intenciones cuyas consecuencias todo el mundo conoce; las de Obama también lo harán.

La expectación y la esperanza

LEOPOLDO CALVO-SOTELO IBÁÑEZ-MARTÍN DIRECTOR DEL MÁSTER DE RELACIONES INTERNACIONALES DEL INSTITUTO DE EMPRESA

La revista The Economist correspondiente al 8 de noviembre lleva a su portada la imagen de Barack Obama junto con el título de una conocida novela de Dickens, Great Expectations, que en español se ha venido traduciendo como Grandes esperanzas. Jugando con otra posible traducción castellana de la palabra expectation, cabe preguntarse qué sentimiento prevalece ahora en Estados Unidos y en el mundo, si la expectación o la esperanza. Menos comprometido, sin duda, es escribir sobre la gran expectación que existe en torno a la toma de posesión el próximo mes de enero de Obama como presidente de los Estados Unidos. A este aspecto casi cinematográfico, y propio del moderno estado-espectáculo, se refirió el todavía presidente Bush al día siguiente de las elecciones, en las palabras que pronunció desde la rosaleda de la mansión presidencial: «Será una escena conmovedora cuando Barack Obama, su mujer, Michelle, y sus dos guapas hijas, atraviesen el umbral de la Casa Blanca».

¿Qué decir de la esperanza? Convendría empezar distinguiendo los dos grandes papeles que corresponden al presidente de los Estados Unidos: el de jefe del poder ejecutivo y el de líder moral del pueblo americano. El ejercicio del poder ejecutivo, tal como lo prevé la constitución de los Estados Unidos, es una carrera de obstáculos, y ello incluso —como va a ocurrir en el caso de Obama— cuando hay una mayoría favorable en el Senado y en la Cámara de los Representantes. Como es sabido, el paso de una mayoría en principio disponible a una mayoría dispuesta a respaldar iniciativas presidenciales requiere siempre, y caso por caso, una negociación de la Casa Blanca con senadores y representantes. La reciente imagen del secretario del Tesoro, Henry Paulson, doblando la rodilla ante Nancy Pelosi, speaker de la Cámara de los Representantes, en súplica de apoyo para el plan presidencial contra la crisis financiera, vale por muchas lecciones de derecho constitucional e ilustra bien lo menesteroso del poder ejecutivo al otro lado del Atlántico.

En este sentido, lo laborioso de la obtención de mayorías en el Congreso, el precio que hay que pagar por cada una de ellas, la gran descentralización federal americana, el activismo de los tribunales, y lo pujante de su sociedad civil, hacen que el gobierno estadounidense traslade con frecuencia una sensación de confusión, especialmente a europeos acostumbrados a la disciplina del parlamentarismo. Churchill, que era un buen conocedor de los Estados Unidos, los describía así en 1938, con su acostumbrado talento literario: «Una esfinge que, bajo una máscara de locuacidad, afabilidad, sentimentalismo, dureza mercantil, política mecanizada […], vigor y debilidad, eficiencia y embrollo, conserva sin embargo el poder de pronunciar una palabra solemne y formidable».

Pronunciar esa «palabra solemne y formidable» no siempre está al alcance de los presidentes norteamericanos y, en todo caso, necesitan para ello el respaldo del Congreso. Por otra parte, carisma presidencial y capacidad de persuasión de los ocupantes de la colina del Capitolio son cosas distintas. Pocos presidentes ha habido tan carismáticos como John Kennedy y, sin embargo, la aprobación de su gran programa reformador tuvo que esperar al mandato de su sucesor, el veterano Lyndon Johnson, para quien el Senado no tenía secretos. ¿Sabrá Obama entenderse con el Congreso? Es pronto para decirlo, pero parece significativo que su primera selección de colaboradores haya recaído sobre personas muy experimentadas en la brega política.

Convertirse en un líder moral del pueblo norteamericano es, por supuesto, aún más difícil que ejercer eficientemente el poder ejecutivo. La tarea tiene, sin embargo, la ventaja de poder emprenderse sin trabas constitucionales, en comunicación directa con los ciudadanos. Se diría que el presidente electo Obama dispone de un amplio repertorio de talentos que le permite optar a ese liderazgo: elocuencia solemne e inspirada, serenidad y gravitas, convicción de ser portador de una misión, capacidad para eludir los estereotipos que han servido hasta ahora para clasificar a los políticos americanos… ¿Y a dónde conducirá el liderazgo del presidente Obama? Su pensamiento no permite identificar puntos de destino muy concretos. Sí cabe, en cambio, referirse de forma general a la América que Obama quiere y, paradójicamente, no hay mejor fórmula para describirla sintéticamente que una acuñada por George Bush, padre: a kindler, gentler America, una América más amable y benévola, tanto en su ámbito interno como en las relaciones con los demás países.

Un transatlántico lleno de deseos

RAMÓN PÉREZ-MAURA PERIODISTA

¿Cómo ha llegado a ocurrir que el miembro más izquierdista del Senado de los Estados Unidos de América haya sido elegido presidente en un país en el que el 34% de los votantes se definen como conservadores —misma cifra que en 2004— en el que se consideran moderados un 44% —uno por ciento menos que hace cuatro años y socialdemócratas un 22%— uno más? El triunfo de Obama ha sido arrollador en términos absolutos: es ya el más votado de la historia de su país, superando en dos millones de votos a George W. Bush, hasta ahora titular de la plusmarca. Pero su resultado en el colegio electoral fue mucho más modesto. De los presidentes del último medio siglo, mejoró la marca de Kennedy, Johnson, el primer Nixon y Bush hijo. Mas quedó por detrás de Bill Clinton y muy por detrás de Bush padre y Johnson y el segundo Nixon. Y muy, muy por detrás de Ronald Reagan, titular desde 1984 de la más abrumadora victoria de la historia del país.

Obama se alzó con la victoria irrumpiendo en el escenario en el que los norteamericanos buscaban algo totalmente nuevo. Es decir, algo que no era ni McCain, ni Hillary Clinton. McCain tenía toda la legitimidad para decir que él era algo totalmente diferente del presidente Bush. Pero nuevo, lo que se dice nuevo, no era. Y así, la incuestionable novedad se vio arropada por un orador cautivador, capaz de comprometerse a confrontar los muchos retos que amenazan al país, pero que sabía también cómo transmitir ese mensaje sin comprometerse a nada.

Copiando las campañas ejecutadas por Karl Rove para George Bush en 2000 y 2004, el equipo de Obama encabezado por David Plouffe y David Axelrod, construyó una nueva mayoría sobre la base de la persuasión empleada con dos objetivos. Hay candidatos que viven de los votos que tiene su partido y hay candidatos especialmente dotados para conquistar votos por méritos propios. Es evidente que Obama está en la segunda categoría. Y el que conquista votos propios, puede pescar en dos caladeros. El de los que no votan habitualmente y el de los que votan al partido rival. El equipo de Obama hizo un enorme esfuerzo por registrar votantes nuevos y logró millones de ellos en Estados que sus estrategas consideraban cruciales. Estados en los que había muchos negros que nunca se habían registrado. Las estadísticas decían que en los últimos 28 años sólo ha votado —de media— el 55% de los norteamericanos. Su objetivo fue el otro 45. Los nuevos registros de votantes en Estados como Virginia, Indiana, Colorado y Nevada hicieron saltar las alarmas en el equipo de McCain. Ya sólo podían estar a la defensiva para no perder en Estados que partían como suyos y estaban amenazados. Las campañas a la defensiva son las que con más frecuencia se pierden. Este caso no fue una excepción.

En cuanto a robar votos al rival, lo más importante es recordar que por cada voto que le quitas, en realidad te llevas dos. Tu voto y el que él pierde. Las siempre inexactas encuestas a pie de urna indicaban —tamizadas por la sabiduría de Karl Rove— que Obama consiguió un 10% más de votos de personas que acuden a la iglesia de los que logró John Kerry; cinco puntos más que Kerry y ocho más que Gore entre los que se declaran independientes e incluso hizo avances entre los poseedores de armas. Todos ellos votantes naturales de los republicanos. Con una cosecha así se entiende la ecuación final del poder y que Obama lograse cuatro puntos porcentuales más que John Kerry y 2,5 puntos más que Al Gore.

Pero para cautivar a esos votantes, el senador más izquierdista de la hora presente tuvo que dulcificar su discurso. Con sacarina. El aborto o la posesión de armas, dos de los asuntos que mayor división generan, fueron cuidadosamente ignorados. Y qué decir del matrimonio homosexual, que Obama favorece, pero sin hacerlo notar. Basta con pensar lo que representa que en el mismo día de la elección presidencial tres Estados celebraron referendos para prohibir los matrimonios homosexuales y en los tres triunfó la prohibición. Incluyendo California. El disimulo incluyó otras áreas como dejar de hablar de Irak —después de anticipar la derrota, parece que se ha dado cuenta de que puede ser presidente en la hora de la victoria— o empezar a pedir mayor firmeza en Afganistán o amenazar a aliados como Pakistán.

Cuando el Partido Demócrata, de la mano de Barack Obama, afronta el reto de pasar de las musas al teatro, en el bando republicano se plantean el reto de cómo salir del hoyo en el que han caído. Muchos se han apresurado a enterrar el posreaganismo. Y eso puede ser cierto, pero quizá no en el sentido en que lo auguran. El posreaganismo muerto puede implicar la vuelta a los principios reaganianos que dieron gloria al partido. No dejaría de ser irónico que la fracasada campaña de McCain, un hombre que se dedicó a la política activa por su admiración de Ronald Reagan, implicara la vuelta a los fundamentos del Old Gipper, Ronald Reagan.

Barack Obama tiene ante sí el inmenso reto de satisfacer unas expectativas desmesuradas. Es una tarea casi imposible. El pasado 4 de noviembre zarpaba de Chicago un gran transatlántico repleto de deseos. Es una carga ligera de peso, pero endiabladamente difícil de transportar. Esperemos que no encalle.

…y el tablero de juego

Tendecias para después de la crisis

ALFONO LÓPEZ PERONA DIPLOMÁTICO

A medida que avanza la crisis económica, se amplía el consenso en torno a su gravedad y a la inevitabilidad de los cambios profundos y duraderos que acarreará. La crisis ha puesto punto final a la creencia en la inmortalidad de un presente de crecimiento económico ilimitado, ganancias fáciles y hegemonía indiscutible de Occidente.

Para empezar, algunas reflexiones breves sobre la gravísima situación económica en la que estamos inmersos. Como es sabido, la crisis actual se ha generado en el sector financiero, que en los últimos años ha sustituido a la llamada «economía real» como la principal fuente de creación de riqueza. El politólogo norteamericano Kevin Phillips, de filiación republicana clásica, es decir, ni «neoliberal» ni «neoconservador», sitúa (vid. «Bad Money» el último de sus trece libros) el origen de «las tres décadas pródigas» que llegan ahora a su fin en la presidencia de Ronald Reagan, cuya doctrina económica —«Reaganomics»— reposaba en el monetarismo, los recortes de impuestos y la desregulación, que en el sector bancario, en concreto, permitió la concentración de las actividades de banca comercial y de inversiones.

La desregulación, a su vez, ha fomentado la invención de nuevos instrumentos financieros, que ni sus mismos inventores ni los mercados han comprendido del todo, por su complejidad. De otro lado, prosperaron nuevas prácticas financieras en las que los criterios tradicionales de riesgo habían sido sustituidos por cálculos matemáticos (¡qué peligroso es creer que los comportamientos sociales se pueden subsumir en modelos matemáticos!) que o bien han fallado o bien no han sido atendidos cuando dejaron de interesar. Lamentablemente, se ha demostrado una vez más que el «riesgo cero» no existe en ningún ámbito de lo humano.

En cualquier caso, la desregulación está en el centro del debate actual. «Le laissez-faire, c’est fini», decía hace pocas semanas el presidente Sarkozy. En paralelo, el ministro de Hacienda alemán, Peer Steinbrück, situaba en una reciente comparecencia parlamentaria en su país las causas de la crisis en la insuficiente regulación del sector financiero norteamericano, en contraste con una normativa europea mucho menos laxa.

También se debate si han fallado los mecanismos del mercado, o, si por el contrario, lo que explica los excesos conocidos ha sido la actuación deficiente o inexistente de las autoridades supervisoras. Con toda seguridad, una fuente de valoración tan importante para los inversores como las agencias de notación ha demostrado, como en su día ocurriera con las firmas de auditoría, que no se puede servir al mismo tiempo al público y a los clientes. Su descrédito es también el de la pérdida de confianza en la capacidad de autorregulación del mercado. En el caso de las instituciones norteamericanas (Reserva Federal, Comisión del Mercado de Valores), ya sea por falta de medios para llevar a cabo su labor, por carecer del peso político necesario para hacerse escuchar por el poder, por falta de competencia o por exceso de confianza, no se puede sino reconocer que tampoco han cumplido adecuadamente su misión.

Otra explicación adicional apunta al sistema de retribución de los ejecutivos de las finanzas, basado en la autoconcesión de abultados «bonos» para premiar la consecución de resultados a corto plazo, prescindiendo de cualquier consideración de futuro, El reforzamiento del poder de los accionistas y la limitación de los salarios de los «managers» serán, previsiblemente, otras de las consecuencias que se extraigan de la crisis.

Finalmente, esta crisis tiene también una importante lección moral que ofrecer para todos: prestamistas y prestatarios, gerentes y accionistas, productores y consumidores, gobernantes y ciudadanos: hay que desconfiar de la riqueza obtenida en poco tiempo y con riesgo y esfuerzo limitados. Los beneficios son o grandes o sólidos; raramente ambos al mismo tiempo. La «sacra auri fames» también puede llevar a matar la gallina de los huevos de oro.

Pero, además, la globalización complica las cosas, pues la interconexión de los mercados ha dado al traste con la teoría del «desenganche» (decoupling) de la crisis de las economías emergentes, que ya no podrán funcionar como motores del crecimiento económico mundial. Pero además, el paradigma de la globalización, que descansa en el libre flujo de dinero, mercancías e información de una nación a otra, por todos los puntos del globo ahora se pone en tela de juicio, porque, al igual que con el principio de autorregulación de los mercados, se considera que está falseado por la realidad. El proteccionismo vuelve a estar de actualidad como corriente del pensamiento económico y como política de los Estados.

La tercera vía entre proteccionistas y librecambistas

Uno de los análisis neoproteccionistas más impactantes de los últimos años es el que ha realizado Gabor Steingart, corresponsal de la revista alemana Der Spiegel en Washington, en su libro The War for Wealth, aparecido en 2006 y actualizado este año. Steingart parte de dos premisas: la globalización está lejos de crear una situación en la que todos ganan y nadie pierde y, de otro lado, la era del dominio de Occidente está llegando a su ocaso, merced al surgimiento de nuevos países emergentes, y de manera muy especial China e India («Chindia», en la nueva parla global), con los que mantenemos una relación de «suma cero»: las posiciones que ellos ganan son las que perdemos nosotros.

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Durante los últimos años, los Estados Unidos y Europa han vivido el fenómeno de la deslocalización de una parte de su industria (quizá en un próximo futuro, también de algunos servicios) bien fuera de su área, que se ha encaminado hacia Asia, o bien hacia los países emergentes dentro de ella, los antiguos miembros del bloque comunista, ante la pasividad de nuestra clase política dirigente. Ello se explica quizá porque hasta ahora la globalización no sólo no ha sido cuestionada en Occidente, sino que ha sido recibida como una ley histórica ineluctable, un nuevo signo de los tiempos que hay que aceptar acríticamente y contra la que nada cabe hacer. Steingart propone también revisar la creencia de que el futuro está en especializarse en una «economía del conocimiento», basada en servicios de alto valor añadido, que nos dispensará de tener fábricas y de trabajar en la agricultura.

La práctica de la globalización, sostiene Steingart, no parte de un «campo de juego nivelado» (level playing field), sino de economías emergentes activamente sostenidas por sus respectivos Estados, de las que China es, quizá, el caso más sobresaliente. En contraposición al «hands off» de los gobernantes occidentales, los dirigentes chinos han creado un sistema de «economía de mercado guiada» en la que el Estado actúa como rector y protector de su economía. El espectáculo fastuoso de los Juegos Olímpicos del verano pasado debería darnos una idea del potencial y de las ambiciones del rejuvenecido «Imperio Celeste».

Ahora bien, ¿se puede mantener un sistema de libre intercambio con un país que no hace respetar el derecho de propiedad intelectual, que prohíbe los sindicatos libres, que prescinde de la protección del medio ambiente, que no tiene un sistema público de pensiones y en el que las prestaciones públicas en materia de sanidad, seguridad en el empleo o de prevención de accidentes de trabajo son bajísimas o inexistentes? ¿Se puede —sigue Steingart— competir libremente con una mano de obra semiesclava en virtud de las condiciones que imponen su misma superabundancia o con países cuyas monedas no son libremente convertibles? Por estas razones, aboga por una tercera vía en el debate entre proteccionistas y librecambistas, que integre en el marco de los intercambios globales los valores y reglas que presiden la actividad productiva en Occidente y permita restablecer un cierto «fair play».

Otro economista, el francés Jean-Luc Gréau, autor del reciente libro La Trahison des Economistes, sostiene que Europa tendrá que ser proteccionista no frente a Estados Unidos o Canadá, con los que ya existe un «level playing field», pero sí e inevitablemente frente a países como China, Corea o Ucrania. En la misma buena tradición francesa, el presidente Sarkozy ha hecho una invocación reciente a los manes de monsieur Colbert al señalar que la competencia internacional es un medio, no un fin.

El neoproteccionismo viene abonado, por otra parte, por el hecho de que las prolongadas negociaciones de la «ronda de Doha», conducida por la Organización Mundial del Comercio, hayan sido incapaces hasta ahora de llegar a un acuerdo entre países industrializados y economías en desarrollo. El encuentro Asia-Europa (ASEM), celebrado recientemente en Pekín, ilustra las dificultades existentes para llegar a un acuerdo entre potencias emergentes y naciones industrializadas de Occidente. Se apunta en el horizonte un nuevo regionalismo comercial, pues el imposible acuerdo global está siendo sustituido por acuerdos parciales entre grupos regionales de países de ambas orillas del desarrollo.

En todo caso, este no es el fin del capitalismo, mal que pese a algunos intelectuales de la izquierda, adictos al opio ideológico marxista. Es, ciertamente, el fin de uno de los modelos posibles del capitalismo, que ha decidido suicidarse mediante una colosal exageración en la utilización de los mismos instrumentos que han generado un crecimiento económico sin precedentes.

Panorama Geopolítico

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Pero la crisis no afecta sólo a la economía. Recuérdese que, tras la depresión de 1929, los Estados Unidos reemplazaron al Imperio Británico como primera potencia mundial. En esta ocasión, también habrá cambios en el panorama geopolítico. En concreto, la pregunta es si la hegemonía norteamericana —los Estados Unidos eran la «megapotencia», «la potencia indispensable», hace tan sólo cinco años— está pasando a la Historia en virtud de la crisis y de sus los conflictos de Irak y Afganistán, y, en ese caso, qué nuevo equilibrio internacional va a sustituirla. La idea de «multipolaridad» alcanza el consenso entre los analistas internacionales como modelo sustitutivo de mundo «unipolar» preexistente, pero su significado concreto, más allá del concepto básico (varios centros de poder en competencia, en lugar de un solo hegemón), aparece todavía muy difuso. Corremos el riesgo, dice oportunamente el politólogo Zaki Laidi, de devaluar demasiado rápidamente el poder norteamericano. Como recordaba Fareed Zakaria en el número de Foreign Affairs de junio de este año, su país sigue siendo la primera potencia militar mundial, con un dominio absoluto en tierra, mar y aire, merced a su superioridad tecnológica y a un gasto en Defensa que representa casi el 50% del total mundial en ese rubro y que supera a los 14 países siguientes en su conjunto; también en investigación y desarrollo de tecnologías militares gastan más que el resto del mundo en conjunto. Y pese a que las guerras de Irak y Afganistán (cuyo coste combinado es inferior al de la guerra de Vietnam, medido en términos de PIB) están sometiendo a un cierto «overstretching» a los recursos humanos y presupuestarios de sus fuerzas armadas, lo cierto es que el gasto defensivo norteamericano es del 4,1% del PIB, inferior al de los años de la guerra fría.

Pero, a diferencia de la antigua Unión Soviética, el poderío norteamericano no se basa en su fuerza militar, sino en su adelanto tecnológico y educativo, así como en su capacidad económica. Los Estados Unidos siguen estando en la vanguardia en ciencias y tecnología: informática (en las que se doctoran alrededor de mil estudiantes al año), nanotecnología o biotecnología. Para la formación de su capital humano, invierten en educación superior el 2,6 de su PIB, en comparación con el 1,2 de media de la Unión Europea o el 1,1 % del Japón. Sus universidades, a las que afluyen el 30% de los alumnos que estudian en el extranjero, cuentan con ocho situadas entre las diez mejores del mundo y con más de la mitad entre las cincuenta primeras.

Es evidente que el cataclismo económico, que dejará sentir sus efectos durante unos cuantos años, exigirá un precio muy elevado al pueblo norteamericano en términos de desempleo, caída del consumo, de la actividad económica y estancamiento del producto interior bruto. No es ningún secreto que tanto el Estado como los particulares del gran país vivían a crédito desde hacía muchos años, aprovechando la gran ventaja de contar con el dólar como primera divisa internacional para financiarse. Los norteamericanos han estado tomando prestado casi el 80% de los excedentes de ahorro mundiales y su déficit por cuenta corriente ascendía en 2007 a 800.000 millones de dólares, el 7% del PIB. Según el National Debt Clock de Nueva York, el país debía a primeros de noviembre de este año la abrumadora suma de 10.500 billones europeos de dólares, es decir, más de 34.000 dólares por habitante.

Pese a ello, los Estados Unidos siguen siendo considerados internacionalmente como un deudor fiable, a lo que hay que añadir el privilegio de contar como medio de pago con la primera divisa internacional. De hecho, la desconfianza económica global que se ha generado por la volatilidad financiera ha reforzado la tasa de cambio del dólar por su valor como moneda refugio; igualmente, los bonos del Tesoro norteamericano siguen gozando de universal aceptación. No es probable que los mandatarios norteamericanos, cualquiera sea su adscripción partidista, estén dispuestos a renunciar a esta ventaja en las negociaciones que se lleven a cabo para diseñar la nueva arquitectura financiera internacional.

En definitiva, los Estados Unidos representan por sí solos el 25% del PIB mundial. Es posible que este porcentaje disminuya paulatinamente, pero no de manera muy significativa a corto plazo. Todo indica que los Estados Unidos seguirán siendo la primera economía mundial en los próximos dos decenios, como mínimo y, por tanto, seguirán siendo una gran economía y la primera potencia mundial. En todo caso, el recién elegido presidente de los Estados Unidos tendrá que definir una política de alianzas y acomodos con los otros grandes bloques y potencias (China, India y Japón en Asia; la Unión Europea y Rusia en Europa) y prestar mayor atención a los dos continentes más rezagados en su desarrollo, África e Iberoamérica.

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El segundo bloque, la Unión Europea, todavía no se ha constituido como entidad política cohesionada y, si los dirigentes nacionales respetan las reglas que ellos mismos han establecido para la aprobación del Tratado de Lisboa, tardará en hacerlo. Por el momento, y por más que haya una presencia militar europea en diversos conflictos (África, Afganistán, Balcanes), la Unión Europea es tan sólo un «soft power», sin poder de coerción real ni instituciones políticas de gobierno como ente político integrado. Su gran reto inmediato estriba en dar una respuesta coordinada a la crisis económica y reforzar la cohesión de los países del «Eurogrupo». Si ello no sucede y prevalece el «chacun pour soi», el proyecto europeo entrará en un derrotero difícil de prever, pero en cualquier caso sustancialmente diferente de la vía integradora de la que fueron precursores el Tratado de Maastricht y la nonata Constitución Europea.

La nueva Rusia

Rusia, todavía convaleciente tras la caída del comunismo, es otra gran incógnita. Tras los años de caos que siguieron a la desaparición de la Unión Soviética, el liderazgo de Vladimir Putin y los altos precios de los hidrocarburos han reconstruido parcialmente su antiguo poder y por tanto es natural que una Rusia más segura de sí misma exija de Occidente el respeto debido a toda gran potencia.

Cierto es que la administración Bush ha dado a los rusos motivos para creer que los norteamericanos les negaban ese trato. Cuestiones como la instalación de un sistema antimisiles en Polonia o el apoyo de Washington a las candidaturas de Georgia y Ucrania para ingresar en la OTAN, han sido percibidas en Moscú, no sin razón, como redoblados intentos de cerco y auténticas provocaciones. La cuestión más delicada es, quizá, la de Ucrania: la base naval rusa de Sebastopol en Crimea, región autónoma de Ucrania, reviste carácter estratégico para Moscú. Cualquier amenaza ucraniana de acabar con el préstamo de estas facilidades navales puede llegar a ser un casus belli para Moscú.

De otro lado, como señalaba recientemente el profesor Georges Nivat en relación al reciente conflicto de Georgia, los rusos pueden no tener ningún interés objetivo en tomar a su cargo territorios fuera de la Federación Rusa, pero sí lo tienen en protegerlos. Habrá que encontrar un equilibrio entre las veleidades neoimperiales del Kremlin, que son ciertamente inaceptables, y los legítimos intereses rusos, que Occidente no puede dejar de reconocer y respetar.

A lo largo de la historia de Rusia se han alternado las épocas de ensimismamiento eslavista con otras de apertura a Europa, en estos momentos su gran e ineludible socio económico y comercial. Si bien es cierto que la Unión Europea necesita los hidrocarburos rusos, su primer artículo de exportación, no lo es menos que Rusia precisa venderlos a Europa, cuyos capitales y tecnología necesitan los rusos para modernizarse. En su necesario diálogo bilateral, la Unión Europea debe insistir en la idea avanzada por Solzhenitsin en una de sus últimas obras: en Rusia coexisten un país próspero e incluso riquísimo con otro indigente. Esta paradoja sólo se puede salvar mediante el desarrollo interior, no mediante el expansionismo territorial.

Rusia comparte con Europa y Estados Unidos el miedo al islamismo «jihadista», cuyos ataques terroristas sufre en sus republicas del Cáucaso, y padece la agresividad económica china en Asia Central y en áreas cada vez más importantes de Siberia. Como indicaba Henry Kissinger en un artículo publicado por el International Herald Tribune el pasado año, cuestiones globales como la proliferación de armas de destrucción masiva, el medio ambiente o la economía mundial imponen la necesidad de cooperar entre las que el presidente Medvedev llama «las tres ramas de la civilización europea» (Europa, América y Rusia).

China e India

Potencias nucleares ambas y con crecimientos del PIB que en 2009 se espera superen el 8 y el 7% respectivamente, aun a pesar de la recesión global, plantean un desafío económico sin precedentes a Occidente. De seguir las actuales tendencias, China será la primera economía mundial antes de 2050 y la India la tercera o la cuarta, posiblemente por delante de Europa. Volveríamos entonces a situaciones históricas pretéritas: la China ming o la India mogol del siglo XVI eran más ricas y poderosas que la Inglaterra, la Francia o la España de la época. Nada, por tanto, de lo que debamos sorprendernos, aunque mucho de lo que debamos preocuparnos.

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Aunque «Chindia» sea un conglomerado heterogéneo y con intereses geopolíticos diferentes, el desafío comercial que plantean en estos momentos es el mismo, extensible a otros países del sureste asiático. Se trata de un mundo emergente que, por más que no sea nuestro enemigo, ciertamente sí es competidor directo de Occidente en la elaboración de productos manufacturados y en el consumo de materias primas que, en buena parte deben importar, empujando así sus precios al alza. Salvo que se practique un ingenuo «buenismo» a escala planetaria, es de prever que su auge, que está directamente relacionado con nuestro ocaso, les llevará a reclamar una porción de poder acorde con su dimensión económica.

La penetración de otros países emergentes en nuestras economías, que comenzó con el primer «shock petrolífero» de 1973, se instrumenta hoy a través de los «fondos soberanos». Me permito recordar que los de Singapur y diversos países del Golfo han tomado recientemente posiciones estratégicas en el capital de grandes bancos europeos como UBS, Credit Suisse o Barclays., lo que, de nuevo, no puede dejar de tener consecuencias prácticas para nuestro futuro.

Será muy difícil —aunque fuese deseable— aminorar el ritmo de la globalización para poder adaptarnos mejor a sus imperativos y aunque aquélla crea problemas comunes, los intereses no son los mismos para todos los grupos de países. Por el contrario sí creo que existe una comunidad atlántica, que comprende a Norteamérica y Europa, basada en instituciones y principios políticos homogéneos, en una tupida red de acuerdos y alianzas que los vinculan y en economías estrechamente interconectadas. Constituye el componente central de lo que llamamos Occidente.

Virtudes y excesos del modelo neoliberal

Occidente es una unidad de intereses y destino (a este propósito, estimo que sería muy instructivo releer sin prejuicios el tan denostado «Clash of Civilizations», de Samuel P. Huntington) cuyos valores hunden sus raíces en el mundo clásico grecorromano, el cristianismo y la Ilustración y comparte un interés fundamental: negociar con otros grandes actores internacionales un nuevo equilibrio que permita estabilizar las principales zonas de conflicto del planeta (ubicadas en el creciente islámico que los estrategas de la Administración Bush llamaban «Greater Middle East»), y poner en pie un marco institucional y regulatorio de la globalización que la haga aceptable para el conjunto de la comunidad internacional, sin que ello requiera que los países desarrollados deban empobrecerse.

Dos palabras sobre el nuevo debate ideológico fruto de la crisis, que gira en torno a la relación Estado-mercado. El patrón ideológico neoliberal, ahora en decadencia, se formó a partir de los años ochenta partiendo del principio de que el Estado era el problema y el mercado, la solución. Como toda idea política es preciso considerar el neoliberalismo en su contexto histórico: el de la necesaria reacción, personificada de manera genial por Ronald Reagan y Margaret Thatcher (por más que su retórica se compadeciese poco con la práctica de su gobierno, pues ambos dirigentes aumentaron considerablemente el gasto público de sus países), frente a los excesos intervencionistas y redistributivos del «Estado de bienestar».

El neoliberalismo ha tenido, entre otras, las virtudes de rescatar la valiosísima obra de pensadores como Friedrick von Hayek, Ludwig von Mises, Wilhelm Röpke o Karl Popper, de hacer una crítica inteligente y necesaria de la socialdemocracia y de reconciliar el pensamiento económico con las realidades fundamentales inscritas en los mecanismos del mercado. Pero como toda reacción ha incurrido también en excesos dogmáticos al negar las deficiencias del mercado y en burdas simplificaciones demagógico-populistas al menospreciar el sentido y la utilidad de las instituciones públicas; en definitiva, el neoliberalismo se ha convertido, lamentablemente, en un liberalismo de Reader’s Digest.

Merced a la crisis, estamos asistiendo al «eterno retorno» del Estado, al redescubrimiento de su importancia capital como institución jurídico-política que vertebra nuestras sociedades y garantiza que la actividad económica se pueda desarrollar eficazmente, a la constatación de la necesidad de un centro de poder objetivo que asegure el bien común por encima de intereses sectoriales y partidismos. El Estado está, por tanto, muy lejos de ser ese fardo inútil y costoso del que hablan algunos neoliberales, sin perjuicio de que se deba avanzar en su racionalización y en la búsqueda de su mayor eficacia.

Es posible que estemos viviendo una nueva fase proestatista en esa alternancia entre «laissez-faire» e intervencionismo público que se ha venido dando en el último siglo, en función de las frustraciones sucesivas que provocan uno u otro modelo. Pero lo cierto es que la estricta oposición Estado intervencionista contra Estado abstencionista ya no tiene sentido. Los Estados movilizan necesariamente una variedad cada vez más grande de instrumentos y políticas para mantener equilibrios económicos, dictar normas a favor de los consumidores y del medio ambiente y reasignar recursos con objeto de financiar infraestructuras o conservar el control de sectores productivos estratégicos. Y, por supuesto, son los únicos que pueden asegurar las tareas esenciales de toda comunidad política nacional: el orden interno, la defensa exterior y las relaciones internacionales. Finalmente, la Historia demuestra que la progresiva formación del Estado, primero, y del Estado de derecho, después, ha sido una de las causas fundamentales por las que Occidente sobrepasó a los poderosos imperios de Oriente.

En definitiva, está alumbrándose una época que deberá reencontrar un cierto reequilibrio entre lo público y lo privado, entre Estado y mercado; una época en la que tendremos que aprender a vivir de una manera menos dispendiosa en recursos económicos y medioambientales, que son limitados y costosos, y en la que asistiremos a nuevos equilibrios de poder que debemos negociar con realismo y sin concesiones a la ingenuidad.