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Las nuevas tecnologías han marcado decisivamente el devenir de nuestra sociedad en los últimos años. De una tecnología de «compartimentos estancos», donde la radio, la televisión, los ordenadores y la telefonía tenían su propio protagonismo de forma individual, hemos evolucionado hacia una tecnología de «amalgama», donde ya resulta muy difícil distinguir dónde acaba el teléfono móvil y dónde empieza el ordenador personal. Las diferentes tecnologías se integran entre sí como si fueran un todo y alrededor de estos sofisticados elementos de comunicación se han generado diversas formas de entender la vida.

El correo ha pasado a ser electrónico, la fotografía ahora es digital, el dinero es de plástico y nuestra vida empieza a ser de todos gracias a las redes sociales. Si no estás en Tuenti o Facebook, simplemente no existes. Esta realidad se hace mucho más palpable en nuestros hijos ya que, por razones de edad, no han convivido con los sellos de correos, con la película fotográfica o con las cabinas telefónicas de fichas. Nuestros hijos han nacido «digitalizados», con las ventajas que ello supone; Pero también con serios inconvenientes que empezamos a constatar desde distintos ámbitos de protección de la infancia.

El concepto de desamparo como elemento determinante a la hora de intervenir cuando se trata de menores de edad es algo que no tiene discusión. Pero a la vista de la realidad actual quizá deberíamos plantearnos una nueva acepción del término e incorporar como elemento indicativo de una posible necesidad de protección el «desamparo tecnológico». Entendido éste no como la falta de medios tecnológicos sino como aquellas situaciones de riesgo para un menor provocadas por un uso inadecuado de las nuevas tecnologías.

Cuando en los años ochenta los niños empezábamos a utilizar los primeros ordenadores personales los riesgos que como usuarios asumíamos eran prácticamente inexistentes. Ojos rojos como consecuencia de una prolongada exposición a monitores de rayos catódicos y problemas derivados del sedentarismo ante una pantalla que poco nos ofrecía, salvo rudimentarios juegos y un aburrido sistema operativo. No existían las redes sociales y la comunicación entre ordenadores era el privilegio de unos pocos. En definitiva, un apasionante mundo por descubrir. La única forma que alguien tenía para contactar con nosotros, adolescentes de los ochenta, era a través del teléfono, que como estaba en medio del pasillo y sonaba de forma estridente, suponía una garantía para nuestros padres, que en ese mismo momento «ponían la antena».

Pero hoy las cosas son bien distintas para nuestros hijos. En la gran mayoría de los hogares españoles, el ordenador personal con pleno acceso a Internet está en la habitación de los niños. Se ha convertido en una magnífica niñera electrónica que les mantiene entretenidos durante largos ratos y gracias a las redes sociales pueden tener millones y millones de amigos que escapan a cualquier control por parte de los padres.

Además, el ochenta por ciento de los chavales mayores de diez años tienen teléfono móvil y la gran mayoría, teléfono móvil con acceso a Internet. Si a esto añadimos que el círculo se cierra con las consolas de videojuegos y con una oferta televisiva sin precedentes, la cosa se complica sobremanera. En especial a la hora de controlar o supervisar el uso que se hace de toda esta tecnología por parte de los más pequeños.

No deja de ser chocante que mientras las administraciones se gastan cantidades muy importantes en la prevención de la anorexia y la bulimia, sea realmente difícil cerrar páginas web en las que se enseña a niñas a vomitar o a perder kilos de forma acelerada.

Esta nueva realidad nos configura también nuevas necesidades de protección de la infancia que hay que ir implementando no sólo en la relación de padres a hijos, sino que las administraciones están ante un verdadero reto que en la mayoría de los casos ni siquiera tiene soporte legal. La variedad de casos que analizamos en el día a día de nuestra institución es impresionante: usurpación de cuentas de correo electrónico, acoso escolar, delitos contra la intimidad de los menores, pornografía infantil, facturas telefónicas excesivas, publicidad no deseada, estafas, suplantación de personalidad, malos tratos, pederastia. Una panoplia de situaciones que, en muchos casos, conllevan una actuación rápida y eficaz ya que se dispone de los instrumentos legales para ello. Pero en otros muchos casos, como por ejemplo la apología de la anorexia y la bulimia o la apología de la pederastia, esa actuación se ve ralentizada ante la falta de un tipo legal que nos permita actuar. En España, este tipo de «apologías» no están tipificadas como delito, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la apología del terrorismo, y perseguir a los responsables se convierte en una tarea poco menos que imposible. No deja de ser chocante que mientras las administraciones se gastan cantidades muy importantes en la prevención de la anorexia y la bulimia, sea realmente difícil cerrar páginas web en las que se enseña a las niñas a vomitar o a perder kilos de forma acelerada. Y que para hacerlo tengamos que recurrir a veces a la ficción de considerar a los administradores de esas páginas como autores de un delito contra la salud pública o de un delito de inducción al suicidio. Por ello se hace realmente necesario modificar el Código Penal para que, al igual que sucede en Francia, estas conductas sean punibles.

El teléfono móvil se ha convertido en una herramienta indispensable para la gran mayoría de nosotros. Cuando lo olvidamos o se nos queda sin batería nos sentimos realmente incómodos y algunos son capaces de volver sobre sus pasos no vaya a ser que en el trayecto de casa a la panadería se pierdan una llamada importante. Lo cierto es que los adultos normalmente empleamos el terminal como un instrumento más de nuestro trabajo diario. Con la tecnología 3G la cantidad de información a la que se accede mediante el teléfono móvil se ha multiplicado por diez y ya a nadie le llama la atención ver cómo una persona descarga archivos de correo electrónico a gran velocidad mientras come un sandwich o mientras espera en la parada del autobús. Pero he aquí que los niños y adolescentes utilizan esos terminales de una forma algo distinta a como lo hacemos los adultos. En primer lugar, para ellos no es una herramienta de trabajo sino un elemento más de ocio. En segundo lugar, llevar el teléfono móvil más moderno y más sofisticado se ha convertido en un signo diferenciador importante. Con independencia del coste que suponga y que en la gran mayoría de los casos es sufragado por los padres. Si además tenemos en cuenta que los móviles cada vez incorporan cámaras fotográficas y de vídeo de mayor calidad, el mundo que se ofrece a nuestros hijos es realmente atractivo.

Así, no es extraño que cuando un adolescente observa una situación digna de ser inmortalizada con su cámara, haga un uso compulsivo de la misma y que las fotos obtenidas sean «subidas» de forma inmediata e irreflexiva a su perfil del Tuenti. Esto está generando multitud de denuncias ante el Defensor del Menor o la Fiscalía. Denuncias que casi siempre manifiestan la utilización indebida de imágenes de menores que atentan contra la dignidad de sus protagonistas. Las agencias de Protección de Datos están realizando una importante labor pedagógica para prevenir este tipo de prácticas pero no debemos olvidar que estamos hablando de niños y que muchas veces son absolutamente inconscientes de que están cometiendo un delito. Como inconscientes son de que esa imagen que han colgado en la red puede ser vista de una forma «algo distinta» a como ellos la ven. Este es quizá uno de los campos donde más difícilmente podemos actuar los adultos, ya que no es habitual que nuestros hijos nos consulten cada vez que quieran subir una fotografía.

Por ello se hace indispensable que hablemos con ellos y que les abramos los ojos de manera que piensen un poco antes de subir nada a la red. Que valoren y reflexionen sobre las consecuencias de colgar una fotografía humillante o con contenido que pueda ser malinterpretado. No podemos convertirnos en un vestigio de la censura previa pero sí que podemos, y debemos, orientarles. La patria potestad también hay que ejercerla en el mundo virtual.

La completa implantación de la televisión digital terrestre necesariamente debe llevar aparejada la creación de una nueva ley audiovisual que recoja estas nuevas realidades pero que, sobre todo, incorpore un régimen sancionador eficaz.

Hay una vieja receta que siempre funciona y que es infalible no sólo en este sino en casi todos los órdenes de la vida. Me refiero a la educación en valores que, en contra de lo que algunos pudieran pensar, también sirve para el mundo digital. Es más, yo diría que es precisamente en ese mundo digital donde es más necesario educar en valores. Muchos chicos no se atreverían a criticar a otros compañeros si tuvieran que hacerlo cara a cara. Por eso es tan fácil el acoso digital y por eso tiene consecuencias tan nefastas. No sólo por lo duro que puede llegar a ser sino por la universalización del hecho en el mundo virtual. Lo que antes quedaba reducido al patio del colegio ahora permanece disperso y al alcance de cualquiera que acceda a la red. Es muy importante educar a los niños desde pequeños en el respeto a los mayores y a los compañeros, enseñarles a empatizar, inculcarles la cultura del esfuerzo y hacerles comprender que en la vida a veces se gana y a veces se pierde. Pero, sobre todo, hay que darles mucho cariño y apoyo.

La parte más delicada de las redes sociales es la que se refiere a la ingente cantidad de información que nuestros hijos cuelgan en ellas. No tanto las fotografías cuanto sus datos personales, preferencias, conversaciones con amigos -a veces muy íntimas- y otros aspectos que a cualquiera de nosotros nos ruborizarían. Datos que en algunos casos pueden estar comprometiendo su propia seguridad o la de su familia. Por eso es importante también darles una mínimas pautas de comportamiento para evitar, en la medida de lo posible, que den más información de la necesaria.

La televisión también ha entrado con fuerza en la era digital. Es evidente que el apagón analógico va a suponer una mayor oferta de canales y de mejor calidad (en la señal, no en los contenidos). Pero también supone una verdadera integración de la televisión digital con la red y con la telefonía móvil. Nuestros hijos ya pueden ver televisión bajo demanda en sus terminales telefónicos y esto supone un nuevo reto para los padres, tanto por el coste como por lo difícil que va a resultar ahora controlar a qué programas o series acceden con su teléfono móvil. Las grandes cadenas de televisión han visto claramente el negocio y las series de culto que han enganchado a miles de adolescentes pueden seguirse por Internet e incluso se puede interactuar con ellas. Los televisores digitales vienen provistos de un sistema de discriminación de contenidos basado en una codificación por edades que deben tener todos los programas.

Con los receptores analógicos este sistema de supervisión no era posible y pese a que con los receptores digitales sí que lo es, a día de hoy se trata de un sistema totalmente inútil. Las cadenas no codifican los programas y por tanto el sistema de discriminación no entra en funcionamiento. Por ello, el gobierno debe plantearse seriamente la exigencia de esta codificación como una verdadera iniciativa destinada a la protección de los menores. La completa implantación de la televisión digital terrestre necesariamente debe llevar aparejada la creación de una nueva ley audiovisual que recoja estas nuevas realidades pero que, sobre todo, incorpore un régimen sancionador eficaz. Hoy sale barato no respetar los horarios de protección infantil fijados en la Directiva de Televisión sin Fronteras. Los ingresos que las grandes cadenas obtienen por la publicidad son bastante mayores que las sanciones previstas en la actual ley. Y en los casos más graves de incumplimiento no se conoce todavía a ningún responsable político que haya amenazado a una cadena con retirarle la licencia.

En definitiva, nos enfrentamos a nuevos retos derivados de verdaderas situaciones de desprotección en las que el legislador no había pensado.Y por ello el esfuerzo necesario para atajarlas es doble. Por un lado, hay que legislar de manera que se pueda actuar en defensa de los derechos de los más pequeños en estos nuevos ámbitos. Por otro, hay que incorporar en el currículo una verdadera asignatura de nuevas tecnologías que enseñe y prevenga a los alumnos. No podemos poner puertas al campo. Por muy digital que sea el campo y por muy lógicas que sean las puertas.